Eli

Eli vivía en algún hotel, nunca se sabía en cuál porque cambiaba cada dos meses o dos semanas. Había problemas con los pensionistas, con el dueño o la dueña, con el pago, con la limpieza o cualquier cosa. Los del barrio los conoció todos, y en el que más duró estuvo tal vez dos años. Después se empezó a alejar y, de a poco, le fuimos perdiendo el rastro. La última vez que yo recuerdo haberla ido a visitar estaba en Avellaneda. Creo que después volvió para el barrio, pero ya no recuerdo haber ido. Los hoteles, en ese sentido, son todos iguales: habitaciones, ruidos, olor a comida, música, discusiones, peleas, gritos, golpes en la pared, baños compartidos mal aseados, en la cocina siempre hay alguien y alguien está cocinando, no importa qué hora sea. En los pasillos, la gente anda recontraproducida si va a salir o a trabajar o completamente zaparrastrosa si está de entrecasa. Y todo junto, siempre. Las luces son mortecinas; las decoraciones, siempre viejas, neutras, sin vida. Las habitaciones tienen tal vez una ventana, tal vez un baño, pero son habitaciones. Siempre hay una escalera y, en algún lado, siempre alguien ubicó un potus.

Con los trabajos era lo mismo. Recuerdo haberla ido a visitar a unas oficinas enormes, a las que no se podía acceder, un domingo. Trabajaba de seguridad ahí. También la recuerdo repartiendo correspondencia, atendiendo una farmacia y vendiendo perfumes. Después de varios intentos, casi todos los trabajos eran de seguridad. Se peleaba con alguien, tenía algún problema o algo no le gustaba o pasaba alguna cosa que nunca quedaba clara y adiós el trabajo. Tenía suerte, de algún modo, porque siempre aparecía algo y, al final, conseguía otro. Y lo perdía o lo dejaba, como fuera. Un mes, dos meses, una semana, un semestre y chau. En cierto modo, los trabajos también son todos iguales: hacés algo y te pagan un dinero, que es poco, y siempre hay uno que es garca; otro, pelotudo; otro, ambas cosas; uno copado o que parece; uno medio idiota; uno que te tira onda y otro que te odia sin motivo; el jefe casi siempre es un tarado, y casi nadie quiere estar ahí.

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Nos conocíamos del barrio, con Eli. Del colegio, también: ella estaba en tercero cuando yo empecé la secundaria, y la tenía de vista, nomás, pero repitió dos veces y terminamos siendo compañeros. Durante un año nos sentamos juntos; yo la ayudaba en las pruebas y ella, tal vez a cambio, me reveló el mundo femenino. Yo apenas había empezado a afeitarme, vale aclarar, y Eli era ya una mujer hecha y derecha.

Después repitió otra vez y, a la mitad de su cuarta cursada de tercer año, largó el colegio. Estaba embarazada, nunca supimos de quién. El viejo la rajó de la casa y le perdimos el rastro por un par de años, hasta que nos encontramos en la calle, por el centro, y resultó que estaba viviendo en un hotel en la otra cuadra de casa, aunque iba a dormir, nomás, y no siempre.

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Café café y un sol indiferente

El primer día fue el más difícil, después mejoró rápidamente. Al cabo de unas dos semanas, todo era rutina. Se había ganado ese espacio que había sentido primero usurpado, y hasta la letanía le salía ya sin pensar. «Café café, hay café café...». Ya no sentía tanta vergüenza ni agachaba tanto la cabeza. Que sus planes de estudios y doctorado se hubieran truncado tan pronto era una cosa, tener que salir a vender café, otra. Pero era laburo y era honesto, qué tanto. «Hay café café, medialunas café». El microcentro no era fácil, pero esa esquina no parecía pertenecer a nadie y había buen tránsito. Y entre tanta gente que pasaba, nadie lo conocía, eso era bueno. En ese mar de gente el anonimato era cantado, así era más fácil. Además, en el centro se mezcla todo, realmente. Oficinistas, repartidores, cadetes, personas haciendo trámites, laburantes, cobradores, operarios, cualquier cosa. Hasta cafeteros.

Y en esa estaba, tranquilo, una mañana fresca, cansado y bien mufado porque no pasaba nada, cuando lo vio a Colo Falcón cruzar en diagonal, absorto en sus pensamientos. Jeremías Colo Falcón en persona. Lo miró todo el camino, listo para desviar la mirada, pero no hizo falta. ¿Qué hacía ahí? Lo mismo que cualquiera de los demás, claro, el microcentro es así. Quién lo hubiera dicho, ¿no? Un flaco hambriento y maloliente lo sacó de su sopor para pedirle un café con leche y dos medialunas de manteca. «Setenta», dijo, y cobró y «Café café, hay café café...», pero seguía pensando sin querer.

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Colo Falcón lo había fastidiado durante los primeros años de la secundaria. La cosa se terminó cuando se fueron a las manos. No importa quién salió ganador del enfrentamiento ni quién perdió: fue un parteaguas, y listo. Justo después sobrevino la paz y, con el tiempo, lograron ignorarse con cierta cordialidad. Y él se había quedado con Marisa.

Entregó un vasito a un viejo de boina y se las arregló para cobrarle sin perder demasiado tiempo. Ni el hilo de sus pensamientos. Marisa Nuzzolese. Las mejores tetas de todo el colegio. Ni idea de qué habrá sido de ella, ¿se habrá metido a trabajar con el padre? ¿Estará de secretaria en alguna oficina por ahí? La idea de Marisa metida en una blusa blanca y enfundada en un trajecito corto se le presentó con la fuerza de un terremoto, lo aplastó como un elefante. Aplastado, vio entonces a Marisa cruzar en diagonal, como Colo Falcón antes, y se dio cuenta de que era verdad. Marisa estaba ahí, estaba pasando.

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Se quedó el resto de esa mañana imaginando cómo y por qué. Desde la más absoluta casualidad hasta la familia perfecta, o la dupla jefe-secretaria, pasando por el juicio de divorcio, abogados y todo el asunto, sopesó todas las opciones. Ese día y los siguientes. Seguía su vida, y siempre esa duda. Los momentos de espera eran los peores, no había clientes y no podía parar de mirar a cada uno que pasara. Quería verlos de nuevo. Quería verla a ella, quería verlo a él. Quería que no estuvieran juntos, pero temía que estuvieran juntos. Quería que lo miraran, pero sabía que era mejor que no, pero temía que sucediera, que lo vieran. Pensaba todas las opciones, oscilaba entre una y la opuesta, y todas eran igualmente malas, buenas, estúpidas, imposibles, absurdas. Los días de lluvia, o cuando había muchos motoqueros desayunando, eran difíciles también: no se podía ver bien, tenía miedo de que pasaran y no verlos. Así habrá estado unos diez días.

Y todo por dos fulanos que habían formado parte de su vida por un momento, nada más. Era una tontería y lo sabía, y el pensamiento se le cruzaba, pero lo despachaba rápido porque más triste que aceptar que ocupaba su tiempo y su mente en estas tonterías era tener que admitir que no tenía nada mejor en qué ocuparlos. Era una estúpida distracción, por supuesto, pero no quería decirlo en voz alta, ni siquiera en la voz de su mente. No hacía mal a nadie obsesionado con volver a ver, con comprender, con poder ser testigo de las vidas de Marisa Nuzzolese y Jeremías Colo Falcón.

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El undécimo día, por fin, los vio. Cruzaban juntos esta vez. Él tenía menos pelo y acaso más panza, aunque era difícil de precisar debido a su traje a medida, y seguía resultando imponente. Era una mole, una inmensidad de Colo Falcón, y desde su cumbre miraba el mundo que lo rodeaba y perdonaba la vida de quienes se cruzaban en su camino. Ella iba a su lado, aparentemente suelta, aunque los unía un evidente lazo invisible. Marisa no había envejecido ni un día, irradiaba seducción y juventud, y su cuerpo elástico vestía el tailleur como antes el jumper. Caminaban juntos, apurados, y hablaban de cosas importantes.

Se detuvieron frente a él. Colo Falcón, sin mirarlo, pidió dos cafés. «Rapidito», exigió. La voz era la misma. Marisa sí lo miró. Al carajo el orgullo, a la mierda la vergüenza, ¡tenía que volver a hablar con Marisa! Juntó coraje y, sin pensarlo más, se presentó. Colo Falcón no parecía escucharlo, pero ella sí. Lo miró de arriba abajo, entreabrió los labios, esos labios, y le dijo: «Disculpá, no te conozco».