La sorpresa del conejito

Había una vez un conejito muy, muy chiquito y muy blanco, peludo como un pomponcito, que se llamaba Pom. Vivía en el bosque, en una madriguera cálida, con su mamá y sus tres hermanitos. Su papá, un conejote grandote, trabajaba en un bosque cercano; hacía bastante que no lo veían y Pom lo extrañaba.

Un día, decidió ir a buscarlo. Armó un atadito con un pañuelo a lunares, metió en él sus cosas preferidas y lo puso en la punta de un palito.
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A la mañana siguiente, bien temprano, mientras todos dormían todavía, se fue dando pasos chiquitos, sin hacer ruido. El sol apenas estaba saliendo, y el Sr. Miroli, el búho, todavía estaba en su rama, mirando todo atentamente. Por suerte, estaba de espaldas y no lo vio. Pom se hizo muy chiquitito y se alejó en silencio.

Después de caminar unos pasos, seguro de que el Sr. Miroli no podía verlo, pensó qué camino tomar. Entonces se dio cuenta de que ¡no sabía dónde trabajaba su papá! Se sintió muy triste de repente, pero en seguida pensó que no podía ser difícil encontrarlo: preguntaría a sus amigos del bosque, alguien lo ayudaría.
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Se dirigía a la casita de Ramón, el ratón, cuando sintió un dolor terrible en la patita derecha y, aunque no quiso gritar para no llamar la atención, contuvo en la boca un aullido, se puso todo rojo y saltaron lágrimas de sus ojitos. Tenía, alrededor del tobillo, una trampa, cerrada como una boca de dientes metálicos.

Pom forcejeó para liberarse, pero cada tirón que daba lo lastimaba más. Lloraba en silencio, sin saber qué hacer, cuando escuchó a sus espaldas una voz muy profunda, un vozarrón, que, con un acento muy raro, le dijo: "¿Te ayudo, conejito?".
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"¡Sí, por favor..!", dijo Pom, incluso antes de darse vuelta y ver la cara que acompañaba la voz. Pero en cuanto vio la cara se calló, rapidito, y quiso tragarse las palabras y que la tierra se lo tragara a él, ¡era Hosco, el ogro! Y tenía, efectivamente, como todos decían siempre, los ojos encendidos de ira, del color del terror. Era enorme, y de su boca salía aire con gusto a muerte.

Hosco vivía en una cabaña del bosque, solo. Se contaban todo tipo de historias, pero la mayoría de ellas no eran para los pequeños como Pom, de manera que él no sabía bien de qué se trataba, aunque sí sabía que todos le tenían miedo. De pronto la patita ya no le importó, sólo quiso poder correr bien lejos ¡cuanto antes! Pero no pudo, porque los dientes de la trampa eran tremendamente fuertes. Vio la sonrisa de Hosco y la mano acercarse, pesada.
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El ogro levantó en su manaza, despreocupadamente, la trampa y el conejito. Pom temblaba y apretaba los párpados muy fuerte. "No temas, no voy a comerte. Soy vegetariano", advirtió Hosco. Pom se animó a entreabrir los ojos. "Es una cuestión de salud, la carne me cae mal. Además, tengo muy altos la presión y el colesterol, por lo que debo cuidarme", continuó el ogro. "Lo que me vuelve loco es el metal, así que, si no te parece mal, voy a comerme esa trampa que llevas en la pata. Y si te parece mal, también." Pom redobló sus temblores. Hosco era pura maldad.

El ogro intentó entonces abrir la trampa, pero poco lograba con sus dedos enormes y toscos. Probó también abrirla golpéandola contra las rocas, pero sólo lastimaba al conejito, que, aterrado, lloraba. Entonces perdió la paciencia y rugió: "Al fin y al cabo, un poco de carne no me hará mal, ¡qué diablos!", dijo, y, sosteniendo entre dos dedos a Pom, se comió de un bocado la trampa... y la pata del conejito.
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Pom, que tenía los ojos cerrados, no se enteró de nada. Por extraño que parezca, no le dolió nada. Sólo se dio cuenta de la ausencia cuando abrió los ojos, después de escuchar que Hosco tragaba. Su sorpresa fue enorme, y estuvo por decir algo, o pegar un grito, o cualquier cosa. Pero no pudo hacer nada: en ese mismo momento, Hosco eructó satisfecho, y el viento que salió de su boca despeinó al pobre Pom y estuvo a punto de hacerlo volar por los aires, de no ser porque Hosco lo tenía todavía fuertemente apretado con dos dedos.

Entonces sí, una vez que el viento cesó, y comprendiendo el verdadero problema, Pom se sintió muy enojado y amargado, y tuvo un precioso berrinche. "¡Mira lo que has hecho!", recriminó sin pensar al bestial ogro. "¡¿Cómo se supone que llegue ahora al trabajo de mi padre, eh?!". Hizo lo posible por contenerse, pero las lágrimas brotaron de sus ojos una vez más. Hosco lo miraba fijamente. Muy fijamente.
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Nadie le había gritado nunca. Nadie le había hecho frente jamás. Hosco desconocía el miedo y, aunque no sabía qué sentir ante la visión de ese conejo furioso, tal vez un guiñapo sanguinoliento, pero con llamas en los ojos y dientes afiladísimos, que echaba espuma por la boca, empezó a temblar.

La ira se había adueñado de Pom. Veía todo rojo y no pensaba. En una fracción de segundo, y con una agilidad sorprendente, saltó sobre los músculos poderosos de su única pata y hundió en el ojo izquierdo del ogro el palo de su atadito. Cuando Hosco se llevó las manos a la cara ensangrentada, Pom aprovechó para escapar, no sin antes susurrar en la oreja del ogro: "Ahora serás Hosco el Tuerto, y yo, tu némesis".
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Mientras saltaba como podía con su pata coja, Pom se preguntó qué le habría dicho realmente a Hosco. No sabía qué quería decir némesis, pero había escuchado al ganso Manso* decírselo a un pececillo una vez que estaba muy enfadado. Sonaba muy temible, por demás amenazador. Se sintió de repente divertido, y casi rió, pero en seguida se sintió triste de nuevo, y en seguida, cansado. Muy cansado.

Después de todo, lo único que había conseguido en unas pocas horas fuera de casa había sido meter la pata en una trampa; luego, perderla, y terminar huyendo de un ogro malvado. No sólo no había encontrado a su padre, ni parecía que fuera a encontrarlo pronto, sino que, además, estaba perdido, y no podía volver a casa con una pata menos sin tener una excusa de peso. La cosa se había puesto peluda...
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"Necesito una patita nueva", se dijo Pom. "Así no puedo volver a casa. Tampoco debo permitir que me vean, porque pronto todo el bosque hablaría de mí", razonó. Entonces se topó con un tierno gatito blanco que dormía al sol. Era chiquito como él y peludo como un pomponcito. Sin pensarlo dos veces, Pom sacó del atadito su hacha y, con un fuerte golpe, le cercenó la patita derecha. El gatito no llegó a despertarse: a continuación, Pom le asestó un hachazo en el cuello. "No debe haber testigos", pensó.

La pata que había pertenecido al gatito era más o menos como la suya y, luego de cosérsela con unas pocas puntadas, la probó. Funcionaba perfectamente. Excepto por el enorme costurón en el muslo, Pom había quedado como nuevo.
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Caminaba sin rumbo una vez más, pero ahora ya ni siquiera pensaba en encontrar a su padre: sencillamente no sabía qué hacer. De repente sintió una gazuza como pocas veces se había conocido en ese bosque. Rebuscó en la bolsa que colgaba del palito, y sacó la zanahoria que había robado de la cocina temprano en la mañana. Se felicitó por ser tan inteligente y precavido. Sin embargo, la zanahoria no había sido suficiente.

Enfiló para el lado de la sombra, donde el bosque se había más espeso, esperando encontrar más plantas y menos animales y ogros; ya estaba bien por esta mañana. Estaba persiguiendo ensimismado el perfume de unas plantas de lechuga cuando escuchó ruidos. Se paró en seco, y se parapetó entre las largas hojas de un arbusto crecido. Escuchó voces secreteando, un tono nervioso y apurado. Volvió la cabeza en el sentido de las voces. Lo primero que vio fue su padre.
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A su lado estaba Hosco, que, encorvado, con la cara desencajada y un parche en el ojo, hablaba con el grupo de conejos. Todos estaban muy serios y parecían concentrados en las palabras del ogro.

Pom no sabía qué hacer y, con miedo de ser visto, se encogía entre las hojas muy sigilosamente... Pero quiso la mala suerte que, al inclinarse sobre la patita nueva, la costura diera un tirón y le hiciera mucho daño, tanto que no pudo evitar un gritito. Todos miraron en su dirección. Hosco bramó: "¡Ahí está! ¡Atrápenlo!", y lo último que Pom vio antes de correr fue una estampida de conejos.
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Pom corrió y corrió. Como pudo, cuanto pudo, hacia donde pudo. Detrás de  él, una turba iracunda de conejos que perseguían lo que fuera, sólo para proteger el secreto de su reunión, en la equivocada idea de que el espía había escuchado todos los detalles de su conversación. Con la patita de gato colgando como la lengua de un perro viejo y cansado corría Pom como no había corrido nunca. "Que esto se termine, por favor, que esto termine de una vez, por favor...", repetía para sí.

Y entonces pasó algo que sólo pasa en la realidad, ya que sería demasiado para la imaginación de cualquier persona.
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"Te jugué sucio, lo sé. No se hace eso, también lo sé, pero oíme, quiero que esta porquería termine de una vez, no puedo creer que hayamos caído tan bajo...",** escribió Subjuntivo a Julia S., contrariado luego de los párrafos precedentes. Decidida, Julia le respondió: "Bueno, ya tengo en mente los dos últimos párrafos, aquellos que terminarán esto para siempre (no serán tan berretas como 'oh, ¡era un sueño!', pero sí igual de indiscutibles y finales). Al carajo con todo, yo también odio esta historia".*** "En dos días te la termino; andá pensando un buen comienzo para la próxima. Tenemos que recomponernos. Salvar nuestra imagen. Chamuscados, arañar las puertas del Purgatorio",**** añadió, con cierto dramatismo.

¿Y qué pasó con Pom? Logró escapar de la turba y hallar el camino a su madriguera sin que nadie se enterase de su aventura. Horas después, su padre regresó algo borracho y, para su sorpresa (la sorpresa del conejito, como en el título), le explicó que llevaba años trabajando con Hosco en asuntos non sanctos sobre los que, bueno, mejor no explayarse. Poco después, Pom ayudaría a su padre en un tema de poca monta, y con los años, muerto ya el viejo, acabaría convirtiéndose en la mano derecha de Hosco para ser luego acribillado por la policía en un confuso episodio.


* Wuss the Goose en el original. (N. del T.)
** Correo electrónico, 5/9/2012, 23:02 h.

*** Correo electrónico, 6/9/2012, 10:18 h.
**** Ibíd.