La de la última vez no la podía hacer más, estaba requemada. La anterior, tampoco. Se estaba quedando sin argumentos, sin herramientas, sin nada. Sin coartadas tampoco. No se le ocurría nada, tenía la cabeza llena de humo.
Romina había sido clara: «Ni te aparezcas por acá». Matías había tratado de ablandarla, de sobarle el lomo, de elogiarle esto o aquello, de endulzarle la oreja con palabras baratas. Ella no había picado. Hacía rato que era inmune a él, a su labia provinciana y lustrosa, a sus intentos vanos. Se estaba secando Romina, como la tierra y todo lo demás. Puso en marcha el auto.
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Conocía la ruta y el itinerario de memoria. Tan absorto iba en los opacos pensamientos que ni la radio prendió. Romina tenía razón. No, no podía tener razón. Estaba bravo el asunto. Siempre que llovió paró, sí. Miró el cielo sin querer. Venía agua, de nuevo.
Hizo unos kilómetros, y empezó a gotear. Dos minutos más, y ya estaba todo negro. La ruta se puso de repente demandante. Se olvidó por un segundo de Romina y de todo, era un chubasco bien fulero, y esas escobillas había que haberlas cambiado hace rato. Cuando llegaba al parador, y contra su voluntad, se dijo que pararía. Que mejor no, se dijo, pero que sí, que pararía. Y paró.
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