Rouge

No fue sin ofrecerle antes una detallada explicación que Romera le hizo volar los sesos por los aires a Tarsicio Papaccio. Y Tarsicio es un nombre de mierda. Eso fue lo último que le dijo, mientras le apretaba fuerte el pico de la 357 en el entrecejo. La entrada fue limpísima, quirúrgica; la salida, un desparpajo, sangre y cerebro por todos lados, horrible. Papaccio pasó a mejor vida antes de enterarse siquiera, aunque en realidad sabía bien de qué se trataba: Romera había sido claro y puntilloso en su explicación, y la cosa no había empezado ayer. Y sin embargo, Romera no había ensayado ningún discurso ni nada, había sido sincero y había dejado que tallara el corazón mientras le apretaba el bufoso y lo miraba a los ojos. Honesto y poético, digamos. Un happening.

Recién entonces, con la instalación terminada, se dio cuenta de que no había planeado (porque obviamente había repasado la escena mil veces antes, aunque sin detalles, más posado en las sensaciones que en las acciones, y todavía —incluso— con algún vislumbre de esperanza) nada más allá del gatillazo. Había pasado tanto tiempo, y tanto tiempo había pasado persiguiendo este momento, que se encontraba vacío de todo, de emociones, acciones e ideas. Después de tanto, estaba listo, ¿y entonces?
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La primera vez que se habían encontrado, muchos años atrás, un ilusionado Romera empujaba un armatoste de hierros retorcidos, gomaespuma y pintura en aerosol en precario equilibrio sobre una zorra. El joven llevaba su obra con inmenso amor; Papaccio, acompañado de dos galeristas y un marchante, caminaba el pasillo en dirección contraria. Al cruzarse con Romera y su creación, el crítico murmuró para sí: «Arte pop». Solo eso dijo. En esas dos palabras concentró todo el desprecio que la gran mayoría de las corrientes del arte contemporáneo despertaban en su corazón clásico.

Entre hierros, Romera lo escuchó, lo vio y lo reconoció y, echando mano de una valentía desconocida hasta entonces, lo abordó. Papaccio hizo lo que pudo para evitarlo, pero el entusiasmo del joven fue demasiado para él. Avasallado y molesto, aceptó un encuentro con Romera en su taller. Lo visitaría esa misma tarde y, se comprometió Papaccio, le daría una opinión sincera acerca de su producción artística.
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Para cuando llegó la hora, los humores habían vuelto a sus lugares habituales. Romera había perdido esa inusitada bravía, y había caído nuevamente en las profundidades de su mente y su conciencia. Papaccio había hecho casi lo opuesto; sorprendido con la guardia baja —¡él, Tarsicio Papaccio!—, había no solo tolerado la afrenta, ¡sino incluso aceptado el desafío! Años de marcar el rumbo de la vanguardia y destruir ilusiones para terminar amedrentado por un pelele sin talento, un imberbe pelafustán. Ya arreglaría todo, enseguida.

Y así fue. Llegó con premeditado retraso a la cita, y entró con los tapones de punta. Destruyó todo lo que pudo, salvo las obras. Hubo argumentos aceptables, atendibles tal vez, y también de los otros, y ráfagas de estiércol de pésima calidad. Romera caminó el ring, aguantó los golpes, intentó devolver como pudo y se vio contra las cuerdas más de una vez. Los nervios le enredaban las palabras, el tono de voz le oscilaba, la respiración le costaba. Había tanto que quería decir a Papaccio, y a la vez quería surtirle un inexpugnable cross y echarlo a patadas en el culo. En esto estaban, a dos minutos del campanazo final (Romera, claramente abatido), cuando, fuera de programa, apareció Regina.
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Papaccio la vio, tuvo que mirarla. «Si la belleza se encuentra en algún rincón de este sucucho no es, entonces, en los armatostes pintarrajeados. Es en esta mujer. El arte es ella», pensó, repentinamente arrobado. Lo pensó y lo dijo, de hecho, de forma casi simultánea. Con distintas palabras, aunque igual de floridas, de inflamadas.

A Romera no le gustó la manera en que los ojos del otro desarmaban, con precisión quirúrgica, a su mujer. Esa mirada era lo peor de todo, aunque también le molestaron las palabras de Papaccio. Pensó esto, pero no dijo nada porque era de naturaleza parca. Entonces reparó en Regina, quien, lejos de ofenderse por las florituras del otro, refulgía halagada. Con voz de pájaro, ella dijo: «Gracias, señor, aunque usted exagera. ¿Puedo ofrecerles algo para tomar? ¿Se quedará el señor a cenar, Antonio? La comida está casi lista».
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Romera acarició las riendas, sintió que las tenía, que volvía a ser local en su casa, pero no, se le escaparon, miserablemente, por un segundo; antes de que pudiera tomar aire, Papaccio lo madrugó: «Además de hermosa, es usted adorable. Pero “el señor” no se queda, se va. Ya bastante se quedó...», dijo, y en la sutil cadencia decía más de lo que Regina podía entender. A Romera lo miró, pero no le dijo nada: ya estaba todo dicho. A ella tampoco le dijo nada: simplemente se acercó, le tomó la mano, la besó —exagerando la escena por demás, pero adrede, disfrutando cada segundo—, la miró a los ojos como no ha de mirarse a la mujer ajena y, con una innecesaria floritura, se fue.

Con ese comienzo era difícil suponer que nada pudiera nunca andar bien entre ellos, pero bien podría todo haber quedado en una disputa, en un encono, en la necesaria tensión entre el artista y el crítico, entre el hacedor y el mirador, entre dos hombres cualesquiera. Esto mismo había pensado Romera varias veces después, tratando de entender cómo o por qué todo había llegado tan lejos, tan mal. Regina, sí, claro, pero también él, y tantas cosas... Y las obras, y el tiempo, y el Concurso Federal, y el sabor amargo y tantas cosas...
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La cena fue mortuoria. Regina era de poco hablar, siempre había sido así. Romera también; solo con ella rompía el silencio, llenaba los espacios, lo cubría todo, y de ese modo la había conquistado. Pero esa noche estaba mortificado y hundido en pensamientos negros, y se limitaba a rumiar su alimento. Regina, algo sonrojada, masticaba en silencio; de a ratos, una media sonrisa florecía sin motivo aparente en su cara.

Romera se sentía un completo imbécil por haber metido en su taller al infeliz de Papaccio. Era su casa, su dominio, el lugar que él regía —acaso el único en todo el mundo, en toda su puta vida—, y había tenido la estúpida idea de acoger a un enemigo cruel y despiadado. Con la intención de confraternizar, había permitido que el otro destruyera su obra, todo lo que logró, y hasta acaso pusiese en riesgo su amor. Esto último se le clavó en la sien en coincidencia con un nuevo sonrojo y otra sonrisita huérfana de Regina.
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Papaccio, mientras tanto, esperaba de mal talante que llegara su plato en el restaurante del último piso de un hotel del bajo. La vista panorámica, la copa de vino caro que no sabía apreciar, y el malestar de tener que comer solo de improviso porque la cita se cayó a último momento. Así empezó todo (todo lo que empezó después de que todo había empezado, claro). Miraba a lontananza, al final del río, cuando llegó el sashimi. Lo miró con cierto desgano, casi con desprecio; si nadie lo veía comer, ¿qué importancia tenía? Y así, mirando sin ver, y sin ser visto saboreando el sashimi...

Le haría pagar. Arreglaría todo, sí. Y no se dio cuenta, pero sonrió. Ya le había asestado los primeros golpes con las pinturas, y lo había medido después, le había tomado distancia. Ahora, el último round: Regina. Se divertiría un rato, y si picaba, si todo salía bien (a veces las cosas le salen bien al mal), sería una belleza. Una obra de arte. «Una pinturita», pensó y, entonces sí, sonrió con ganas. Ahogó el disfrute con un trago de vino y le hizo señas al mozo. «Papel y pluma, por favor», pidió, cortante.
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Escribió sin detenerse a pensar, enceguecido y aguijoneado por mil demonios:

Señores del honorable jurado del Concurso Federal: 

Tengo la profunda convicción de que es mi deber, mi obligación ética, moral y legal, incluso, ponerlos al tanto de una situación que considero por demás irregular e impropia. El nombre y el renombre de Tarsicio Papaccio no han llegado a ser lo que son a base de silencios y meandros, sino que, por contrario, se han forjado y erigido sobre los más sólidos cimientos del respeto y la integridad, la honradez, la claridad y la lealtad. Es por esto, y por muchas cosas más, que no encuentro más que escribir lo que escribo, decir lo que sé.

De un solo trago liquidó el resto de la copa de vino. Era una locomotora, estaba tomando velocidad y ya no se podía parar. Sin detenerse a releer, arremetió con el segundo párrafo:
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He de desenmascarar a un impostor. He de arrancar las plumas de las alas de una mentira. He de cercenar todas y cada una de las siete cabezas de hidra de un engaño. He de destruir a un hombre aunque ello acarree mi propia destrucción.

Titubeó. Se detuvo. «Tal vez esté excediéndome», pensó. Dejó la lapicera sobre el mantel. Se quitó los anteojos, los apoyó en la mesa también y, con los índices de ambas manos, presionó con fuerza sus globos oculares a través de los párpados cerrados. Todo era rojo.
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Sin levantar la vista del plato, en la diestra el tenedor, en la otra un mendrugo mordido con bronca, Romera habló. «¿Qué pasa?», masculló. Regina respondió en seguida. Tal vez demasiado en seguida. «Nada, ¿por?» Silencio. «Sonreías», dijo, al fin, seco. «¿Eh? Ah, ¿sí...?», ofreció ella, despreocupada, ligera, flotante. Pero no convenció.

Romera se levantó y, casi imperceptiblemente, empujó con desprecio el plato sin vaciar, que apenas se movió. «Tengo que trabajar, hasta mañana», dijo y, sin mirar para atrás, enfiló hacia el taller sin ofrecer el diario beso de las buenas noches.
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Emputecido, taladró, martilló, aerografió, retorció, pinceló. Lo hizo como si no hubiera mañana. Como si supiera. 

Regina terminó de cenar en silencio y levantó la mesa como un gerigón piquicorto que va de una rama a la otra. Después se deslizó al living y, sin encender la luz, levantó el tubo del teléfono.