La felicidad del pez

Alberto Moya es escritor. O lo fue.

Publicó un libro muy celebrado, La felicidad del pez. En su momento, fue un éxito de ventas, y no solo eso: también la crítica saludó su aparición y exaltó la prosa y el estilo de Moya, llamado a ser la voz de su generación y a inscribir su nombre con el de los grandes de nuestra literatura, o algo así. Cada tanto, alguna columna periodística —con palabras similares, aunque distintas en esencia— lo recuerda. Alberto, en cambio, lo recuerda todos los días.
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La felicidad del pez llegó después de muchos intentos no tan felices, después de mucho andar, de mucho trajín, de mucho experimento, de mucho mucho que parecía ser mucho nada. Había escrito desde siempre, desde cosas con aires de importancia y cuentos con pretensiones hasta listas de supermercado, pasando por supuesto por cartas de amor y tarjetas navideñas. Siempre había escrito, y un día, un buen día, se había encontrado con que le prestaban atención. Como si nunca hubiera escrito, y entonces —¡a Dios gracias!— había decidido escribir y retratar las vidas y muertes de una generación, encabezar un movimiento que solo quienes no formaban parte de él comprendían o creían comprender. Algo había cambiado en los demás, pero no en él.

Aunque, para ser sinceros, eso fue al comienzo. Eso mismo que había cambiado en los demás y no en él hizo que, finalmente, él también cambiara. Y es que es muy difícil hacer oídos completamente sordos a la lisonja sostenida, especialmente cuando uno, como le pasaba (como siempre le había pasado) a Alberto, no ha tenido el más mínimo contacto con ella anteriormente.
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Porque, antes de La felicidad del pez, Moya no había sido muy feliz. Escribir había sido el único refugio de un mundo que no le agradaba y, si bien no esperaba resolver todos sus problemas como persona, tenía una fe inquebrantable en que lograría pulir sus artes de escritor y plasmar el libro perfecto. Aunque eso se hacía desear y sus originales eran rechazados sistemáticamente por las editoriales, Alberto siempre creía comprender los motivos del rechazo y se proponía mejorar. Lo demás —su vida cotidiana, sus relaciones calamitosas— no le importaba nada.

Finalmente, tras tantos intentos y luego de que se hiciera carne en él la sensación de estar cerca de la perfección sin poder tocarla, La felicidad del pez llegó para anunciarle que lo había logrado. A Alberto le costó creerlo, consciente de las fallas de su libro, pero tuvo que dar crédito a las palabras de los demás y terminó por sentir que había logrado una obra maestra aun a su pesar, por mérito de las musas o de lo que fuere. Ricardo Noremberg, incluso, del matutino El Pregón, fue un poco más lejos y habló de "moyismo", término que luego empleó todo el mundo para denominar una escuela, una corriente encabezada —cómo no— por Moya que contaba, además, con escritores "moyistas" como Daffra, Goralewski, Servando, Florentino y tantos otros. Alberto no conocía a ninguno de ellos personalmente, pero había leído sus libros y los había admirado en mayor o menor medida. Empezó a despreciarlos cuando fueron enrolados en las filas moyistas.
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Después, todo se precipitó, y ahora, que sí tiene el tiempo y la amargura suficiente (esa que da el tiempo, esa que endurece recónditos pliegues del alma lenta e inocentemente), comprende que fue todo un sinsentido, producto meramente de la vana fanfarria creada por unos cuantos, o mejor dicho unos pocos, seguida después, quizás, por unos muchos. Y cuando piensa esto piensa también que tal vez no sea correcto depositar la culpa en los demás, y entonces siente culpa. Pero... Moyismo, ¡por favor! Y así se pasa los ratos, de un lado al otro, recordando.

Y a decir verdad, tiene no solo motivos, sino razón. Desde las entrevistas en radio y tele hasta las fotos con ciertos personajes, pasando por las cuestiones amorosas y financieras, había sido todo un desastre realmente. Pero esto era, después de todo, algo del pasado. Ahora no había plata, no había amores, no había libros, ni siquiera borradores, mucho menos entrevistas ni radio ni tele; y los que, fuera ya por nostalgia o por necesidad de llenar espacios o complacer a algo o alguien, mencionaban su nombre en las páginas de los suplementos, no se tomaban siquiera la molestia de llamar (¡era el mismo número de siempre!) para ver si respiraba.
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Una mañana, mientras mateaba en la cocina y la libreta y la birome que dejaba siempre a mano —"por las dudas"— juntaban polvo sobre el hule de la mesa, Alberto tuvo una idea verdaderamente genial. Fue la primera en mucho tiempo, y, arrobado, sintió que ese fuego que otrora lo quemaba seguía ardiendo en su interior, en algún lado. Pero no echó mano a la libreta. No se trataba de ningún esbozo de cuento, de ningún verso suelto, de ningún argumento para una novela. Esta idea apuntaba más alto y lo superaba todo.

Dado que nadie parecía interesarse por su presente (la tirada completa —de trescientos ejemplares— de su último libro, A la sombra del ombú, vagamente gauchesco, cuya edición había pagado de su bolsillo cinco años atrás, agonizaba aún en tres cajas apiladas en el cuartito del fondo) y que su pasado quedaba cada vez más lejos, Alberto pensó en el futuro. Fue entonces cuando, después de apoyar la pava en el repasador, levantarse de la silla y mirar, algo teatralmente, por la ventana, lo decidió: fingiría su muerte. Sería su última obra y estaría a la altura de su leyenda.
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La idea lo hizo dar vueltas en el aire; una emoción enorme, como hacía tiempo no sentía, lo embriagó. Eran la felicidad y la alegría de tener una idea genial, eran la ansiedad y la emoción de hacer algo nuevo, de pensar en todos los detalles; eran también la amargura y el agraz rencor que gritaba desde el fondo: "¡Ya van a ver!". Se dijo que no debía ser vengativo, sino artístico. Serían el artista y su obra uno solo por un momento. Sería sublime.

Había muchos detalles por contemplar, por ordenar, varias cosas a tener en cuenta. Sintió una brisa de complicación, pero su vendaval de entusiasmo la devastó sin más. Era nada más cuestión de pensar bien, de poner todo en el lugar correcto, de exprimir la inteligencia, y entonces todo funcionaría perfectamente. Esto se decía mientras un torbellino de ideas e imágenes centelleaba en su cabeza, y él, reclinado sobre la enclenque silla de mimbre, miraba a lontananza y rechupaba el mate hasta el fondo, haciendo mucho ruido.
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En un error de cálculo, el gesto le quedó corto y el mate, que intentaba apoyar en la mesa, terminó en el suelo, en un desparramo de yerba que mojó las baldosas y le salpicó de verde el mocasín izquierdo. Alberto ni siquiera reparó en eso. Estaba muy ansioso. "Crear una pequeña flor es una tarea de siglos", murmuró para sí, y sonrió. Ese verso improvisado, de belleza simple, parecía indicar que su creatividad y su genialidad se habían despertado de la larga siesta. En realidad, acababa de citar a William Blake, pero no se dio cuenta.

Se levantó como en trance y, tras rebuscar en el cajón de la mesada, dio con el paquete abierto y arrugado de cigarrillos, se puso uno en la boca y lo encendió con el magiclic. (El médico se los había prohibido, pero Moya era un gran artista y, por si fuera poco, estaba al borde de la muerte, de su gran deceso, de su llorada desaparición física, así que bien podía ignorar las recomendaciones del galeno.) Cuando exhaló el humo tras la primera pitada vio todo claro: su última obra debía ser simple, natural. Inapelable. Se dirigió entonces a la mesita del televisor y hurgó entre las revistas y diarios viejos hasta encontrar ese suplemento literario. En cuclillas junto al vetusto Telefunken, pasó las páginas hasta que dio con lo que buscaba; arrancó la hoja y fue hasta el teléfono.
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Primero telefoneó (que es como se hace en las películas norteamericanas que se ven en cable; en la vida real, uno simplemente llama) a la librería Tocho. Pidió hablar con Efraín, el matusalén a cargo del boliche. Le dijo que hablaba Moya, que cómo andaba, que tanto tiempo, y le expuso su situación como mejor le convino. Le habló de los ejemplares —de esos trescientos ejemplares—, de las vueltas de la vida, de la "porca miseria", de una consignación, de una mano. El viejo Efraín finalmente accedió a la propuesta (o pedido, según se lo quiera considerar). Una semilla había sido plantada.

Envalentonado por la prestancia de sus actos —y las supuestas consecuencias que de estos imaginó devenir—, hizo algunos llamados más. Llamó a algún amigo, como quien no quiere la cosa; llamó al tordo, como por si acaso; llamó a una periodista más joven que había sabido estar interesada en su obra, incluso cuando esta estaba prácticamente acabada —en el sentido más estricto de la palabra—, y que había mostrado esa predisposición inocente que solo los jóvenes pueden abrazar sin más, como para cubrir un ángulo más. Después colgó y, henchido de orgullo de abuela, sonrió y prendió otro Sydney.
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Embalado, cargó las tres cajas en el asiento de atrás del Duna y fue directamente a la librería, a verlo a Efraín. El viejo, que no lo esperaba tan pronto, se sacudió las telarañas y lo ayudó como pudo con los trescientos ejemplares de A la sombra del ombú, que Moya, atolondrado, sacaba de las cajas y disponía torpemente en pilas sobre el mostrador. "Póngalos acá mismo, Efraín, así se ven", sugirió. "Pero alguno, uno o dos —concedió el librero—; todos no, Alberto. Dejemos los demás en las cajas." "Hágame caso. Téngalos a mano, porque dentro de nada se van a vender como pan caliente. Son mi próximo best seller, si me perdona la expresión." Con esas palabras flotando en el aire, Moya dio media vuelta y se fue como una tromba al tiempo que Efraín, incrédulo, miraba el ajado volumen de La felicidad del pez que, en el estante rotulado "OFERTAS", esperaba desde quién sabe cuándo.

De regreso en su casa, Moya llamó a la redacción de El Pregón y pidió hablar con Ricardo Noremberg. La respuesta lo sorprendió: Noremberg no trabajaba más ahí, se había jubilado quince años atrás. El interlocutor sugirió incluso que quizá se hubiera muerto, que eso creía, que no estaba seguro. Súbitamente decidido, Moya le espetó: "Precisamente, ¿sabe quién acaba de pasar a la inmortalidad? El insigne escritor y literato Alberto Moya. Averigüen, por favor. Investiguen: es una noticia que conmoverá al país". Dicho eso, colgó el tubo con un escalofrío indefinible.
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En seguida comprendió que se había equivocado.

Había puesto en marcha la maquinaria de la investigación antes de lo indicado, preso de la emoción. En su gloria, tuvo un segundo de pánico, como quien camina muy alto, y de golpe repara en el peligro de la caída; pero fue un segundo, nada más. En seguida reordenó sus ideas, modificó algunos detalles y se sintió vivo de nuevo, contento como pez en el agua.
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Esa sensación le duró hasta la mañana siguiente, cuando se levantó levemente desajustado, como fuera de sí, y no supo si estaba vivo o muerto. Temeroso de las repercusiones que pudiera haber alcanzado la noticia de su "fallecimiento", no se atrevía a salir a la calle, y debió acechar junto a la puerta —apenas entreabierta— hasta que pasara por la cuadra el pibe de los diarios. Por suerte no se demoró mucho, y al rato, luego de una transacción apurada y nerviosa y una extraña mirada —que él imaginó reprobatoria— del diariero, Moya se sentó a matear con un ejemplar de El Pregón.

Lo hojeaba con alguna aprensión, usando apenas la punta de los dedos, y lo primero que hizo fue buscar el nombre de Noremberg. Sorpresivamente, o no, no figuraba en el staff del matutino. Pero Alberto se sorprendió en serio media hora después, al leer otro nombre: el suyo. O su apellido, en realidad. Un recuadrito deslucido rezaba: "Falleció en el día de ayer Roberto Moya. El escritor, émulo de Isaías Daffra, se hallaba retirado de la literatura y dejó La felicidad del pez, libro que logró cierto reconocimiento hace cuarenta años". Nada más. No solo su nombre estaba mal, sino también todo lo otro: la definición de su gloria como "cierto reconocimiento", la omisión del resto de sus obras, la práctica supresión de su carrera y, fundamentalmente, lo de Daffra, un alumno, un imitador (el primer moyista, según la definición de Noremberg). Y faltaban la elegía de la periodista joven e inconsolable, la sorpresa del médico por su deceso en salud, el recuerdo de los amigos conmovidos, el lamento de los colegas, el dolor de los lectores, ¡ni siquiera habían llamado por teléfono para confirmar la noticia...! "¡Y la puta que me parió!", bufó Moya, al mismo tiempo que, en la librería Tocho, Efraín abandonaba la lectura de El Pregón y, con cara de nada, devolvía a las cajas los trescientos libros, invendibles.