Nada se pierde con preguntar

Eran los noventa, y todos parecían tener mucho dinero. El clima de fiesta infinita, el deme dos, el exceso, lo obsceno de la constante ostentación, la punzante sensación de que si no la estabas pasando bien eras un boludo. Bueno, yo era el boludo. Yo no tenía ni el dinero, ni la capacidad de crédito tan de moda en esa época, ni un gran trabajo ni nada. Ni siquiera simpatía, o un sentimiento aspiracional, para con esa versión berreta del sueño americano. No tenía casi nada, la verdad, por fuera de lo necesario, pero tenía trabajo, que no era poco, y, entre eso y la pensión de mi abuela, no faltó nunca comida en la mesa ni se atrasó el pago del alquiler.

Fue por aquellos días, a poco de cumplir los veinte, que la conocí a Alicia. Hicimos los exámenes médicos para la financiera el mismo día, uno detrás del otro (ella tenía el 342, yo el 343), y nunca supimos que estaríamos, dos semanas después, trabajando juntos. Lo primero que me llamó la atención fue —por supuesto— que tuviera un nombre de señora de ochenta años, ya que tenía apenas veintiséis. Además, era bien linda, cosa que no pegaba con el nombre de ninguna manera. Lo segundo fue que tuviera por novio un tipo tan pero tan pelotudo.

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El novio de Alicia. Alcanza con describirlo, creo: petiso morrudo, de tipo rugbier, de cara cuadrada impecablemente afeitada y pelo cortito, decolorado y parado con gel, vestía ropa de marca —siempre bien visible— y no se despegaba de su moto. Desde el primer lunes en la financiera, cuando vi a Alicia llegar agarrada de él y el tipo la saludó así nomás, se colgó el casco de ella del brazo y se fue rugiendo, un poco se me encogía el corazón cada vez que escuchaba esa moto. Y la escuchaba mucho.

Alicia estaba muy en la suya. Cada tanto cruzábamos alguna palabra, pero estoy seguro de que los primeros meses no me registró. Yo no perdía ocasión para mirarla, para hablarle. Mi objetivo, desde siempre, fue salir con ella. Nada se pierde con preguntar, decía siempre mi abuela, y un día junté coraje y me animé.

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Fue mal la cosa, obviamente. Yo, por algún motivo, había pensado que ella tenía que darse cuenta, forzosamente, de qué pelotudo era el tipo, y cómo la trataba y tal. Ella, evidentemente, no tenía nada de eso; solo una fascinación absurda e irritante con el fulano (Diego, Diegui, Di). El día de la fiesta, festejo de los 25 años de la financiera, plata dulce para todos por esos días, aprovechando que había canilla libre y un ambiente muy festivo, me aventuré a hacer el pase más sutil que pude. Alicia me vio venir a dos leguas, me esquivó sin ningún problema y, para que no quedaran dudas, me dijo que si vos sabés, que si Diegui, que si cómo, bueno, lo que era obvio.

La fiesta echó su manto y toda esa noche quedó en el recuerdo, y la vida de todos los días siguió como si nada, y Di siguió viniendo con la motito (que, después de un tiempo, cambió por una más ruidosa) y Alicia siguió sin prestarme ninguna atención y, a la larga, yo también puse la atención en otro lado y, antes de que pudiera darme cuenta, los noventa golpearon de nuevo y yo estaba a un mes de quedarme sin trabajo. Nada en tu contra, la clásica reducción de personal, vos me entendés, si fuera por mí, pero es que, sí, entiendo, está bien.

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Por unos cuantos meses, mantuve el contacto con algunos compañeros (con Alicia no) que me contaban cómo iban las cosas, que seguían echando gente, en fin, todo eso. Yo buscaba trabajo. Constantemente, de lo que fuera. 

Aunque todo fue pasajero, metí folletos en los buzones de las casas y vendí en la calle perfumes de imitación, sistemas de alarma hogareños y cursos de informática de un instituto pobretón que —con premeditación y alevosía, como se dice en el noticiero— compartía siglas con otro de prestigio nacional. Hice telemarketing. Aprendí trucos de venta. Conocí y olvidé compañeros y superiores. De acá para allá, trajiné colectivos y trenes con el diario, uno de mis dos trajes, una corbata y dos únicas camisas para todo servicio, además de los zapatos de la secundaria. Mi vida era bastante berreta.

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Un día me llamó Locura, un compañero del CBC que me había quedado. Los dos habíamos abandonado («tomado un cuatrimestre para ordenarnos»), pero habíamos quedado más o menos en contacto porque nos cruzábamos a veces en los recitales de las banditas under en los tugurios de Once. Me sorprendió el llamado porque por esos días nadie quería llamar a celular, era caro. Yo lo tenía porque entonces te los regalaban con el café y, si no cargabas plata, no gastabas nada. Me dijo que no había problema, que podía hablar porque ahí hacían varias llamadas a celular y no era sospechoso y que, si le decía que sí, hablábamos a la noche en detalle. Me dijo que era un laburo, una suplencia, porque él tenía que tomarse las vacaciones y agregarles unas semanas sin sueldo, por un quilombo familiar en su provincia (no recuerdo cuál era, ni tampoco su nombre: le decía Locura porque todos le decíamos Locura, porque a todos los saludaba con: «¿Qué hacés, locura?», pero nunca un nombre). Me dijo que era de conserje en un hotel, y yo le estaba por poner algún pero, aunque laburo es laburo, pero no hizo falta porque en seguida me atajó: conserje de hotel alojamiento. Un telo, locura, ¿me entendés?

Nos entendimos fácil porque era todo muy fácil. El asunto era en Haedo, de ocho a cuatro de la tarde, y era temporal, en principio, hasta que él volviera. No era mucho, pero era algo y no se pagaba mal. En negro, pero eso no importaba tanto. Me dejaba tiempo para estudiar (cuando terminara mi semestre de organización, claro) y para salir a la noche, si quería (a veces quería, pero entre no tener guita y no tener minita, tampoco era que iba a salir tanto). La única cagada era que era lejos, pero yo viajaba a contramano en el Sarmiento. Primero pensé que, en esos horarios, no habría tanto que hacer, pero en seguida me di cuenta de que estaba bien equivocado. Aparentemente, era en una zona cercana a un parque industrial, o alguna cosa así, y, entre trampas y profesionales del rubro dedicadas al bienestar del cliente, el asunto era bastante movido. Aun así, no era mucho más que analizarles las caras detrás de un vidrio polarizado, explicar las especificaciones de las habitaciones («la Polaris tiene ducha griega, pero es más pequeña; si desean una vista más arbolada, les sugiero Pasionaria»), cobrar y ocuparse del teléfono (que muchas veces debía utilizarse para contactar a las profesionales, de allí las frecuentes llamadas a celulares). Aprendí todo en tres días que fui a trabajar con él y, al cuarto, arranqué solo.

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Tenía tiempo para mí, de repente; todo el tiempo que se podía tener en ese sucucho polarizado entre jeta y jeta, y me dio por escribir en un cuaderno de hojas cuadriculadas que había encontrado ahí, en un cajoncito de una especie de escritorio que había. Las historias, fantásticas y de terror, me hacían sentir capaz de algo, de algo grande, y, nomás llegaba, me preparaba un café (asqueroso, en saquitos, con mucha azúcar) y me sentaba con el cuaderno y una birome.

También hacía llamados. Breves, porque no había que ocupar la línea, pero de repente la llamaba a mi abuela, a mi hermana, a un tío del Chaco. Aprovechaba, obvio. Y siempre terminaba las conversaciones con algún aire de importancia, con un «te tengo que cortar, disculpame, estoy en el laburo» que mi historia de trabajos de mierda agradecía. Y un día, como quien no quiere la cosa, se me ocurrió hablar con Alicia. Así, de la nada, decidí que tenía que llamarla. No tenía el número, pero creía que lo podía conseguir, y a eso me puse.

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Podía llamar a la financiera y pedir por ella, pero no tenía gracia. Además de que, en ese caso, tenía que deschavar que era yo; y yo, en mi delirio místico, había pensado que podía llamar y ver cómo andaba el asunto, y si algo (un tono, un silencio, el tono entrecortado del celular al llamar, lo que fuera) me daba mala espina, podía cortar o —lo que era todavía más arriesgado y fascinante— hacerme pasar por alguien más. En fin, estaba aburrido ahí en el sucucho, todo el mundo en el mete y saca y yo, con el teléfono y el cuadernito.

Entonces se me ocurrió una idea. Tenía que asegurarme de que no estuviera en la oficina y hacerme pasar por alguien que necesitaba hablar con ella por algo importante. Lo llamé a Germán, el de seguridad del piso, decidido a preguntarle cualquier cosa y, después, armar toda una situación en la cual yo querría saber si ella estaba yendo a la oficina porque quería ir a verla, porque siempre me había gustado y no sé qué más (improvisaría). Como siempre, me adelanté, y armé un quilombo sin necesidad: en cuanto pregunté cómo andaba todo, me dijo que mal, que había habido más recortes, que el viernes pasado, justo, habían rajado a varios más. La rajaron a tu noviecita, me dijo con sorna el hijo de puta, sin maldad pero con cizaña. Dije con honestidad que me sorprendía, pero no tanto, y que qué cagada, y le dije que era una pena, porque ahora ya nunca iba a poder verla o hablarle. Me dijo que el último día, cuando se fue, le había dejado el celular, por cualquier cosa. Que si lo quería.

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Ahí empezó a apurarme un tipo, que había entrado con una minita. Yo le había hecho una seña para que me bancase mientras yo liquidaba mi asunto, pero se ve que el tipo estaba impaciente porque empezó a golpear el vidrio sin nada de la discreción esperable. La mina quería que la tierra se la tragase, pero el fulano, dale que dale con la llave del auto en el vidrio, y flaco, ¿te falta mucho?, y si te jodemos nos vamos. A los apurones, anoté en la tapa del cuaderno el número que Germán me pasó y me dediqué al rompebolas. Mientras decía las palabras, la fórmula de siempre, y alargaba una llave, decidí que le iba a escamotear cinco o diez minutos del turno. Se iba a joder por apurado.

A Alicia nunca la llamé. Ese día no me animé, me pareció que no daba, y justo al siguiente se pusieron la gorra con los llamados y no quise meter en quilombos a Locura. Me aprendí de memoria el número, eso sí, y fantaseaba con el llamado. Pero no la llamé.

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Habrían pasado diez días de eso, Locura se había pedido una extensión de dos semanas más, tenía un quilombo con el padre (de eso me enteré por el flaco que hacía el otro turno), y estaba en el medio de una historia de mierda, dale que dale con el cuadernito, cuando la alarma me avisó que entraba alguien al lobby. Me preparé para el asunto de siempre y, finalmente, levanté la cabeza para ver a la parejita. Una pendeja más bien fea, un poco gordita, de buenas tetas, que daba apenas la idea de tener un poco de vergüenza, miraba para el costado, disimulando, mientras de la mano sostenía a mi querido Di.

Aprovechando el anonimato del polarizado hice el speech de siempre, todo como si nada. El flaco se ocupó de que fuera la más barata que hubiera, y no terminó de agarrar la llave que ya le estaba amasando el culo a la pendeja, que se reía y decía por lo bajo no, pará. Eran las tres y diecisiete cuando marqué la entrada. En el torbellino de ideas y emociones que tenía en la cabeza, la única certeza era que algo había que hacer, que esta oportunidad única no se podía desperdiciar. Solo faltaba saber qué había que hacer. A las cuatro vino el flaco a sacarme. Me fui lo más campante, di la vuelta, entré al estacionamiento y, sin ningún esfuerzo, encontré la motito del bueno de Di.

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No me enorgullezco de lo que hice, pero no porque haya estado mal: porque fue poco. Tendría que haber hecho algo mejor, más grande, menos ordinario. Pero no: le rayé la moto. De punta a punta. «El Fantasma», firme atrás, bien chiquito. Una pelotudez, pero me sentí bien. Después —porque estaba excitado y, sobre todo, porque tenía mucho tiempo por delante— me fui enfrente. Quería verlo salir del telo con cara de orto, así que me metí en el locutorio que había cruzando la calle y me aseguré de sentarme en una máquina desde donde pudiese ver la salida.

Para matar el rato, quise abrir el ICQ, pero no me acordaba de mi número. Abrí, entonces, el Messenger. Me conectaba muy cada tanto, así que me llovieron las notificaciones. Entre otras cosas, me había agregado alguien: Alicia. Y estaba en línea.

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¿Por qué me agregó? Quería escribirle, por supuesto, pero también quería saber qué iba a hacer cuando saliera el fulano. Quería verlo, ¿y nada más? Le dije a la chica del locutorio que estaba esperando a alguien, no sé qué cosa, y que me cobrara una hora, porque por ahí tenía que salir rajando. Me conocía de venderme puchos, y no tuvo problema. Era linda, pero siempre tenía una música de mierda, y hablaba como un camionero, y comía chicle, siempre comía chicle. La cuestión es que estaba listo para lo que hiciera falta, pero no sabía qué hacía falta. Tal vez, en lugar de perder el tiempo con el pelotudo, tenía que ocuparme de Alicia.

«alicia! hola», tipeé, y dudé. Borré. «hola». No, muy seco. A esa hora, un día de semana, tenía que estar en la casa, no podía estar conectada desde el trabajo, si es que acaso tenía uno. Empecé a conjeturar de nuevo. Me empecé a impacientar y, entre la ansiedad y el hastío y los nervios, me hinché las pelotas y le mandé un zumbido. Nada, obviamente. Esperaba y relojeaba la salida del garaje. Le estaba por mandar otro zumbido cuando la chicharra me avisó que alguien salía; vi la luz roja y la motito que empezaba a asomar. Antes de que pudiera hacer nada, un zumbido me hizo saltar en la silla. «hola jajajaja».

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¿De qué se ríe?, me pregunté. La risa de Alicia no pegaba para nada con la cara de orto monumental de Diegui; la gordita, sí, estaba radiante. La moto rayada dio la vuelta en la avenida y perdí de vista a la feliz pareja. Había valido la pena. ¿Había valido la pena?

«que haces desaparecido?», mandó Alicia. «hace mil que no se nada de vos, en que andas?». «soy misterioso como un fantasma», le puse. Me arrepentí en el mismo momento.

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«jajaja sos un boludo, como andas?». Con la ansiedad del que lleva una bandeja llena de copas de cristal por un pasillo recién lustrado, quería encontrar la frase ideal, pero no tardar ni un segundo más para que no se aburriera y se fuera. «bien, y vos?» fue lo mejor que pude encontrar. La miré a la chica del chicle, convencido de que podía oler todo lo que me estaba pasando (porque las minas siempre saben todo), pero estaba dale que dale con la música. Pensaba mientras qué hacer con esta oportunidad divina. Me moría de ganas de jugar mi carta Di con la gordita, pero no, todavía no.

Esperaba las palabras, o al menos el «Alicia está escribiendo...», cuando entró el petiso del perfume. Olía a colonia de obrero, fuerte, invasiva. Se me sentó al lado. Fenómeno. Entonces llegó el mensaje: «bien acá con cosas de la facu, aburrida, vos? seguís con la banda?». La banda, ¿qué banda? Entonces, de pronto, como un sartenazo, me dio vuelta todo, ¿podía ser que...?

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El petiso miraba para mi lado. Me pareció que me relojeaba. Me puse un poco nervioso y tipeé lo primero que me salió de los dedos: «la banda bien, como siempre, tocando mucho». Entonces me di cuenta de todo. Del error de Alicia, del mío, de la oportunidad que se me ofrecía. Hasta me acordé de una historia que había escrito sobre un crimen perfecto.

«y vos? cortaste con diego?», tiré la caña de pescar. «no! por que?». «ah. no, por nada». «dale jajaja». Picó. Perfecto. «bueno, te digo». «que?». «recien lo vi salir de un telo». «como???? no es gracioso, dale». Valía todo. Le describí la moto, con rayadura y todo, a la pendeja, la ropa que tenían ambos, todo, sin ahorrar detalles. Estaba en llamas. El petiso seguía mirando, y hasta me pareció que sonreía. Alicia se desconectó de pronto.

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Cuando me levanté, lo vi al petiso intentar esconder la página porno que estaba mirando. Me dio gracia y bronca, por él y por mí, que, al final de todo, como un imbécil, me hacía el fantasma y me hacía pasar por quién sabe quién mientras uno garchaba en un telo, la otra hacía su vida y el petiso se empalmaba en un locutorio de Haedo. Cuando salí, saludé por lo bajo y sentí, nuevamente, que la mina del chicle sabía perfectamente qué boludo miserable que era.

Caminé hasta la estación, me compré una cerveza y me senté en la punta oeste. Me bajé medio paquete de puchos mientras pensaba. Alicia se había desconectado de una conversación que creía tener con alguien que yo no sabía quién era. Llamarla habría sido revelar el asunto y, al final, al pedo: no tenía intenciones conmigo. Al pelotudo de Diego no sabía dónde encontrarlo, ni tampoco sabía para qué encontrarlo, salvo que, de puro gusto, le habría pegado piñas en la cara hasta que me sangraran los puños. Mientras tanto avanzaría el asunto entre ellos, tal vez bien, tal vez mal. Podría haberla llamado igual, con mi nombre, como la idea original, pero, a esa altura, ¿para qué? O tal vez el sorete ese se apareciera de nuevo en el telo, las trampas suelen ser fijas; pero, de nuevo, ¿para qué? ¿Le iba a rayar el otro lado de la moto? En todo esto estaba cuando me cacheteó el perfume barato del petiso que, sin advertirme, me pasaba por al lado.

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Y vos qué querés, la reconcha de tu tía, le dije. El tipo no se hizo cargo y siguió caminando.

De Alicia no supe nada más. Para cuando me conecté de vuelta, la mina se había borrado del Messenger y, como dije, nunca la llamé. Diego no volvió a aparecer; la pendeja sí, pero con otro fulano, un viejo que tenía una fábrica en el parque industrial. En cuanto a mí, después de los noventa llegó el 2000, pero mi vida siguió siendo una berretada. El problema era yo, parece. Y después me morí. Un accidente pelotudo, me caí del tren. No dejé nada de valor, salvo por el cuadernito del telo, ese en el que vos estás leyendo esto ahora.