Algo extraño sucedió en Abbeydorney

La señora O'Leary iba muy animada esa mañana. Vestida de domingo, caminaba a la iglesia. Will no había querido acompañarla, pero el cielo brillaba diáfano y azul, el aire parecía más leve que de costumbre y ella, radiante, disfrutaba del paseo.

No sabía que lo desconocido la esperaba al doblar la esquina.
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Iba pensando en comprar manzanas luego de la misa para preparar su ya famoso pudin de manzanas y nueces con el que planeaba, de una buena vez y para siempre, demostrarles a "las chicas" que en la cocina no había quién la superara, ni siquiera la encantadora señora Mahoney de la calle Limerick. Irían esa tarde a tomar el té y, después de que probaran su pudin, no quedarían dudas.

Tan ensimismada iba que ni siquiera notó que desde la otra vereda el señor Sweeney la saludaba con la mano en alto (albergando secretamente la ilusión de que pudiera querer comprar algunas rosas o claveles, o un paquete de fresias). Canturreaba para sí, muy por lo bajo, la tonada de un góspel que, sin quererlo, le venía a la mente cada vez que sentía que la vida era hermosa.
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Entonces dobló la esquina, y lo que vio hizo que olvidara su canción. La calle estaba vacía y silenciosa. Sobrenaturalmente vacía y silenciosa. Desolada, se podría decir, si no fuera por el sol, tan brillante y tan presente. Instintivamente, con una mano sobre los ojos, levantó la mirada hacia el Astro Rey. Lo que vio fue un pájaro quieto, suspendido en el aire como colgado de un hilo invisible.

Con el corazón paralizado, volvió sobre sus pasos para hablar con el señor Sweeney. Fue imposible: estaba mudo y rígido, congelado en su gesto de saludo que tal vez ni siquiera fuera eso. Tenía que volver a casa. Tenía que ver a Will.
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Con paso apretado caminó las siete cuadras que la separaban de su casa, sin salir de su asombro, mirando para todos lados todo el tiempo, sin poder convencerse, mirando todavía al cruzar una esquina, como si existiera la posibilidad de que algún automóvil efectivamente fuera a aparecer de la nada y representar un peligro. No había peligro. En efecto, no había peligro alguno, a no ser porque el tiempo parecía haberse detenido, y parecía también haberse olvidado de la pobre señora O'Leary. Pasó por la carnicería y por la tienda de abarrotes, por la oficina de correos y la tienda de periódicos; miró dentro de cada uno y sólo vio gente inmóvil, objetos suspendidos a un segundo de, o un momento luego de cualquier cosa. El señor Flanagan, el boticario, sostenía todavía una carcajada fenomenal, y una hoja volaba aún desde el mostrador hacia el piso de mosaicos multicolor.

Cuando el paso apurado amenazó con convertirse en trote, la señora O'Leary se agarró el sombrero como si el viento, inexistente, fuera a volárselo. Subió los tres escalones del porche muy agitada, y estaba a punto de introducir la llave cuando un grito a la distancia le hizo notar que el mismísimo ruido había quedado suspendido en el tiempo, y que el silencio había sido brutal, aunque no tanto como ese alarido ahogado que parecía venir de calle abajo. Entró apurada, cerró la puerta tras de sí, se santiguó mirando al cielo, y entonces, al bajar la vista, lo vio a Will.
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"¿Qué ocurre, tía? ¿Estás bien?", preguntó el niño que, echado en el piso, jugaba con sus soldaditos de latón. La señora se arrojó sobre él y exclamó: "¡Will! ¡Querido!", mientras lo abrazaba y apretaba. "¿Qué ocurre?", insistió Will, preocupado. La señora O'Leary no respondió. No tenía la respuesta, no entendía lo que pasaba, pero agradecía a Dios que su sobrino estuviera a salvo. De algún modo, todo seguía siendo normal dentro de su casa.

En ese momento, O'Leary comenzó a recuperar la calma y pensó que tal vez hubiera sufrido una insolación. Sí, eso debía ser: el sol estaba muy fuerte y le había jugado una mala pasada a una anciana, nada de lo que preocuparse. En el calor de su hogar, estrechando a su querido sobrino, O'Leary dejaba lentamente atrás el miedo. Tal vez por eso, el recrudecimiento de los alaridos en la calle, sumado a los fuertes golpes en la puerta, la llenó de terror.
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Will miró a su tía, la tía miró a su sobrino, luego miró la puerta, luego volvió a mirar al niño que con cara de sorpresa y miedo la miraba expectante, como si quisiera levantarse y hacer algo pero esperara su aprobación. "¡Parece que tenemos visitas...!", dijo falsamente animada, haciendo acopio de todo el valor que pudo encontrar, "Ha de ser el señor Mosley, que viene a pedir prestadas las tijeras de podar", siguió mintiendo descaradamente a la vez que sonreía exageradamente. "¿Podrías traerlas? Anda, ve si puedes encontrarlas, están en el desván", dijo, sabiendo que nunca iba a poder hallarlas allí, confiando que podría tardar lo suficiente buscándolas. Will dijo que sí animadamente, y salió corriendo, contento de poder ayudar a su tía.

La señora O'Leary pidió perdón al Señor por haber mentido, y se volvió hacia la puerta. La miró fijamente por un segundo, volvió a santiguarse, tomó una cantidad excesiva de aire y, sin más, abrió la puerta de un tirón. Sólo encontró el sol, que todo lo inundaba, y un silencio ensordecedor, maculado solamente por el eco lejano de lo que habían sido gritos desesperados. Se quedó tiesa, sin comprender, y sólo volvió en sí cuando escuchó a Will gritar a sus espaldas: "¡Tía, tía, no están, las tijeras no están...!". Al ver la puerta abierta, se detuvo y se puso, imitando a su tía, a mirar la calle.
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O'Leary temió por su sobrino y, fingiendo despreocupación, cerró la puerta con celeridad. "No importa, querido. El señor Mosley se ha ido. Dijo que tenía apuro y que volvería luego. Ya nos ayudará a dar con esas tijeras", mintió la señora, convencida de que lo mejor sería intentar vivir normalmente, al menos hasta que supiera qué estaba sucediendo.

Algo crispada, pero canturreando, O'Leary fue a la cocina. Encendió la radio con un gesto mecánico, pero el aparato, muerto, emitía un silencio ensordecedor. Lo apagó con un manotazo y, para disimular la turbación, preguntó a su sobrino si le apetecía que preparara su celebrado pudin de manzanas. "Pero tía, ¿no era que no teníamos manzanas?", preguntó Will. "Por cierto, ¿por qué no compraste? ¿No ibas a hacerlo de regreso de la iglesia? Oye, ¡no fuiste a la iglesia! ¿Qué ocurre?". O'Leary no supo qué responder. Cayó en la cuenta de que había faltado a la misa y que eso era un pecado... Pero justo entonces sintió su fe fortalecerse y pensó en el padre McKenzie. Si alguien tenía una explicación, ése debía ser él. Armada de valor, decidió ir a verlo: tenía que ir a la iglesia. El Señor la acompañaría. "Tienes razón, querido, olvidé las manzanas. Voy a por ellas. Espérame", dijo O'Leary con dulzura, para luego añadir: "Y no salgas, ¿entendido? Por ningún motivo abras esa puerta".
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"Pobre...", pensó con honesta preocupación en cuanto la puerta se hubo cerrado. En tres zancadas subió las escaleras, dobló hacia el ala oeste, que a esa hora tenía sombra, y se apresuró hacia el cuarto del fondo. Con rapidez y decisión tomó el aparato y discó. La respuesta no se hizo esperar.

"Paddy, es Will. Ven pronto, no hay mucho tiempo. Sí. Sí, pero le mandé a por las manzanas. Bien. Sí, claro que sí, pero ¡es que no hay tiempo para discutir eso ahora! Ven ya mismo, anda, yo estaré en el sótano". Acto seguido, corrió al sótano.
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El viejo padre McKenzie llevaba largo rato esperando. Ninguno de sus feligreses se había hecho presente y no sabía qué hacer. Jamás en todos sus años había estado en una situación similar y, aunque encontraba evidente que no tenía sentido ofrecer misa, no se atrevía a cancelarla. Dubitativo, miró su reloj una vez más: se había detenido. Pensó entonces en salir a la calle para mirar la hora en el reloj de la torre del municipio.

A paso lento, pero con toda dignidad, McKenzie se dirigió a la puerta. En el umbral se topó con la señora O'Leary, que llegaba agitada y lo empujó al interior del recinto al tiempo que gritaba: "¡No salga, padre! Afuera... Lo que... Es... ¡No salga!". McKenzie no tenía la mejor opinión de la señora, pero su mirada extraviada lo sobrecogió. Y el silencio. Fue entonces cuando notó el silencio plomizo que lo cubría todo. Eso, y un rumor lejano de gritos que llenó de pavor los ojos de O'Leary.
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"¡Por el amor de Dios, vea!", dijo la pobre señora O'Leary, al borde del llanto, a la vez que arrastraba a McKenzie de la manga de la sotana hacia la ventana de la vicaría. "¡Vea!", volvió a decir, señalando con la derecha —mientras que con la izquierda se sostenía el sombrero— un grupo de niños que jugaba en la plaza en perfecto silencio e inmovilidad; uno de ellos, a medio camino en el tobogán. "¡¿Por Dios y la Virgen, qué es esto?!", gimió O'Leary, sintiendo que el padre McKenzie era la única persona en este mundo —en este mundo— con quien podía realmente permitirse entrar en pánico y pedir ayuda y contención. El párroco entendió todo esto sin más, acostumbrado como estaba a los desesperados pedidos de ayuda de los pueblerinos. Esta vez, sin embargo, no pudo, como otras veces, tranquilizarlos rápidamente. Esta vez, él mismo necesitaba de alguien que le dijera que no se preocupara, que todo iba a estar bien.

Que era lo mismo que, para sus adentros, se repetía Will mientras miraba la página ciento setenta y nueve del libro y esperaba que llegase Paddy. Creía saber qué había fallado, pero dudaba. Era mejor esperar que llegase Paddy y, entonces, juntos, revisar el asunto. Volvió a mirar el libro, miró el aparato, miró el libro una vez más y, antes de que atinase a mirar a la puerta, escuchó ruidos apresurados y la característica sibilancia de la respiración de Paddy.
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"¿Qué demonios sucede?", soltó Paddy, agitado (vivía calle abajo con su madre, la señora Mahoney, y parecía haber llegado a la carrera, aunque probablemente se tratara sólo de su asma), a modo de saludo luego de que Will le franquease la entrada e indicase con un gesto el camino al sótano. Paddy parecía disgustado y no se movió de la puerta. Apresuradamente, y blandiendo el libro, el sobrino de la señora O'Leary le explicó el problema en el que estaban metidos. Paddy no daba crédito a sus oídos: "Estás bromeando, ¿verdad? ¿Verdad, Will? Mira la calle, los automóviles, la gente... Déjate de niñerías, que no hemos hecho nada", aseguró, al tiempo que un amplio gesto de su mano derecha invitaba a su amigo a mirar afuera y comprobar que reinaba la normalidad. Will no pudo creerlo: ¿qué había pasado entonces?

Similar era la incredulidad de la señora O'Leary, que, resguardada dentro de la iglesia, espiaba el mundo exterior a través de un vitral, y a quien el repentino bullicio de los niños en la plaza cruzando la calle sorprendió como el estallido de una bomba. Mientras tanto, en la trastienda, ajeno a todo pero con perfecto dominio de la situación, el padre McKenzie finalizaba una conversación telefónica con las siguientes palabras: "... Al principio me desorientaron el silencio y la inmovilidad, pero después caí en la cuenta de que debía tratarse de un error en el plan. Algunas personas resultaron ilesas..., sí, y se escuchaban ruidos humanos a lo lejos... ¿Unos niñatos de Abbeydorney? Will y Paddy, pero no... En fin, no puede volver a suceder algo así. Respetuosamente, lo digo. Deberían avisarme, al menos... ¿Ya está solucionado, entonces? ¿Seguros? Me alegra. Espero no tener que llamar otra vez... Envío mis saludos al Supremo. Agente McKenzie, 0433-A1. Fin del reporte".