tag:blogger.com,1999:blog-56074359793314455532024-03-17T22:42:35.671-03:00Que los eunucos bufenSubjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.comBlogger33125tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-7386641910781580142024-02-10T22:50:00.021-03:002024-03-17T22:42:03.347-03:00No hay dos sin tres<p style="text-align: justify;">—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Llewellyn, luchando por reclinar aún más la silla—, puesto que, una vez que el criminal se cree victorioso y empieza a suponerse más inteligente que la policía, empieza a pensar no solo que puede, sino que <i>debe </i>cometer otro delito, y siente que le ronda en la cabeza una danza florida de nombres de sujetos que detesta y desearía sacarse de encima. No haga caras, créalo: sé lo que le digo, he estudiado el asunto. Aunque las gentes no supieran de los avances de la psicología, bien entendían la cuestión cuando decían, sentenciosas, <i>no hay dos sin tres</i>.</p>
<p style="text-align: justify;">Pendleton, que había dejado de hacer caras a regañadientes, liquidó lo que quedaba de ginebra con un violento movimiento de cuello y apoyó el vaso muy suavemente. Respetaba a Llewellyn, sabía de su reputación y su historia y lo sabía honesto y efectivo, pero en ese momento solo quería agarrar del pescuezo a aquel malnacido y golpearlo en la cara hasta que perdiera —él, no el malnacido— el conocimiento. Sintió el impulso de hablar y, para refrenarlo, se sirvió otra ginebra.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Bebió el vaso de un solo trago y se levantó de su silla con un suspiro pesado, cargado de frustración y cansancio. Miró a Llewellyn con determinación, con el firme convencimiento de que podían desentrañar el enigma que tenían frente a ellos. Llewellyn asintió solemnemente al reconocer la seriedad en la mirada de Pendleton. Sabía que no podía defraudar la confianza de su compañero.</p>
<p style="text-align: justify;">—Tenemos que estar un paso adelante de este tipo —dijo Pendleton en voz baja, pero firme, mientras se dirigía hacia la puerta—. Voy a necesitar su ayuda para armar el rompecabezas.</p>
<p style="text-align: justify;">—Estoy con usted en esto, Pendleton.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Una vez en la calle Pendleton sugirió ir nuevamente al apartamento de Vera. A falta de una mejor idea, y aprovechando que la noche estaba hermosa para caminar y fumar en pipa, Llewellyn accedió de buena gana. Usarían la caminata para repasar el asunto: tal vez algo se les hubiera escapado. Tal vez alguna idea les permitiera encontrar algo nuevo en el apartamento. Si fuera algo obvio, la policía lo habría encontrado ya, de manera que era cuestión de estar en los detalles. Pendleton quiso empezar a refunfuñar, pero el otro se apuró a pedir que fueran metódicos, que solo era cuestión de tomarse un segundo y reparar en los detalles.</p>
<p style="text-align: justify;">El cuerpo de Vera había sido encontrado por la mañana, cuando la Sra. Mayers había ido a limpiar, como cada miércoles. Pendleton había recibido la noticia pasado el mediodía, cuando encontró el cálido ronronear del teniente Davies del otro lado del teléfono. Había esperado que tuviera un resfriado o, simplemente, un mal día, y explicarle que un detective no es nada sin su secretaria. En cambio, encontró al Suave Davies, que le explicó la situación y le pidió que fuera para allí inmediatamente. Vera había sido estrangulada, y su ropa de noche, los vasos en la mesa y el disco de jazz, rayado, que aún sonaba cuando llegó la policía parecían indicar un crimen pasional.</p>
<p style="text-align: justify;">~</p><p style="text-align: justify;">Los dispares compañeros sortearon deportivamente el cordón policial. Pendleton se limitó a exhibir aquí y allá, breve, su tarjeta y los oficiales, en su mayoría viejos conocidos, se hicieron a un lado sin peros. No hicieron falta recomendaciones ni concesiones: los polis sabían que él no traicionaría su confianza.</p><p style="text-align: justify;">—Menudo Moisés resultó, Pendleton. Cruzamos el mar Rojo como si nada —sonrió Llewellyn.</p><p style="text-align: justify;">—No es momento para bromas. Sea serio. No quiero tener que hablar de usted con el teniente Davies.</p><p style="text-align: justify;">—Puede decir lo que desee, Pendleton. El Suave sabe de qué madera estoy hecho. </p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El departamento estaba tal cual lo habían visto unas horas antes, pero el cuerpo había sido removido. Ya no había médicos y polis y fotógrafos revoloteando por todos lados, y el olor a noche de hotel había desaparecido. Una cinta dibujaba en el piso todo lo que quedaba ya de Vera: una silueta vacía, mal puesta, inútil. Las copas y los ceniceros habían sido removidos también, seguramente por la gente de dactiloscopía. Lleno de polvo blanco yacía aún sobre la tornamesa el «Mood indigo» de Duke Ellington. No había en toda la ciudad un solo poli capaz de saber que ese disco valía más que todos los cigarros y botellas que se habían ocupado de confiscar.</p>
<p style="text-align: justify;">—Repasemos el asunto una vez más, pero en detalle —pidió Llewelyn, ahora más serio, sin dejar de sobar la pipa con infantil insistencia.</p>
<p style="text-align: justify;">—No hay tanto para repasar, realmente. Alguien estuvo aquí con Vera ayer, y ahora ninguno de los dos está a la vista. Puedo asegurarle que no hay tal crimen pasional, al demonio con eso, que el Suave y sus muchachos escriban historias, si quieren, pero no hay tal cosa. Vera no tenía a nadie en calidad de... —hizo un silencio, porque no logró encontrar la palabra adecuada. —Puede que tuviera un tipo, seguro, pero nada de pasional ni de problemas de estrangulamiento. Si hubiera tenido problemas habría hablado conmigo, sin dudas. </p>
<p style="text-align: justify;">—Puede que así fuere —dijo Llewelyn, sin hacer hincapié en la obviedad de que podía ser también que así <i>no fuera</i>— pero tal vez sería mejor intentar ver si podemos conectar los detalles con el otro crimen, porque si es como le digo, si mis interpretaciones son correctas, si en efecto se trata del mismo tipo... —dijo, y fue perdiendo fuerza en la voz, a medida que se embarcaba en sus propios pensamientos y chupaba fuerte de la pipa.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">El primer crimen había tenido lugar una semana atrás. También pasional en apariencia, los allegados a la joven víctima aseguraban que no podía haber nada de eso. Contratado por la familia, Pendleton se había ocupado de recabar información que completase o, mejor, rectificara la versión policial. Husmeó como un sabueso, sin resultados satisfactorios.</p><p style="text-align: justify;">Con ese caso empantanado, las alas negras del ángel de la muerte habían rozado la piel de Vera a continuación, y entonces todo el asunto había pasado a ser personal.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Supongamos que tenía un tipo, por ejemplo... porque la puerta no parece forzada, y las copas con la música sugieren que ella le abrió la puerta. Pasaron un rato juntos. Incluso, tal vez, <i>un buen rato</i>... —dijo Llewelyn, mirando sin ver. </p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—La escena puede estar perfectamente manipulada.</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Por supuesto, pero al no haber signos aparentes de violencia ni pelea... Vera se habría defendido, ¿verdad?</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—No sólo se habría defendido, habría intentado dejar una pista, un mensaje... —dijo Pendleton, y frunció el ceño sin querer.</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Eso, ¡un mensaje! —exclamó el otro con renovado entusiasmo. —Hay que estar en los detalles, ya que si hubiera querido dejar un mensaje... Por cierto, ¿faltaba algo?</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Davies dice que no encontraron signos de robo. Está el dinero de la caja, y la bisutería no ha sido molestada. Vera no tenía cosa de valor.</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Comprendo, pero... ¿está <i>usted </i>seguro de que no falta nada?</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Si lo poco que había de valor está aquí, vamos, ¿qué pretende, que le diga si el fulano no se llevó una cuchara, o un vaso de vidrio? —bramó el grandote ya dispuesto a perder la paciencia.</p>
<p justify="" style="text-align: justify;">—Cálmese, que arrugando la cara y elevando la voz no va a resolver este entuerto. Sírvase una copa, y otra para mí, a ver si le ayuda a pensar. Le pregunto si algo pudiera faltar, de alguna manera, porque si presta uno atención a los detalles, si busca uno un mensaje, bien pudiera ser que una singular ausencia... —dijo, y rechupó mientras recibía el vaso que le entregaba el de la cara de niebla.</p><p justify="" style="text-align: justify;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Durante largos minutos, ambos planearon como aves rapaces, sin tocar tierra jamás, por el apartamento de Vera, los ojos y los sesos en pleno inventario.</p>
<p style="text-align: justify;">Al cabo de un rato, desalentado, Pendleton abandonó los cuidados innecesarios y se dejó caer en el sofá que presidía la sala. Con pensamientos errantes y la mirada perdida, recorrió la mesilla que tenía al lado. Un portarretratos ordinario mostraba a Vera junto a una versión avejentada de sí misma, acaso su madre. En otro se podía ver a tres niños sonrientes, uno de ellos sin uno o dos dientes de leche. Había también una pequeña maceta con una planta de interior moribunda y una escultura de cristal diminuta de lo que parecía ser un perro salchicha. Y una ausencia. Pendleton notó entonces una marca circular bastante nítida entre el polvillo de la gente de Dactiloscopía y el propio de una limpieza no demasiado esmerada. Un círculo perfecto.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Lo tengo, vea esto. Observe.</p>
<p style="text-align: justify;">—Ah, muy bien, ¡muy bien! Se lo dije, debíamos estar en los detalles.</p>
<p style="text-align: justify;">—No se alborote. No sabemos de qué se trata, y no sabemos por qué el fulano se lo llevó, y no sabemos cómo demonios nos conecta con el crimen de la joven Adelaine.</p>
<p style="text-align: justify;">—Y no sabemos si el fulano se lo llevó... —dijo Llewelyn sugestivo, sin sonreír. —Cuando le dije que pudiera haber un mensaje, un detalle, pensaba si Vera pudiera habernos dejado algo. Tal vez, precavida, o sospechando algo, pudiera haber querido comunicarnos algo, no dejando una nota o algo claro, puesto que habría sido imposible, sino con una ausencia que para usted pudiera ser evidente, llamativa.</p>
<p style="text-align: justify;">—Si lo que sea que falta en esa mesilla se lo llevó el tipo, estamos faenados; pero si Vera lo quitó, y no lo hemos encontrado aquí, tiene que haber estado entre sus cosas. Vamos, debemos ver al Suave ahora mismo.</p>
<p style="text-align: justify;">Salieron sin decir más, y tomaron un taxi. La jefatura quedaba a unos diez minutos. Llewelyn se dio cuenta de que el Suave no iba a estar disponible a estas horas, pero no dijo nada para no exaltar a Pendleton. Pendleton pensó lo mismo a mitad de camino, pero decidió que su tarjeta debería abrir caminos una vez más, no había tiempo que perder, no podía irse a dormir y esperar hasta mañana.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-22154669676974422782024-01-03T23:44:00.035-03:002024-02-08T09:47:45.152-03:00El Imparcial<p style="text-align: justify;">Eliana Colaberardi trabaja en la mesa de entradas de <i>El Imparcial</i>, un pequeño periódico de la ciudad mendocina de Tunuyán. «Mesa de entradas» reza el sello que descansa sobre una almohadilla a su derecha, junto a los teléfonos; en los hechos, Colaberardi es recepcionista, secretaria y ocasional reportera, aunque su anhelo secreto es corregir. </p><p style="text-align: justify;">Eliana Colaberardi es una mujer esbelta, alta, de cabello negro y ojos vivos. Está casada hace dieciséis años con Mateo Trombatti, quien se desempeña como farmacéutico en la Botica Trombatti, una apoteca céntrica ubicada frente a la plaza General San Martín. No han tenido hijos por imposibilidad de Eliana, y en más de una ocasión, durante alguna pelea, Trombatti se lo ha reprochado. La verdad es que ella tampoco quiso ser madre.</p>
<div style="text-align: right;">~</div>
<p style="text-align: justify;">Mateo Trombatti aprovecha cuanta ocasión se le cruza para —como se dice en la jerga— tirar una cana al aire. Y tiene suerte, porque se le cruzan varias, y en Tunuyán (o en Mendoza toda) el viento sopla fuerte. En los pueblos y las pequeñas ciudades las verdades viven bajo una maceta o una alfombra raída. La apoteca sirve a todos, y son todos amigos del dispensario porque uno nunca sabe. En cualquier caso, hay una moral casi tan fuerte como la necesidad humana del chisme y todo puede siempre arreglarse.</p>
<p style="text-align: justify;">Mateo Trombatti es la tercera generación en el rubro y en la zona, y todos los conocen. Eliana Colaberardi es importada de Ensenada, y —también— todos lo saben. A todos les llama un poco la atención que no hayan tenido hijos, pero tienen la deferencia de comentarlo por lo bajo y a sus espaldas, y nada más. El diario debe ser lo único imparcial en esa ciudad.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;"><i>El Imparcial </i>es dirigido por el doctor Jorge Zampedri. Aunque solo ha cursado algunas materias de la carrera de Abogacía en Buenos Aires, todo el mundo antepone a su nombre el «doctor», y Zampedri se deja llamar así. Para reforzar la idea, ha adoptado ciertos hábitos de leguleyo que no cuadran bien con la dirección de un diario de provincias, pero que mantiene en todo momento y lugar.</p><p style="text-align: justify;"><i>El Imparcial </i>es el gran logro de su vida, si no el único, y el doctor Zampedri lo defiende con uñas y dientes de los embates de la frivolidad, los medios capitalinos y los avances en las telecomunicaciones. El diario es como su hijo, eso dice él, y a nadie en la ciudad le extraña este comentario ni sacan a colación al hijo biológico del doctor Zampedri, que tiene veintitrés años, vive con su madre en Guaymallén y no ve a su padre desde los once años.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Zampedri, que comparte algunas cuestiones con Trombatti, no ha dejado de enviar los giros ni un solo mes. Primero hubo una promesa excesiva, después, unas visitas furtivas; más luego, una irregularidad y, finalmente, un compromiso. Un buen día, todo cesó, menos los giros, y del asunto no se habló más, salvo entre las gentes. </p>
<p style="text-align: justify;">Un día de octubre, mientras el pueblo se prepara para la llegada del zonda, Eliana sella la correspondencia del día maquinalmente. Siente las manos resecas, piensa que debe recordarle a Mateo que se acabó el sapolán. Por el rabillo del ojo derecho detecta una presencia. Levanta la vista sin dejar de sellar. Una mujer pequeña espera paciente, sin decir palabra, detrás de unos anteojos oscuros. Se produce un vacío incómodo mientras ambas evalúan quién debe hablar primero. Eliana está a punto de abrir la boca, pero el intempestivo tronar del teléfono la sobresalta y la silencia.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Del otro lado de la línea, Jorge Zampedri (hijo) procura hacerse entender. Pide hablar con el doctor Zampedri, acaso se identifica o dice algo de su madre, pero los ruidos de la redacción ahogan su voz apocada, sus titubeos, su indecisión. Eliana repregunta e intenta enhebrar los retazos de palabras, pero no tiene éxito. La comunicación se corta, en apariencia. Ella se queda con la idea de que fue su interlocutor quien presionó la horquilla.</p><p style="text-align: justify;">La mujer da un paso hacia el escritorio. Carraspea, a la vez que se quita los anteojos oscuros y revela un rostro conocido, aunque avejentado. Se presenta como Marta Moronell de Zampedri. Eliana Colaberardi reprime un escalofrío.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Ha escuchado historias, y sabe quién es Marta Moronell de Zampedri. Sabe, incluso, que «de Zampedri» ya no es, porque están separados hace años; aunque técnicamente todavía es, porque lo que ha unido Dios no ha logrado separar el hombre. Sabe que su presencia no puede ser nada bueno, como no lo fue las otras dos veces que se apersonó en el diario. En ambas ocasiones, por casualidad o providencia divina, Eliana estaba ausente: la primera, con parte de enferma; la segunda cubriendo una fiesta regional en El Sosneado. Al regresar, tuvo el detallado <i>racconto </i>una y otra vez, porque nadie hablaba de otra cosa. </p>
<p style="text-align: justify;">Eliana intenta hacer como si nada, actuar de recepcionista despreocupada, pero antes de que pueda empezar a impostar nada la vieja habla directamente, sin amabilidad ni violencia, con una voz fría y relajada, pero dura y penetrante. Y calma. Es la calma de quien sabe que no hace falta nada más porque su palabra es no solo ley, sino —sencillamente— el augurio del futuro por llegar. Sabe que lo que quiere es, y lo que pide le es dado, y ahora quiere hablar con <i>el doctor</i>, dice, y esgrime una sutil e inconfundible sorna, que Eliana interpreta como un muy mal presagio.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">En su despacho, Jorge Zampedri escruta unas pruebas. Los cilindros de la rotativa están empezando a fallar otra vez; aún no se nota en los diarios impresos, pero el ojo clínico del doctor lo percibe. Como el petricor advierte la lluvia que se desatará inexorable, esos papeles anuncian problemas. Grandes gastos. Quebraderos de cabeza. Zampedri se toma la testa con ambas manos y se presiona las sienes con los dedos. Interrumpe su rumiar el intercomunicador. Eliana Colaberardi le da la noticia: su exmujer se presentó en la redacción y quiere verlo, y pregunta si la hace pasar. Sin escapatoria, el doctor dice que sí.</p><p style="text-align: justify;">En ese despacho, Marta Moronell de Zampedri está a sus anchas. Como si los años no hubieran pasado, entra, se sienta sin invitación y enciende un cigarrillo. Jorge Zampedri quiere decir algo, pero no dice nada, y quien dice entonces es Marta. Con voz más ronca que la última vez, habla del hijo de ambos sin que Zampedri preste atención, habla de dinero, comienza un monólogo. El doctor está acostumbrado a dejarla hablar, entiende que ella necesita desahogarse y nada más, pero el nombre oído al pasar captura su atención. En la boca de Marta, el nombre de Mateo Trombatti suena como una blasfemia. El nombre, el hombre y lo que ella dice de él.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Marta desliza el nombre como al pasar, va a la pesca. Y, cuando ve que hay pique, se queda quieta. Pega una chupada profunda al cigarrillo, se toma todo el tiempo. Zampedri espera también y, con la mirada, le deja ver que ahora sí tiene toda su atención. No quiere hablarle, quiere la mínima interacción posible, que diga lo que deba y se vaya. No será tan fácil, pero aún no lo sabe. Pone las manos en campanario y se reclina en su sillón, que cruje cálido, cómplice.</p>
<p style="text-align: justify;">Marta entiende el gesto y deja salir el humo, sin prisa. Entonces, habla. Le dice que Trombatti es, y siempre ha sido, un picaflor, como él, y que no duda que han compartido, sin saberlo y sin quererlo, más de una mujer en el pueblo. Sin embargo, le dice, eso son solo estimaciones estadísticas porque, para ser honestos, certezas tiene una sola. Pausa. Otra calada. Zampedri, inmóvil. En alguna de esas noches que <i>el doctor </i>andaba quién sabe dónde y por qué —le dice—, su mujer necesitó un <i>decadrón</i>, para el asma; y quién mejor para tomarse la molestia, a la hora de la cena, que el hijo del farmacéutico. Pobre mujer —dice con inocencia, sin una pizca de maldad aparente—, toda la noche le faltó el aire... Otra calada, bien profunda.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">En su escritorio, Eliana Colaberardi procura mantenerse ajena al rumor de voces que escapa del despacho del director. Sella metódicamente, anota con prolijidad y, al fin, se pone a corregir con atención infinita la edición del día anterior. Lo hace por placer y, también, por discreción. Enfrascada en la tarea, intenta abstraerse del hecho de que el zumbido bajo y constante del monólogo de Marta Moronell de Zampedri se haya trocado, con la participación del doctor, en un contrapunto, en un <i>crescendo </i>con <i>staccatos</i>, en una ópera. Las palabras emergen claras bajo la puerta, Colaberardi suprime un gerundio. Justo con el rulo elegante de un deleátur, Eliana escucha el nombre de su marido. En la redacción se ha hecho el silencio.</p><p style="text-align: justify;">La campanilla del teléfono la sobresalta. Crispada, Eliana Colaberardi atiende. Quien llama es, otra vez, Jorge Zampedri (hijo). Como quien echa a andar barranca abajo, el muchacho habla con la recepcionista sin ambages. Le dice que su madre va a ir a la redacción y que deben evitar que hable con su padre. Le aclara que ella no está bien. Le advierte que puede ser peligrosa. Eliana va a hablar, pero no hace falta. Jorge Zampedri (hijo) se despide sin ceremonias y cuelga<span style="text-align: justify;">.</span></p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Aún con el tubo en la mano, Eliana intenta entender no solo qué sucede, sino —especialmente— qué debe hacer. Como recepcionista, nada; como secretaria, tal vez debería llamar a su jefe, golpear la puerta o entrar directamente (o, con sencillez, ignorar el llamado de un desquiciado); como reportera, debería pensar de qué se trata esta crónica. Recuerda el prontuario de Marta. Recuerda que el apellido de su marido es ahora parte del asunto. Mira con poco disimulo la redacción, un rejunte de cabezas gachas, cada uno en silencio, fingiendo trabajar, escuchando sin tapujos lo que son ya gritos sin más. Marta es un torrente, verborragia incesante, que no suena fuerte, sino infinita; no es lo que grita, es lo que avanza, como la marea; el doctor produce, con cierto ritmo, frases cortas y categóricas que, claramente, logran poco y nada.</p>
<p style="text-align: justify;">Eliana cuelga el teléfono y, casi sin darse cuenta, toma el tubo nuevamente y comienza a discar el número de la apoteca. Le faltan dos dígitos cuando repara en que no tiene sentido lo que hace, pero es su marido, y punto. Hay un segundo de silencio y, en seguida, el tono de ocupado. El corazón le da un vuelco: el único plan, muerto antes de nacer. Cuelga sin soltar el tubo, y disca de nuevo, y hay un segundo de silencio y, en seguida, el tono de llamada y, antes de que pueda sentir que le vuelve el alma al cuerpo, un estruendo sordo y, de pronto, silencio total. Del otro lado de la línea, alguien dice «hola», «hola», pero no hay respuesta.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">En el despacho, Jorge Zampedri se mira, incrédulo, la mano derecha. Empuña un vetusto Webley Mk IV, con cañón basculante, que dormía el sueño de los justos en el último cajón de su escritorio. El revólver humea, los ojos del doctor están anegados y los de su mujer, derrumbada entre dos sillones, abiertos para siempre.</p><p style="text-align: justify;">En el silencio atronador de su despacho, Jorge Zampedri siente más fuertes los ruidos de afuera, los ruidos de la vida cotidiana. En la calle, un camión pasa ahogado y los pájaros cantan indiferentes; se oyen palabras de transeúntes y, a lo lejos, un vendedor ambulante vocea sus bienes. El doctor se siente fuera de sí. Son los ruidos más próximos, en la redacción, lo que lo trae de regreso. Ruido de sillas, de pasos; voces indistintas; alguien corre hacia la puerta del despacho y mueve ya el picaporte. El doctor apunta a la puerta. Eliana Colaberardi, demudada, abre.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Eliana se frena en seco no bien la imagen le empapa la retina. Miedo, sorpresa, adrenalina, confusión, mucha confusión: si a alguien esperaba ver en el piso, ese era el doctor; y si alguien debía, todavía, empuñar un arma, era Marta, la vieja loca, la del prontuario, la que gritaba mares de sandeces, la que todavía se hacía llamar «de Zampedri», pese a todo. En cambio, quien empuña aún el arma es el doctor, ¡el doctor! Para sumar a la confusión, es este doctor el que, como un niño sorprendido <i>in medias res</i>, mira atónito y suelta, de repente, el Webley, como si al soltar el objeto negara la acción, como quien cierra los ojos para negar la realidad. El fierro cae, muerto, y un sonido seco, apagado por la alfombra, cierra la escena.</p>
<p style="text-align: justify;">Detrás de Eliana, que continúa bloqueando la entrada, se amucha ahora la redacción entera. Algunos pocos ven por sobre el hombro de alguien más, pero poco hay para ver más que un hombre, el cuerpo de la vieja visible solamente para Eliana, que sigue ahí parada, sin querer entrar y sin poder volver, aguantando el suave empujar de las gentes. Suena entonces el conocido tintineo de las esquilas de la puerta de entrada. Las caras se vuelven al unísono, y al ver al ingresante, reculan sin quererlo, como en una coreografía natural. Sudoroso, con la cara transfigurada, petrificado en el medio de un movimiento asnal, Jorge Zampedri (hijo) escruta el escenario.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Jorge Zampedri (hijo) se abre paso entre la gente. Alguien intenta detenerlo, hay quien trata de advertirle acerca del cuadro dantesco. No ve a nadie, no repara en nada: agacha la testuz y embiste, decidido, hacia el despacho del doctor. </p>
<p style="text-align: justify;">Jorge Zampedri (padre) ve, a un costado de Eliana Colaberardi, a un muchacho granujiento, alto, reseco y enjuto que aparece de súbito y lo mira con ojos de pescado. El doctor no ve a su hijo; lo mira, pero no lo reconoce. De pronto, una analepsis le revela el parentesco. Jorge Zampedri va a decir algo, lo intenta, pero su boca es un desierto de sal.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Con un certero empujón, Zampedri logra abrirse paso. Eliana lo ve pasar, lo siente decidido y solo atina a pegarle un grito, no de terror, sino marcial, final: «¡No!». Y, para sorpresa de todos, funciona, y el muchacho se frena inmediatamente. Ha quedado a centímetros del cuerpo de la madre, a quien recién ahora nota, y lo mismo pasa con la Webley, que yace un poco más allá. Con la misma decisión con la que impuso el orden, Eliana se agacha y recoge el revólver. Mira intermitentemente a uno y otro mientras blande el «bufoso» para indicarles que esto está terminado, que ahora ella está al mando.</p>
<p style="text-align: justify;">El rechinar de unos neumáticos los trae a la realidad y, una vez más, todos se enfocan en la puerta. Trombatti ha salido de raje tras la llamada telefónica. Seguro de que era su mujer quien llamaba al número de la oficina, seguro de que eso había sido un tiro y preocupado porque en la redacción la línea diera siempre ocupado, había salido sin más: en tres minutos podía estar ahí y cerciorarse. Y aquí está, efectivamente, irrumpiendo en la redacción de <i>El Imparcial</i>, la bolilla que faltaba.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Las esquilas resuenan una vez más, en el silencio más absoluto, como un réquiem. Nadie repara en ellas. Tampoco en Mateo Trombatti, paralizado ante la visión del escritorio desierto de Eliana Colaberardi, caída la silla vacía, colgando del cable el tubo del teléfono. Cuando divisa a su esposa en la muchedumbre, el alma le vuelve al cuerpo. Se acerca entonces.</p><p style="text-align: justify;">Eliana, decidida a restaurar la calma, rompe el hielo: «Ya es suficiente», ordena, apuntando al suelo con el revólver. «Todos a sus lugares y que alguien llame a una ambulancia». La redacción, como si despertara de un trance, se pone en movimiento otra vez, todos como hormigas. Mientras el cadete levanta el tubo, acomoda el teléfono y disca el número del hospital, la mirada de Trombatti, el rostro lleno de desconcierto, se cruza con los ojos firmes de Eliana. Minutos después, la ambulancia se acerca y la realidad en <i>El Imparcial</i> aprieta el paso.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Será mejor que hable mientras pueda, la policía llegará pronto», dice Zampedri, vencido, pero íntegro, al mando nuevamente. Con un gesto, indica a uno de los muchachos que franquea la puerta que la cierre, que está bien, que, cuando deba salir y entregarse, lo hará. El doctor no va a fugarse ni a degradarse, aquí estará cuando lo busquen, y sin más se pondrá a disposición. El muchacho parece entender todo esto y cierra la puerta, obediente, confiado. El doctor hace un gesto con la mano, y Eliana Colaberardi y Mateo Trombatti se sientan. También el doctor. Marta yace aún sobre la alfombra. Eliana empuña todavía el revólver, sin siquiera notarlo.</p>
<p style="text-align: justify;">«Hace muchos años, cuando cursaba en Buenos Aires, cuando era joven y estaba lejos, cuando todo parecía empezar y terminar en el día, cometí un error. Era joven y tonto, si me permiten la redundancia, y cometí un error. En una reunión conocí a una chica, unos años más grande que yo —que apenas cursaba el primer año de la facultad con los pesos que habían ahorrado mis padres—, que había venido a hacer unos trámites por unas semanas. Mantuvimos un amorío breve pero intenso, una fantasía, una entelequia. Un delito, casi, también, porque ella tenía quien la esperara para casarse en su provincia. Cuando ella tuvo que volver, todo terminó. Poco después, recibí una carta sin remitente en el mismo departamento donde habíamos pasado más de una noche. Me decía que estaba ya de vuelta, y pronta a casarse y encinta. Y que sabía que ese fruto era mío, sin dudas, pero que sabía —también— que así habían pasado las cosas, y nada podía —ni debía— hacerse. Quería que yo lo supiese, y solo eso. Nunca volveríamos a vernos o escribirnos. Fue un golpe en todos lados. Tenía un hijo, o una hija, y no sabía ni siquiera dónde, y no podía reclamar ni intentar nada. Me sentí pequeño e impotente, y por dentro sentí rabia y tristeza, y mucha impotencia; pero yo era responsable también y, finalmente, acepté. Me enfrasqué en mis estudios para olvidar, y así fue. Después, la vida dio vueltas, como siempre, y cuando enfermó mi padre volví a Realicó. Cuando se presentó la oportunidad de hacerme cargo de <i>El imparcial</i>, tras la muerte de mi madre, acepté sin dudarlo, esperanzado de que encontraría, en un nuevo empleo y lugar, una vida nueva para mí, un nuevo aire. Cómo podía imaginarme que en ese pueblo de treinta mil habitantes me encontraría un día, vendiéndome medicamentos para la jaqueca, a la madre de mi hijo».</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El silencio es denso. El bullicio de afuera es poco más que un zumbido ahogado en agua caliente. El doctor mira a Mateo Trombatti con ojos paternales. Eliana Colaberardi tiene la vista clavada en el piso alfombrado. Marta Moronell de Zampedri, los ojos bien abiertos, no mira nada nunca más.</p>
<p style="text-align: justify;">En la calle, una ambulancia exprime su sirena. Por la ventana se cuela una radio policial a lo lejos. Jorge Zampedri sabe que su tiempo se acaba y que le quedan explicaciones por dar. Se afloja la corbata, carraspea y retoma el hilo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Hubo un acuerdo tácito, un silencio respetuoso, un profundo entendimiento. Y así quedó el asunto, mucho tiempo. Fue duro, pero fue. Me prometí no hablar, jamás hacer nada, y aceptar lo que siempre sentí que era un castigo por haber pecado con una mujer comprometida. Pasó el tiempo, entre diarios y papeles, y un día apareció Marta. Creí que funcionaría, torpemente; equiparé en mi cabeza el amor que alguna vez sintiera con la relación que entonces se me presentaba, y me embarqué. Me equivoqué una vez más, y la verdadera Marta —y el verdadero color de las cosas— se me reveló prontamente, pero no supe o no quise salir a tiempo, y cuando sí quise, ya no pude: teníamos un hijo. Pensé que el buen Dios me daba una segunda oportunidad. Las cosas con Marta empeoraban cada día más. Se mudó a Guaymallén con el niño, y yo aduje cuestiones laborales para estar aquí, que el periódico y cualquier cosa; Marta no opuso resistencia, mi ausencia le servía, y también a mí. Al niño tal vez no, pero todos aprendimos a vivir así, y a Marta no le costó mucho volverlo contra mí. Y así pasó el tiempo, y se gestó la historia que todos comentan por lo bajo luego de decir "buenos días, doctor"».</p>
<p style="text-align: justify;">«Y así funcionó todo hasta hoy. Todos supimos, de alguna manera, actuar nuestros papeles, a gusto o no tanto, pero para el bien de todos. Hasta hoy. Hasta esta fatídica tarde en que, una vez más, Marta se molestó hasta el diario para hacer alguna de las suyas. Pensé que sería otra de aquellas, que dinero, que esto o aquello. Todo se desenvolvió como siempre hasta que se deschavetó, tal vez al ver que sus artimañas no surtían efecto, y fue más allá. Dijo, a viva voz, que ese hijo, ese Jorge que espera afuera, era fruto de una relación impropia, de una aventura de una noche. Pero no fue eso, porque yo conocía sus atrevimientos y ella, los míos. No fue eso, sino que me explicó, sin más, que ese hijo, Jorge, era fruto de una noche de pecado con Mateo, mi primer hijo, el que engendrara en Buenos Aires con Juana, la esposa de Trombatti, el apotecario». </p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Eliana Colaberardi mira ora a un hombre, ora al otro y sopesa el revólver que le quema la mano derecha. Dos disparos paralizan el enjambre humano en <i>El Imparcial</i>. Como una reacción natural, los oficiales de policía que pasaban ya junto al escritorio desierto de Eliana apuran el paso, corren luego, desenfundan sus armas y abren bruscamente la puerta de la oficina del director.</p><p style="text-align: justify;">Eliana Colaberardi se hace responsable de las tres muertes y se deja esposar sin más. El Webley humea, ahora mudo, sobre la alfombra embebida de sangre. Al salir, Eliana solo tiene palabras para Jorge Zampedri (hijo): «Lo siento tanto. Hay errores imposibles de corregir».</p>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-71991317500037454392023-12-02T22:43:00.033-03:002024-01-02T11:43:29.483-03:00Nada se pierde con preguntar <p style="text-align: justify;">Eran los noventa, y todos parecían tener mucho dinero. El clima de fiesta infinita, el deme dos, el exceso, lo obsceno de la constante ostentación, la punzante sensación de que si no la estabas pasando bien eras un boludo. Bueno, yo era el boludo. Yo no tenía ni el dinero, ni la capacidad de crédito tan de moda en esa época, ni un gran trabajo ni nada. Ni siquiera simpatía, o un sentimiento aspiracional, para con esa versión berreta del sueño americano. No tenía casi nada, la verdad, por fuera de lo necesario, pero tenía trabajo, que no era poco, y, entre eso y la pensión de mi abuela, no faltó nunca comida en la mesa ni se atrasó el pago del alquiler.</p>
<p style="text-align: justify;">Fue por aquellos días, a poco de cumplir los veinte, que la conocí a Alicia. Hicimos los exámenes médicos para la financiera el mismo día, uno detrás del otro (ella tenía el 342, yo el 343), y nunca supimos que estaríamos, dos semanas después, trabajando juntos. Lo primero que me llamó la atención fue —por supuesto— que tuviera un nombre de señora de ochenta años, ya que tenía apenas veintiséis. Además, era bien linda, cosa que no pegaba con el nombre de ninguna manera. Lo segundo fue que tuviera por novio un tipo tan pero tan pelotudo.</p>
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<p style="text-align: justify;">El novio de Alicia. Alcanza con describirlo, creo: petiso morrudo, de tipo <i>rugbier</i>, de cara cuadrada impecablemente afeitada y pelo cortito, decolorado y parado con gel, vestía ropa de marca —siempre bien visible— y no se despegaba de su moto. Desde el primer lunes en la financiera, cuando vi a Alicia llegar agarrada de él y el tipo la saludó así nomás, se colgó el casco de ella del brazo y se fue rugiendo, un poco se me encogía el corazón cada vez que escuchaba esa moto. Y la escuchaba mucho.<br /></p><p style="text-align: justify;">Alicia estaba muy en la suya. Cada tanto cruzábamos alguna palabra, pero estoy seguro de que los primeros meses no me registró. Yo no perdía ocasión para mirarla, para hablarle. Mi objetivo, desde siempre, fue salir con ella. Nada se pierde con preguntar, decía siempre mi abuela, y un día junté coraje y me animé.</p><p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;"></p>
<p style="text-align: justify;">Fue mal la cosa, obviamente. Yo, por algún motivo, había pensado que ella tenía que darse cuenta, forzosamente, de qué pelotudo era el tipo, y cómo la trataba y tal. Ella, evidentemente, no tenía nada de eso; solo una fascinación absurda e irritante con el fulano (Diego, Diegui, Di). El día de la fiesta, festejo de los 25 años de la financiera, plata dulce para todos por esos días, aprovechando que había canilla libre y un ambiente muy festivo, me aventuré a hacer el pase más sutil que pude. Alicia me vio venir a dos leguas, me esquivó sin ningún problema y, para que no quedaran dudas, me dijo que si vos sabés, que si Diegui, que si cómo, bueno, lo que era obvio.</p>
<p style="text-align: justify;">La fiesta echó su manto y toda esa noche quedó en el recuerdo, y la vida de todos los días siguió como si nada, y Di siguió viniendo con la motito (que, después de un tiempo, cambió por una más ruidosa) y Alicia siguió sin prestarme ninguna atención y, a la larga, yo también puse la atención en otro lado y, antes de que pudiera darme cuenta, los noventa golpearon de nuevo y yo estaba a un mes de quedarme sin trabajo. Nada en tu contra, la clásica reducción de personal, vos me entendés, si fuera por mí, pero es que, sí, entiendo, está bien.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Por unos cuantos meses, mantuve el contacto con algunos compañeros (con Alicia no) que me contaban cómo iban las cosas, que seguían echando gente, en fin, todo eso. Yo buscaba trabajo. Constantemente, de lo que fuera. </p><p style="text-align: justify;">Aunque todo fue pasajero, metí folletos en los buzones de las casas y vendí en la calle perfumes de imitación, sistemas de alarma hogareños y cursos de informática de un instituto pobretón que —con premeditación y alevosía, como se dice en el noticiero— compartía siglas con otro de prestigio nacional. Hice <i>telemarketing</i>. Aprendí trucos de venta. Conocí y olvidé compañeros y superiores. De acá para allá, trajiné colectivos y trenes con el diario, uno de mis dos trajes, una corbata y dos únicas camisas para todo servicio, además de los zapatos de la secundaria. Mi vida era bastante berreta.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Un día me llamó Locura, un compañero del CBC que me había quedado. Los dos habíamos abandonado («tomado un cuatrimestre para ordenarnos»), pero habíamos quedado más o menos en contacto porque nos cruzábamos a veces en los recitales de las banditas <i>under </i>en los tugurios de Once. Me sorprendió el llamado porque por esos días nadie quería llamar a celular, era caro. Yo lo tenía porque entonces te los regalaban con el café y, si no cargabas plata, no gastabas nada. Me dijo que no había problema, que podía hablar porque ahí hacían varias llamadas a celular y no era sospechoso y que, si le decía que sí, hablábamos a la noche en detalle. Me dijo que era un laburo, una suplencia, porque él tenía que tomarse las vacaciones y agregarles unas semanas sin sueldo, por un quilombo familiar en su provincia (no recuerdo cuál era, ni tampoco su nombre: le decía Locura porque todos le decíamos Locura, porque a todos los saludaba con: «¿Qué hacés, locura?», pero nunca un nombre). Me dijo que era de conserje en un hotel, y yo le estaba por poner algún pero, aunque laburo es laburo, pero no hizo falta porque en seguida me atajó: conserje de hotel <i>alojamiento</i>. Un <i>telo</i>, locura, ¿me entendés?</p>
<p style="text-align: justify;">Nos entendimos fácil porque era todo muy fácil. El asunto era en Haedo, de ocho a cuatro de la tarde, y era temporal, en principio, hasta que él volviera. No era mucho, pero era algo y no se pagaba mal. En negro, pero eso no importaba tanto. Me dejaba tiempo para estudiar (cuando terminara mi semestre de organización, claro) y para salir a la noche, si quería (a veces quería, pero entre no tener guita y no tener minita, tampoco era que iba a salir tanto). La única cagada era que era lejos, pero yo viajaba a contramano en el Sarmiento. Primero pensé que, en esos horarios, no habría tanto que hacer, pero en seguida me di cuenta de que estaba bien equivocado. Aparentemente, era en una zona cercana a un parque industrial, o alguna cosa así, y, entre trampas y profesionales del rubro dedicadas al bienestar del cliente, el asunto era bastante movido. Aun así, no era mucho más que analizarles las caras detrás de un vidrio polarizado, explicar las especificaciones de las habitaciones («la Polaris tiene ducha griega, pero es más pequeña; si desean una vista más arbolada, les sugiero Pasionaria»), cobrar y ocuparse del teléfono (que muchas veces debía utilizarse para contactar a las profesionales, de allí las frecuentes llamadas a celulares). Aprendí todo en tres días que fui a trabajar con él y, al cuarto, arranqué solo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Tenía tiempo para mí, de repente; todo el tiempo que se podía tener en ese sucucho polarizado entre jeta y jeta, y me dio por escribir en un cuaderno de hojas cuadriculadas que había encontrado ahí, en un cajoncito de una especie de escritorio que había. Las historias, fantásticas y de terror, me hacían sentir capaz de algo, de algo grande, y, nomás llegaba, me preparaba un café (asqueroso, en saquitos, con mucha azúcar) y me sentaba con el cuaderno y una birome.</p><p style="text-align: justify;">También hacía llamados. Breves, porque no había que ocupar la línea, pero de repente la llamaba a mi abuela, a mi hermana, a un tío del Chaco. Aprovechaba, obvio. Y siempre terminaba las conversaciones con algún aire de importancia, con un «te tengo que cortar, disculpame, estoy en el laburo» que mi historia de trabajos de mierda agradecía. Y un día, como quien no quiere la cosa, se me ocurrió hablar con Alicia. Así, de la nada, decidí que tenía que llamarla. No tenía el número, pero creía que lo podía conseguir, y a eso me puse.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Podía llamar a la financiera y pedir por ella, pero no tenía gracia. Además de que, en ese caso, tenía que deschavar que era yo; y yo, en mi delirio místico, había pensado que podía llamar y ver cómo andaba el asunto, y si algo (un tono, un silencio, el tono entrecortado del celular al llamar, lo que fuera) me daba mala espina, podía cortar o —lo que era todavía más arriesgado y fascinante— hacerme pasar por alguien más. En fin, estaba aburrido ahí en el sucucho, todo el mundo en el mete y saca y yo, con el teléfono y el cuadernito.</p>
<p style="text-align: justify;">Entonces se me ocurrió una idea. Tenía que asegurarme de que no estuviera en la oficina y hacerme pasar por alguien que necesitaba hablar con ella por algo importante. Lo llamé a Germán, el de seguridad del piso, decidido a preguntarle cualquier cosa y, después, armar toda una situación en la cual yo querría saber si ella estaba yendo a la oficina porque quería ir a verla, porque siempre me había gustado y no sé qué más (improvisaría). Como siempre, me adelanté, y armé un quilombo sin necesidad: en cuanto pregunté cómo andaba todo, me dijo que mal, que había habido más recortes, que el viernes pasado, justo, habían rajado a varios más. La rajaron a tu noviecita, me dijo con sorna el hijo de puta, sin maldad pero con cizaña. Dije con honestidad que me sorprendía, pero no tanto, y que qué cagada, y le dije que era una pena, porque ahora ya nunca iba a poder verla o hablarle. Me dijo que el último día, cuando se fue, le había dejado el celular, por cualquier cosa. Que si lo quería.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Ahí empezó a apurarme un tipo, que había entrado con una minita. Yo le había hecho una seña para que me bancase mientras yo liquidaba mi asunto, pero se ve que el tipo estaba impaciente porque empezó a golpear el vidrio sin nada de la discreción esperable. La mina quería que la tierra se la tragase, pero el fulano, dale que dale con la llave del auto en el vidrio, y flaco, ¿te falta mucho?, y si te jodemos nos vamos. A los apurones, anoté en la tapa del cuaderno el número que Germán me pasó y me dediqué al rompebolas. Mientras decía las palabras, la fórmula de siempre, y alargaba una llave, decidí que le iba a escamotear cinco o diez minutos del turno. Se iba a joder por apurado.</p>
<p style="text-align: justify;">A Alicia nunca la llamé. Ese día no me animé, me pareció que no daba, y justo al siguiente se pusieron la gorra con los llamados y no quise meter en quilombos a Locura. Me aprendí de memoria el número, eso sí, y fantaseaba con el llamado. Pero no la llamé.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Habrían pasado diez días de eso, Locura se había pedido una extensión de dos semanas más, tenía un quilombo con el padre (de eso me enteré por el flaco que hacía el otro turno), y estaba en el medio de una historia de mierda, dale que dale con el cuadernito, cuando la alarma me avisó que entraba alguien al <i>lobby</i>. Me preparé para el asunto de siempre y, finalmente, levanté la cabeza para ver a la parejita. Una pendeja más bien fea, un poco gordita, de buenas tetas, que daba apenas la idea de tener un poco de vergüenza, miraba para el costado, disimulando, mientras de la mano sostenía a mi querido Di.</p>
<p style="text-align: justify;">Aprovechando el anonimato del polarizado hice el <i>speech </i>de siempre, todo como si nada. El flaco se ocupó de que fuera la más barata que hubiera, y no terminó de agarrar la llave que ya le estaba amasando el culo a la pendeja, que se reía y decía por lo bajo no, pará. Eran las tres y diecisiete cuando marqué la entrada. En el torbellino de ideas y emociones que tenía en la cabeza, la única certeza era que algo había que hacer, que esta oportunidad única no se podía desperdiciar. Solo faltaba saber <i>qué </i>había que hacer. A las cuatro vino el flaco a sacarme. Me fui lo más campante, di la vuelta, entré al estacionamiento y, sin ningún esfuerzo, encontré la motito del bueno de Di.
</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">No me enorgullezco de lo que hice, pero no porque haya estado mal: porque fue poco. Tendría que haber hecho algo mejor, más grande, menos ordinario. Pero no: le rayé la moto. De punta a punta. «El Fantasma», firme atrás, bien chiquito. Una pelotudez, pero me sentí bien. Después —porque estaba excitado y, sobre todo, porque tenía mucho tiempo por delante— me fui enfrente. Quería verlo salir del telo con cara de orto, así que me metí en el locutorio que había cruzando la calle y me aseguré de sentarme en una máquina desde donde pudiese ver la salida.</p><p style="text-align: justify;">Para matar el rato, quise abrir el ICQ, pero no me acordaba de mi número. Abrí, entonces, el Messenger. Me conectaba muy cada tanto, así que me llovieron las notificaciones. Entre otras cosas, me había agregado alguien: Alicia. Y estaba en línea.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">¿Por qué me agregó? Quería escribirle, por supuesto, pero también quería saber qué iba a hacer cuando saliera el fulano. Quería verlo, ¿y nada más? Le dije a la chica del locutorio que estaba esperando a alguien, no sé qué cosa, y que me cobrara una hora, porque por ahí tenía que salir rajando. Me conocía de venderme puchos, y no tuvo problema. Era linda, pero siempre tenía una música de mierda, y hablaba como un camionero, y comía chicle, siempre comía chicle. La cuestión es que estaba listo para lo que hiciera falta, pero no sabía qué hacía falta. Tal vez, en lugar de perder el tiempo con el pelotudo, tenía que ocuparme de Alicia.</p>
<p style="text-align: justify;">«alicia! hola», tipeé, y dudé. Borré. «hola». No, muy seco. A esa hora, un día de semana, tenía que estar en la casa, no podía estar conectada desde el trabajo, si es que acaso tenía uno. Empecé a conjeturar de nuevo. Me empecé a impacientar y, entre la ansiedad y el hastío y los nervios, me hinché las pelotas y le mandé un zumbido. Nada, obviamente. Esperaba y relojeaba la salida del garaje. Le estaba por mandar otro zumbido cuando la chicharra me avisó que alguien salía; vi la luz roja y la motito que empezaba a asomar. Antes de que pudiera hacer nada, un zumbido me hizo saltar en la silla. «hola jajajaja».</p><p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">¿De qué se ríe?, me pregunté. La risa de Alicia no pegaba para nada con la cara de orto monumental de Diegui; la gordita, sí, estaba radiante. La moto rayada dio la vuelta en la avenida y perdí de vista a la feliz pareja. Había valido la pena. ¿Había valido la pena?</p><p style="text-align: justify;">«que haces desaparecido?», mandó Alicia. «hace mil que no se nada de vos, en que andas?». «soy misterioso como un fantasma», le puse. Me arrepentí en el mismo momento.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«jajaja sos un boludo, como andas?». Con la ansiedad del que lleva una bandeja llena de copas de cristal por un pasillo recién lustrado, quería encontrar la frase ideal, pero no tardar ni un segundo más para que no se aburriera y se fuera. «bien, y vos?» fue lo mejor que pude encontrar. La miré a la chica del chicle, convencido de que podía oler todo lo que me estaba pasando (porque las minas siempre saben todo), pero estaba dale que dale con la música. Pensaba mientras qué hacer con esta oportunidad divina. Me moría de ganas de jugar mi carta Di con la gordita, pero no, todavía no.</p>
<p style="text-align: justify;">Esperaba las palabras, o al menos el «Alicia está escribiendo...», cuando entró el petiso del perfume. Olía a colonia de obrero, fuerte, invasiva. Se me sentó al lado. Fenómeno. Entonces llegó el mensaje: «bien acá con cosas de la facu, aburrida, vos? seguís con la banda?». La banda, ¿qué banda? Entonces, de pronto, como un sartenazo, me dio vuelta todo, ¿podía ser que...?</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">El petiso miraba para mi lado. Me pareció que me relojeaba. Me puse un poco nervioso y tipeé lo primero que me salió de los dedos: «la banda bien, como siempre, tocando mucho». Entonces me di cuenta de todo. Del error de Alicia, del mío, de la oportunidad que se me ofrecía. Hasta me acordé de una historia que había escrito sobre un crimen perfecto.</p><p style="text-align: justify;">«y vos? cortaste con diego?», tiré la caña de pescar. «no! por que?». «ah. no, por nada». «dale jajaja». Picó. Perfecto. «bueno, te digo». «que?». «recien lo vi salir de un telo». «como???? no es gracioso, dale». Valía todo. Le describí la moto, con rayadura y todo, a la pendeja, la ropa que tenían ambos, todo, sin ahorrar detalles. Estaba en llamas. El petiso seguía mirando, y hasta me pareció que sonreía. Alicia se desconectó de pronto.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando me levanté, lo vi al petiso intentar esconder la página porno que estaba mirando. Me dio gracia y bronca, por él y por mí, que, al final de todo, como un imbécil, me hacía el fantasma y me hacía pasar por quién sabe quién mientras uno garchaba en un telo, la otra hacía su vida y el petiso se empalmaba en un locutorio de Haedo. Cuando salí, saludé por lo bajo y sentí, nuevamente, que la mina del chicle sabía perfectamente qué boludo miserable que era.</p>
<p style="text-align: justify;">Caminé hasta la estación, me compré una cerveza y me senté en la punta oeste. Me bajé medio paquete de puchos mientras pensaba. Alicia se había desconectado de una conversación que creía tener con alguien que yo no sabía quién era. Llamarla habría sido revelar el asunto y, al final, al pedo: no tenía intenciones conmigo. Al pelotudo de Diego no sabía dónde encontrarlo, ni tampoco sabía para qué encontrarlo, salvo que, de puro gusto, le habría pegado piñas en la cara hasta que me sangraran los puños. Mientras tanto avanzaría el asunto entre ellos, tal vez bien, tal vez mal. Podría haberla llamado igual, con mi nombre, como la idea original, pero, a esa altura, ¿para qué? O tal vez el sorete ese se apareciera de nuevo en el telo, las trampas suelen ser fijas; pero, de nuevo, ¿para qué? ¿Le iba a rayar el otro lado de la moto? En todo esto estaba cuando me cacheteó el perfume barato del petiso que, sin advertirme, me pasaba por al lado.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Y vos qué querés, la reconcha de tu tía, le dije. El tipo no se hizo cargo y siguió caminando.</p><p style="text-align: justify;">De Alicia no supe nada más. Para cuando me conecté de vuelta, la mina se había borrado del Messenger y, como dije, nunca la llamé. Diego no volvió a aparecer; la pendeja sí, pero con otro fulano, un viejo que tenía una fábrica en el parque industrial. En cuanto a mí, después de los noventa llegó el 2000, pero mi vida siguió siendo una berretada. El problema era yo, parece. Y después me morí. Un accidente pelotudo, me caí del tren. No dejé nada de valor, salvo por el cuadernito del telo, ese en el que vos estás leyendo esto ahora.</p>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-6309745578231577732023-10-31T23:54:00.029-03:002023-11-29T22:10:22.494-03:00Algo poético<p style="text-align: justify;">Tenue y sombrío, inmerso sin quererlo en el trajín de la ciudad, un viejo, docente y escritor. De pluma y paso pesados, de oídos sordos a veces, y austero en la palabra, sorbía de la vida solo lo necesario, sin prisa. Ambulaba taciturno entre librerías y cafés y casas de estudios, sin añorar nunca los tiempos pasados y perdidos. El bullicio de la ciudad era un manto de piedad infinito, que acallaba algunos pensamientos, pero no otros. La vida lo esquivaba, y tal vez por eso no sabía, como casi nadie sabía, que el tipo era, finalmente, a su manera, muy feliz.</p>
<p style="text-align: justify;">Esa noche en particular, que de particular no tenía nada, gastaba baldosas en la avenida. Entre el infinito ir y venir de taxis vacíos y colectivos llenos, los transas, las fabriqueras y el lumpenaje, se sentía anónimo y olvidado. Ideal. Rumiando, como siempre, apenas si miraba más allá del propio paso. En la esquina de Rivarola tuvo un impulso, y dobló, y solo media cuadra después comprendió lo pueril de aquel acto ya no tan inocente. Se rio para sí, con cierta piedad.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Presente puro, el viejo andaba solo en busca de algo poético, y en pos de eso nadaba en el aire denso de la ciudad. Acaso siguiendo esa misma quimera, la de la poesía esquiva, había doblado en esa esquina, y tal vez por eso se encontraba en el portal de Adela. Lo habían llevado sus pies por propia voluntad, su mollera no sabía nada más.</p><p style="text-align: justify;">Adentro, en el piso 13, ajena, Adela tejía con lana verde. Un té se enfriaba. En el combinado, a volumen mínimo, la Polonesa opus 53 en la bemol mayor para piano solo. Estaba en casa, entonces el centro de su universo.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El timbre corto le produjo tantas sensaciones al mismo tiempo que, por un segundo o dos, no supo cómo reaccionar. El sobresalto por lo inesperado, el miedo por la hora, la bronca por la interrupción, la duda de que tal vez pudiera ser algo importante, la prematura indignación por si fuera equivocado y, al final de todo, si no esperaba a nadie, ¿quién podía ser? Dejó el tejido y se apuró, temerosa de que, al contestar, no encontrara ya a nadie.</p>
<p style="text-align: justify;">—Ayer más bella que Adela, / antes de que cayese a hiel, / mientras templada y doncella / de París era el laurel —dijo el viejo, con el tono más neutral y emperejilado que pudo, mirando el cielo como quien lee de los labios de una musa astral.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—Papá. Pasá —dijo ella, su dedo ya presionando el botón del portero eléctrico que rezumbaba hasta la calle, su mano colgando en la pared el aparato.</p><p style="text-align: justify;">El viejo no se acostumbraba a la impersonalidad de ese edificio, al portalón que se abría remotamente, a las plantas fúnebres del rellano, al ascensor de boca impávida. No podía relacionarlo con Adela: Adela pequeña, Adela chispeante, Adela risueña, Adela radiante; Adela, la de la sonrisa franca, la del deseo ingente, la de los ojos ultramarinos. Su Adela<span style="text-align: justify;">.</span></p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Abrió la puerta del departamento y se quedó esperando que el ascensor franqueara los trece pisos. Sintió los pasos acercarse, lentos, por el pasillo y, finalmente, dar la vuelta. Iba a saludar, pero tardó un segundo de más.</p>
<p style="text-align: justify;">—Tuve un impulso, ¿sabés? Venía por Belgrano y del codo, sin darme cuenta, me tiró un alma muda; doblé y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba aquí abajo, y... —dijo, como quien se justifica cuando no hace falta mientras busca una explicación que no existe ni nadie necesita.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Temiendo la curiosidad de los vecinos, Adela le clavó los ojos y se hizo a un lado para dejarlo pasar. El viejo entró al departamento, se quitó el sombrero y el abrigo y los dejó como despojos sobre el sillón. Acto seguido, como un despojo más, se derrumbó él. Adela lo miraba sin decidirse a hablar. Al fin, sin ninguna convicción, lo hizo:</p>
<p style="text-align: justify;">—Cómo estás...</p>
<p style="text-align: justify;">—Como montado a un pegaso a la diestra de los dioses, obsequiados mis ojos con néctar y ambrosía...</p>
<p style="text-align: justify;">—Basta, papá —lo cortó.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Bueno, che, que te vas a arrugar. ¿Qué te aqueja, pimpollo de alelí? —dijo, y miró el tejido explayado sobre la silla de mimbre.</p>
<p style="text-align: justify;">—Nada me <i>aqueja</i>, pero te conozco, que empezás y después... ¿Tomás un té?</p>
<p style="text-align: justify;">—Nunca perdurarán los poemas de los bebedores de té —parafraseó el viejo—. ¿No habrá algo más <i>poético...</i>?</p>
<p style="text-align: justify;">Adela no dijo palabra, a sabiendas de lo vano del asunto. Al lado del combinado, en el pequeño bargueño, allá abajo, una vieja botella de Tullamore Dew franqueada por dos <i>old fashioned</i>. Sacó uno y sirvió una medida. Se agachó a guardar la botella y un algo, tal vez un alma muda, le resopló al oído. Se incorporó y sirvió el otro. Entonces sí, guardó la botella.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Eran, sentados frente a frente, dos extraños. Dos extraños que se habían querido, dos desconocidos que habían compartido brebajes dulces y tragos amargos, dos extranjeros en un país inexistente. Dos parias. </p>
<p style="text-align: justify;">—¿Estás escribiendo? —preguntó ella solo por preguntar algo, por no dejar que el silencio los convirtiese en estatuas de sal.</p>
<p style="text-align: justify;">—Siempre. No hacerlo es morir. Además, a mí, mellado y todo, me queda bastante filo aún. —El viejo impostó la presencia de un prócer gallardo. Adela no supo qué decir.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—¡Ay!, más alegre que un niño / que en día de fiesta vi, / unidos en un ovillo / los cabellos de su Adela; / y hoy, como niño / he perdido mi ovillo, / y estoy sin él —dijo, innecesariamente bizarro, aún montado al pegaso, la vista derramada sobre el ovillo de lana verde y, acto seguido, liquidó el irlandés con un gesto teatral de poca monta.</p>
<p style="text-align: justify;">Adela miraba, aún, y nada más, ayudada apenas por el Tullamore. Cayó en la cuenta entonces del horrible silencio que no había podido descifrar hasta entonces: la Polonesa había terminado. Quiso pararse y poner otro disco y, una vez más, fue demasiado lenta. El viejo se paró de pronto, como si no le costara en lo más mínimo, como si fuera etéreo, como si flotara.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—Vayámonos, hija. La calle espera siempre. Vayamos a bebernos los vientos.</p>
<p style="text-align: justify;">La mujer quiso argumentar en contra, quedarse en su cálido departamento, seguir tejiendo la noche con lana verde, pero no pudo esgrimir ninguna razón de peso, ningún compromiso, ninguna obligación. Se quedó callada mientras su padre volvía a enfundarse en su abrigo y se encasquetaba el sombrero. Sopesaba las últimas negativas cuando se dio cuenta de que ese viejo demoníaco la había puesto de pie, la había llevado hacia la puerta y ya le echaba sobre los hombros el tapado que colgaba en el perchero.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El viento fresco le sentó mal y, en seguida, bien. De alguna manera, lo necesitaba y no se había dado cuenta. El viejo arrastraba los pies, como siempre, y no miraba más que el inevitable pasar de las baldosas. Un espectador habría dicho que esperaba el momento preciso —o el coraje necesario— para decir algo importante. Pero no. Era Adela quien, de alguna manera, necesitaba hablar y no lo sabía. El viento se lo hizo saber (se lo susurró al oído, habría dicho el viejo).</p>
<p style="text-align: justify;">—No sé cómo hacés —dijo repentinamente, y el tono no fue ni de curiosidad ni de reproche, sino más bien de honesta reflexión. Y al ver que el tipo no acusaba recibo, siguió—: Como están las cosas, con todo esto, y vos ensimismado, con los poemas y las cosas, y un pegaso, y te aparecés así, y tocás el timbre después de...</p>
<p style="text-align: justify;">—Es que no queda otra —interrumpió el profesor, la voz más seca ahora, un tono profundo—. ¿No te das cuenta de que no queda otra que buscarle la vuelta o volarse la tapa de los sesos irremediablemente; que sin un escape, una vuelta, una sinrazón no hay qué ni para qué?</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Adela no dijo más. El bullicio repentino de un ajetreado local nocturno la forzó a esperar para responder y, luego, el propio peso del silencio la conminó a callar. Lado a lado, casi hombro con hombro, su padre, ese enigma. Un enigma en sí misma ella también, iba cargada de muerte.</p><p style="text-align: justify;">—Vamos a casa, hija. —El viejo la miró, duro—. Ya es hora.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—No.</p>
<p style="text-align: justify;">Y se quedaron ambos, entonces, orbitando quién sabe dónde o por qué, con el viento fresco y el ruido apagado de la ciudad de noche, y siguieron caminando tiesos, sin alcanzar la chispa. En la esquina del hospicio, dos pordioseros peleaban por un vino y el bien de la humanidad toda. Casi sin quererlo, y sin darse cuenta, se frenaron.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—No pueden seguir así —insistió el padre. Los pordioseros lo miraron como quien admira a un dios; él no se dio cuenta de nada, se limitó a tomar aire y embistió—: A tu madre no le queda ya mucho hilo en el carretel. Ella necesita a su hija.</p>
<p style="text-align: justify;">—Yo necesité una madre, ¿y con eso qué hacemos?</p>
<p style="text-align: justify;">—Adela, sé razonable. Pasaron muchos años ya.</p><p style="text-align: justify;">—Pasaron todos los años necesarios. Ahora sé que no tengo adónde volver.</p>
<p style="text-align: justify;">—Hija, es tu madre. Es tu casa. Ahí está tu historia, tus cosas, tus recuerdos...</p><p style="text-align: justify;">—Los recuerdos me persiguen todavía. Algunos, como pesadillas...</p>
<p style="text-align: justify;">—Tenés tus óleos, por ejemplo. Tus lienzos. Todo está tal como lo dejaste.</p>
<p style="text-align: justify;">—Papá, por favor, acabala. No sé cuántos años hace que no pinto. Ya no pierdo el tiempo.</p>
<p style="text-align: justify;">—Tenemos que ir, entonces, a recobrarlo. <i>À la recherche du temps perdu</i>, querida —dijo, y la tomó del brazo. Adela comprendió de pronto, fatalmente, ese vagabundeo. Su padre estaba decidido.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando llegaron a la esquina, en la relojería, el viejo frenó. Recién entonces Adela tuvo noción de la realidad, un golpe seco la devolvió a lo que era, a lo que había sido. Aun habiendo estado tan cerca tantas veces, tanto tiempo, no había nunca —creía— vuelto a la esquina de la cortada.</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Te acordás? —dijo el viejo, en una inevitable introducción y, en seguida, continuó sin esperar respuesta—: ¿Cuántas veces nos paramos en esta esquina? Mirábamos los relojes como gigantes, hipnotizados quedábamos con el ondular, con el ir y venir, y cuando teníamos suerte, y era la hora, nos quedábamos a escuchar los cucús; y vos me preguntabas por el tiempo, y yo respondía cualquier cosa, pero a vos te gustaba, nos reíamos de buena gana, y después quedábamos orbitando, pensando tal vez qué sería el tiempo, porque no lo sabíamos, y siempre pensábamos en entrar y nunca nos animamos y, al final, nunca le conocimos la cara al dueño, ¿te acordás?</p>
<p style="text-align: justify;">—Se... —apenas suspiró Adela, perdida entonces, repentinamente, en un mar de palabras e imágenes, sonidos y colores.</p>
<p style="text-align: justify;">—El ayer ya es pasado, / un recuerdo fugaz. / El mañana es futuro, / un sueño por alcanzar. / El presente es el ahora, / el instante que hay. / Vívelo con intensidad, / no lo dejes escapar —dijo el profesor, con todos los ademanes y los tonos que eran necesarios y pertinentes.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">La mujer se permitió una sonrisa. El viejo recitaba los peores versos con el mejor de los empeños, con una enjundia que parecía negar la carga de los años, y ella era otra vez una niña, Adela pequeña, Adela chispeante, Adela risueña, Adela radiante; Adela, la de la sonrisa franca, la del deseo ingente, la de los ojos ultramarinos. Su Adela<span>.</span></p><p style="text-align: justify;"><span>—Vamos a casa, papá. </span></p>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-76831318916576455742023-10-11T23:08:00.037-03:002023-10-29T11:35:39.981-03:00Antonio, investigador sobrenatural<p style="text-align: justify;">En los noventa, mamá tenía una columna semanal sobre paisajismo en un programa orientado a la mujer. Todo era muy precario: decorados de madera y telgopor, macetas con potus y helechos, sillones de caño; iba a las dos de la tarde por un canal zonal de cable y lo veía, supongo, la familia de la conductora —y del productor, que era su marido—. Mamá lo hacía por la publicidad: aunque de alcance limitado, era gratuita y, así, engalanaba sus presentaciones un zócalo en videograf con su nombre y su teléfono profesional, que no era otro que el de casa.</p>
<p style="text-align: justify;">Después de un par de emisiones empezó a darse algo sistemático: apenas salía mamá del aire, en el corte, sonaba el teléfono y yo atendía a un señor mayor que siempre parecía urgido por hablar con ella. Luego de unos cuantos intentos frustrados (el programa iba grabado y ella trabajaba mucho fuera de casa), y audiblemente nervioso, el señor se presentó al fin como «Antonio, investigador sobrenatural». Dijo también ser el padre de un militar cuyo nombre me reservo, general de brigada, jefe de la Policía Federal y de la bonaerense en distintos momentos de los setenta y, claro, uno de los mayores responsables de la represión en la provincia de Buenos Aires. Lo decía con orgullo, lo recuerdo y se me eriza la piel.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Tuve ganas de cortarle, de gritarle, de decirle algunas cositas, y tuve también un miedo sordo, confuso, como si no me quedara claro si era peor que el tipo fuera el orgulloso padre de un militar represor o un «investigador sobrenatural». Me limité a decirle, una vez más, que «la señora» no estaba y que, si quería, le dejara un mensaje o un número donde ella pudiera contactarlo. Resignado, dijo que no, que volvería a llamar. Temí que fuera cierto, y que tuviera que atenderlo de nuevo y, una vez más, frustrarle su propósito, pero me sentí muy orgulloso de haber sabido resguardar la identidad de mi familia: no le había dejado ver que el número era el de mi casa. Qué tonto, realmente, pero así fue.</p>
<p style="text-align: justify;">Esa tarde, cuando llegó mamá, le pregunté si el apellido le sonaba. Me dijo que no estaba segura, no era un nombre muy especial, y que por qué. Y le conté. Y mucho no le importó. Ha de ser un chiste, un loco, un viejo aburrido, alguna pavada, dijo. No quise terminar de aceptar, pero no tuve con qué argumentar. A la noche, el tema volvió en la cena, y yo conté mi parte, y mamá dijo lo suyo, y mi hermana preguntó qué era <i>sobrenatural</i>, y mi papá no decía nada, y yo aproveché y pregunté qué hacer si volvía a llamar. Recién entonces habló papá:</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—Le cortás. Decile que el número está mal, si querés, o lo que se te ocurra. Pero no hables con él.</p><p style="text-align: justify;">Papá fue terminante. Después de eso, que dijo mientras pinchaba, me acuerdo, un pedazo de carne al horno junto con una o dos papas, no hablamos más del tema. Ni siquiera lo hicimos la semana siguiente, cuando Antonio volvió a llamar y, evitando las presentaciones, pasó a revelarme lo que quería que mamá difundiese en su espacio televisivo. Yo quise cortar la comunicación, pero, en cuanto el viejo empezó a hablar, fui incapaz:<br /></p><p style="text-align: justify;">—Es importante, pibe. Anotá, por favor, y que la paisajista lo divulgue. Los extraterrestres vinieron de Venus, porque ese planeta no fue creado por Dios, sino por Satanás. Inventaron el primer plato volador y vinieron. Trajeron con ellos extraterrestres de cuatro o cinco planetas, a los que dijeron que iban a invadirnos. Antes de que existiera el hombre, ellos fundaron la Atlántida. Luego, provocaron un cataclismo que acabó con ella. Entre las ostras, todavía viven los extraterrestres de sangre bendita que vinieron con ellos. —Hizo una pausa, tomó aire con dificultad—. Además del nuestro, contaminaron muchos mundos y provocaron su fin, como quieren hacer con la Tierra. Se casaron con terrestres y propagaron su raza. La mayoría de sus descendientes tienen rasgos de pescado, como, por ejemplo, el labio inferior tirado hacia fuera, los ojos fijos, el brillo de la cara... Son descendientes de los extraterrestres —sin decir «agua va», empezó a enumerar—: Bernardo Neustadt, quien tiene rasgos de corvina; Gerardo Sofovich, con rasgos de diablo de mar, y Bilardo, que tiene rasgos de orca, entre otros.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Ah, y también Prátola, el de Estudiantes, ¿no? —dije en lo que supuse un tono claramente desafiante.</p>
<p style="text-align: justify;">—No sé, a ese no lo conozco, puede ser; a ver, dame el nombre completo, que voy a investigar... —dijo serio, muy serio.</p>
<p style="text-align: justify;">Quedamos en que él investigaría, yo le diría a la paisajista y chau, chau. Mamá tenía razón, al final: el tipo estaba loco, y listo. Seguramente lo del milico era tan cierto como lo de los extraterrestres de sangre bendita. Qué genial... Y, sin embargo, si contaba el asunto me iba a meter en quilombos, porque papá había sido tajante, y había usado su tono y era claro que no tendría que haberle hablado. Agarré el papel en el que había empezado a tomar notas cuando pensaba todavía que habría algún mensaje serio para mamá y lo reescribí, ahora sí, meticulosamente, con detalles. No podía permitir que esa gema de la literatura fantástica se perdiera en el océano de mi mala memoria. Me dije que ahora sería más divertido andar por la calle o el transporte público buscando descendientes con rasgos de pescado. Qué genial...</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Yo, por supuesto, no dije nada de nada. En casa nadie preguntó. El asunto del investigador sobrenatural pareció disolverse en el aire. Tal vez por eso no haya tenido nada de genial el siguiente llamado de Antonio. Por el contrario, empezó de modo bastante previsible:</p><p style="text-align: justify;">—¿Qué pasó pibe? —arrancó, sin saludos ni nada—. ¿Por qué la paisajista no transmitió lo que te dije? ¿No se dan cuenta de que están en peligro? —La última pregunta me hizo sentir especialmente incómodo.</p><p style="text-align: justify;">—Hola, Antonio —dije, un intento de tener una conversación normal—. Yo le dije todo, pero no sé, no habrá alcanzado el tiempo. Usted sabe que, en la televisión, el tiempo es tirano, o eso dicen.</p><p style="text-align: justify;">—Más vale que tenga tiempo la próxima vez. Es importante que la paisajista transmita mi información. Todos están en peligro —lo dijo otra vez—. Mi hijo tiene las Fuerzas Armadas de su lado, y la Policía, pero no podemos pelear solo nosotros...</p><p style="text-align: justify;">—Quédese tranquilo, Antonio —le dije, más para tranquilizarme yo que por otra cosa—. Nosotros estamos preparados también —inventé, me salió solo—. Los extraterrestres de Venus pueden venirse, que les daremos batalla —derrapé.</p><p style="text-align: justify;">—¿Qué extraterrestres, pibe? No entendés nada, vos.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Dale, loco, pará —me salió el adolescente—, me dijiste que Venus, que la Atlántida, que un cataclismo de sangre bendita y no sé qué más, y que los labios para afuera y que Bilardo tiene cara de orca, dale, ya está, loco, mi vieja es paisajista, explicame qué tie... ne que ver... —y el tono de mi voz cayó de pronto al darme cuenta de que me había deschavado solo, además de haber puesto al tipo seguramente de mal humor.</p>
<p style="text-align: justify;">—Ah, vos sos el hijo... —dijo, animado, después de un silencio de película, que dura un segundo y parece de media hora—. Comprendo. Bueno, decile entonces que no se olvide de que la hiedra crece rápido —y cortó.</p>
<p style="text-align: justify;">Pasé todo el resto del día oscilante, pasando de «tiene razón mamá, este es un viejo loco, ya fue» a «por algo papá no quería que le hablara, mirá si es cierto que el hijo anda con los milicos». Decidí que lo mejor era tomar una estrategia de cobardes: tiraría los hechos sobre la mesa del comedor a la hora de la cena y dejaría que la batalla fuera entre mamá y papá. Con un poco de suerte, la desobediencia sería un hecho menor comparada con la importancia de tomar una resolución terminante.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Otra cena, otra fuente de carne al horno con papas y cebollas, los cuatro reunidos en la mesa familiar, las preguntas y las respuestas que se cruzaban sin tregua. Hablaban de trabajo, hablábamos del colegio, hablaban de política, de YPF, del arreglo del auto, de la cuota de IOMA, qué sé yo, mientras se sucedían los tenedores cargados y los cuchillos serruchaban con ahínco. La radio estaba de fondo, apenas audible. En casa estaba prendida siempre. Entonces hablaba Omar Cerasuolo, nadie lo escuchaba. En un momento, sentí que iba a implosionar si no decía nada de lo que tenía que decir. Entonces, casi sin despegar los labios y con la vista fija en el plato, lo solté rápido:</p><p style="text-align: justify;">—Mamá,llamóAntonio,elinvestigadorsobrenatural.</p><p style="text-align: justify;">—¿Cómo? —preguntó ella.</p><p style="text-align: justify;">—Nada —me arrepentí. Pero papá sí había entendido. Su mirada clara no dejaba lugar a dudas. </p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Te dije que no le hablaras —dijo mirando fijo, la mirada suave, aunque todos sabíamos que en esa suavidad estaba toda la fuerza de lo que podía ser pero él elegía que no, porque en su dureza era gentil, educado; en otras palabras, me fulminó, pero el que apretaba el gatillo era yo.</p>
<p style="text-align: justify;">—Sí, pero... —No terminé porque sabía perfectamente que no había nada para decir, salvo admitir que me había equivocado, y no quería humillarme, ni nadie me lo pedía. Se hizo un silencio, porque todos entendimos, y después Laura contó algo de la escuela, y mamá se mostró animada y el asunto pasó.</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando terminamos de comer y todo era calma, yo fingí olvido y seguía pensando qué haría la próxima vez que llamara el viejo. Mamá empezó a levantar la mesa, y Laura dijo que la ayudaba, y yo tuve apenas un atisbo de levantarme y la más imperceptible mueca de papá me dijo que no me iría a ningún lado. Cuando ellas estuvieron ya en la cocina, otro gesto, más claro esta vez, dijo <i>vení</i>. Enfiló para el fondo, y yo atrás, obediente, ahora sí.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—Que no le hablaras, te dije —siseó sin mirarme mientras empujaba la puerta del galpón. Una vez dentro, se dio vuelta de repente y quedamos frente a frente. Parecía medirme.</p><p style="text-align: justify;">—Ya sé, perdón. Es que no pude cortarle, empezó a hablarme de unos extraterrestres y me enganché, y me dijo que sus descendientes...</p><p style="text-align: justify;">—Están entre nosotros, ya sé —su cansancio era infinito—. Te dio incluso dos o tres nombres. ¿Me equivoco?</p><p style="text-align: justify;">Yo no lo podía creer. ¡Papá sabía todo! ¿Se conocían con Antonio? ¿Papá era <i>solo </i>quien yo pensaba o escondía aspectos terribles? En ese momento, dudé. Su mirada clara y calma se había endurecido, sus ojos entrecerrados, como tajos en acero, parecían mirar a través de mí. Papá era un hombre al borde del abismo.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Cómo nos conocimos con tu mamá? —disparó, amable.</p>
<p style="text-align: justify;">—En la facultad... —dudé, porque las preguntas sencillas tienen ese dejo de paranoia.</p>
<p style="text-align: justify;">—Ajá. ¿Y qué más? —y me miró fijo—. ¿En qué año?</p>
<p style="text-align: justify;">—No sé, setenta y... no sé, cuatro, cinco.</p>
<p style="text-align: justify;">—Cuatro —sentenció.</p>
<p style="text-align: justify;">Hubo un silencio mientras armaba uno sin filtro, los que podía fumar en el galpón, porque en la casa no, mamá lo tenía prohibido. Sabía que iba a algún lado, pero no tenía idea de adónde y no quería preguntar, así que esperé. Me mataba la ansiedad, pero esperé y, mientras, traté de imaginar cómo sería Ciudad Universitaria en el setenta y cuatro, en febrero y en abril. Otra vez tuve piel de gallina.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Encendió el cigarrillo y lo fumó casi entero, los dos en silencio. No me atrevía a hablarle porque parecía estar en algún lugar remoto, tal vez incluso en otro tiempo. Fue él quien retomó:<br /></p><p style="text-align: justify;">—Los dos militábamos, vos sabés. También tu padrino Emilio y Ana, su mujer, y Pelusa, Gerardo, el Toro, Betty, Miguel, Laura, el Chueco..., toda nuestra gente. Y el hijo de ese viejo, un hijo de remil putas, nos la tenía jurada. A Laura la chuparon, al Chueco también, Emilio y yo casi no la contamos...</p><p style="text-align: justify;">—Ya sé. —Ya lo sabía, pero, sobre todo, no quería que revolviese nada doloroso por mi culpa.</p><p style="text-align: justify;">—Lo escuchaste a él, escuchame a mí.</p><p style="text-align: justify;">—Perdón.</p><p style="text-align: justify;">—A <i>tu amigo </i>Antonio —escupió y me dolió— hay que mantenerlo lejos. Ya no hay dictadura, pero conservan su cuota de poder. Y están, él y el hijo, en guerra contra los supuestos descendientes de esos extraterrestres. Neustadt o Bilardo no tienen mucho que temer, por el momento..., pero vos y yo sí.</p><p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: right;"></p>
<p style="text-align: justify;">—Pero... no entiendo, ¿el tipo está mandando mensajes en clave o realmente cree que hay extraterrestres?</p>
<p style="text-align: justify;">—A esta altura, ya ni sé. Entre los locos y los hijos de puta, prefiero a los segundos, que al menos son predecibles; pero estos tienen de todo, y no termino de saber —dijo, honestamente preocupado.</p>
<p style="text-align: justify;">—Pero, entonces, ¿miedo de qué tenemos que tener nosotros...? —disparé, impaciente, con la culpa de todo este embrollo quemándome en las tripas.</p>
<p style="text-align: justify;">—¡No sé, Juan, miedo, porque estas lacras no dan puntada sin hilo, nunca! —explotó, y el resultado fue peor porque no gritaba, sino que tenía la gola acogotada, inundada de recuerdos.</p>
<p style="text-align: justify;">No tuve más que decir, y si hubiera tenido, no lo habría dicho tampoco. Esperé. Hubo silencio. Los hombres de la casa, en el galpón, mientras las mujeres se ocupaban de los quehaceres, debatían en silencio cómo arreglar, como hombres, las pavadas que uno, como un mocoso, hacía. Agaché la cabeza y esperé.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Ya sé. Vamos a decirle a mamá que cuente en la tele lo que Antonio... lo que ese tipo —me corregí— quiere. En una de esas, es lo único que necesita, en su delirio, para quedarse tranquilo y dejarse de romper —no me animé a decir «las bolas».</p>
<p style="text-align: justify;">—Estás loco. Tu mamá nos va a sacar carpiendo.</p>
<p style="text-align: justify;">—Con intentarlo no perdemos nada, ¿no?</p>
<p style="text-align: justify;">—Bueno, de acuerdo. Pero como cosa tuya. Vos ponés la carita. —Esa fue su condición. No pude hacer más que aceptarla.</p>
<p style="text-align: justify;">Volví a la cocina como un perro que hubiese roto una maceta. Mamá preparaba café, ni me vio. La encaré con el machete en la mano.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Ma tenés que decirlo porque va a ser lo mejor y así se termina —desparramé por todos lados, como un púber que intenta decir «buen día» a la chica que le gusta.</p>
<p style="text-align: justify;">Mamá se hizo la tonta por un segundo, y cuando se cercioró de que Laura y papá no estaban alrededor, desmontó la farsa. Se puso seria y me dijo que cuando no hubiera café en las tazas y se fueran a dormir los moros, hablaríamos, en la cocina. </p><p style="text-align: justify;">—Ahora, andá, después hablamos —dijo, y yo fui.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">La sobremesa fue breve. Mamá tenía la hoja Rivadavia que yo había doblado mil veces guardada en el bolsillo derecho del pantalón. Para mí, era imposible de disimular, pero parecíamos empeñados en conseguirlo. Era mucho el esfuerzo que hacíamos mamá, papá y yo para no mostrar que sabíamos lo que sabíamos. Y para qué. Hablábamos de cualquier cosa como quien camina sobre las brasas.</p><p style="text-align: justify;">Cuando papá y Laura se levantaron, mamá me acompañó a la cocina. Me miró y, con voz calma, habló:</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Hacía falta que lo enroscaras a tu papá? ¿No sabés cómo se pone? —dijo sin reproches, descriptiva.</p>
<p style="text-align: justify;">—Pero... No, pero...</p>
<p style="text-align: justify;">—Me preguntaste, y te dije que un viejo loco, aburrido, que no pasaba nada, que era eso, nada más.</p>
<p style="text-align: justify;">—¡Pero siguió llamando! —estallé sin ruido, entre enojado y angustiado, incomprendido total, ¿es que todo el mundo estaba contra mí?</p>
<p style="text-align: justify;">—Siguió llamando, y te dijo que la cara de pescado, que la Atlántida y Bilardo y la mar en coche, ¿no?</p>
<p style="text-align: justify;">—Pero... ¿me están jodiendo ustedes dos? ¡Ahora todos saben lo que el tipo dice y qué significa y el único estúpido acá soy yo! —Menos mal que los chicos no lloran porque, si no, yo casi que habría.</p>
<p style="text-align: justify;">—No se trata de ser estúpido, nadie es estúpido. Pero cuando yo te digo que ya está, ya está. Aunque no ponga tono solemne ni me arme un cigarrillo, si te digo que es un viejo loco y no es nada y que no prestes atención, entonces haceme caso y no prestes atención. </p>
<p style="text-align: justify;">—Bueno —dije, sabiendo que era en vano seguir—. Está bien, pero ahora quiero entender.</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Vos sabés cómo nos conocimos con tu papá? —dijo, con el tono de quién hace una pregunta retórica para empezar a contar.</p>
<p style="text-align: justify;">—En la facultad —dije, seco, y la miré fijo y puse una cara de orto de película, honestamente hastiado de la humorada que todos parecían entender menos yo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">—Bien. No te enojes y atendeme, que es importante: ¿en qué año?</p><p style="text-align: justify;">La verdad, estaba cansado. No quería responder mil veces lo mismo; lo único que quería era que me dijeran qué pasaba. No podía ser tan difícil.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—Setenta y cuatro —dijo en cuanto entendió que yo no iba a decir una palabra más—. El asunto fue rápido, nos gustamos de entrada y, antes de que nos pudiéramos dar cuenta, necesitábamos estar juntos todo el tiempo. Yo militaba, y tu papá, que no tenía mucho interés en principio, se interesó por mí. Para verme, empezó a venir a las reuniones y se empezó a meter. Y yo, mientras tanto, mientras me gustaba tu papá, tenía un novio al que mantenía en secreto porque no le interesaba la política; de hecho, estaba bastante en contra del asunto, y nadie lo conocía porque él no quería saber nada con ellos. Cuando el asunto no dio para más, yo me dispuse a hacer lo que correspondía, y le hablé y, sin dar ni detalles ni rodeos, le dije que me gustaba alguien y que lo nuestro, lamentablemente, no podía ser. No lo tomó bien. Dijo un montón de las tonterías que dicen siempre los hombres, y me preguntó quién era, y no le dije, y me preguntó si era uno de esos «zurdos tirabombas», y yo le dije que sí para hacerlo rabiar, porque me dolió el comentario, pero también porque, de alguna manera, pensé que sería mejor: que se enojara conmigo, y me echara la culpa y me enterrara para siempre. Que terminara y pasara a otra cosa. Me equivoqué completamente. El tipo se obsesionó, y fueron tiempos difíciles. A todo lo que pasaba, sumale a este tipo que me buscaba. Un día, tu papá vino a una reunión diciendo que a su casa había llamado un tipo que dijo ser el padre de fulano, y que se la tenían jurada y tal. Por algunos detalles menores que dio, supe inmediatamente que se trataba de Antonio; especialmente porque el padre de ese milico mugriento no iba a llamarte si te quería chupar. Nadie llamó a ninguno de los que ya no están. </p><p style="text-align: justify;">»Entonces tomé coraje, me junté con el tipo y le dije que terminara el asunto de plano porque, si no, hablaría (así le dije, como en las películas, mientras por dentro me moría de miedo, realmente), y contaría eso que él sabía que yo sabía, y que la hermana —y él no lo sabía, pero yo se lo aseguré— había confirmado, y que no le convenía a nadie. Le dije que terminara y que lo dejara en paz a tu papá, que era un pichón. Eso le gustó, se sintió superior, pero, más que nada, creo, tuvo miedo de que yo contara aquello que, finalmente, acordamos que yo no diría y que hasta hoy no he dicho nunca. —Hizo una pausa—: Y nunca diré, si puedo evitarlo. Y entonces, la cosa se terminó por un tiempo, hasta que un día hubo un llamado, parecido a este. Que el padre de, que los extraterrestres, que los peces y el labio, que Satanás. Y, cada tanto, vuelve. Y aunque quisiera hacer algo, no puedo realmente ni saber dónde está, ni qué hace ni nada, solamente sé que al final es inofensivo, y que lo único que quiere es, cada tanto, enfermarle la cabeza a tu papá. Está vez, lo que cambió fue que el teléfono, por casualidad o por todo lo contrario, lo atendiste vos.</p>
<p style="text-align: justify;">Yo seguía intentando procesar todo el rollo, y tardé mucho en darme cuenta de que mamá me miraba en silencio, como esperando un comentario, una reacción.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Sin palabras, me dio la hoja que había doblado y guardado en su bolsillo. La extendió en la mesada, la alisó un poco y, haciéndola correr sobre el mármol, me la acercó. Entendí todo.</p><p style="text-align: justify;">Rompí esa hoja Rivadavia y la tiré al tacho de basura. Ahí quedó, entre café usado, peladuras de naranja y cáscaras de huevo, el recuerdo de Antonio y todo aquello que nunca sería un cuento.</p>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-66494248726921524332023-08-11T22:57:00.045-03:002023-09-09T19:34:02.138-03:00Puede ser<p style="text-align: justify;">«Me van a chupar la verga vos y el pelotudo de tu jefe, Miguel, y si quiere venir tu secretaria, está invitada también, ¿te das cuenta? ¡Me cago en la hostia y la putísima madre que los recontramil puta parió, carajo!», dijo, y estrelló el tubo contra la horquilla.</p>
<p style="text-align: justify;">Andrea, que ya estaba acostumbrada, lo miraba impávida, esperando solamente que terminara. Como había hecho tantas veces antes, pero mejor no entrar en eso. «Firmame», dijo ella, y «Tomá, linda, gracias», él, y ya. Ella se dio media vuelta y se fue, y él le miró el culo. De libro.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Andrea», agregó de repente. Nada más. Ella frenó en seco, pero no se dio vuelta. Esperaba haber oído mal. «Vení un cachito», dijo él, súbitamente con voz de predicador televisivo de trasnoche. «Por favor», agregó de inmediato, como si acabara de darse cuenta. «Necesito que me des una manito con una cosa. Una pavadita». Los diminutivos deben de haberla alertado, pero Andrea quería conservar el empleo y sabía que no era momento para nada, por lo que hizo de tripas, corazón, y volvió a la oficina con cara de póquer.</p>
<p style="text-align: justify;">«No sé si habrás escuchado —empezó él, pese a la certeza—, pero Miguel... Miguel, ¿sabés?, el de Martínez Lopetegui, está un poco... cargoso... ¿Me explico?». Andrea tragó saliva. «¿Vos podrías llamarlo? Como la otra vez, ¿te acordás, linda?». Ella se acordaba. «Dale, haceme la gauchada, ¿sí?». Andrea tragó saliva. Él lo tomó por un <i>sí</i>.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Andrea buscó el teléfono y lo llamó y, como la otra vez, le dijo que era esto y aquello, y que si qué sé yo, cualquier tontería que ninguno de los dos creía, que a nadie importaba, pero que había que decir para que, finalmente, el asunto se resolviera con Miguel diciendo que porque era ella, porque realmente... Y ella agradeció, y colgó, y respiró hondo, y pensó que iba a tener algún sentimiento y se apresuró a reprimirlo.</p>
<p style="text-align: justify;">—Ya está —dijo, desde la puerta, sin ninguna expresión.</p>
<p style="text-align: justify;">—Sos un sol, linda, gracias... —dijo él, y se reclinó sobre el sillón desvencijado, que hizo un ruido de mierda.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">De repente, un tormentón se descolgó sobre el ventanal de la fábrica, las piedras de hielo acribillaron el techo de chapa, los truenos estallaron y cubrieron el chirrido del sillón gerencial y alguna que otra palabra de su usuario. Una puteada hecha y derecha. De miedo.</p>
<p style="text-align: justify;">Andrea se sobresaltó también, pero no dijo nada. Tampoco lo demostró su cuerpo, con un movimiento imperturbable y continuo que la llevó a su escritorio revestido en cedro de imitación, a su silla roja, a la computadora con la que aún lidiaba, a la impresora que se atragantaba con facturas y remitos, a la máquina de escribir eléctrica de antiguo diseño moderno, al fax polvoriento de grandes botones y a la taza que le había regalado su sobrino, que decía algo referido a la mejor tía del mundo y en cuya agua ya fría se ahogaba desde la mañana un saquito de té asqueroso. Ella se sentó, dio un sorbo distraído y no pudo evitar una mueca que habría resultado graciosa para cualquiera que la viese. Pero estaba sola.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Se levantó, la espalda siempre derecha, y se fue al baño. Por la módica ventana entraba un viento oscuro y nada más. Estiró la mano para prender la luz y en seguida cambió de idea. Se metió en el cubículo, trabó la puerta y lloró. La lluvia arremetiendo contra el techo fue, más que oportuna, imperativa, y Andrea no pudo menos que llorar fuerte, con ruido, como los nenes. Se le pasaron por la cabeza tantas imágenes, tal vez todas: el primer día en la oficina, la ilusión, la esperanza, los elogios, las aspiraciones, cobrar —por primera vez— un aguinaldo, los piropos de los muchachos, las miradas, las insinuaciones; y también los llamados, las puteadas, los portazos, las reuniones a deshora, las promesas incumplidas, los roces, los silencios. Todo. Quiso gritar, pero no le salió. Apretó los dientes y los puños y siguió llorando.</p>
<p style="text-align: justify;">El llanto siempre para, por suerte, y cuando no le quedó ya nada más, paró, casi de inmediato, como quien apaga la luz. Se limpió la cara con papel y salió. Se dio los últimos retoques frente al espejo y decidió que estaba bien, que no quedaban rastros del suceso. Salió decidida, con la espalda siempre bien derechita, y se fue a la oficina. Vio la puerta abierta y que el innombrable no estaba. Por el ventanal llegó a ver el auto que se alejaba bajo la tormenta. Recién entonces reparó en la nota sobre el teclado:</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;"></p><blockquote>Andrea, tengo que resolver unos asuntos. No voy a estar por un tiempo. No te hagas problema, todo va a estar bien. Por cualquier cosa, podés consultar a José. Vos seguí como siempre. Te llamo en cuanto pueda.</blockquote><p></p><p style="text-align: justify;">La nota era clara, pese a todo: el tipo había volado. Andrea sospechó que el entredicho con Miguel no era lo único que había tenido lugar en los últimos minutos, y entonces se dio cuenta de que, de hecho, le había parecido oír —desde el baño, asordinados por la lluvia, los truenos y el llanto— más gritos, más puteadas, más amenazas de compadrito. ¿Habría discutido con José, el jefe de fábrica? ¿Con algún otro proveedor? Aunque no estaba segura de que se tratase de la voz del jefe. Se asomó entonces a su despacho. En el piso, manchas de barro y agua. ¿Lo habría visitado alguien?</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Entró, la mirada en el piso, intentando descifrar las pisadas. Otro trueno, unos segundos después, un relámpago y, del julepe que se pegó, dio un salto y, al quedar fuera de cuadro, vio algo, apenas. Un paso atrás y a la izquierda, y entonces vio bien. Se acercó, como si hiciera falta corroborar, como quien necesita tocar para saber si la pintura está fresca. Tirado en el piso, detrás del escritorio, sobre un módico charco de sangre marrón, con un escoplo clavado en el medio de la frente, estaba José.</p>
<p style="text-align: justify;">Agarró el teléfono con calma, con mucha calma. Apenas sonó tres veces. «Miguel, soy yo».</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p style="text-align: justify;">Miguel se sorprendió: «¿Otra vez?». Le gustaba el llamado, en principio, pero también le daba mala espina. Lo que siguió fue una conversación estrafalaria, llena de malentendidos. Con palabras pronunciadas a medias, y sin quitar los ojos de la puerta de la oficina del jefe, cerrada entonces con llave, ella le explicó lo que había pasado. O lo que sabía de eso, que era en realidad poco más que nada. No mencionó el escoplo; en principio, porque desconocía su nombre, pero, sobre todo, por un inexplicable pudor. Tampoco usó las palabras <i>muerto</i> —así, rotunda— ni <i>sangre</i>. Cuando se excusó y confesó que lo había llamado porque no sabía qué hacer, Miguel sintió una cálida satisfacción. Él no tenía por qué inmiscuirse en un asunto tan turbio, pero Andrea lo pudo, lo podía siempre. «Salgo para allá», aseguró, y colgó, disparado, ya en movimiento.</p><p style="text-align: justify;">Ella se quedó inmóvil con el tubo en la mano, la boca semiabierta y la mirada fija, como un juguete electrónico al que alguien hubiese quitado las pilas<span style="text-align: justify;">. Aquel estupor duró poco, roto por la voz de uno de los operarios, que subía por la escalera y llamaba a José. Detrás de eso, siempre la tormenta</span>.</p><p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando llegó a la puerta de la oficina, el fulano se frenó. Golpeó y, al no obtener respuesta, se fue. O, al menos, eso pensó Andrea, que, petrificada, estaba intentando no hacer el mínimo ruido. Reparó entonces en que, eventualmente, tendría que salir. Y entonces, en lo absurdo de todo, se volvió a preguntar qué sentido tenía haber llamado a Miguel.</p>
<p style="text-align: justify;">Pensó en las películas, y se dijo que no debía tocar nada. En seguida se respondió que sus huellas estarían por todos lados, naturalmente, y que el error sería, en todo caso, intentar disimularlas. Era la secretaria del tipo, vamos. Volvió a mirarlo a José. La composición le pareció casi poética. Se sonrió sin querer, y tuvo una idea absurda y, en seguida, la reprimió; pero en seguida pensó que en las ropas no quedan huellas digitales y, sin mucho más, se agachó y se puso a rebuscar los bolsillos del finado. Estaba en eso cuando un relámpago iluminó el cielo y, antes de que pudiera escuchar el trueno, se cortó la luz.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Escuchó el barullo abajo, en la planta: los operarios gritaban con voz aguda, bromeaban y, en algunos casos —el de los procesos interrumpidos o vueltos inútiles por el corte de energía, por ejemplo—, puteaban. Era evidente que el grupo electrógeno seguía sin funcionar. «¿Qué hiciste, Walter? ¿Qué rompiste?», vociferó alguien abajo. «Nada, guampudo», respondió una voz muy cercana, pegada a la puerta, y Andrea no pudo evitar sobresaltarse. El intercambio entre abajo y arriba siguió por algunos segundos —que se le hicieron eternos—, hasta que, por fin, el dueño de la voz se perdió escaleras abajo.</p>
<p style="text-align: justify;">José no tenía encima nada interesante, o eso creyó ella: en la oscuridad, era difícil saberlo. Apurada, manoteó lo que le parecieron papeles sueltos y volvió a su escritorio con un trotecito ridículo. Antes, claro, volvió a cerrar con llave. En la penumbra, ya desde su puesto de trabajo, vio, por el ventanal que enmarcaba el día negro, la llegada del auto blanco de Miguel. Recién entonces exhaló.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Hizo un cálculo rápido y, habiendo decidido que sí, que había tiempo justo pero suficiente, se apuró al baño. Retocó un poco aquí y allá, y —lo más importante— se echó una buena pero sutil cantidad de perfume. Se miró al espejo y, en el espejo, alguien la miró. Estaba perfecta, sí, listo todo. «El que sabe, sabe», se dijo y, casi sin querer, una voz interior le respondió: «Y el que no, es jefe». </p>
<p style="text-align: justify;">Apenas tuvo tiempo de guardar el neceser en el cajón antes de escuchar la clásica tos corta, profunda, completamente inconsciente de Miguel, que se acercaba por el pasillo. En cuanto llegó, se frenó y la miró, y ella lo miró, y ambos parecieron decirse que no entendían qué pasaba ni qué hacer, pero —a su vez, a su modo— parecían, también, aliviados, si no contentos. Él se acercó, y ella esperó, y se miraron y, casi sin quererlo, se abrazaron. Y el abrazo duró dos segundos, o tres, y, cuando iban a separarse, Andrea tuvo un impulso; pero no uno irrefrenable, sino uno que le sentó bien y, sin más, lo besó, bien fuerte, agarrándole la cabeza con ambas manos, con cierta furia. Miguel sintió la sangre inundarle la entrepierna y las manos se le tensaron apenas un poco.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Epa. Perdón, no sabía que...», se turbó Walter, el operario de mayor antigüedad, que había dado toda la vuelta y volvía a Administración por la escalera trasera esta vez. Andrea y Miguel se separaron de inmediato, en un intento vano de disimular lo indisimulable. Bajaron la vista; ella se alisó la pollera con ambas manos, él se miró con demasiada atención los puños húmedos de la campera. «¿Qué pasa, Walter?», preguntó ella con un tono que procuraba ser neutro (y fracasaba estrepitosamente). «Lo estoy buscando a José. Ya busqué por todos lados». «No está», se apuró Andrea. «Sí, sí está. Había salido a comprar unos repuestos, pero volvió justo cuando acababa de largarse. Empapado volvió. Dejó un enchastre abajo —ella pensó en la escena de la oficina contigua y reprimió un escalofrío, que de todos modos habría resultado invisible en la penumbra—. Y ahora no sabemos si consiguió todo ni dónde se metió». «Acá no», mintió ella con calma. Miguel la perforó con la mirada. «Y ahora, dejame, que tengo que ver con Miguel la lista de precios nueva. Y fíjense si pueden resolver lo de la luz, ¿sí?, que así no se puede estar». Walter se encogió de hombros y, sin más palabras, se fue por donde había llegado.</p>
<p style="text-align: justify;">Miguel la miraba admonitorio, aunque entendía la necesidad de la mentira. Además, nada le importaba tanto como retomar las cosas donde habían quedado luego de la interrupción del operario. Ya no sería posible. Ella lo acompañó hasta la puerta cerrada con llave, le franqueó el paso y se detuvo. Él entró decidido, aunque no llegó a ver nada. Minutos después, Andrea, luego de que él no respondiera ni hiciese ruido alguno, juntó el coraje necesario para volver a entrar. No había dado ni dos pasos cuando tropezó con el cadáver de Miguel, tendido boca abajo sobre la sangre, negrísima en la oscuridad. En la nuca se destacaba, amarillo, el mango de un destornillador. Andrea no pudo evitar esta vez un grito.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El grito se perdió entre la tormenta y el bullicio de la planta a oscuras, y pronto comprendió que nadie vendría, nadie había escuchado, todo estaba como antes. Salvo por los dos muertos, claro. Un latigazo de pánico helado le recorrió la espalda y le hizo cerrar la puerta de la oficina de un saque. Cerrada la puerta, el miedo murió. Volvió al escritorio. La nota reposaba todavía sobre el teclado, como si nada. Pensó un momento y, después, otro y otro. Al fin, tomó el teléfono y marcó, muy suavemente, el interno. En seguida comprendió su torpeza: sin luz no andaba el conmutador, por supuesto que nunca nadie atendería.</p>
<p style="text-align: justify;">Agarró la taza de té, y abrió la puerta de la oficina y, con controlada violencia, tiró lo que aún agonizaba en la taza contra la puerta. Después dejó la taza en el piso, apenas del lado de adentro. Bajó despacio por la escalera, con miedo de tropezar y la espalda bien derecha. Dio la vuelta en la esquina y en seguida estuvo en la puerta del cuartucho. «Hola, Gladys, perdoname, ¿cómo estás? Perdoname que te moleste, hubo un percance arriba, ¿podrás ir a a pasar un trapito? Se cayó una taza, es un enchastre... Qué día difícil...». Gladys dijo que sí, que por supuesto; y pensó que la puta madre que te parió, mirá si con esta tormenta y sin luz no tengo yo una mierda mejor que hacer que ir a limpiar las cagadas que hacen los que cobran cinco cifras, pero no dijo nada.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Subieron las dos muy lentamente, bien agarradas y con máscaras serias. Parecía una procesión mortuoria, algo que contrastaba sin duda con las risotadas que estallaban acá y allá en la planta baja. En cuanto llegaron arriba, Andrea hizo más ligeras las pisadas, dejó pasar a la mujerona y dijo que había que andar con cuidado, que el piso estaba mojado y cosas por el estilo. Gladys, con balde, secador y trapos de piso en mano y pies de plomo, no dijo nada. Para empezar, porque no era necesario: ella sabía bien cómo manejarse con un simple piso mojado. Para concluir, porque los muertos no se caracterizan por su locuacidad. Apenas había dado un paso dentro de la oficina y ya tenía una escofina hundida en la sien que empapaba de sangre el pelo tirante.</p><p style="text-align: justify;">Andrea estaba fuera de sí, ida, desencajada. No gritó. Ya no podía hacerlo. No entendía nada. El jefe, en la escalera, con la vista clavada en la caja de herramientas que colgaba de la mano izquierda de su secretaria, entendió todo. También los enfermeros patibularios que lo acompañaban.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«José la defendía, decía que no era para tanto, que eran cosas mías, pero, cuando encontré el cuaderno, el asunto no dejaba lugar a dudas. Entonces fue cuando lo llamé a José para que hiciéramos algo sin demora, pero él insistía, y me dijo que hablaría él con ella, y que viéramos, y no sé cuántas cosas, y entonces yo me calenté porque la verdad que no estuvo bien, pero discutimos; yo estaba decidido y él insistía en hablarle, por eso me fui solo a buscar ayuda. Cuando vieron los escritos, en seguida accedieron a mandar ayuda, pero llegamos tarde, lamentablemente», le dijo el jefe a la prensa cuando los tuvo agolpados en la puerta de la fábrica. Le encantó sentirse importante y deslizar, muy por lo bajo, que estos habían muerto por pelotudos, por no haberle hecho caso a él, que sabía bien, que tenía la posta.</p>
<p style="text-align: justify;">El diagnóstico final fue esquizofrenia hebefrénica, y a todos pareció importarles y sorprenderlos mucho por dos semanas o tres. Después, la planta volvió a lo que habitualmente se conoce como normalidad, y aquí no ha pasado nada. El jefe se encargó, eso sí, de cambiar la alfombra de su oficina y de asegurarse de que dejaran el generador en perfectas condiciones.</p>Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-28624547291723865172023-07-20T12:51:00.028-03:002023-08-09T09:50:22.655-03:00Lo único que puede hacerse en días así<p style="text-align: justify;">Pernía juntó la nieve como todas las mañanas. El rastrillo de jardinería con la madera adosada dejaba caminos mojados sobre el pasto mustio y despejado. Esos caminos, Pernía lo tenía claro, eran peores que la nieve, mucho más traicioneros. La humedad se hacía escarcha y formaba una película muy fina de hielo. Ella prefería caminar enterrándose en la nieve antes que resbalarse y romperse un hueso. Pero era su trabajo, y lo hacía y sanseacabó.</p>
<p style="text-align: justify;">Tenía las manos cuarteadas por el frío, pero los guantes viejos se endurecían mucho y los nuevos, que había cometido el error de pedir al patrón, eran finos y se humedecían enseguida. Ninguno servía para nada, así que seguía sin guantes ni nada. Al fin y al cabo, trabajar es lo único que puede hacerse en días así.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">A media cuadra lo vio salir al doctor: o se había adelantado, o ella venía retrasada. Consultó el reloj y vio que, en efecto, venía retrasada unos cuatro minutos. Pensó en apurarse, pero en seguida desistió. Desde la ventana de la casa de las piedras Dora le hizo señas. De saludo, pensó, y las devolvió, pero en seguida vio que la estaba llamando. Asintió, y emprendió la subida. Ojalá fuera una taza de chocolate caliente, pensó.</p>
<p style="text-align: justify;">No era chocolate: Dora quería saber si le podía comprar unas cosas en la tienda, porque el clima estaba bravo. Pernía dijo que podía, pero cuando terminara el turno, y Dora dijo que bueno, pero que por favor, que era importante. Pernía dijo que sí, y que volvería entonces, y Dora dijo que sí. Pernía volvió al rastrillo, y la vieja cerró la ventana, y se quedó mirando un rato largo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Bajar por esos caminos era todavía peor que subirlos. Pernía se concentró en el descenso, se echó el rastrillo al hombro del que colgaba ya el bolsito con sus herramientas y bajó despacio, medio de costado; aun así, dos veces estuvo por caerse. No se acostumbraba a la nieve, al piso casi siempre helado, duro y hostil ni a esa ciudad que tenía flores y verde durante un mes y era, el resto del año, una mortaja sin color, mojada y gélida para los árboles desnudos y las hojas mustias, como podridas en las ramas de los arbustos espinosos. Seis años, ya, y no se acostumbraba.</p>
<p style="text-align: justify;">Terminó de bajar y, como el doctor ya se había ido, decidió volver a la municipalidad caminando a la vera de la ruta provincial. Allí dejaría sus herramientas de trabajo, se tomaría un mate cocido que le hirviese las tripas y, recién entonces, iría a la tienda a buscar lo de Dora. La sacó de sus pensamientos la bocina del camión de Sandro, quien la saludaba al pasar. Pernía trató de levantar la mano derecha, pero sostenía el rastrillo, demoró en sacar la izquierda, apretada en el bolsillo de la campera, y terminó moviendo la cabeza, nomás, e improvisando una sonrisa para nadie cuando el camión ya estaba tomando la rotonda, un kilómetro más allá. La sonrisa se le deformó entonces por un acceso de tos que la dobló. Mezclada con la nieve sucia del costado de la ruta, la sangre que escupió se congeló casi de inmediato.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«¿Estás bien?» La sorprendió la pregunta de una vecina que, desde enfrente, le preguntaba con honesta preocupación. Dijo que sí, rápidamente, y agradeció, y se apuró a seguir con lo suyo. No sabía quién era, pero por esos lares todos eran de por ahí, no quedaba otra. Sintió vergüenza por el escupitajo, y preocupación: ¿habría notado el detalle la vecina? Una vez más, anduvo todo el camino de infinitas preguntas sin respuesta, tribulaciones y desazones. Llegó, como siempre, a nada, pero esa vez sintió más culpa que las anteriores, tal vez, y se dijo que vería al doctor. Casi seguro que vería al doctor. La mañana próxima, si lo cruzaba, hablaría con el doctor, si no estaba ocupado. Y si no había mucha nieve, porque, si hubiera mucha nieve, entonces lo primero sería limpiar bien los caminos, porque, a fin de cuentas, es el trabajo, y hay que hacer bien el trabajo y ser responsable.</p>
<p style="text-align: justify;">En la municipalidad no había nadie, los viernes son días de éxodo tempranero. Menos mal que no necesitaba nada. Dejó las cosas, se cambió y firmó; y aunque se preguntó para qué firmaba, y no supo responderse, firmó, y puso la hora real. Con el mate cocido humeando en la mano todavía, salió. En dos minutos o tres se tomó un descanso, y el mate cocido, y entonces sí encaró para la casa de Dora.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Tener que caminar otra vez hasta la casa de Dora la puso de mal humor. El clima está bravo para todos, pensó Pernía, y, si bien ella era bastante más joven que la viuda, también cargaba con lo suyo. Y en ese momento no pensaba en la tos ni en la sangre.</p>
<p style="text-align: justify;">El señor Pernía, Ernesto, el Ingeniero, a quien había seguido enamorada hasta esa ciudad inhóspita, se había esfumado hace tiempo. Cuando la empresa que trasladó al matrimonio Pernía allí cerró su planta (los números eran insuficientes, los geólogos se habían equivocado o quién sabe qué, pero el lugar no servía para nada), él se subió a un micro y desapareció sin mayores explicaciones. A ella le quedó la casita con un cuadrado de tierra yerma y muchísimo tiempo sin futuro por delante, además de un matrimonio legalmente constituido con un señor que no estaba en ningún lado. Y el apellido, tan de él, que fue por poco tiempo el de ambos y que todo el mundo en esa ciudad seguía adosándole a ella. Ella era Pernía como si todo lo anterior jamás hubiese sido, como si hubiese brotado una mañana ahí, entre las piedras.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando llegó a la casa de las piedras se encontró una nota pegada en la puerta. Dora había tenido que salir (no daba más detalles) y le había dejado una lista en un sobre en el buzón. El chico de la tienda ya sabía, si ella pudiera ir a buscar estas cosas y traérselas le estaría eternamente agradecida. Que perdón y que, desde ya, muchas gracias, decía. Pernía quiso enojarse, pero no pudo. Esta vieja, mirá vos... Bueno, qué se le va a hacer... Y agarró el sobre del buzón con forma de casita. Estaba cerrado y Pernía se preguntó si debía abrirlo. El debate interno sobre la moral y las buenas costumbres derivó en seguida en posibles motivos por los que el sobre estaba cerrado, y, de ahí, a los posibles motivos por los que la vieja se había ido y, entonces, qué haría con el sobre una vez en la tienda. ¿Debía abrirlo o entregarlo así? Si el chico ya sabía...</p>
<p style="text-align: justify;">Tan absorta en estas cosas venía que solo cuando sintió el resbalón entendió que había caído en la trampa del hielo. Cayó con fuerza, con bronca, sin siquiera la gracia que habría hecho reír al espectador. No había nadie, por suerte, pero eso no aplacó su ira. Sintió fuego en el pecho y, mientras intentaba recomponerse, puteó y puteó, y gritó fuerte, y con los gritos ahogó el llanto que la acogotaba; y tanto gritó que le vino la tos, y otro gargajo morado.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Se levantó como pudo, con cautela, temiendo volver a caerse; se enderezó de a poco, la cabeza latiente, el cuello tenso, los ojos húmedos, el culo empapado. Pueblo de mierda. La puta que te parió, Ernesto.</p>
<p style="text-align: justify;">Volvió a sentir el gusto de la sangre en la boca. Discreta, después de mirar a todos lados escupió a un costado, a la nieve esponjosa. La mancha era esta vez de un rojo subido. Tendría que ver al doctor, pensó, sin falta; ojalá el clima aflojara un poco, porque con tanta nevada nunca le quedaba tiempo. Pero, primero, lo primero: la tienda. De nuevo se dirigió a la ruta, otra vez se cruzó con Sandro, que entonces iba en dirección al centro. Él la invitó a subir y ella, por primera vez en tantos años, accedió.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">—No lo puedo creer, me va a dar algo... Te diría que va a llover, pero... —dijo, nervioso, Sandro porque, entre la mezcla de simples emociones que tenía, se le enroscaban las palabras.</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Por qué? —preguntó Pernía, aún en lo suyo.</p>
<p style="text-align: justify;">—porque, oíme, ¿cuántas veces te ofrecí acercarte, y nunca quisiste? —dijo, mientras intentaba poner la calefacción más fuerte (cosa que era en vano).</p>
<p style="text-align: justify;">—Ah, sí, perdoname, tenés razón... pero hoy... Hoy es un día así... —sentenció ella, todavía en lo suyo, disimulando malamente el malhumor, ajena a la adolescente felicidad del muchacho.</p>
<p></p>
<p style="text-align: justify;">Hablaron algunas cosas (más él que ella), y en seguida llegaron, porque esos caminos, que parecen eternos cuando uno patea la nieve y empuja el rastrillo, son un tris a bordo de un camión. Sandro frenó en la puerta de la tienda y dejó el motor en marcha.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">El trámite en la tienda fue breve. Pernía entró, saludó apenas con un movimiento de cabeza y entregó —mientras murmuraba algo acerca de Dora— el sobre al chico detrás del mostrador. Este se secó las manos en las perneras, lo abrió y escrutó la nota con cara de profunda dificultad. Después de ir y venir por el local como una mosca atrapada, reuniendo ítems de lo más disímiles, armó un prolijo paquete de papel madera y lo ató con hilo choricero. Después de un momento eterno, se lo acercó a Pernía, quien lo agarró y salió sin saludar. Sandro la miraba desde el camión y, en cuanto ella puso un pie fuera, él le abrió la puerta. Le faltaba mover la cola, nomás.</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Y? ¿Qué tal está todo en el mundo exterior?</p><p style="text-align: justify;">—No tengo idea. Disculpá, ¿vos podrías llevarme al consultorio del doctor Maltusi? Me lo crucé a la mañana, cuando se iba.</p><p style="text-align: justify;">—Puedo, pero ahora no lo vas a encontrar. A Dora tampoco.</p><p style="text-align: justify;">—¿A Dora?</p><p style="text-align: justify;">—¿Cómo? ¿Me vas a decir que no sabés lo que pasó?</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">No llegó a decirle que no sabía lo que había pasado porque su cara lo expresó simple y honestamente, y a esta sorpresa sobrevino la de Sandro; y la seriedad que no había tenido él (convencido de que ella sabía) la había tenido ella al ver la soltura con la que él preguntaba y, entonces sí, él se había sorprendido. Fue un segundo de confusiones y rápidas interpretaciones y, en seguida, la palabra ahogó esa maldita incertidumbre. Y menos mal, porque Pernía no tenía un día para adivinanzas.</p>
<p style="text-align: justify;">—La encontraron en la lomada, colgada de un abedul —dijo el muchacho ya sin gracia, imitando la seriedad que reflejaba el ceño de Pernía—. El tordo fue para allá a ver qué pasó, lo llamaron de urgencia... Saben todos en el pueblo, yo pensé que sabías...
—dijo con culpa.</p><p></p>
<p>—Pero... —dijo, honestamente confundida, Pernía mientras miraba el paquete.</p>
<p>—Yo pensé que sabías... Pero... ¿qué pasa? —preguntó con cierto miedo.</p>
<p>—No sé qué pasa —dijo ella mientras empezaba a abrir el paquete—, pero... —y ya no pudo decir nada más.</p>
<p style="text-align: right;">~</p><p></p>
<p style="text-align: justify;">En el paquete había un par de guantes gruesos que llamaron inmediatamente su atención. Debajo, un portarretratos chino, una vela aromática y un whisky bueno, junto con prácticamente todos los módicos manjares que podían hallarse en esa ciudad olvidada. En el contenido del paquete, impropio de Dora, Pernía entendió el mensaje, la despedida, el lazo invisible que la había unido a esa mujer en vida y que acababa de cortarse.</p>
<p style="text-align: justify;">—¿Querés ir a la lomada? ¿Qué puedo hacer? —preguntó, movilizado, Sandro.</p><p></p>
<p>—Lo único que puede hacerse en días así. Llevame a tu casa —resolvió ella.</p><p></p>Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-44588865203656109472023-06-28T22:20:00.019-03:002023-07-20T12:40:04.420-03:00Epístola<p style="text-align: justify;">Querida Marlene:</p>
<p style="text-align: justify;">Escribo estas líneas ni sé cómo y, si me lo pregunto dos veces, no sé tampoco para qué. Pero las escribo y ya está. Lamento molestarte, y lamento lamentarme, después de todo, y después de tanto, pero así es, así soy. ¿Te llegarán estas líneas? Me pregunto todo y no sé qué responderme. Pero perdoname que te dé tantas vueltas, es que me cuesta y doy vueltas, mirá todo el escándalo que hice para nada. Ricardo ya estaría con los pelos de punta...</p>
<p style="text-align: justify;">Te escribo no sé si por valor o por cobardía; si porque he juntado el valor, finalmente, para enfrentar los designios o por el temor de que un día me toque partir y estas verdades se me claven en el alma por siempre y nunca pueda liberarme. Tal vez sean la cobardía del acto y el valor de enfrentar el futuro. No lo sé. Te diría que esta es la tercera o la quinta vez que intento escribir estas líneas, pero no, la verdad es que nunca pensé siquiera que lo haría hasta ayer. Y ayer, cuando decidí que lo haría, me prometí que no daría ni un solo paso atrás cuando hubiera comenzado. Y aquí estoy.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Marlene, vos tenés que entenderme. Como mujer, te digo. No me voy a hacer la mosquita muerta, sé que hemos tenido nuestras diferencias... ¡Yo me enojé tanto con vos, Marlene! ¡No podés hacerte una idea de cuánto te odié cuando fue lo de Ricardo! ¡Lo que lloré! Mirá que yo siempre fui una persona calma, racional, de pensar mucho... Sin embargo, ahora mismo me acuerdo y me dan ganas de matarte.</p>
<p style="text-align: justify;">Pero quedate tranquila: lo pasado, pisado. Como dicen, pasó mucha agua bajo el puente. Además, la familia es lo principal, y yo jamás haría nada que dañase esa hermosa familia que formaste. Yo no tuve tanta suerte, o mañas o como quieras verlo. Que cada quien piense lo que quiera. Y, además, como dicen las Sagradas Escrituras, «Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano». ¿Qué te voy a decir, entonces?</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Ayer por la tarde, a la hora de las masitas, volvía de la visita de cada domingo y al cruzar la plaza, cosa que nunca, una imagen me tomó por asalto, no pude refrenarla ni contenerla. Maldito el momento en que decidí cruzar la plaza, porque yo siempre prefiero tomar por Berardi, pero ayer, no sé, no me preguntes, cuando me di cuenta ya cruzaba la plaza. Y allí, bajo un tilo, un padre y un hijo reían sin más. Eran claramente pobres, y no tenían ni un juguete, ni un mantel con comida, no tenían nada, pero se reían de buena gana, ¡vieras, Marlene, cómo se reían!</p>
<p style="text-align: justify;">Me quedé mirando sin querer, el corazón hecho un nudo, y no sé si de rabia o de pena, de ternura o de odio, pero no pude evitarlo y me puse a llorar. Me senté en un banco del costado y, mientras lloraba —la cara oculta burdamente con la capelina—, miraba y pensaba, y no paraba de llorar. Tuve suerte de que nadie me viera, o quisiera verme, porque nadie se acercó. Hacían comentarios que no escuchaba, y jugaban de manos, y se ensuciaban al rodar por el piso, pero no les importaba, eran pobres. Pero también eran libres; y yo, que lloraba en el banco, no. Después de un rato se fueron, y hacía rato se habían perdido de vista cuando logré levantarme y volver. Pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Vos sabés lo que yo sentí por Ricardo. Y digo que vos lo sabés aunque nunca lo hayamos hablado porque, mal que me pese, lo sabía todo Coronel Mendizábal. Y el sentimiento era mutuo, te lo garantizo. Las cosas que él me dijo, estoy segura, no se las dijo a nadie más. Los planes que hicimos. ¡Las locuras que soñamos! </p>
<p style="text-align: justify;">Una vez estuvimos a punto de escaparnos al Brasil. ¡Qué justo!, ¿no? Pero, a último momento, mi papá apareció en la terminal de ómnibus y tuvimos que hacernos los desentendidos. Me llevó de las pestañas hasta casa, igual, y no me dirigió la palabra por una semana. Fue más o menos para los días en que llegaste vos de Ouro Preto, estoy segura.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Lo nuestro duró un tiempo más, pero él tuvo que viajar a prestar servicio en el Norte unos meses, y yo tuve que ocuparme del hogar y de la tía, que estaba cada vez peor, y ese tiempo pasó como un torbellino y, cuando él volvió, era otro, y también yo. Hoy pienso que no, que éramos los mismos y podríamos haber capeado cualquier obstáculo, pero no entonces. Éramos jóvenes, vos sabés, y se nos metió alguna basurita en el ojo y dejamos de ver claramente, qué sé yo. Nos distanciamos sin querer, no mucho, pero lo suficiente, y entonces apareciste vos. Era lógico.</p>
<p style="text-align: justify;">Yo lo supe porque en el pueblo todo se sabe, pero también porque una sabe, las mujeres siempre sabemos. Y yo no dije nada, y él no dijo nada, y yo quería que él dijera algo, pero no decía nada, y así pasamos, ¿cuánto tiempo fue?, vos tenés que saberlo mejor que yo. Pero cuando se empezó a hablar de formalizar el asunto fue distinto. Eso sí me dolió, y quise escucharlo de él. Lo esperé a la vuelta del boliche de Salutto. Venía con los muchachos y, en cuanto me vio, le cambió la cara. Me hizo señas, y yo —que estaba que volaba, te digo la verdad— entendí y no dije nada. Él dejó pasar a los muchachos y volvió; me pidió que no hiciera escándalo, y a mí ganas no me faltaban (¡tan dolida estaba!), pero accedí. Quedamos en que después de la cena vendría para la casa, daría los tres toques en la ventana y me esperaría en el galponcito como otrora.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">En mi cuarto, después de la comida, estaba que no podía más. Trataba de leer, pero era imposible; procuraba avanzar con el bordado, aunque sin éxito; no escuchaba la radio porque me entraba por una oreja y me salía por la otra. Toda mi atención estaba puesta en los tres golpecitos en el postigo, pero se hacían rogar. Ya no sabía qué más hacer, ¡hasta pensé en ir a buscarlo! ¿Te imaginás lo que habría sido eso? ¡Hasta hoy se seguiría comentando!</p>
<p style="text-align: justify;">Sin embargo, como Dios aprieta pero no ahorca, cuando estaba por perder toda esperanza resonaron los toques. Yo, más que correr, volé al galponcito. En el apuro, incluso, salí descalza, y pronto estuve completamente embarrada porque, sin darme cuenta, crucé a través de la huerta de mi abuelo. Al margen, no sabés lo difícil que fue disimular al día siguiente, cuando, con el puchero, el viejo —que Dios lo tenga en la gloria— detallaba los destrozos. Pero, en fin, el asunto es que llegué rapidísimo al galponcito, acaso más rápido de lo que él esperaba, porque lo encontré fuera de sí. Enseguida cambió la cara y se compuso, encantador como siempre. Pero yo noté que algo se le estaba escapando de las manos. Era un hombre roto.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Quiso disimular, quiso hablar solo lo necesario, solo lo que quiso, pero yo (porque fui yo) no podía parar, quería todo, pero todo junto: quería que me dijera las cosas en la cara, pero quería que se quedara conmigo, que quisiera volver; pero no, si para qué, si tu corazón está con Marlene andate con ella, pero todo lo que planeamos, lo que imaginamos, las cosas que dijimos —¡las cosas que dijimos, Ricardo!—, pero hablame, pero para qué, no me digas nada, dejá. Yo era una tromba, y él, pobrecito, no sabía qué hacer, qué decir. Pero hablamos. Me dijo que sí, que vos, y me dijo muchas cosas que yo no quiero repetir, Marlene, pero solamente te digo que las dijo. Y me dijo que él, conmigo, y qué cómo nos había pasado esto, y que ya estaba, y que él —perdoname, Marlene— sabía que se había mandado una macana, pero que ahora la cosa estaba hecha, y que él sabía que vos eras de una pieza, y que haría lo que había que hacer, porque él había creído que yo ya no tenía sentimientos como aquellos por él, y entonces se casaría con vos porque ya estaba así decidido y, además, que vos no te merecías nada malo. Y se quebró, y lloró, y lloramos los dos, y yo comprendí, a mi pesar (a mi tremendo pesar), que él tenía razón en todo.</p>
<p style="text-align: justify;">Y en ese galponcito, Marlene, mientras los dos llorábamos y nos abrazábamos, en esa mezcolanza, en esa noche quieta y silenciosa de Coronel Mendizábal, al darnos cuenta de que sería esa la última vez que nos veríamos, mientras nos abrazábamos y llorábamos, bajamos la guardia apenas un momento y el diablo metió la cola.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Lo que yo hice no tiene perdón, Marlene. Lo que te hice a vos. Porque Ricardo —que Dios lo tenga en la gloria— era entonces un muchacho, un hombre, que tenía necesidades, urgencias, tentaciones y, con vos en esa situación, todo era muy delicado, pero yo era ya una mujer, qué tanto. Como dice el dicho, el hombre es fuego y la mujer, estopa...</p>
<p style="text-align: justify;">Yo debí resistirme. No puedo decir otra cosa, sé que debí hacer lo que no hice y que tuve que evitar lo que terminó pasando. También sé que, después de estas letras, me vas a hacer la cruz, y lo peor es que vas a tener razón. Solo espero que, en lo profundo de tu corazón, el amor de Cristo te insufle algo de misericordia; si no hacia mí, al menos hacia Beatriz, el fruto de esa noche y la razón de mi huida intempestiva de Mendizábal.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Perdoname que te lo largue así, sin más, pero creo que Ricardo habría querido que vos lo sepas, si él hubiera sabido... Cuando tuve los primeros síntomas, y temí lo peor, aproveché un viaje a El Chasqui y me hice ver por un médico de ahí. No puedo explicarte el estado en el que volví, lloraba y oraba y me preguntaba cómo, y todo era un torbellino feroz, pero nunca —te digo honestamente— nunca dudé si tenía que decirle a Ricardo. Sabía que no. Sabía que sería el fin de lo de ustedes, y pensé siempre que él no se merecía nada malo. Y sabía también, por supuesto, del escarnio brutal que tendría que afrontar en el pueblo. Era imperativo decidir rápidamente, porque en breve el asunto sería evidente y no habría vuelta atrás. Entonces, una noche, llorando en el galponcito, apretando fuerte los puños, me decidí (y, cuando yo me decido, soy inquebrantable: es la verdad).</p>
<p style="text-align: justify;">Aproveché la salida de un grupo misionero para irme al Sur, donde la gente necesita de todo. Llevé mi dolor y mi desesperanza, y la convicción de que el Señor no me abandonaría, pero fui sin saber realmente qué hacer. Vos sabés todas las cosas que una piensa, claro, pero tenía una tormenta infernal en la cabeza, solo quería escapar, esconderme en un rincón, hacerme invisible. Un día de frío, antes del amanecer, me encontró una monja llorando en la cocina del convento. No me preguntes por qué, pero no pude aguantar más y le conté todo. Era una desconocida, sería incluso más liviano que una confesión con el padre. Me escuchó, y me recordó que todos somos pecadores y que la gracia del Señor estaría siempre conmigo si abría mi corazón, si recibía a Jesús; y yo a Jesús lo tenía conmigo, pero entonces estaba por recibir otra cosa, y no podía más. Me dijo que hablaríamos al día siguiente, que me ayudaría, y así fue. Al otro día, antes del amanecer, de nuevo en la cocina, me explicó que había una señora que podría ayudarme, que estaría interesada, me dio unos pocos detalles y yo —entonces sí— me decidí porque entendí que sería lo mejor: daría a mi hijito a alguien que pudiera quererlo y cuidarlo.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">La gravidez siguió su curso, y yo, cargando con esa cruz, también continué sirviendo en la misión. Después de haber abierto mi corazón a la hermanita me sentía capaz de todo, o más que eso: me sentía casi una mártir. Parece una exageración, ya sé, pero sentía que el Señor me había sometido a esa prueba para que yo probase mi valía, mi fortaleza, y, preñada y todo, ayudé todo lo que el cuerpo me lo permitió, sin flaquear, sin arrepentirme jamás. Puse todo de mí, lo di todo a los demás.</p>
<p style="text-align: justify;">Poco tiempo después, también di a mi beba. Desinteresadamente, porque nada era mío en este mundo. Sé que la señora que la recibió la llamó Beatriz. Estaba casada con un señor de muy buena posición, que tenía campos por el lado de Arroyo Pehuén, y creo que para allá se fueron. Tengo la certeza de que ese matrimonio le habrá dado todo lo que yo no pude. Sin embargo, cada tanto —como la tarde aquella en la plaza que te conté— dudo. No de ellos, sino de mí. Tal vez hubiera podido. Tal vez, incluso, con Ricardo a mi lado (otra vez, perdoname, Marlene).</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Tuve oportunidad de saber más, es cierto, pero no quise porque lo hecho, hecho está, y el pasado, pisado, pensé, siempre pensé. Y pasó el tiempo, y no fue tan malo. Momentos malos tenemos todos, pero pasó. Y me consoló siempre saber que Beatriz estaría mejor, y que todos estaríamos mejor, así. Y siempre lo sentí así, hasta el día de la plaza. Entonces, no me preguntes por qué (¿por su ausencia, tal vez, por tanto tiempo, por el solo pensamiento de la mujer adulta que será hoy mi Beatriz?) todo se desmoronó. Vi en ese padre a Ricardo, y en ese niño a nuestra pobre niña, y pensé en esa mujer de la que hoy no sé nada, porque no quise saber, no quise escuchar de nadie, ni recibir cartas, ni intentar averiguar; vi en ese pobre tilo una calma falsa, impura, falaz, triste (muy triste), y los vi riendo en su pobreza, juntos, sin más, sin pícnic ni juguetes, el uno con el otro, nada más, y esa felicidad me aniquiló, y el recuerdo de Ricardo me atravesó en todas direcciones, y me di cuenta de que todo estaba terminado.</p>
<p style="text-align: justify;">Y caminé, y caminé, aún llorando, y pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo. Y yo, cuando me decido, soy inquebrantable. Pero aun si quisiera, Marlene, nada habría ya para quebrar porque estoy toda rota, y ahora sé que no es desde ahora, sino desde ese día y que, mientras tanto, todo fue una fantasía, hacer de cuenta que sí, pero no. No había suerte ni maña ni nada, si yo había entregado con Ricardo y con Beatriz el alma completa. Fue un cuerpo lo que siguió, ahora sé, tanto tiempo. En esa plaza, a Dios gracias, ese día comprendí, Marlene. Y ahora, que el sueño terminó, siento que no podía irme sin despedirme. Quiera Dios que estas palabras te encuentren, y te encuentren bien.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Ojalá también Beatriz y vos puedan encontrarse, en la vida y acaso en los corazones. Por favor, no le guardes rencor: ella es tu sangre.</p>
<p style="text-align: justify;">En cuanto a mí, yo llegué al final. No queda más nada. Espero que al menos vos, Marlene, seas capaz de perdonarme por lo que hice, porque sé que Dios no perdonará lo que voy a hacer.</p>
<p style="text-align: right;">Con profundo dolor y mi afecto siempre,</p>
<p style="text-align: right;">tu prima</p>Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-38332583546423016812023-06-01T00:04:00.021-03:002023-06-30T10:01:54.116-03:00El hombre que le tenía miedo a la oscuridad<p style="text-align: justify;">La noche estaba fresca, finalmente, después de un día pesado. Se permitió abrir un rato la ventana para que entrara un poco de aire nuevo. Se sentó, presto a leer, y no llegó a terminar el primer párrafo que se levantó a cerrar, le entró en seguida la odiosa ansiedad. Empezó a cerrar y se frenó. Abrió. Se frenó. Pensó que si se quedaba ahí, mirando por la ventana, entonces nada podía entrar, nada podía pasar, estaría bien. Podría fumar, incluso, pensó, y, rápido, manoteó el atado en el bolsillo del pijama. Se acercó la copa a ventana y entonces sí, ya más tranquilo, miró por la ventana mientras fumaba y disfrutaba de la fresca. Desde el piso alto se veían muchas luces debajo, pero, mirando al frente, la oscuridad.</p>
<p style="text-align: justify;">Rogelio le tenía miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a lo extraño, a la noche, a lo sórdido que se imaginaba que pasaba cuando bajaba el sol. No salía del departamento del último piso después del ocaso si podía evitarlo y, en general, podía evitarlo. Se quedaba leyendo y fumando, escuchando tango o jazz o, a veces, blues del primero. No es que temiera algo en particular, realmente, es que simplemente le tenía miedo a la oscuridad.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">De chico era distinto, recordaba. Intrépido y aventurero, siempre el desobediente, siempre el que daba la nota, había causado todos los disgustos posibles a su mamá, que vivía afligida, asustada o, como ella repetía, «con el corazón en la boca». Su viejo, en cambio, parecía siempre imperturbable; aunque le pegaba para que comprendiese sus errores, las consecuencias de sus actos, lo hacía, eso sí, sin pronunciar palabra. Su mamá le decía que a la noche, cuando llegara su padre, iba a ver y el viejo, sin decir agua va, le hacía ver las estrellas.</p>
<p style="text-align: justify;">Estrellas diferentes a las que se veían esa noche. El cielo nocturno estaba particularmente luminoso y Rogelio, lejos ya de ese pasado remoto, se sintió casi en paz consigo mismo. Conservaba la desazón de no haber podido aceptar el convite de los compañeros de trabajo, que iban a coronar ese viernes con una cena opípara y quién sabe con qué más. Todos los lunes se desgranaban con lujo de detalles esas noches compartidas, y él siempre se sentía en falta. Esa tarde lo habían invitado, como todas las veces, y él, como siempre, había esgrimido una excusa sólida, de esas que pensaba durante la semana para poder estar seguro de que el viernes, cuando lo invitasen, diría que no y explicaría por qué de modo que nadie insistiera. Pero entonces, inesperadamente, se sintió solo, y ni el cigarrillo, ni el tango, ni el libro ni el whisky le sirvieron de nada.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Era una locura, se dijo. Después se dijo que no, que una locura era otra cosa, no ir a comer con los muchachos. Pero a la vez... ¿qué falta hacía? Ninguna, la verdad. Era una mala noche, eso era todo, se dijo, y se acercó a la ventana de nuevo. Y una ráfaga de aire frío lo golpeó con fuerza, como si el buen Dios le pegara un buen sopapo para sacarlo de su trance. Acusó recibo, se sintió envalentonado. Apuró lo que quedaba de escocés y, entonces sí, se sintió decidido. Iría, ¡qué tanto!</p>
<p style="text-align: justify;">En cuanto salió a la calle prendió un pucho, la luz de la llama lo reconfortó. En el bolsillo del saco había cargado, de todos modos, la linterna, por cualquier cosa. Caminó rápido, esquivando el miedo que sabía latente. Tomaría el colectivo: era mucho mejor que entregarse al sombrío cubículo de un taxi. Las luces de los autos lo hicieron sentirse bien, pero las largas sombras de los transeúntes lo mareaban. Mirando al piso como un niño tímido llegó a la parada. El colectivo llegaba justo, y venía semivacío y bien iluminado. El mismo Dios, una vez más, había ido en su ayuda. El viaje fue rápido y casi placentero. Cuando bajó, en otro barrio, volvió a apretar el paso: había menos luces por allí.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Dentro del colectivo, bañado por esa luz fría de heladera, protegido por la carrocería, la cuerina, el plástico y el metal, inmóvil y expectante como dentro del útero de su madre; ahí quería estar. O, mejor todavía, en su casa. Pero no. Caminaba rapidito, apurado, por un barrio desconocido. Por suerte, según el vistazo postrero que había dado en su casa a la Filcar, se trataba de alcanzar, nomás, la esquina. Solo eso. Allí estarían los compañeros, los amigos, y acaso el miedo aflojase y él pudiese sentirse un muchacho otra vez. Intrépido, aventurero, todo eso.</p>
<p style="text-align: justify;">En la bocacalle, el espanto lo atenazó. Sintió que se le cerraban los pulmones; en realidad, lo que sintió fue que no le servían, que perdían el aire como el fuelle ajado de un bandoneón de conventillo, con tres teclas menos y el nácar descascarado. El cartel de chapa mostraba el nombre de una calle ignota y comprendió que se había bajado antes o después, si es que no se había equivocado de ramal al tomar el colectivo. Sintió un vahído, las piernas se le aflojaron y se fue al suelo. Llegó a ver un tipo que se le acercaba antes de la negrura total.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando despertó, intuyó entre sombras la cara de un fulano que, encorvado, lo miraba con duda. En un movimiento rápido, como un latigazo, metió la mano en el bolsillo. El otro reaccionó a la misma velocidad, y se incorporó y, entre esas velocidades, se encontró el fulano con una linterna de poca montan intentando encandilarle las pupilas, y el otro, desde el suelo, escrudiñando la cara de sorpresa de un desconocido con barba de tres días.</p>
<p style="text-align: justify;">Los dos advirtieron en seguida que no había mala vena. «Pero, mi viejo, ¿qué le pasó?», dijo uno estirando la mano, y que «no sé, la verdad no sé, yo...», el otro. El tipo le explicó que lo venía mirando porque lo notó caminar a los tumbos, medio en curda y, cuando se quiso acercar a preguntarle algo, el tipo se desplomó como una bolsa de papas y quedó ahí tirado, pero a los pocos segundos, cuando se acercó para sentirle el aliento (si es que acaso tenía alguno, porque pensó que tal vez se hubiera quedado seco), el ñato había de pronto abierto los ojos, y así la situación de recién. Rogelio le agradeció, sin dar mayores explicaciones de por qué había terminado en el suelo. Se aprestaba a retirarse (sabe quién cómo o a dónde, puesto que, aunque no lo recordara, estaba perdido) cuando el tipo, tras un silencio, lo tomó suavemente del brazo. «Escuche...», dijo, y Rogelio escuchó.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Usted no es de acá, eso se ve patente», empezó el tipo. Rogelio lo miraba como quien ve a un fantasma. «Y también es evidente que no está bien y, la verdad, me gustaría ayudarlo. Creo que es lo correcto.» La mano del tipo presionó el brazo de Rogelio. Este se dio cuenta fatalmente de la fuerza de esos dedos. El otro parecía una buena persona, pero…</p>
<p style="text-align: justify;">«No, no, gracias. Perdone, pero me tengo que ir», balbuceó apurado. «Pero ¿a dónde va, amigazo? Dígame, deje que lo oriente, al menos…» La tenaza en el brazo era peor; las piernas de Rogelio se aflojaban de nuevo cuando el tipo, de repente, le soltó el brazo para tenderle la mano: «Mondragón, un gusto. Omar Mondragón, para servirle». Rogelio le dio la mano mecánicamente y, antes de que se diera cuenta, su boca dijo: «Raúl, mucho gusto».</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«Bueno, ahí está, Raúl, déjeme que lo ayude», dijo, sin soltarle la mano. «Hace un minuto estaba en el piso, querido amigo, no se precipite... ¿No le vendría bien una copa? Justamente iba para allí, mire, ¿por qué no viene conmigo?» Y su aspecto, de alguna manera, pensó Rogelio —ahora Raúl—, no parecía el de alguien preparado para aceptar un no. Titubeó, y fue suficiente para que el otro lo rematara: «Vamos, venga, se toma un trago y después ya verá... Que no se diga que no se ocupa Mondragón de los amigos... Vamos...». Y fueron.</p>
<p style="text-align: justify;">Rogelio apretaba todavía la linterna en el bolsillo mientras el tipo le explicaba que era allí, apenas doblar la esquina. Rogelio pensó que tal vez quisiera la providencia, finalmente, que fuera el boliche donde tenían que estar los muchachos y todo fuese una anécdota para reír el lunes, una pavada sin sentido, una minucia opacada completamente por el gran suceso, por el fantástico hecho de que finalmente —¡finalmente!— Rogelio había aceptado venirse a una joda. En eso estaba cuando dieron la vuelta a la esquina y, antes de que pudiera elucubrar mucho más, se toparon con la oscura y sombría entrada de lo que era, a todas luces, un clásico piringundín.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">No estaban los muchachos. No había casi nadie, de hecho. No se trataba de un recinto bien iluminado ni acogedor de ninguna manera. El hombre detrás del mostrador parecía un preso cumpliendo condena, y esto no solo por su cara patibularia. Tenía a sus espaldas un pequeño espejo opacado por cagadas de moscas y varias hileras de botellas indistinguibles. Las lamparitas agonizaban. Las mesas, puestas así nomás, no invitaban a ocuparlas. Las paredes, de un color indefinido, producto de capas y capas de mugres históricas, parecían gritar a quien se atreviese a cruzar el umbral que no era bienvenido. Mondragón entró como si nada, con el paso seguro del habitué. Rogelio-Raúl, detrás, apenas levantaba los pies, la linternita aferrada en el bolsillo.</p><p style="text-align: justify;">«Una caña, Guadalupe», dijo Mondragón sin que mediase saludo alguno. El barman, mudo, asintió. «Y para el amigo acá presente... ¿Qué va a tomar, Raúl? Yo invito.» Otra vez la mano presionaba el brazo de Rogelio. «Nada, nada. Gracias», respondió. «Vamos, no me rechace la invitación. ¿Va a despreciar el convite? Mirá, Guadalupe, cómo nos falta el respeto», le dijo Mondragón al otro. Dos pares de ojos duros e inescrutables como los de pescados perforaron a Rogelio. «Un cafecito está bien. Gracias, ¿eh?», dijo lo primero que se le ocurrió, casi en un susurro, mientras relojeaba la puerta y calculaba sus probabilidades.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Guadalupe no se molestó siquiera en hacer un gesto. Hizo lo que sabía que debía, y en seguida hubo dos tragos servidos: la caña de rigor y una ginebra para el forastero. «Salú, Raúl, beba y olvide», dijo Mondragón, que hablaba más para sí que para nadie. Rogelio soltó la linterna para agarrar el vasito. Inquieto, pero sin más que hacer, bebió. La ginebra le sentó bien, venía al caso. Después de todo, había querido salir y había salido, ¡qué tanto! El segundo sorbo lo tomó ya más decidido: podía salir, y viajar en colectivo y tomar ginebra, ojo. Y desmayarse, también, bueno. Sintió vergüenza. Lo miró al Guadalupe, nada; lo miró al otro, ensimismado en su caña. Bebería su ginebra, pagaría y se iría, qué tanto, ya había hecho bastante. Apuró el resto de la medida y, con innecesaria y fingida suficiencia, apoyó el vaso más fuerte de lo prudente y se empezó a incorporar.</p>
<p style="text-align: justify;">Y estaba por meter la mano en el bolsillo para sacar un billete, y apurar la retirada, cuando el corazón le dio un vuelco y la boca se le llenó de el sabor dulzón de una inesperada adrenalina de primerísima calidad. Una mano firme, confiada, le rodeó el cuello y se posó, suavemente, pero sin dudas, sobre su hombro izquierdo. Apenas pudo controlar el saltito, y giró lo más calmado que pudo en esa dirección. No había nada. Y en seguida, una voz cálida, suave, ronca pero amable, le penetró el oído derecho como un hierro candente: «Hola, mi amor, ¿cómo estás?». Giró como un latigazo, y el aliento a tabaco y el olor a perfume barato le llegaron antes de que pudiera terminar de descifrar el rostro.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Una mujer. Una mujer real, tangible, cercana. Cierta. Una mujer posible le hablaba, le rozaba el cuello con los dedos, se sumergía en su espacio, parecía querer ser parte de él. No como las compañeras con las que conversaba afablemente en el ascensor o en la hora del almuerzo. No. De noche, con amor y sordidez.</p>
<p style="text-align: justify;">«¿Qué estás tomando? Te acompaño, ¿querés?», ronronéo ella. Rogelio se sintió valiente. Confiado. Y hacía mal, aunque eso lo sabría después.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">No supo qué decir; y no hizo falta. Ella se sentó en el taburete de al lado y se quedó bien pegadita. Le hizo un gesto mínimo a Guadalupe, que en seguida trajo un vaso con lo que simulaba ser ginebra y se quedó parado, sin ninguna sutileza, esperando el billete. Rogelio entendió y sacó un billete, que en seguida desapareció. Por un momento pensó en revolear un cinematográfico «guardate el cambio», pero no había tiempo ni necesidad, Guadalupe ya estaba en otra y vuelto no iba a haber. La fulana seguía con «mi amor», y «qué lindo» y «contame». Rogelio escuchaba y asentía con monosílabos, mientras intentaba, con absurdo disimulo, relojearle las tetas. Era una vieja baqueteada, pero tenía buenas tetas. O eso parecía en la penumbra. Rogelio pensó que si hubiera buena luz, y no esa mierda de penumbra, y en seguida recordó que no le gustaba la oscuridad. Tenía que irse. «Qué rico perfume te pusiste, eh, a ver...», le zampó la mina y, mientras se acercaba al cuello, le apoyó las tetas bien fuerte, con ganas. Se empezaba a olvidar de la oscuridad Rogelio.</p>
<p style="text-align: justify;">Así fue entrando, y no es que no se diera cuenta, pero hay un momento en que el hombre le gana al hombre y se pierde o se deja perder, nadie lo sabe, pero así pasa. Y así le pasó a Rogelio, que se dejó, y en unos minutos la vieja lo había convencido de todo. Cuando le dijo que si quería invitarle otra copa, Rogelio dijo que no, y ella aprovechó y le dijo que si no iban a tomar más tal vez quisiera ir con ella a un lugar más reservado, y tuvo el buen tino —sin saberlo— de no haber dicho «más oscuro», y entonces Rogelio dijo que sí, y cuando se incorporó para seguir las instrucciones de la profesional, se dio cuenta de que Mondragón y Guadalupe lo junaban sin pudor y se cagaban de risa, sin maldad. «¡¿Vio que tenía que venir, Raúl, no le dije que le iba a hacer bien?!», dijo Omar, y se reía, y también Guadalupe se reía, pero sin mostrar los dientes. Cuando le pasaron por al lado, Mondragón aprovechó y le amasó bien el culo a la vieja, que se cagaba de risa, pero sin maldad.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">De nuevo en la calle, Rogelio sintió alivio. Atrás quedaba ese piringundín ranfañoso, ya nunca más Mondragón, ya basta de Guadalupe. Era, por fin, dueño de sí. Y parecía estar a punto de adueñarse también —al menos por unas horas— de una hembra magnífica, una cuyos mejores días tal vez hubiesen pasado, pero que parecía dispuesta a dar batalla esa noche y cualquier otra.</p>
<p style="text-align: justify;">Pero la noche. La oscuridad. Rogelio reprimió un escalofrío. Esas tetas serían su faro.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Habrían hecho unos cincuenta metros cuando la papusa giró a la izquierda. Franquearon una puerta de madera minúscula y atravesaron un pasillo largo, iluminado solo por la luz de la luna, completamente inoportuna en estos menesteres. Al fondo de todo, una puerta, y una escalerita, y otra puerta y, finalmente, una pieza de pensión con olor a todo junto. Rogelio quiso irse, pero la mina, que lo había llevado siempre anidado en el brazo, cerraba entonces la puerta tras de sí y pasaba, del futuro y las promesas, al imperativo: sentate, ponete cómodo, servite una ginebra si querés, yo quiero, esperá que me saque esto, ponete cómodo, sacate el abrigo, relajate. Y Rogelio no pudo más que obedecer. Si hubiera sido su casa, habría prendido una luz y no se habría conformado con la mortecina luz de ese velador mugriento, pero su casa no era y, después de todo, tenía ginebra y una mina en bolas. Al quitarse el saco sintió, sin querer, la linterna en el bolsillo. Se rio sin quererlo, de buena gana, y la mina, desde el baño, preguntó qué pasa, mi amor, y el dijo que nada, que soy un boludo, y se prendió un pucho, y la luz de la llama le hizo bien.</p>
<p style="text-align: justify;">Cuando salió del baño, la paica apagó el velador mugriento, y por toda iluminación hubo dos brasas de cigarro titilando a destiempo. Y, entre tanta oscuridad, Rogelio vio colores, rayos y centellas, un arcoíris y las estrellas, todo a su debido tiempo. La flaca era una profesional, mucho más que —simplemente— un buen par de tetas.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Ella dijo un número, ya sin mi amor ni nada. El aceptó de buena gana, incluso sin mi amor ni nada. Mientras se ponía el pantalón, Rogelio rebuscó en los bolsillos. Los billetes cambiaron de mano sin ceremonia alguna. Él terminó de vestirse; ella le dijo que la puerta de calle estaba cerrada solo con un pasador y que la dejase abierta al salir, abrió para él la puerta que daba a la escalerita y, envolviéndose en una bata transparentona, se metió en el baño. Y chau. Encarando la escalera, Rogelio creyó oír flatos largamente contenidos tras las paredes finas, pero no podría asegurarlo. Tampoco tenía ninguna importancia.</p>
<p style="text-align: justify;">En la vereda, distinguió, unas cuadras más adelante, el movimiento de una avenida y hacia ahí se dirigió, confiado en que lograría orientarse. No faltaba tanto para que amaneciera, todo estaba húmedo por el rocío y hacía un tornillo tremendo; se subió entonces el cuello del abrigo y hundió las manos en los bolsillos. En eso, notó con pavor que le faltaba la linterna. ¿Habría quedado en la casa de la mina? Se tranquilizó pronto: el sol iba a salir. Además, eso tampoco tenía ninguna importancia.</p>Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-13690018806312933542023-05-11T21:56:00.021-03:002023-05-29T09:38:32.089-03:00A la vuelta<p style="text-align: justify;">Lo despertó el golpeteo de la cama del vecino, el mañanero de cada jueves. Se pegó una ducha, se afeitó mal y pronto y se comió media factura que había quedado de ayer. En la puerta, el encargado lo saludó con la misma alegría falopa de siempre mientras desperdiciaba agua jugando con las hojas de otoño. Salió desabrigado y no había tiempo de volver, la puta madre. En la parada del colectivo estaba la colorada, fumando como siempre. Sopesó las opciones, pero no tenía ganas de caminar hoy. Esperó. El colectivo lleno, por supuesto, pero al menos hoy olía bien.</p>
<p style="text-align: justify;">En el subte también había mucha gente, y terminó amasijado entre una gorda y un panzón que respiraba fuerte. La gorda olía a jazmines y algún otro, a almizcle. No sabía qué mierda era el almizcle, pero había decidido un día que el olor del que hablaban esos libros, el almizcle, debía ser esto. Cuando salió a la calle tuvo frío de nuevo. Y hambre. Cuando llegó a la puerta del edificio miró la hora. Había llegado dos minutos antes. ¿Es que acaso este día podía ser de los buenos, todavía?</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">Con brío renovado, apuró el paso. Evitó al de seguridad, quien cree por algún motivo que pueden ser amigos y siempre intenta sacarle charla, y alcanzó la escalera a grandes trancos. El mono se quedó ahí, en ese escritorito ridículo que le pusieron, con cara de compungido.</p>
<p style="text-align: justify;">Subió por la escalera pensando que hoy sí, que este sí iba a ser un buen día, que alguna vez tenía que volver a tocarle alguno, que era, si no una cuestión de justicia, al menos un asunto de probabilidades. Iban a darle un aumento, en el mejor de los casos, o iban a rajarlo con una gran indemnización, en el peor: todo estaría bien. Eso, o un príncipe nigeriano en el exilio le escribiría para que se ocupase de su fortuna a cambio de una buena parte. Lo que fuera. Cuando sintió el olor a humo y se dio cuenta de que le picaba la garganta estaba en eso.</p>
<p style="text-align: right;">~</p>
<p style="text-align: justify;">«¿No sentís olor a quemado?», dijo la voz punzante de la rubia de personal. Se dio vuelta, iba a contestar, pero la cara de la mina lo agarró tan de sorpresa que no supo qué decir, fruncía la nariz como si se le hubiera metido una hormiga. Tenía buenas gomas la mina, eso sí. Siempre están buenas las de personal, pensó, será para que te duela menos cuando te rajan a la mierda. «Pasá por acá que ya viene el doctor, buenos días, perdoname, qué maleducada, es que el olor ese, viste, ponete cómodo, ya viene el doctor, esperá que te abro acá porque los de limpieza siempre cierran, ¿querés tomar algo?, avisame, cualquier cosa, el doctor ya viene», dijo, casi sin respirar, y se fue. Bueno, igual no quería tomar nada, gracias.</p>
<p style="text-align: justify;">Se sentó y cruzó las piernas y se miró los zapatos sucios. Le parecieron una metáfora de su vida, pero sonó un teléfono y el pensamiento se le escapó, por suerte. Sonó un montón. Lo supo porque, cuando se cansó de escucharlo, se puso a contar. Contó doce timbrazos. ¿Quién tiene doce timbrazos de tiempo de sobra?, pensó. Un garca que se reclina en el sillón de cuero mientras fuma, pensó. Ahí se acordó del humo, acá no se sentía, todo olía a campos silvestres, o tal vez fuera brisa del bosque o suave estela de culo de viejo choto, pensó, y se rio solo, pero no lo pudo disfrutar mucho porque el teléfono empezó de nuevo. Pero la puta madre. Esta vez empezó a contar en el segundo timbrazo, iba a saber bien cuánto tiempo tenía el garca del cigarro. Pero contó veintiún llamados —¡veintiuno!— y se puso repentinamente muy nervioso. En el veintitrés se paró y, apenas sonó el que completaba la segunda docena, atendió, a lo guapo.</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">«Hable», ladró mientras se daba cuenta de todo. Le temblaba la mano que sostenía el tubo. «¡Doctor! ¡Qué suerte que lo encuentro! Hace semanas que trato de dar con usted...» «¿Quién es?», cortó, repentinamente envalentonado por la zozobra de la otra voz. Se daba cuenta de todo, pero ya estaba en el baile. «Iturrieta, disculpe. La señora de Iturrieta. Perdone, doctor. Disculpe la molestia, por favor. Lo llamo para saber si tiene novedades de...» «Sí, sí», interrumpió de vuelta, todo lo harto que se puede estar, y completó: «Lo suyo ya está». «¿Sí? ¡Ay, doctor! ¿En serio? ¿Tan pronto? ¡Ay, doctor, no sabe la alegría que me da! ¡No sabe...!» «Sí, sí sé. No es nada, dese una vuelta por acá cuando quiera.» El golpe del tubo sobre el aparato hizo vibrar el vidrio del escritorio.</p>
<p style="text-align: justify;">Se apuró a sentarse, casi se zambulló en el sillón. Como quien se raja un pedo en un ascensor, se quedó inmóvil y con cara de pescado tras el vidrio del mostrador de una pescadería. El olor a humo ya se sentía también ahí. También los tacos de la mina de personal, que se acercaban.</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">Se paró, un poco lerdo y otro poco perezoso, porque no quería que la mina lo encontrara sentado. Y lo del humo ya le estaba hinchando las pelotas, también, la verdad. Y cuando se terminó de aprontar entró la mina, como una turba. «Perdonemé, Camerotti, vamos a tener que evacuar, le pido mil disculpas, pero parece que hay un problema, no sé, la verdad, perdonemé, pero vamos a tener que desalojar, porque sí, realmente se siente fuerte, ¿eh? Sí, así que vamos bajando, por favor, perdonemé, lo lamento, pero vamos bajando, por favor», y se dio media vuelta y se fue. La puta que te parió con la gente de personal; pero eso vaya y pase, pero ¿Camerotti? ¿Qué le pasa a esta mina? Pero la gran puta...</p>
<p style="text-align: justify;">Y salió, y encontró a la gente, saliendo, y se unió, y empezaron todos, como reses al matadero, a bajar la escalerita, y algunos se iban riendo y otros se iban preocupando y otros se iban a la mierda, porque iban a aprovechar la joda para tomarse un buen recreo, y el olor era fuerte, eso sí, pero humo no se veía, y unos que venían atrás hablaban de fútbol, y unas minas de hacerse las uñas. Bueno, adiós a la boludez esa del buen día y la puta madre...</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">En la vereda se prendió un faso. Había bastante humo, la verdad, pero no se veían bomberos, policía ni nada parecido. Tampoco vio a Ramírez, al Ratón ni a ninguno de los habituales. La puerta del edificio era la de siempre —salvo por el humo—, pero las personas no. Tampoco el de seguridad. Tenía el mismo uniforme, el mismo corte de pelo, la misma cara de mandril, pero era otro fulano, ahora se daba cuenta. En cuanto a la rubia, la gente de personal cambiaba bastante seguido, así que no podía estar seguro, pero esas tetas le daban mala espina. Un par de gomas así es inolvidable, inconfundible.</p>
<p style="text-align: justify;">No entendía nada. Comprobó por enésima vez la dirección, que era correcta. Se rascaba la cabeza cuando lo sobresaltó un grito: «¡Qué hacés, Camerotti!». A continuación, una palmada en su hombro. En el suyo, no en el de Camerotti, qué mierda.</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">Se quedó seco. Nada, ni un gesto le salió. El tipo parecía honestamente contento de verlo. No supo qué decir, ni importaba, porque el tipo estaba con todo. «Boludo, ¡¿qué quilombo, eh?! ¡¿Qué pasó acá, no?! Jajaja, qué quilombo, bueno, me voy a la mierda antes de que me vea el Duro, a ver si arranco para Corrientes, jaja, ¡cuidate, Camerotti, viejo y peludo, nomás..!», y se dio media vuelta y se fue. Y cuando se quiso dar cuenta, estaba nervioso, muy nervioso.</p>
<p style="text-align: justify;">La puta madre. Se fue a la esquina para salirse del gentío, era un quilombo de gente y tránsito por todos lados, mucha excitación. La puta madre. Y sentía un hormigueo en las piernas, y caminaba más rápido. En la esquina de la farmacia encontró lo que buscaba: se miró «al espejo» en la vidriera. Era, efectivamente, su cara, la misma cara de boludo de todos los días. ¿Qué mierda estaba pasando acá? La puta madre que te parió, tremendo julepe se llevó cuando una mano pesada y gentil se le estacionó sobre el hombro izquierdo y lo arrebató de su ¿realidad?</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">Se quedó rígido. En cuanto la voz a sus espaldas se pronunció («¿Camerotti...?») lo recorrió una descarga eléctrica; sin siquiera darse vuelta, salió disparando como la bolita metálica de un flipper y se lo tragó la boca del subte. El cabezal no informó de ningún bonus, no se iluminó, no hizo musiquita.</p>
<p style="text-align: justify;">«¿Qué mierda pasa?», se preguntaba, sentado en un vagón semivacío del subte que dejaba el centro. No podía responder. Lo único que quería era llegar a su casa y entender, o empezar de nuevo el día o morirse de una buena vez.</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p>
<p style="text-align: justify;">Pasó uno vendiendo alfajores, como siempre, y otro pidiendo «una ayudita, por el amor de Dios». Por el amor de Dios ayudame a mí, carajo, y se paró de nuevo para mirarse en el vidrio. Nada. Bueno, capaz que no era nada. Estaba en eso cuando el tren pegó un frenazo, las luces se apagaron y se hizo un silencio mortal. Sintió un cosquilleo subirle por la garganta, ahogando todo. Sintió cada poro sudar profuso. Pero fue un segundo nada más, en seguida las luces se encendieron y, unos segundos después, el coche volvió a moverse. La puta madre.</p>
<p style="text-align: justify;">De la estación a la casa caminó rapidito, buscando refugio. Miró con ganas, buscando caras conocidas, pero nada. «Boludo, si nunca le hablaste a nadie», se dijo, y casi se rio de su propia ingenuidad. Bueno, si estuviera —el pelotudo de— el encargado, entonces ahí sí. En la esquina, en la verdulería, estaba la gorda del octavo. Le buscó la mirada, pero nada. El encargado, tampoco, claro, si echaba dos baldazos y se iba a la mierda, el hijo de puta... Parecía cabreado, pero en realidad tenía un miedo que no se podía ni nombrar. Casi le temblaban las manos al meter la llave en la cerradura del departamento. Entró y cerró la puerta con media vuelta y respiró aliviado. No se había terminado de sacar la chaqueta cuando sonó el teléfono.</p>
<p style="text-align: right;">~<br></p><p style="text-align: justify;">Otra vez la descarga eléctrica, la mente en blanco, la bolita del flipper. Con el brazo aún enfundado y la chaqueta colgando desde el hombro derecho, con movimientos automáticos, levantó el tubo y se lo llevó a la oreja. «Hola, mi nombre es Analía, me comunico desde Meganet y desearía hablar con el titular de la línea para comentarle los beneficios a los que se ha hecho acreedor —disparó a repetición una jacarandosa voz femenina—. ¿Hablo con el señor Gabriel Pelayo?» Sintió tal alivio que se le humedecieron los ojos. «Soy yo, sí... ¡Sí, sí, la puta madre, soy yo!», y abandonó el tubo para correr a mirarse en el espejo del baño. Era Gabriel Pelayo, nomás, y todo podía estar bien a la vuelta.</p><p style="text-align: justify;">De un pique, colgó el teléfono y terminó de sacarse la chaqueta. La sonrisa no se la sacó. Entonces vio el humo. Crecía bajo la puerta. Un hilito, apenas, de lo más inocente. Abrió, se asomó al pasillo para ver qué pasaba: todo estaba lleno de humo y el olor a quemado volteaba. No entendía nada. Pasó Fernando, el del departamento de al lado, corriendo hacia la escalera. Él le pegó un grito. El otro se dio vuelta desde el descanso, lo miró entre el humo y gritó: «¡Ramiro! Vení, dale, que se quema todo».</p>Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-14398126413382419122019-08-18T23:37:00.025-03:002023-05-09T14:14:45.357-03:00Uno nunca sabe<div style="text-align: justify;"><div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;"><span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">«Uno
nunca sabe», decía siempre mi abuelo y, cuando le daban pie, contaba la
historia de Takashi, el Italiano. De contar historias sabía el viejo, y ya
empezaba bien porque te daba intriga, todos interrumpían con lo mismo: «¿Takashi
se llamaba y era italiano...?». Y ahí mi abuelo ya los tenía, y, entonces, una
vez que habían picado, se acomodaba el bigote y empezaba: «Sí, mirá, yo te
explico...».<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;"><span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">»Se
llamaba Takashi porque el padre era fanático de Takashi Miyamoto, pero eso no
importa. En Italia le decían el Japonés, y acá le decían el Italiano, así que
mirá qué quilombo, pobre diablo. Si te digo el apellido te da un síncope,
parece sushi con tuco. Pero eso no importa. La cuestión es que el ñato este un
día, después de mucho laburar y mucho imaginar con los ojos cerrados, llega a
juntar un par de pesos y se va a comprar un auto. ¡Un auto! ¿Te das cuenta? Te
estoy hablando de cuando yo era joven, oíme, una cosa de locos. Un auto. Pero
claro, era mucho dinero, era una operación importante, un tema para considerar.
Entonces, cuando llegó a las puertas del asunto, dudó. Mientras juntaba la
guita estaba convencido, no podía parar de imaginarse el día en que pudiera
caer en el concesionario y hacerse de su propio automóvil. Pero cuando pudo,
dudo. Se amilanó, así nomás, pero sí que quería. Lo quería pensar bien.<o:p></o:p></span>»</div>
<div align="right" style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">Mi
abuelo, zorro viejo, hacía siempre una pausa en ese momento. Se peinaba el
bigote, miraba el hornillo de la pipa como para controlar la cantidad de tabaco
y ponía cara de pensar —la cara, por extensión, del mismísimo Takashi
dubitativo—. Recién después de semblantear a cada uno de sus oyentes, retomaba:<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">«El Italiano trabajaba en la Iggam, ¿te acordás de la Iggam? Una cementera. El
padre le había conseguido conchabo ahí mediante un italiano, otro italiano, del
mismo pueblo que ellos, y mediante este tipo también lo controlaba. Takashi, de
pibe, era un quilombero y le había sacado canas verdes a la madre, una santa
mujer. Al viejo le costaba creer que su hijo estuviera tan bien acá, tan
derechito; no terminaba de entender el berretín que el Italiano tenía con el
auto. Takashi no había hecho otra cosa desde que llegó que laburar y juntar
pesito a pesito. Nada más. Pero nada, ¿eh?<o:p></o:p></span></div>
<div align="right" style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">»A todo
esto, mientras el Italiano laburaba y juntaba el dinerito, Tony estaba sin un
mango y a punto de quedarse sin laburo. El tipo era rápido, pero le gustaban el
copete y los burros. Y las yeguas, pero eso no importa porque las minas no le
sacaban la guita: ¡se la daban! No te digo que era un <i>fiolo</i>, pero
era rápido. Las hacía entrar y las minas, enamoradísimas. La mayoría con guita,
imaginate, no les costaba nada, y este, que tenía facha y parla... Pero, claro,
no le duraban. Se aburría. Las que le gustaban en serio, claro, eran pobres y
lo ninguneaban. Pero eso es para otra historia, y necesitaría dos pipas en
lugar de una. Acá la cuestión es que Tony estaba en la lona. Sin un mango y a
punto de quedarse sin laburo.</span>»<span style="font-family: inherit;"> La descripción de Tony y su situación podía
tener más o menos colores, dependiendo del día y del escucha, pero siempre
aparcaba ahí y había una muy planificada e «inocente» pausa.</span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">«¿Sabés
de qué laburaba Tony?», decía el viejo, y miraba fijo un segundo y, después, se
ocupaba de la pipa, que, para ser sinceros, le importaba un rábano porque el
viejo lo que realmente quería no era fumar: era contar historias. O que lo
escuchasen contar historias, tal vez. Uno de cada tantos le pegaba, otros ni
siquiera lo intentaban. «Trabajaba en un concesionario», decía entonces, ya
fuera con tono de obviedad —si el escucha acertaba—, ya con tono de excitada
sorpresa —si el fulano no tenía ninguna idea—. Y después: «¿Te das cuenta?»,
decía siempre, y la verdad es que no, nadie se daba mucha cuenta porque solo
él, que conocía la historia, entendía el significado. Para cualquiera era poco
más que una coincidencia más o menos esperable; no había tanto de lo que darse
tanta cuenta, tampoco. El viejo hacía un silencio corto como para que uno
tuviera tiempo de sentirse un poco tonto por no darse cuenta, pero no tan largo
como para que uno preguntara nada.<o:p></o:p></span></div>
<div align="right" style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">«Cuestión
que Tony se cruzó con el Italiano en la puerta de la Iggam. Takashi estaba
esperando el colectivo para volver a la pieza que alquilaba en el Once; era de
tardecita, a eso de las siete, y el otro salía quién sabe de qué piringundín...
No había ido a trabajar, y en el concesionario ya lo tenían entre ceja y ceja;
el dueño quería darle el olivo, y más de una vez estuvo ahí de hacerlo, pero a
último momento siempre reculaba porque la verdad es que el Tony era un tigre
vendiendo. Te podía vender cualquier cosa, a veces sin que te dieras cuenta
siquiera. Era un fenómeno.<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">»Ahí
estaba entonces el Italiano, y, claro, Tony se hizo amigote enseguida. Porque
sí, porque estaba medio achispado y la parla le salía sola. El Italiano era un
poco inocentón y enseguida se enganchó con el otro; primero hablaron de River
Plate, la Máquina, todo eso, y después la conversación derivó a lugares
insospechados... En eso, para un autazo y una mina saluda por la ventanilla a
Tony, le tira besos, se hacen caritas... Un espectáculo. Era un filito del
Tony, y entre los dos convencieron al Italiano de que se subiera al auto con
ellos.<o:p></o:p></span></div>
<div align="right" style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">»El Italiano se sube, embalado, pensando en el fierro y te diría que nada más. Tony
adelante, Takashi atrás, la cachorra al volante. Era una cupé italiana, ¿podés
creer vos? Habían hablado de dar una vuelta, de que tanto tiempo, y tal, y el Italiano, engolosinado con la cupé, había dicho que sí, pero para cuando se le
empezó a pasar el enamoramiento con el auto se empezó a poner inquieto. La mina
hablaba mucho, y manejaba como el culo, realmente, y Tony no le sacaba la vista
de la pierna... ¡y no era que estuviese preocupado por el frenado!» Ahí el
viejo se reía, picarón, y yo creo que realmente le parecía una ocurrencia muy atinada,
aunque no lo fuera.<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">«El
asunto es que el Italiano empieza a preguntar que adónde van; dice que, si no,
cualquier cosa, él se baja, que tendría que volver a la casa, ¡cualquier cosa!,
pero los otros dos no le dan ni bola: “Dejate de joder, che, no pasa nada,
vamos aquí y allá”, debaten entre ellos, salen nombres, lugares, no sé; con el
ruido del motor, el Italiano no escucha bien. Ahí atrás en la cupé le empieza a
dar un poquito de claustrofobia. Se está poniendo nervioso, empieza a sudar, la
camisa le parece de amianto, se le seca la boca y, entonces, ¡zas!, el auto
frena. Se apaga el motor».<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">Mi
abuelo hacía una nueva pausa dramática, siempre, en ese momento del relato. Y,
también en ese momento, mi abuela solía asomarse desde la cocina y decirle: «Acabala,
Roberto, ¿no ves que te vas por las ramas? ¿Podés terminarla de una vez?». El
viejo ni la miraba. Bufaba, nomás. Entrecerraba los ojos, como concentrándose,
y arremetía.<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><br /></span></div>
<div style="margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-align: justify;">
<span style="font-family: inherit;"><span lang="ES-AR">«Tony
quiso hacerse el héroe y se bajó, resuelto a arreglar la avería o a morir en el
intento. Se remangó, levantó el capó y, fumando un cigarro atrás del otro,
estuvo ahí metido, con la cabeza en el motor, por más de media hora. El Italiano no sabía qué cuernos hacer; miraba el piso y contestaba con
monosílabos a la mina hasta que ella se aburrió de tratar de conversar. Cuando
miró el reloj se sobresaltó: era tardísimo, tenía que irse. Takashi vivía solo,
nadie lo esperaba, pero era muy metódico y llegaba a su pieza siempre a la
misma hora. El tema es que no quería desairar a Tony ni a la mina, así que bajó
y, como quien no quiere la cosa, se arrimó al otro para ver si podía ayudarlo
y, en cuanto fuera posible, tomárselas. Apenas Tony lo vio acercarse, le dijo
que esos autos eran una porquería, que se rompían a cada rato, que patatín y
que patatán. Y entonces, a cuento de nada, soltó: “Yo sé de qué te hablo, la sé
lunga: trabajo en un concesionario. Bah, trabajar es un decir: soy capo ahí. Si
un día querés comprar un auto, decime. Te elijo el mejor, y a precio de amigo”.
El Italiano puso los ojos como el dos de oro.</span><span lang="ES-AR"><br /></span>
</span><div align="right" style="margin: 0cm; text-align: right;">
<span lang="ES-AR" style="font-family: inherit;">~<o:p></o:p></span></div>
<div style="margin: 0cm;"><span style="font-family: inherit;"><span>»Lo había tirado ahí como una bravata, uno de esos comentarios que salían ya sin pensarlo, un Tony clásico, mientras seguía con el motor y pensando que, si no lograba que la cupé arrancara, la minusa se le piantaba, pero, si lo hacía cantar, tenía recompensa asegurada, y al verlo al Italiano emocionado se le saltó el piloto automático. “Mirá si...”. Y el Italiano, la verdad es que también había reaccionado sin pensarlo, le hablaron de comprar un auto, de precio de amigo, de capo y, sin darse cuenta y sin abrir la boca, ya había dicho todo. Se le pasó en seguida el volver a casa, la extrañeza de la mina y el motor y todo, entonces estaba en su mundo, volvía a la fantasía del auto y sus cosas...</span><br />
<span><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: inherit;">»Y ahí fue todo bastante fácil. Tony hizo la que sabía, le dio y le dio, y meta manija, y el Italiano, primero, calladito; después, sonrisa; después, </span><span style="font-family: inherit;">“</span><span style="font-family: inherit;">sí, sí</span><span style="font-family: inherit;">”</span><span style="font-family: inherit;">, ya estaba que acept</span><span style="font-family: inherit;">aba casamiento. Tony le habló de modelos, de precios, de ventajas y desventajas, y de </span><span style="font-family: inherit;">“</span><span style="font-family: inherit;">yo la sé lunga</span><span style="font-family: inherit;">”</span><span style="font-family: inherit;"> y de </span><span style="font-family: inherit;">“</span><span style="font-family: inherit;">los pichis, pero vos no sos pichi</span><span style="font-family: inherit;">”</span><span style="font-family: inherit;"> y, mientras, seguía franeleando el motor de la cupé, que ya no iba a arrancar; y tan en esa estaba —porque sabía que ya lo tenía al Italiano— que hasta de la percanta se había olvidado, y la fulana se había bajado y fumaba, también, y lo relojeaba, pero era rápida también y, en cuanto pescó un poquito de la conversación, se dio cuenta de qué la iba y no lo quiso interrumpir a Tony. Y </span><span style="font-family: inherit;">“</span><span style="font-family: inherit;">qué genio que es Tony</span><span style="font-family: inherit;">”</span><span style="font-family: inherit;">, pensaba, también, </span><span style="font-family: inherit;">“</span><span style="font-family: inherit;">te puede dar mil vueltas y te hace hacer cualquier cosa</span><span style="font-family: inherit;">”</span><span style="font-family: inherit;">, pensaba, y pensaba en todas las víctimas que habrían caído como chorlitos, y se sonreía por dentro y no se dio cuenta nunca de que tal vez ella también... Pero eso no importa. La cuestión es que, al final, el auto no arrancaba y, para ver qué podía sacarle </span><span style="font-family: inherit;">todavía</span><span style="font-family: inherit;"> </span><span style="font-family: inherit;">a la petisa, Tony lo apuró a Takashi, y lo despachó y quedaron para el sábado a las nueve y media, en el bar de la esquina del concesionario</span><span style="font-family: inherit;">.</span><span style="font-family: inherit;">»</span></div><div style="text-align: right;"><span style="font-family: inherit;">~</span></div></span></span></div><div style="margin: 0cm;"><span><span style="text-align: right;"><div style="margin: 0cm; text-align: justify;">Llegado este punto, mi abuela siempre suspiraba ostensiblemente desde la cocina. Ya no volvía a aparecer, casi nunca volvía a dirigirse a mi abuelo, pero los suspiros se hacían oír. Un día, incluso, creo que la primera vez que oí la historia, me asomé a la cocina y la vi sentada en la banqueta que tenía ahí, más bien derrumbada, con los ojos cerrados, con los hombros que se sacudían un poco, en una actitud de lo más rara. Yo era un pibe y medio que me asusté.</div><div style="margin: 0cm; text-align: justify;"><br /></div><div style="margin: 0cm; text-align: justify;"><span><span style="font-family: inherit;">Preocupado, entré a la cocina, que era el reino de mi abuela, a donde nadie podía ir, y le pregunté si estaba bien, si llamaba a mi vieja o al abuelo. Ella me miró con los ojos enrojecidos y, con un gesto duro que nunca le volví a ver, me dijo que no, que no llamara a nadie, que volviera con los demás antes de que se dieran cuenta.</span></span></div><div style="margin: 0cm; text-align: justify;"><span><span><div style="margin: 0cm; text-align: right;">~</div><div style="margin: 0cm;">Pensé si mi abuelo sabría que mi abuela lloraba; pensé por qué lloraba, y por qué no quería que nadie se diera cuenta. De alguna manera, a mi manera, entendí que eso era de ella y que debía dejarla, que era mejor así. «Los grandes a veces son así», pensé.</div><div style="margin: 0cm;"><br /></div><div style="margin: 0cm;">A todo esto, mi abuelo ya estaba jugoso porque entraba en el curvón: «El sábado a la mañana, el Italiano se levanta, se toma unos matienzos, se empilcha bien, porque ¡si te vas a comprar un auto tenés que ir bien empilchado!, y se pone su colonia barata, que ahuyenta a los mosquitos pero a él le encanta. Llegó al bar a las nueve y cuarto, más o menos, tempranito, porque no podía más de la ansiedad y, antes de llegar a la esquina, desde la ventana de la calle Armendía, ¡zas!». Y ahí, por supuesto, otra pausa (solo después de golpear las palmas, como requiere un buen ¡zas!). Las caras eran siempre de asombro y susto, pero no por el suspenso, sino por el ruido de las palmas y el cuerpo de mi abuelo que se adelantaba, súbito, intimidante, mientras abría grandes los ojos y ponía cara de circunstancia.</div></span></span></div><div style="margin: 0cm; text-align: right;"><span><span style="font-family: inherit;">~</span></span></div><div style="text-align: justify;">«Desde esa ventana, el Italiano lo vio al otro coso llegar<span style="text-align: right;"> con cara de susto </span>a la esquina de Armendía y Perenquines. Corriendo venía, y relojeaba para atrás a cada rato. Tony frenó ahí, un poco por los autos y otro poco, para recuperarse y resollar a gusto. En una de esas, levantó la cabeza y lo vio a Takashi, que lo miraba fijo y con cara de lelo. Tony se recompuso de inmediato, se enderezó, le sonrió y se apuró a cruzar la calle con su percha de galán.</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: medium;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;">»Cuando se sentó en su mesa, y después de los saludos de rigor, el Italiano dudó si preguntarle qué pasaba, por qué corría, o quedarse en el molde. Iba a optar por el silencio, aunque el otro tampoco le dio espacio para meter bocado: enseguida empezó a hablarle del auto, que era un cochazo, un maquinón, que no podía pensar en nadie que lo mereciera más, que a él le quedaría pintado, que levantaría a rolete, que ya vería, que después le contase... Takashi se dejó endulzar tres cuartos de hora, el otro le doraba la píldora y él lo dejaba hacer, hasta que quiso preguntar por el precio del auto. Básico. En cuanto entraron a tallar los números, Tony lo frenó con una mano, en silencio, mientras deslizaba con un ruido metálico la otra mano sobre la mesa. Cuando la levantó, el Italiano vio la llave reluciente de un auto. <span>“</span><span>Tomá. Probalo, primero, y después </span>hablamos”.</div><div style="text-align: justify;"><div style="margin: 0cm; text-align: right;"><span>~</span></div><div>»El Italiano se transformó, se le hacía agua la boca, le transpiraban las manos. Lo miró al tipo con cara de todas las preguntas, no estaba preparado para tamaña oferta. “Pero, claro, hombre, claro que sí: ¡probalo, vas a saber, oíme!”, le ofreció Tony con gesto despreocupado. Tenía de sobra y sabía que este asunto estaba terminado: el ñato se sube a la máquina, le da dos vueltas, vuelve y deja el vento, y asunto terminado, y todos contentos.</div><div><br /></div><div>»Tony dejó uno de diez sobre la mesa y salieron. Le explicó que había dejado el asunto a la vuelta de la otra cuadra por alguna cosa que el Italiano no escuchó, porque en su cabeza solo cabía el sonido del soñado V8. Tony tenía preparado todo el <i>speech </i>para la visual, mirá esto y aquello, pero no le hizo falta nada; Takashi conocía el auto de pé a pá por fuera, y entonces quería ir adentro. Abrió, subió, se sentó; tocaba el cielo con las manos. Hizo girar la llave y escuchó. El rugido del motor le hacía vibrar hasta el alma, lo invadía una energía que <i>te la voglio dire</i>. Lo miró al otro con cara expectante, de ¡dale, subite! “No, no”, dijo Tony, sonriente, “andá vos, tranquilo, date una vuelta y volvé, que yo te espero acá. Cuidameló, ¡¿eh?!”, y reía de buena gana.</div><div><div style="margin: 0cm; text-align: right;"><span>~</span></div><div>»Takashi, con julepe al principio, hizo una cuadra a paso de hombre, pero después se soltó y entró a zigzaguear con el auto por todos lados; ojo, sin mandarse ninguna, siempre muy serio, muy correcto, el Italiano, pero estaba que no cabía dentro de sí. Ese coche iba a ser suyo, pensaba, y el orgullo le llenaba el alma.<br /><br />»Dobló para retomar Perenquines. Tenía que llegar por ahí hasta Armendía, o una cuadra antes, en realidad, donde lo esperaría Tony, y decirle que ya estaba, que arreglaran; quería finiquitar todo el asunto de una vez y salir a andar por ahí en <i>su </i>auto. ¡Y cuando volviera, cuando lo vieran en el Once! ¡Qué iban a decir los otros ñatos! ¡Y doña Mabel, de la pensión! ¿Quién era un otario entonces? Y en eso andaba cuando el hilo de sus pensamientos se cortó y un vigilante le ordenó que parase antes de la bocacalle. El cana le habló de muy mal modo, el Italiano estaba en otra y no entendió nada, pero resulta que había algo malo con el auto. Era robado, o algo así le dijo.</div><div style="text-align: right;">~</div><div><div>»Y ahí...», paraba siempre el viejo y hacía el silencio, rechupaba la pipa (fingía que se le había apagado si hacía falta) y esperaba, porque sabía que ya los tenía, que lo iban a esperar. Casi nadie nunca se atrevía a apurarlo al abuelo, les quemaba el «¡Pero, dale, contá!», pero lo ahogaban. «Y ahí... porque ¿viste cómo es, no...?». Silencio, nadie sabía cómo es.</div><div><br /></div><div>«Ahí el Italiano tiene una epifanía, un pedo cósmico atravesado en el balero, no se sabe, pero se le cae todo encima: la Iggam, el padre, la madre, Tony, el auto robado, la niñez, el dinero, el V8, el botón que le sigue hablando mientras mira una libreta, el Once, Mabel, y —literalmente— la mar en coche. Y es demasiado y, sin darse cuenta, relaja apenas el pie derecho, y el V8 responde de inmediato con un ronroneo suave y prepotente, y el Italiano lo mira al rati, que se inclina para relojear la patente, y ahí, sin pensarlo, pone primera, pisa fuerte y saca el fierro corcoveando como un bellaco. En la esquina pega el frenazo, gira a la derecha y pasa como un trueno por atrás de un Tony que, completamente desprevenido, comenta con un diariero los goles de ayer.</div><div style="text-align: right;">~</div><div>»Takashi no entiende nada. El auto lo lleva. Las calles pasan volando, una después de la otra, todas iguales, y el Italiano y el coche son una misma cosa, una masa de carne, músculo, metal, cuero, huesos, cables que va lijando las calles de la ciudad. Si le preguntabas a Takashi, el pobre diablo te decía después que no sabía lo que había pasado, que no tenía ningún registro, y —aunque no puedo garantir nada— creo que la cabeza no le funcionó durante esas horas, que fue todo instinto y motor. La cuestión es que el tipo da vueltas desde la mañana hasta la noche. En el medio, hasta carga nafta —por fuerza tiene que haberlo hecho—, aunque él no se acuerda de nada.<br /><br />»Por la zona de Núñez, tiene que haber sido ya bien de noche, levantó a una mina. El Italiano tampoco se acuerda de esto, pero a la mañana, cuando se “despertó”, por decirlo de algún modo, encontró en el coche pruebas irrefutables de que había tenido compañía femenina.» En este momento del relato, mi abuelo arqueaba las cejas de forma aspaventosa. Mi abuela, cuando andaba por ahí, daba media vuelta y se las tomaba. Siempre.</div><div style="margin: 0cm; text-align: right;"><span>~</span></div></div></div><div><div>«Se le parte la cabeza, pero empieza a entender. No recuerda mucho, pero empieza a entender: se la mandó entera. El auto, el rati, el Tony, la mina y la puta que los parió, mirá el quilombo que armó. Y todo por querer comprar un au... pero... la gui¡LA GUITA! Palpa el saco, no hay nada; se palpa de arriba abajo, siente la adrenalina en la garganta, siente pánico y se golpea por todos lados buscando el bulto donde fuera, pero bulto no hay. Busca en el auto, en la guantera y abajo del asiento, se palpa de nuevo, hace todo lo que se le ocurre, dos veces, pero sabe —mientras sigue— que la verdad es una: la guita no está.</div><div><br /></div><div>»Derrotado, con la cabeza sobre el volante, doblado con el peso del mundo entero sobre la espalda, llora. Grita y golpea y llora. Cuando se cansa, sin dejar de llorar, pone la máquina a rugir, y muy —muy— despacito empieza a rumbear para el barrio.»</div><div style="text-align: right;">~</div><div>En este punto, el viejo aceleraba y hacía un repaso rápido, de mozo de trapo rejilla a una mesa de fórmica: «Ahí nomás, el Italiano se da cuenta de que ese auto quema, de que es un problema, así que, sin un cobre partido al medio, lo revienta por cuatro guitas. Se lo quedó un gitano. Takashi siguió en la pensión de siempre, supe ir a verlo unas cuantas veces, pero una tarde, doña Carmen, la patrona, me dijo que se había mudado y que no tenía ningún dato de él. Viste cómo son las cosas, un día estás en la cima y, a la noche siguiente, estás en la lona. Y, para colmo, es domingo. Por eso, hay que aprovechar la que toca cuando toca. Porque uno nunca sabe.</div><div><br /></div><div>»A Tony lo rajaron, mirá lo que son las cosas, al día siguiente, el lunes. La tira fue a buscarlo al concesionario, el otro no estaba y el trompa se pudrió, por fin, y le mandó el telegrama para que ni volviera. Lo recuerdo patente. ¿Por la mina que estuvo con Takashi, me preguntás? Nunca se supo nada. Tu abuela, que frecuentó al Italiano, como yo, creo que sabe algo, pero no suelta prenda. No le gusta hablar del pasado, dice que no se acuerda de nada, qué le vamos a hacer.»</div></div></div></span></span></div>
</div>
</div>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-388195026334304352019-07-28T20:07:00.003-03:002019-08-15T12:00:09.979-03:00Justo<div style="text-align: justify;">
Cuando bajó del tren tenía una lija asesina y un calor pegajoso en la espalda y las manos. Miró el reloj. Tenía tiempo. Enfiló para el puestucho, lo guiaba el tufo de la fritanga. Calculó que para una hamburguesa le alcanzaba. Para una lata de cerveza capaz que también. Se sentó en la esquina, lejos de la parrilla, al lado del chimichurri. La hamburguesa la pidió completa y la cerveza, "bien fría, si puede ser". Se quitó el saco. Buscó un cigarrillo, lo puso en la boca, dudó, lo guardó en el bolsillo. Tomó un trago largo, largo. Se apoyó en la columna y buscó con la mirada algo que no encontró.<br />
<br />
En eso estaba, buscando, pensando, dudando, viendo si capaz, cuando llegó la hamburguesa. Pensó en mandarle chimi, pero el asunto ya chorreaba por todos lados. Tal vez fuera mejor evitarlo. Capaz mayonesa sí le hacía falta... En eso estaba cuando llegaron los dos. Se sentaron del otro lado de la columna. Podía escucharlos y olerlos pero no verlos, salvo que se inclinara sobre el mostrador. Las voces se confundían con el ruido de la calle y la cumbia, el olor a grasa requemada y el ronroneo del tren que se iba. En eso estaba cuando algo le llamó la atención.</div>
<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
~</div>
El gordo que comía al lado, un tipo que desbordaba la superficie de la banqueta por todos los costados, se levantó de un salto y se metió, se zambulló más bien, en el tren. Casi queda trabado entre las puertas, que se cerraban, pero zafó. Sobre el mostrador, un poco tapado por el plato de plástico rojo del gordo con chorreaduras de grasa, miga de pan y dos rodajas de tomate, había quedado un paquetito de papel madera.<br />
<br />
"¿No vas a saludar?", dijo alguien entonces. De un manotazo, tiró el paquetito al piso y lo cubrió con el pie. No supo por qué. Recién después levantó la vista. Los dos lo miraban a él. Estaban inclinados sobre el mostrador. Sus caras lo decían todo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Una sonrisa enorme se le dibujó en la cara. Fueron los nervios, la reacción de un niño que duda todavía si lo agarraron <i>in fraganti </i>o aquí no ha pasado nada. Miró a uno y al otro. Silencio. Quería agarrar el paquetito, sentía que bajo su pie, bajo sus ochenta y cinco kilos, todavía no estaba seguro. Quería agarrar el paquetito, pero más quería saber quiénes eran estos fulanos y qué carajo querían.<br />
<br />
"¿Cómo va...?", dijo, la sonrisa ahí, estúpida. Los tipos también sonreían, pero era una sonrisa diferente. Era más natural, parecían realmente contentos de verlo, o de hablar con él. O de tener su atención. Hizo un movimiento como para acercarse, o tal vez ofrecer la mano, y tiró el saco. "¡Puta...!", dijo, simulando fastidio, y se agachó a recogerlo. Manoteó el asunto, lo metió en el bolsillo izquierdo del pantalón y se incorporó. Entonces había solo una sonrisa.<br />
<div style="text-align: right;">
~<br />
<div style="text-align: justify;">
Tenía que haber un error. Él sabía que los fulanos se juntaban ahí, pero no podían ser estos. Antúnez le había contado todo, le había dado precisiones. La descripción coincidía. Uno, petisón, vestido de traje impecable aunque algo lustroso, con litros de colonia encima; el otro, flaco y largo, de tez verdosa por la barba y aspecto de comadreja. Lo que no esperaba era que lo conociesen.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
"¡Ramón viejo y peludo!", exclamó el petiso. Pero él se llamaba Miguel. Miguel Zárate.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
"Hola, Ramón, un gusto —dijo extendiendo la mano—. Miguel". El petiso quedó tieso. La mano ahí, estirada, de mostrador a mostrador, por encima de la salsa criolla. Lo miró fijo. El flaco, nada. El petiso, entonces, sin más, se rajó una carcajada que hizo bailar a las servilletas. "¡Sos gracioso, me gusta! Es gracioso, jajaja, es gracioso, me gusta", le dijo al flaco mientras —ahora sí— daba la mano a Zárate y lo sacudía sabroso. El tipo del puestucho armaba los sánguches de salame y, cada dos por tres, los miraba de reojo y se sarpaba una feta.<br />
<br />
"Jaja, gracias", dijo Zárate, preocupado, "pero me parece que aquí hay una confusión. Me llamo Miguel. Bajé recién del tren y, como tenía tiempo, pensé que me podía clavar una hamburguesa, y acá estaba, en eso, justo, cuando ustedes me saludaron, y yo, no sé, pensé que tal vez nos conocíamos de algún lado; yo tengo una memoria imposible y, bueno; pero no, ahora veo que no porque yo soy Miguel, no Ramón". Más se preocupaba, más sonreía. El paquetito le quemaba la pierna y la cumbia ya se había hecho reguetón.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
¿Eran o no eran estos dos los tipos de los que había hablado con Antúnez? Zárate sonreía como un maniquí. Las dudas no lo dejaban en paz. El paquete, encima. Con la mano en el bolsillo, lo sobaba como si, envuelta en papel madera, tuviese ahí alguna certeza.<br />
<br />
"Ramón tiene que estar por llegar", dijo entonces, con voz de ultratumba, el alto. Sin mirar a Zárate, habló con su compañero. Fue el petiso quien se dirigió a él: "Antúnez", dijo. Solo eso, y una pausa. ¿Se conocen entonces? ¿Qué carajo pasa? Zárate forzó al máximo las comisuras de la boca. "Qué pelado boludo, este Antúnez", agregó el petiso con una sonrisa sincera. "A vos te esperábamos más tarde, Miguel." Miró el reloj, un Rolex dorado y sospechoso. Con el movimiento del brazo se oyó un tintineo de pulseras o algún tipo de bisutería. "Antúnez mandó fruta o vos te apuraste, pero Ramón tiene que llegar en cualquier momento. Por ahí lo conocés, es un gordo enorme que anda mucho por acá."<br />
<div style="-webkit-text-stroke-width: 0px; color: black; font-family: Roboto; font-size: medium; font-style: normal; font-variant-caps: normal; font-variant-ligatures: normal; font-weight: 400; letter-spacing: normal; orphans: 2; text-align: right; text-decoration-color: initial; text-decoration-style: initial; text-indent: 0px; text-transform: none; white-space: normal; widows: 2; word-spacing: 0px;">
<div style="margin: 0px;">
~</div>
</div>
"¿Pero entonces...?", dijo, todavía dudando.<br />
<br />
"Sí", dijo el flaco, y ya no quedaba ni un atisbo de duda.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
En ese momento, casualmente —o no—, una vibración sobresaltó a Zárate. Algo le zumbaba encima. Sobre la pierna derecha. A la altura del bolsillo del pantalón. Era el paquete que guardaba. Era una bomba, que pasó del zumbido a un pitido agudísimo.<br />
<br />
Cuando el humo se disipó, cayó el silencio. Ya no había cumbia ni reguetón. Entre los hierros retorcidos y los pedazos de azulejo y de ladrillo hueco, descansaba impúdica una hamburguesa blanca, cubierta de yeso y despojada de sus panes. Sobre la masa de materiales y restos humanos, lo poco que quedó del cartel aún mostraba los precios de los panchos, los sándwiches de milanesa, los choripanes y las empanadas. "Listo", pensó Antúnez al oír la explosión desde la otra cuadra. En tanto, el gordo Ramón, a bordo del tren que volvía a la estación en ese momento, se sobresaltó ante la visión. Con un escalofrío, valoró el error de cálculo y murmuró: "Justo".</div>
</div>
</div>
</div>
</div>
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Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-58679026401627053142015-05-14T23:55:00.000-03:002019-07-25T11:08:16.623-03:00Rouge<div style="text-align: justify;">
No fue sin ofrecerle antes una detallada explicación que Romera le hizo volar los sesos por los aires a Tarsicio Papaccio. Y Tarsicio es un nombre de mierda. Eso fue lo último que le dijo, mientras le apretaba fuerte el pico de la 357 en el entrecejo. La entrada fue limpísima, quirúrgica; la salida, un desparpajo, sangre y cerebro por todos lados, horrible. Papaccio pasó a mejor vida antes de enterarse siquiera, aunque en realidad sabía bien de qué se trataba: Romera había sido claro y puntilloso en su explicación, y la cosa no había empezado ayer. Y sin embargo, Romera no había ensayado ningún discurso ni nada, había sido sincero y había dejado que tallara el corazón mientras le apretaba el bufoso y lo miraba a los ojos. Honesto y poético, digamos. Un <i>happening</i>.</div>
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Recién entonces, con la instalación terminada, se dio cuenta de que no había planeado (porque obviamente había repasado la escena mil veces antes, aunque sin detalles, más posado en las sensaciones que en las acciones, y todavía —incluso— con algún vislumbre de esperanza) nada más allá del gatillazo. Había pasado tanto tiempo, y tanto tiempo había pasado persiguiendo este momento, que se encontraba vacío de todo, de emociones, acciones e ideas. Después de tanto, estaba listo, ¿y entonces?<br />
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La primera vez que se habían encontrado, muchos años atrás, un ilusionado Romera empujaba un armatoste de hierros retorcidos, gomaespuma y pintura en aerosol en precario equilibrio sobre una zorra. El joven llevaba su obra con inmenso amor; Papaccio, acompañado de dos galeristas y un marchante, caminaba el pasillo en dirección contraria. Al cruzarse con Romera y su creación, el crítico murmuró para sí: «Arte pop». Solo eso dijo. En esas dos palabras concentró todo el desprecio que la gran mayoría de las corrientes del arte contemporáneo despertaban en su corazón clásico.<br />
<br />
Entre hierros, Romera lo escuchó, lo vio y lo reconoció y, echando mano de una valentía desconocida hasta entonces, lo abordó. Papaccio hizo lo que pudo para evitarlo, pero el entusiasmo del joven fue demasiado para él. Avasallado y molesto, aceptó un encuentro con Romera en su taller. Lo visitaría esa misma tarde y, se comprometió Papaccio, le daría una opinión sincera acerca de su producción artística.<br />
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Para cuando llegó la hora, los humores habían vuelto a sus lugares habituales. Romera había perdido esa inusitada bravía, y había caído nuevamente en las profundidades de su mente y su conciencia. Papaccio había hecho casi lo opuesto; sorprendido con la guardia baja —¡él, Tarsicio Papaccio!—, había no solo tolerado la afrenta, ¡sino incluso aceptado el desafío! Años de marcar el rumbo de la vanguardia y destruir ilusiones para terminar amedrentado por un pelele sin talento, un imberbe pelafustán. Ya arreglaría todo, enseguida.<br />
<br />
Y así fue. Llegó con premeditado retraso a la cita, y entró con los tapones de punta. Destruyó todo lo que pudo, salvo las obras. Hubo argumentos aceptables, atendibles tal vez, y también de los otros, y ráfagas de estiércol de pésima calidad. Romera caminó el <i>ring</i>, aguantó los golpes, intentó devolver como pudo y se vio contra las cuerdas más de una vez. Los nervios le enredaban las palabras, el tono de voz le oscilaba, la respiración le costaba. Había tanto que quería decir a Papaccio, y a la vez quería surtirle un inexpugnable <i>cross </i>y echarlo a patadas en el culo. En esto estaban, a dos minutos del campanazo final (Romera, claramente abatido), cuando, fuera de programa, apareció Regina.<br />
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Papaccio la vio, tuvo que mirarla. «Si la belleza se encuentra en algún rincón de este sucucho no es, entonces, en los armatostes pintarrajeados. Es en esta mujer. El arte <i>es ella</i>», pensó, repentinamente arrobado. Lo pensó y lo dijo, de hecho, de forma casi simultánea. Con distintas palabras, aunque igual de floridas, de inflamadas.<br />
<br />
A Romera no le gustó la manera en que los ojos del otro desarmaban, con precisión quirúrgica, a su mujer. Esa mirada era lo peor de todo, aunque también le molestaron las palabras de Papaccio. Pensó esto, pero no dijo nada porque era de naturaleza parca. Entonces reparó en Regina, quien, lejos de ofenderse por las florituras del otro, refulgía halagada. Con voz de pájaro, ella dijo: «Gracias, señor, aunque usted exagera. ¿Puedo ofrecerles algo para tomar? ¿Se quedará el señor a cenar, Antonio? La comida está casi lista».<br />
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Romera acarició las riendas, sintió que las tenía, que volvía a ser local en su casa, pero no, se le escaparon, miserablemente, por un segundo; antes de que pudiera tomar aire, Papaccio lo madrugó: «Además de hermosa, es usted adorable. Pero “el señor” no se queda, se va. Ya bastante se quedó...», dijo, y en la sutil cadencia decía más de lo que Regina podía entender. A Romera lo miró, pero no le dijo nada: ya estaba todo dicho. A ella tampoco le dijo nada: simplemente se acercó, le tomó la mano, la besó —exagerando la escena por demás, pero adrede, disfrutando cada segundo—, la miró a los ojos como no ha de mirarse a la mujer ajena y, con una innecesaria floritura, se fue.<br />
<br />
Con ese comienzo era difícil suponer que nada pudiera nunca andar bien entre ellos, pero bien podría todo haber quedado en una disputa, en un encono, en la necesaria tensión entre el artista y el crítico, entre el hacedor y el mirador, entre dos hombres cualesquiera. Esto mismo había pensado Romera varias veces después, tratando de entender cómo o por qué todo había llegado tan lejos, tan mal. Regina, sí, claro, pero también él, y tantas cosas... Y las obras, y el tiempo, y el Concurso Federal, y el sabor amargo y tantas cosas...<br />
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La cena fue mortuoria. Regina era de poco hablar, siempre había sido así. Romera también; solo con ella rompía el silencio, llenaba los espacios, lo cubría todo, y de ese modo la había conquistado. Pero esa noche estaba mortificado y hundido en pensamientos negros, y se limitaba a rumiar su alimento. Regina, algo sonrojada, masticaba en silencio; de a ratos, una media sonrisa florecía sin motivo aparente en su cara.<br />
<br />
Romera se sentía un completo imbécil por haber metido en su taller al infeliz de Papaccio. Era su casa, su dominio, el lugar que él regía —acaso el único en todo el mundo, en toda su puta vida—, y había tenido la estúpida idea de acoger a un enemigo cruel y despiadado. Con la intención de confraternizar, había permitido que el otro destruyera su obra, todo lo que logró, y hasta acaso pusiese en riesgo su amor. Esto último se le clavó en la sien en coincidencia con un nuevo sonrojo y otra sonrisita huérfana de Regina.<br />
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Papaccio, mientras tanto, esperaba de mal talante que llegara su plato en el restaurante del último piso de un hotel del bajo. La vista panorámica, la copa de vino caro que no sabía apreciar, y el malestar de tener que comer solo de improviso porque la cita se cayó a último momento. Así empezó todo (todo lo que empezó después de que todo había empezado, claro). Miraba a lontananza, al final del río, cuando llegó el <i>sashimi</i>. Lo miró con cierto desgano, casi con desprecio; si nadie lo veía comer, ¿qué importancia tenía? Y así, mirando sin ver, y sin ser visto saboreando el <i>sashimi</i>...<br />
<br />
Le haría pagar. Arreglaría todo, sí. Y no se dio cuenta, pero sonrió. Ya le había asestado los primeros golpes con las pinturas, y lo había medido después, le había tomado distancia. Ahora, el último <i>round</i>: Regina. Se divertiría un rato, y si picaba, si todo salía bien (a veces las cosas le salen bien al mal), sería una belleza. Una obra de arte. «Una pinturita», pensó y, entonces sí, sonrió con ganas. Ahogó el disfrute con un trago de vino y le hizo señas al mozo. «Papel y pluma, por favor», pidió, cortante.<br />
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Escribió sin detenerse a pensar, enceguecido y aguijoneado por mil demonios:<br />
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<blockquote class="tr_bq">
<i>Señores del honorable jurado del Concurso Federal:</i> </blockquote>
<blockquote class="tr_bq">
<i><br /></i><i>Tengo la profunda convicción de que es mi deber, mi obligación ética, moral y legal, incluso, ponerlos al tanto de una situación que considero por demás irregular e impropia. El nombre y el renombre de Tarsicio Papaccio no han llegado a ser lo que son a base de silencios y meandros, sino que, por contrario, se han forjado y erigido sobre los más sólidos cimientos del respeto y la integridad, la honradez, la claridad y la lealtad. Es por esto, y por muchas cosas más, que no encuentro más que escribir lo que escribo, decir lo que sé.</i></blockquote>
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<i><br /></i></div>
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De un solo trago liquidó el resto de la copa de vino. Era una locomotora, estaba tomando velocidad y ya no se podía parar. Sin detenerse a releer, arremetió con el segundo párrafo:</div>
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<blockquote class="tr_bq" style="text-align: justify;">
<i>He de desenmascarar a un impostor. He de arrancar las plumas de las alas de una mentira. He de cercenar todas y cada una de las siete cabezas de hidra de un engaño. He de destruir a un hombre aunque ello acarree mi propia destrucción.</i></blockquote>
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Titubeó. Se detuvo. «Tal vez esté excediéndome», pensó. Dejó la lapicera sobre el mantel. Se quitó los anteojos, los apoyó en la mesa también y, con los índices de ambas manos, presionó con fuerza sus globos oculares a través de los párpados cerrados. Todo era rojo.<br />
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Sin levantar la vista del plato, en la diestra el tenedor, en la otra un mendrugo mordido con bronca, Romera habló. «¿Qué pasa?», masculló. Regina respondió en seguida. Tal vez <i>demasiado </i>en seguida. «Nada, ¿por?» Silencio. «Sonreías», dijo, al fin, seco. «¿Eh? Ah, ¿sí...?», ofreció ella, despreocupada, ligera, flotante. Pero no convenció.<br />
<br />
Romera se levantó y, casi imperceptiblemente, empujó con desprecio el plato sin vaciar, que apenas se movió. «Tengo que trabajar, hasta mañana», dijo y, sin mirar para atrás, enfiló hacia el taller sin ofrecer el diario beso de las buenas noches.<br />
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Emputecido, taladró, martilló, aerografió, retorció, pinceló. Lo hizo como si no hubiera mañana. Como si supiera. </div>
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Regina terminó de cenar en silencio y levantó la mesa como un gerigón piquicorto que va de una rama a la otra. Después se deslizó al living y, sin encender la luz, levantó el tubo del teléfono. </div>
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La campanilla insistente del despertador sobresaltó a Visconti. Con esfuerzo inhumano, desenterró la mano de entre las cobijas y manoteó el Junghans; el reloj se tambaleó sobre la mesita de luz y acabó yaciendo boca abajo en un charco de silencio mortal. Visconti masculló algo y se incorporó; aun con los párpados entrecerrados, la luz era enceguecedora. El día sería luminoso y enfermante.</div>
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Se levantó, se puso la bata que colgaba de la silla y fue al baño. La luz blanca le mostró en el espejo una cara que, aunque se parecía vagamente a la suya, tenía algo de torvo, de amenazador. Visconti decidió entonces que tenía que afeitarse. Asuntos importantes habrían de dirimirse en el Club Social y Deportivo Flor de Ceibo y debía de estar preparado para pelear su mejor batalla en años.<br />
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Encendió la portátil mecánicamente, y unos tangazos inundaron el baño. Mientras se pasaba la brocha hacía caras, como siempre. El mentol le abrió los bronquios, y se sintió llenó de todo. Iría todo bien. No era un presentimiento, sino más bien un deseo disfrazado de verdad. Repasó el futuro en su cabeza varias veces. Sería claro, y contundente, y aplomado y sereno; sería imbatible. Sí, señor. Diría lo que tenía que decir, y todo iría bien. <i>El rebenque de la vida me ha pegado sin cesar</i>, aulló Miguel Montero, y por un segundo se le silenciaron las ideas, pero en seguida se redobló. Hoy sería él quien portase el rebenque, sí, señor.<br />
<br />
No se hizo ni un corte, y le pareció muy oportuno. No escatimó en Old Spice, y el ardor lo envalentonó. <i>Y a mí qué me importa qué diga la gente</i>, bramó Floreal. No le hizo falta más. Se puso el traje gris y le pegó una cepillada rápida a los fangos. Se miró al espejo de nuevo, ahora sí era Visconti. Visco, para los íntimos. Se puso un poco de Lord Cheseline. Ahora sí. Agarró los papeles, la billetera y los fasos, y salió.<br />
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Taconeó sobre las baldosas con la certeza de que estaba de regreso, de que otra vez era un animal político, un negociador nato, de que podía ganarle a quien se le pusiese enfrente. Por primera vez en mucho tiempo se sintió un triunfador. Oída un rato antes, la voz de Montero volvió a su cabeza: <i>Y en el banco prestamista he llegao a formar fila, esperando que en la lista me llamaran a cobrar</i>. Sonrió y, entre dientes, aseveró: «Hoy van a cobrar todos, empezando por el hijo de puta de Raimundi. Que hagan cola, que hoy pago yo, carajo».<br />
<br />
Caminaba decidido, llevándose el mundo por delante, hasta que algo lo inquietó: el sonido de sus pasos. Se oían demasiado. Entonces reparó en que la calle estaba desierta, no había un alma, no latía un rumor. Ni vecinas barriendo la vereda, ni el canto de un canillita, ni el traqueteo del tranvía o el ronquido de un motor. Nada ni nadie. La panadería estaba abierta, pero ante el mostrador no estaba Roque, tampoco ninguna de las dependientas. El puesto de diarios, abierto y desierto. Y ese extraño fulgor... ¿Dónde estaba todo el mundo?<br />
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Sin pensarlo se tocó la frente, como si se tomara la fiebre, como si confirmara que ahí estaba, que tenía la cabeza en su lugar. Volvió a mirar alrededor. Nada. Miró el cielo, y el resplandor lo incomodó. Era apenas el sol, pero no el de todos los días, había algo en ese resplandor... Quiso explicar, y no pudo, y pensó que era temprano, había poca gente en la calle, tal vez hubiera habido un accidente y estuvieran todos ocupados en eso; era eso y nada más, no había que preocuparse tanto. Entonces reparó en que no había escuchado las noticias en la radio. Los tangos sí, pero el locutor, ausente. Recordó el top de en punto y de y media, pero no había habido informativo.<br />
<br />
Entonces se dio cuenta que seguía parado frente a la panadería, y notó que empezaba a inquietarse. Cuando temió que de un soplo pudiera volársele el hercúleo Visco que había conseguido, el Visco justiciero y pagador, el animal que había resucitado, decidió moverse. Caminaría hasta el club, y ya vería entonces. Seguro que allí estaría la barra, como siempre, y aquí no ha pasado nada. Cuando llegó a la esquina miró, en vano, antes de cruzar. Sin querer había apretado el paso, y empezó a acalorarse, y entonces volvió a frenarse: no había viento. Nada de viento. Se abanicó con la mano. Nada. Entonces sí, sin remedio, se puso muy nervioso.<br />
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El pavimento impoluto reflejaba el brillo inexplicable del cielo y refulgía como una cinta de lava. Visconti se apuró para cruzar, como si temiese que la calle le disolviese las suelas, y, ya en la vereda, se dejó llevar por el impulso sin aminorar la velocidad. Antes de darse cuenta había empezado a correr. La calle era un páramo donde ni siquiera a la carrera podía sentirse en la cara una brisa, algo que hiciera pensar que uno estaba vivo. Las casas alrededor parecían tan muertas como el decorado plástico de una pecera vacía y seca, y el pecho de Visconti latía como el de un pez olvidado sin agua en un rincón. Las únicas sensaciones posibles eran la extrañeza, primero, y luego, por fin, el pavor.<br />
<br />
A la disparada, Visconti devoró las cuadras que lo separaban del Flor de Ceibo. Se detuvo recién en la puerta del club. Una intensísima puntada en el costado le recordó sus años, y el escaso aliento y el dolor en las piernas, su falta de ejercicio. No se acordaba de la última vez que había corrido así. Encorvado en la vereda, recobró de a poco el aire. Debía recomponerse, ser de vuelta Visco y dejar atrás la momentánea chochera, el miedo ridículo e injustificado. Un poco más tranquilo, estaba por prender un faso cuando sintió el zumbido, una especie de vibración sorda que parecía provenir del interior del Flor de Ceibo. «Me caigo y me levanto, ¿qué es eso?», murmuró. Tenía que entrar de una vez por todas.<br />
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Empujó la puerta con firmeza y decisión, ambas perfectamente impostadas, en la esperanza de que del otro lado estuvieran todos los que debían, y pudiera causar la necesaria impresión. Fue todo en balde, porque no había nadie. Todo estaba exactamente donde tenía que estar, como tenía que estar, salvo la gente. Ni barra, ni chochamus, ni Fermín vigilanteando, ni los chicos ni nada, solo el zumbido, más fuerte ahora, más cálido también, más amigo. Tuvo la certeza, entonces, de que ese zumbido era el responsable de todo. Algo habría ocurrido, y ahí estarían todos, alrededor del zumbido. Que, a su vez, no era igual a ningún zumbido que hubiera oído antes. No era, ni siquiera, un zumbido. Era un runrún ronco pero suave, adornado con un leve siseo muy armónico, casi hipnótico.<br />
<br />
Y fue ese tono narcótico, magnético, que lo obligó, sin más, sin saber cómo o por qué (o tal vez porque no había nadie por ninguna parte, porque hacía un calor infernal, porque no había ningún aire, salvo el que se respiraba, o porque del Visco pagador iba quedando poco ya), a seguirlo, a buscar su origen. Venía del fondo, de las canchas de papi, y allá se dirigió, todavía agitado. A medida que se acercaba empezó a desoír el zumbido, y notó que por debajo de la puerta de chapa desbordaba una refulgencia pálida. Entonces sí, cuando estuvo a un paso, respiró hondo, y empujó deliberadamente.<br />
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Una cúpula dorada se alzaba en la última cancha. El zumbido se hizo insoportable, enardecedor, de repente. «No sé qué es esto, pero nadie avisó, nadie consultó nada. ¡Y cuánto habrá costado! Los voy a levantar en peso, ya van a ver quién manda acá», se dijo Visconti con el ceño fruncido.<br />
<br />
Entonces notó algo. Lo que parecía de lejos una gran carpa de lona brillante, algo estrafalaria, resultaba de cerca una especie de domo pulido, de metal traslúcido, si eso fuera posible. En su interior luminoso se transparentaban siluetas. «¡Así que acá están todos!», pensó Visconti, y aceleró el paso, decidido a poner las cosas en su lugar y a exigir las explicaciones que considerase necesarias. «¡Ahora me van a escuchar!», masculló. La sangre se le congeló al notar que el zumbido se hacía menos ensordecedor y modulaba sonidos, una palabra difusa y repetida: «Visconti».<br />
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Una gruesa gota de espeso sudor escapó de su ceja izquierda y se deslizó pesadamente por el costado del ojo. Allí, parado, a no más de dos metros de la estructura, aterrado en el corazón, aterido en el alma, meditó como pudo, por un segundo, qué hacer. Las ganas de salir corriendo le tiraban de la bocamanga con urgencia, pero el recuerdo de las calles vacías de gente y aire aguantaba la parada. Vio —o creyó ver— la bóveda palpitar, levemente, como un corazón sideral; lo vio inflarse con cada «Vis...», y deshincharse en cada «... ti». Un impulso lo decidió: entraría.<br />
<br />
Como quien descorre los labios de una vulva inmensa, empujó hacia los lados la alta y estrecha abertura. La terrible suavidad del material lo impresionó, pero no tanto como la visión de ese interior. Entonces sí la falta de aire le llegó a los pulmones, y así, con los brazos todavía en cruz, la boca muy seca y los ojos abiertos de par en par, se desplomó, grácil.<br />
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Negro, todo negro. Una nebulosa remota, un océano de brea. Visconti entreabrió los ojos con mucho esfuerzo, pero cada párpado pesaba toneladas y decidió cerrarlos otro poco. La cabeza le daba vueltas y sentía la ropa, mojada por el sudor, pegada al cuerpo. No lograba discernir si estaba de regreso de un sueño muy profundo o de una fenomenal borrachera. Entonces, repentinamente, recordó todo y abrió los ojos como si le hubiesen disparado en medio de la frente. El miedo, urgente y puro, se adueñó de él.<br />
<br />
Tendido en el piso, la cara apoyada sobre las familiares baldosas grises de la cancha más grande del club, estaba en lo que parecía ser un gran salón circular. Una malsana luz dorada lo bañaba todo, un zumbido lo envolvía. Había gente por todos lados, hombres y mujeres inmóviles, parados lado a lado, con expresiones vacías. Reconoció a Mabel, la secretaria del club, extraña lejos de su escritorio en la recepción, y vio también a Raimundi, a Estévez y a otros miembros de la comisión directiva. También a don Francisco, el bufetero. Todos colgaban como muñecos mediante mangueras o cables gruesos que, desde el techo palpitante, se hundían en sus espaldas. Instintivamente se tocó la espalda. Palpó con horror una de esas mangueras metiéndose en su carne.<br />
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El miedo le envolvió las tripas y le inundó la boca de saliva, y sintió un relámpago atravesarle el alma. Pero no le dolía, esto le llamó mucho la atención, y casi, en cierto modo, lo tranquilizó. Tenía una manguera en la espalda y no le dolía. Tenía que ser todo un chiste, un error, un sueño, una entelequia. Se palmeó la cara, incrédulo, pero eso sí que lo sintió. «Dios, por favor te pido, sacame de acá, por favor te lo pido», dijo sin querer, pero, entre el zumbido, sus palabras se perdieron y ni él pudo escucharlas.<br />
<br />
Se incorporó suavemente, como temiendo que el movimiento fuera inconveniente, como esperando cualquier cosa, en cualquier momento, un golpe artero por la espalda o una descarga eléctrica. Tenía que averiguar qué era esa manguera, esa especie de cordón umbilical posterior. El calor era todavía peor un metro más arriba del suelo, y la humedad, mortal. Se fue acercando lentamente a Mabel, que parecía no enterarse de nada. No es que estuviera inmóvil o paralizada, sino que más bien parecía estar hondamente sumida en un profundo trance. Estiró la mano, y estaba a dos centímetros del contacto cuando la retiró violentamente, sin pensarlo, producto del susto que le dio un sonido metálico muy fuerte que escuchó a sus espaldas. Por sobre el zumbido sonó entonces una hiriente chicharra.<br />
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El insoportable sonido cesó solo cuando hizo su aparición, a través de otra puerta apenas visible, un ser alto y delgado. Mudo, Visconti lo vio avanzar entre las cabezas del mar de gente. De aspecto humano, la extraordinaria altura y el espesor imposible sugerían la fragilidad de un hombrecito hecho de paja, aunque también resultaba amenazador como una mantis religiosa. Pero lo más inquietante eran sus ojos. O la falta de ellos: su cara era lisa y lustrosa. Las preguntas que Visconti habría querido hacerse no llegaban a formarse en su mente.<br />
<br />
El humanoide se detuvo tan silenciosamente como había estado moviéndose. Entonces cesaron también el fulgor y el zumbido. Todo quedó envuelto por una densa calma e iluminado apenas por el brillo débil del sol que atravesaba a duras penas las paredes. Visconti sintió que el cable de su espalda se tensaba y un sudor frío le cubrió la frente. Con temor de moverse, miró de reojo a los hombres y las mujeres que lo rodeaban, a Mabel, al resto de sus compañeros de carpa, cúpula, prisión o lo que fuese: ajenos a todo, parecían muñecos de cera, maniquíes plásticos, soldaditos de plomo. ¿Qué podía estar pasando? ¿Quién era ese espantapájaros que se había adueñado del Flor de Ceibo y qué quería?<br />
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El ser hizo un leve —levísimo— movimiento con una extremidad (nadie llamaría a eso «brazo»), tal vez en dirección a Visconti, tal vez con intención de tocarlo. Visco dio un salto inconsciente, irreverente, y su pobre pituitaria no aguanto más y lo inundó de cortisona, y esa misma ola lo sacó de sí. Los movimientos le sucedieron como espasmos, como choques alborotados, y las palabras le brotaron en torrentes impetuosos, descontrolados. Poseso, indómito, desencajado, empezó a forcejear torpe e inútilmente con la manguera. Dio vueltas como un perro rabioso, tironeó y estrujó, pataleó y gimoteó como un niño. En vano. Y todo esto mientras gritaba con una voz ronca, más aguda de lo normal, todo tipo de barbaridades. «¡¿Qué carajo pasa acá?! ¡Sacame esto, carajo, esta manguera de mierda!, ¡hijos de puta! ¡¿Qué hicieron con el club, qué es esto, hijos de puta?! ¡Mabel, Francisco, vamos, viejo! ¡Raimundi, soy yo!, ¡soy Visco, carajo, reaccionen! ¡Ayudenmé, la puta que los parió!». Y se cuidó en todo momento, sin saberlo, de no ofender al mantis, que, muy tranquilo, lo esperaba, como un padre observa la rabieta del crío y espera que se aplaque.<br />
<br />
Pero la rabieta de Visconti no se aplacaba ni se ordenaba. Cuando la paciencia se acabó, la manguera volvió a tensarse, y una generosa (aunque inocua) corriente le hizo saber a Visco que ya estaba bien. Quedó colgado, como los demás, exhausto y amilanado.<br />
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Entonces escuchó una voz. La percibió, en realidad: alguien hablaba dentro de su cabeza. Era el visitante.<br />
<br />
«Buenas, Visconti. No voy a hacer que pierdas el tiempo ni andaré con vueltas», dijo el ser, sorprendentemente coloquial. «Vengo desde muy lejos, ni me voy a gastar en decirte de dónde porque no entenderías, y necesito este espacio. Necesitamos esto, ¿cómo se llama?, el club. Por eso nos instalamos acá. Perdoná los modos, y perdoná también si por mi culpa te julepeaste. Pero no me faltés el respeto, comprendeme, que vengo de frente, a lo macho. Vamos a hablar mano a mano. Resulta que este club está sobre un yacimiento, por llamarlo de alguna manera, muy rico para mí y para mi gente y tenemos que llevarnos todo sin levantar la perdiz. ¿Me seguís? Sos el presidente, podemos negociar, ¿no es cierto, amigazo?». Visconti se sintió fuera de sí, tremendamente descolocado por las palabras «pronunciadas» por el humanoide, y recordó con una sonrisa amarga el ritual de la mañana, la afeitada y los tangos, su confianza, todo aquello tan lejano.<br />
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«No te sonrías, no seas boncha, que acá no hay nada para la risa», sintió que ¿decía? el coso. Las palabras venían de ningún lado, rebotaban en su cabeza, y allí quedaban, boyando en la nada, en el silencio, en quién sabe qué, o dónde. En ningún lado. El eco continuó: «Vas a tener que perdonarme si mis palabras son extrañas o el fraseo es un poco confuso, no he tenido suficiente tiempo para procesar toda la información (todavía no comprendo el significado de “rebenque”, el de “purrete”), pero aquí no hay nada gracioso, te lo puedo asegurar, viejo: el asunto es importante».<br />
<br />
Visconti empezó a decirse (nuevamente) que tenía que ser una joda, que algo raro había, que no podía... Pero la voz lo cortó en seco: «¿Vos te creés que puedo hablar en tu cabeza, pero no oír tus pensamientos? ¿Me tomás por boludo, Visconti? Porque si me tomás por boludo vamos mal, viejo; creí que eras más púa, oíme, ¡me vas a hacer engranar...!». Visco hizo un esfuerzo por poner la mente en blanco, aplacar los inevitables pensamientos. «Si me tomás por boludo vamos mal...».<br />
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Pero no lograba apagar su cabeza. A los tumbos, entonces, se largó a hablar: «Mire..., mirá..., no sé cómo decirte, cómo llamarte. Si querés que hablemos, hablamos. Como dos señoritos ingleses, hablamos. Seguro. Pero, primero, dejá de leerme la cabeza, que es mía. No te autorizo: acá tenés que pedir permiso, hacete a la idea. Así son las cosas. Segundo, sacame la... manguera esta de la espalda. Tercero, que se vayan los demás. Quedemos mano a mano vos y yo». El zumbido taladró la cabeza de Visconti y el fulgor recrudeció. Visco se preguntó si al ser le habría molestado que le pusiese los puntos sobre las íes, aunque lo más probable era que todo siguiese igual y él, inseguro, estuviera amplificándolo. Tal vez a modo de respuesta, el cable de su espalda se tensó como nunca antes. Los pies de Visconti se separaron unos centímetros del suelo y algo parecido a la electricidad se extendió por su cuerpo.<br />
<br />
Miró al humanoide: seguía impasible. Desde la altura (el cable seguía ascendiéndolo) vio como todos los demás se desparramaban sobre las baldosas de repente, con los cables sueltos, y quedaban tendidos, profundamente dormidos. Entonces un pensamiento gris le nubló la vista: ¿estarían dormidos o... muertos?<br />
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La imagen le habría parecido, si hubiera podido pensar, una teatralización, una coreografía griega, o algo de ballet (en cualquier caso, nunca había visto teatro griego ni ballet, Visconti, la verdad; pero en su cabeza era así el asunto). Colgando, pendiendo de una manguera de morondanga, el temor se movió: ahora tenía miedo de que lo soltaran, y por un momento no le preocupó más lo que hacía instantes lo atormentaba. Este (¿o estos?, ¿quién invade un planeta solo?) fulano dominaba el mundo (o al menos <i>su </i>mundo, el Flor de Ceibo), y quitaba el aire, llenaba todo de una luz mortal y un zumbido peor, y mataba con solo pensarlo, tal vez; todo eso y mucho más, pero Visco, ahora, aquí, solo tenía miedo de que lo soltaran y de estrolarse contra el piso del tan amado club social y deportivo. Pensó en decir algo, pero era en vano: pensar era decir.<br />
<br />
Entonces el cuerpo del fulano se estiró como un chicle, sin prisa pero sin pausa; magnificando lo horrendo y grotesco del asunto, se deformó lo necesario, mutó tal vez, incluso, un poco, y puso su rostro (o lo que fuere que era) a una cuarta de las narices de Visconti. El calor era tremendo, y sin embargo el color de su cara era inmutable, un cierto tono grisáceo y traslúcido. Hubo un silencio, y Visco sintió que el tipo lo miraba sin sus ojos. El zumbido amainó, y el calor empeoró, y el tipo, entonces, habló: «Se acabó el tiempo, <i>Visconti</i>: voy a decirte lo que quiero y vos vas a dármelo, ¿comprendés, cachafaz...?».<br />
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Visco actuó sin pensar, impulsivamente, y eso fue lo que lo salvó, ya que el invasor no pudo leerlo ni prever el furibundo cabezazo que recibiría. Con el tipo aturdido, Visconti se aferró a una especie de collar (o de cinturón: era difícil darse cuenta de en qué parte del cuerpo lo llevaba) y lo zamarreó con fuerza. El artefacto debía de ser el traductor, ya que el otro pasó de murmurar amenazas en el castellano canyengue ya conocido a hacerlo en francés, en algo parecido al alemán y en otros idiomas que Visco no llegó a reconocer. Agarrado del cinturón cósmico, jugado, Visconti descargaba, uno tras otro, furiosos <i>uppercuts</i>.<br />
<br />
El ser, estirado y deforme como estaba, se desplomó, tal vez inconsciente. De inmediato, el cable de la espalda de Visconti se desprendió y él cayó también, con tanta fortuna que lo hizo sobre el cuerpo de su rival, que amortiguó el golpe. Como si hubiese recibido una patada eléctrica, se puso de pie. Miró al ser, miró a los demás, todavía en el suelo, se miró las manos: la derecha tenía los nudillos manchados de un líquido viscoso. Se sintió invencible. «¡Minga te vas a llevar algo de acá!», gruñó entre los dientes de una sonrisa extraña.<br />
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De puro gusto nomás, lo levantó al fulano en el aire (pesaba apenas más que nada) y lo sopapeó con ganas, con desprecio, con derecho, con alma de bien habido desquite. Después lo tiró como ropa sucia, y notó que el resplandor se hacía más brillante y viraba de color. No le importó nada. No le entraba tanto pecho en la camisa, el bobo golpeaba fuerte, como diciendo «¡Dejame, dejame a mí!». Se acercó a los demás, todavía inertes sobre las baldosas del club social y deportivo. Se acercó a Mabel, pero se arrepintió. Si algo fallara... Se fue para el lado de Urruti. Si algo fallara... no se perdería nada. Lo miró, lo midió, lo pensó, lo meditó, y entonces, sin más, tiró de la manguera con firmeza. Salió. Limpia, sin dejar rastros de haber estado ahí nunca.<br />
<br />
«¡¡Visconti, viejo y peludo nomás, carajo, hijos de puta!!», gritó con todas las fuerzas que pudo encontrar, los brazos en cruz, el pecho henchido, la vista al cielo, al fulgor.<br />
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Sí, el fulgor. Las paredes del recinto brillaban más que nunca. Sin solución de continuidad, pasaron del dorado al rojo y, después, al blanco. Incandescente. Con dudas, Visconti apoyó un dedo leve y una puteada se le atragantó en la garganta: las paredes quemaban. El salón, la cosmonave o lo que eso fuera, estaba... ¿quemándose? ¿Fundiéndose?<br />
<br />
El tiempo apremiaba. Visco empezó entonces a arrancar como un autómata, sin tanta ceremonia, mangueras de las espaldas ajenas y a arrastrar personas afuera. Como pudo, fue acomodando gente al costado de la pileta semiolímpica orgullo del Flor de Ceibo. La primera persona que sacó fue Mabel, y hasta la arropó con su saco; de pasada, asestó un patadón al humanoide. Después empezó a arrastrar a los que estaban más cerca de la entrada a la cúpula, que ardía y silbaba como una pava olvidada en el fuego. Unos minutos después, sin resuello, se secó el sudor con el pañuelo y la angustia volvió a acicatearlo. ¡Había tanto para hacer y tan poco tiempo!<br />
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Miró de nuevo los cuerpos, los de adentro y los de afuera, y el resplandor, y se sintió el sirviente del mundo, esclavo del tiempo, vasallo de un señor que ni siquiera conocía. Sudando, sufriendo, yugando, ¿y para qué? ¿Para quién? ¿Por qué? Estos bien podían no ser más que cuerpos sin vida, esto podía no ser más que una trapisonda pueril pergeñada por estos fulanos. El Visco del Old Spice, del Lord Cheseline y la frente alta, se iba desdibujando como el paisaje, se derretía, se deformaba, perdía consistencia, cuerpo, volumen. ¿No sería todo esto una treta más, otra parte del plan de estos cosos? ¿No lo habrían puesto a él ahí para divertirse viéndolo hacer torpe e inútilmente...?<br />
<br />
Y entonces, una brasa se avivó en su alma. No, no era ninguna treta, a él lo habían elegido. «Podemos negociar», había dicho el engendro. Era de igual a igual, la cosa. Lo habían elegido. Él era el elegido. Era Visconti, ¡el presidente del Club Social y Deportivo Flor de Ceibo, carajo! Y si él los sacaba a los tipos de la cosmonave era porque así debía de ser, porque él era el salvador. Aunque... ¿y si no los estaba salvando? ¿Y si nunca más despertaban? ¿Y si el mundo quedaba así, despoblado, sin aire, todo para él, para Visco...? ¿Y si esta no era una batalla, sino la guerra, y él la había ganado? ¿Y si...?<br />
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«¿Visconti?», una voz trémula. No sonaba en su cabeza; insólitamente, eso lo sobresaltó. «¿Qué hacés, qué es esto, qué carajo pasa?», ya más firme. Era el infeliz de Raimundi. Sentado con las piernas abiertas, como un enorme bebé, había vuelto en sí y tenía, encima, el tupé de cuestionarlo. Abrió la boca para seguir increpándolo, pero Visco lo cortó en seco: «Callate. Haceme el favor y callate. Vos no sos nadie, no sos nada, y no tengo tiempo para perder». Raimundi se quedó en silencio, perplejo, la boca abierta, el gesto ausente. Las palabras habían salido filosas. Visconti se sorprendió de que hubieran nacido luego de tanto tiempo amontonándose en su garganta.<br />
<br />
Tenía que actuar con rapidez. Por un lado, porque la gente se estaba despertando y pronto comenzaría a estorbar o a pedir explicaciones; por el otro, porque se sentía como quien cabalga un rayo. Olvidado de Raimundi, de los demás, de todo, dio tres pasos largos, con decisión, hasta Mabel. Ella seguía con los ojos cerrados, con el peinado algo deshecho y el maquillaje corrido. Como en otra galaxia. Estaba hermosa. «Es ahora o nunca», se dijo Visconti.<br />
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~</div>
La agarró de la cabeza con ambas manos, con esas manos gruesas, toscas, callosas, curtidas de tantas cosas, y —como en las películas— la miró fuerte, profundamente. Se acercó sin prisa y sin pausa y, como había aprendido a hacer en las de Valentino, la besó suavemente, con toda la ternura que pudo encontrar, como si fuera el beso que despierta a la princesa, como si en ese beso residiera la fuerza necesaria para cambiar el sentido de giro de la Tierra, o del sistema solar, o de la Vía Lác... Eso y más pensaba su corazón mientras el gran Visconti, con los ojos cerrados, le partía la boca a Mabel. Quien entonces, como en las películas, despertó. Miró atónita la situación que tenía —literalmente— frente a sus narices tratando de entender qué era exactamente lo que estaba pasando. Visco terminó y se apartó apenas, y entonces la vio, vio sus ojos muy abiertos y su expresión inexplicable. «Pero...», empezó a decir ella, y él simplemente atinó a sonreír, como si en esa sonrisa estuvieran todas las preguntas y soluciones que necesitaba.<br />
<br />
«¡Pero...!», escuchó de nuevo, en seguida, con otro tono, decididamente. A sus espaldas, Raimundi, quien se había incorporado (aunque todavía parecía adormilado, resacoso, confundido), los miraba, expectante. Tenía el pelo completamente alborotado, como en las películas.<br />
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La historia requiere aquí un nuevo enfoque. Es imposible la narración pormenorizada cuando lo que sucedió ese día —que pasaría luego a la posteridad como «Día F» en alusión a la batalla que tuvo lugar en el Flor de Ceibo— cambiaría la historia de la humanidad para siempre y modificaría la situación política del planeta Tierra dentro del sistema solar tanto como sus relaciones con otras galaxias.<br />
<br />
Porque las palabras de los hombres no pueden describir lo que el mayor héroe terráqueo de todos los tiempos, Segismundo Visconti, lograría ese día, y los subsiguientes, ni hacer justicia a la invaluable ayuda de la dama de la guerra interplanetaria Mabel Cárdenas ni, mucho menos, al valiente sacrificio de Aníbal Raimundi. Tal vez baste enunciar que el Día F nuestro planeta estuvo al borde del conflicto espacial definitivo, aquel que lo borraría del mapa celeste, y que fue Visconti quien lo salvó. ¡Gloria eterna al héroe Segismundo Visconti! ¡La Tierra permanecerá!</div>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-53552967321206547722015-03-02T23:48:00.000-03:002015-03-28T10:42:07.767-03:00El diablo es adulador<div style="text-align: justify;">
Miró el número en la pared. Consultó el papel. Era. En el fondo habría querido que la dirección no existiera, o que no fuera un edificio, o que no tuviera puerta o que algo fallara. Pero no, ahí estaba. Prendió uno. No se podía entrar fumando, así que estaba obligado a quedarse afuera hasta que terminara de fumar. Caló despacio, haciendo durar el cigarro. Miró de nuevo el papel. Zsulohay. Lavalle 2020 9 G. Vos andá, boludo, si total no tenés nada que perder. Las palabras de Seragopián sonaron alentadoras, por un segundo. Después pasó. Después el cigarro se acabó, y ya estaba ahí, y el calor de los autos era agobiante y ma' sí, si ya estoy acá, ya fue, entro. En el bolsillo izquierdo apretaba, sin darse cuenta, el último billete de a cien. </div>
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<br /></div>
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Tocó el timbre, cortito, cabeza gacha. Si no atiende me voy a la mierda. Yo vine, pero si la mina no... El zumbido le cortó la inspiración. Rapidito, empujó la puerta y entró. Un hall enorme, como veinte metros hasta el ascensor. Era enorme, el edificio, pero desde afuera podía uno pasar sin notar que estuviera siquiera, realmente. De los dos ascensores, uno estaba abajo. Sin poder evitarlo, sintió que era un buen sino. Abrió las puertas verdes y subió. Subía muy lento y hacía mucho ruido, como un bufido tímido, y cada vez que pasaba un piso, track-um, track-um, y bajo la luz mortecina, frente al espejo, se acomodó la corbata.<br />
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~</div>
La mujer esperaba. El humo espeso del incienso velaba todo como densa bruma azul; en ese ambiente, la aparición de un fuego fatuo no habría sorprendido a nadie. Entonces sintió el traqueteo del ascensor y se preparó.<br />
<br />
A un piso de distancia, él seguía luchando con su corbata. Para qué carajo me habré puesto corbata. Andá bien empilchado, dijo Seragopián, y yo, como un boludo, vine a ponerme esto, ¿para qué?, si nunca supe hacer bien el nudo. La mina va a pensar cualquier cosa.<br />
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~</div>
Buscó con la mirada, enfiló para la derecha. Estaba a esto de la puerta, pensando todavía si golpear o tocar el timbre, cuando la puerta se abrió. Ni tiempo de asustarse tuvo, pobre diablo, quedó tieso. Adelante, por favor, dijo ella, y él no se animó a dudar siquiera, y entró. El humo dulzón le invadió los pulmones y la cabeza. En seguida se sintió bien, sintió un fuego de pasión, un repentino amor por la vida, una buena vibra. Es como en las películas, humo, almohadones, trapos de colores, esos cosos —¿cómo se llamaban?—, nada más falta la bola de...<br />
<br />
Siento una energía especial, estás muy cargado, dijo ella, con una sonrisa amiga, que él, de espaldas, no vio. Se aflojó la corbata. Ella pasó por su izquierda, se sentó, y con un aire, con una suave brisa, lo invitó a sentarse también.<br />
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~</div>
Con un movimiento rápido de cabeza —que creyó disimulado— buscó durante unos segundos una silla, una banqueta, algo, hasta que cayó en la cuenta de que debía sentarse en el piso como la mujer. Con pretendida mundanía y una media sonrisa gardeliana, y sin dejar de sostener la mirada de ella, se sentó, aunque lo hizo en dos instancias: primero se puso en cuclillas; luego, algo bruscamente, se dejó caer —o se fue de culo— hasta que quedó más o menos sentado, con las medias de toalla blancas asomando victoriosas antes de perderse en los mocasines. En el trámite, las rodillas desvencijadas sonaron en señal de protesta.<br />
<br />
Zsulohay, ronronéo ella, te esperaba. Esa frase lo confundió. ¿Cómo me dice «Zsulohay»? ¿No se llamaba así, esta mina? ¿Entendí mal o Seragopián me anotó cualquier cosa? Gordo cachivache, siempre apurado, ¿por qué no explicará las cosas como se debe, me caigo y me levanto?<br />
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Zsulohay te va a ayudar, no te preocupes, dame la mano, dijo, y él le tendió la diestra sin más. Sintió como un cosquilleo, una electricidad astral, en seguida estuvo dispuesto a creer en todo. El cosquilleo le bajó a la pelvis. La mina tenía las manos suaves, livianas, frescas, pero firmes, con convicción: sabían bien lo que hacían. Quiso mirarla a la cara, pero no pudo. Lo único que me falta es calentarme con esta mina, la puta que lo parió, dame cartas o algo, el gordo no me dijo, loco, aflojá con el dedito, Zsulohay; ¿se llama Zsulohay la mina o el zsulohay es lo de la mano? Turco, la puta que te parió, carajo...<br />
<br />
Hay mucha energía acá, ¿eh? Tenés problemas, está claro, lo siento, estás muy cargado... Son problemas con la familia, ¿puede ser? De salud estás bien, salvo por... El corazón, es eso, ¿no? Amor, claro. Un ser querido, o no ser querido... O no querer ser querido... Es confuso... Hay una niebla, un fulgor... Y mientras le amasaba la mano, la miraba, le trazaba líneas imaginarias —y no tanto— con las yemas de los dedos. El humo azul danzaba al compás de las palabras, contentísimo.<br />
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~</div>
Ya está, tengo que relajarme. No puedo ser tan boludo. ¿Tendría que sentir energía o algo, una fuerza, una cosa así? O visiones. Por ahí, si cierro los ojos veo algo, tengo una revelación, aunque sea pispeo unos colores, qué sé yo... ¡Por qué carajo no explicarán lo que hay que hacer! Me empaquetan, entre esta mina y el gordo...<br />
<br />
Cerrá los ojos, poné la mente en blanco. Sentí tu interior. La voz de la mujer era suave, profunda y aterciopelada, y transmitía seguridad. Sin más, él abandonó sus dudas y se dejó llevar por ese sonido envolvente que lo arropaba; un rato después, sintió que flotaba corriente abajo en un río de aguas cálidas y, entre las ramas de un sauce, hallaba un remanso. El agua lo dejaba ahí. Se aflojó completamente. Entonces escuchó el estruendo, un sonoro flato. ¡La puta que me parió!<br />
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~</div>
Veo aires de cambio, decía justo —creer o reventar— la mina, absolutamente ensimismada, sorbiendo el metano, pero no son buenos. Se puso nervioso; salió del remanso, del río, de todo, ni el pedo importó ya. La miró. Estaba seria. No era joda, el asunto. Le soltó la mano. Le acercó una bolsita de gamuza negra, que sacudió suavemente mientras explicaba. No está claro, necesito ayuda; vas a meter la mano y sacar nueve, sin mirar, y después —sin mirar—, las vas a poner, como prefieras, sobre este paño. Una vez que tocan el paño no las podés mover, cuidado. Concentrate bien, por favor, con cuidado, por favor, y de suave y aterciopelada le quedaba poco a su voz: era llana, seria, tensa, imperativa e implorante a la vez.<br />
<br />
Se puso serio él también. Se cagó todo, podría decirse tal vez, pero sería fácil. Se asustó, eso sí. Estuvo seguro, además, de hacerlo mal. Se concentró realmente, y tuvo cuidado, realmente, y metió la mano en la bolsita, y se encontró con unos dados, o piedras, o huesos, de forma irregular. Tomó cuatro, los sacó, los puso en la otra mano y —¡sin mirar!— repitió el proceso con cinco más. Y después, con cuidado, los puso de cualquier modo sobre el paño. La miró. Ella miraba el paño, muy seria. La puta que los parió, aires de cambio y no son buenos, la puta madre que lo remil parió, no te la puedo creer...<br />
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~</div>
Seragopián me dijo otra cosa, titubeó. Dijo que vos, que usted, perdone, resolvés, resuelve, todos los problemas. ¿Qué es esto de los aires malos?, preguntó en un impulso, y de inmediato se arrepintió: no solo se trataba de una pregunta estúpida, sino que además todavía flotaba en el ambiente su propia fetidez y lo más inteligente habría sido disimular, no hacer hincapié.<br />
<br />
La mujer no levantó la vista del paño. Sin mirarlo a él, sin moverse, respondió que no tenía por qué ponerse nervioso, que podía tutearla como antes y que, si bien ella era solo una herramienta de Dios y no podía prometer soluciones mágicas, iban a trabajar juntos para resolver cualquier problema. Como este, agregó, apuntando con un dedo fino el más alejado de los huesospiedrasdados. Seragopián, dijiste, y así se llama el problema, soltó enigmáticamente. Él solo atinó a preguntar si esas piezas eran huesos o qué.<br />
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~</div>
La mina lo ignoró de plano, no tanto porque le pareció una pregunta pelotuda (aunque le pareció una pregunta pelotuda), sino más bien porque estaba honestamente interesada en el mensaje divino. Seragopián exagera. Yo no resuelvo todo. Yo no resuelvo nada. Soy solo un instrumento de lectura, de ayuda, si puedo; acá no hay soluciones, el futuro es implacable, son fuerzas cósmicas que se me muestran, no se me dan a elegir. Parecía un discurso armado, una sanata, pero la mina estaba muy seria, y el ceño se le fruncía cada vez más. A él también se le empezó a fruncir.<br />
<br />
Es un nene. No, un hombre. Cercano. Hay amores y odios. Veo... ¿tenés un hijo? Y el silencio le dio la razón. Es tu hijo, está con vos. Es... Parecía que dudaba, pero no dudaba, estaba nada más tomandose su tiempo para descifrar el mensaje correctamente. Está la muerte. Silencio. Se paró todo. Hasta el humo se quedó mudo, pasmado, atento, aterrado. Hay muerte. Y ahí lo miró, muy fijamente. Y él la miró, y supo que iba en serio, y sintió en la garganta un torrente de angustia. Estás vos, con tu hijo, y uno de los dos va a morir.<br />
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~</div>
Sintió ganas de levantarse e irse, de gritar, de abandonar el planeta. ¿Le va a pasar algo a Adriancito, mi pibe?, dijo apenas, con las cuerdas vocales anudadas. A él o a vos, respondió, implacable, ella. Lo veo así: están juntos, ustedes dos, y uno se muere. Pensó en Adriancito y se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía qué preguntar, qué hacer, qué esperar. El silencio denso, cortado apenas por el remoto traqueteo del ascensor, le resultó atronador. Entonces se le ocurrió algo, una idea como un cuervo negro picándole el cerebro.<br />
<br />
Pero antes dijiste que el problema era Seragopián. ¿No será él el que se muere?, arriesgó. No, fue la respuesta de ella. Él está, pero sigue vivo. Lo veo claramente. Y, de hecho, ahora mismo... Sí. En este momento, Seragopián está con tu hijo, ¿no?<br />
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~</div>
Sí, iban a la cancha, pero no entiendo, no, Adri... No, no, pero pará, pará, no puede, paremos la pelota, no... Entró en un túnel oscuro y húmedo, todo daba vueltas, no podía pensar, no podía ver, y a duras penas podía respirar. Además el gordo, qué tiene que ver el gordo, no entiendo nada, no, me estás jodiendo... Se agarró la cabeza para que dejara de girar. En vano. Estuvo a punto de revolear a la mismísima mierda las piedras, huesos o lo que carajo fueran, esto es todo una pelotudez, dejate de joder, Zsulohay las pelotas, pero el grito de la mina lo ubicó como un cross de derecha. ¡No! ¡No toques nada! Te tenés que serenar, empezó ella, veo que...<br />
<br />
Aparte no, pará, oíme, pará, además vos me decís que nos ves juntos, que mi pibe o yo, la puta que lo parió, y yo estoy acá, ¡¿juntos de qué?! Él o yo y yo estoy acá y Adrián está con el gordo, no puede ser, explicame porque no entiendo nada, te das cuenta, no puede ser, ¡decímelo todo, dale! Era un torrente de angustia, una miseria espesa, era cualquier cosa, y aunque hubiera dicho cualquier otra cosa, o ninguna, en sus ojos —ahora clavados muy hondo en los de ella— se veía una sola cosa: pavor.<br />
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~</div>
Tranquilizate, por favor. Te quiero ayudar. La voz de la mujer era otra vez profunda, como si llegara desde el fondo del tiempo, y su efecto era sedante. El hombre dejó de temblar y se quedó tieso, con los ojos muy abiertos, enorme muñeco huérfano de ventrílocuo, a la espera de las palabras mágicas, de las sílabas que cambiaran su vida, de la solución final. A su modo, sintió que Zsulohay concentraba todas las sabidurías de la eternidad.<br />
<br />
Seragopián y tu hijo están juntos ahora, y vos, acá. Nadie corre peligro, ¿entendés? Pero en algún momento —esta tarde, de hecho, ¿no es cierto?— vos te reunirás con ellos dos, dijo la mujer. Entonces su voz cambió: se volvió sólida, maciza, definitiva; fue como si Zsulohay dejase su lugar a alguien más: A partir de entonces, la muerte, que ahora está latente dentro de tu hijo y de vos, florecerá en un corazón. En cuanto a Seragopián, ¿qué decirte? Solo que el diablo es adulador. Te perdona los errores.<br />
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~</div>
Pero, pero, quiso decir, pero no; así como ella cambió, y fue sólida y definida, así, sin quererlo, sin saber cómo, así fue él, de repente. La pieza más pequeña y más fundamental de esa maquinaria diabólica se le acomodó, y todo tuvo sentido, todo estuvo clarísimo entonces. Maquinalmente, sin prisa pero sin pausa, se levantó, la mirada todavía fija en la mina. Sacó sin mirar el billete de cien que llevaba en el bolsillo, y lo apoyó en la mesa, sin desviar la mirada. Y así, sin más, se fue. Estaba muy nervioso, pero no lo notaba. Si hasta se olvidó de fumar...<br />
<br />
Bajó del subte y miró el reloj: tenía tiempo todavía. Caminó a la esquina de siempre. Ya no pensaba, ya no sentía. O sí, pero no lo sabía. Llegó a la esquina y esperó. Las hordas desfilaban siempre por Monroe y Congreso, por eso preferían Iberá. Esperó, con la vista en lontananza y la mano en el bolsillo. Entonces, bien lejos, le pareció adivinar la figura del pibe. Por un segundo le faltó el aire, y le flaqueó el alma, pero en seguida se recompuso. Sabía qué hacer, y estaba decidido. No había opción ni nada que pensar. Se acercó, entonces, a su encuentro, ansioso por liberarlo a Adriancito. Llegó al paso a nivel al mismo tiempo que ellos, ya fuera por obra de Dios o del diablo. Los vio pararse y saludar, uno con la mano, el otro con la cabeza, apenas. Y los miró, y vio que el pibe sonreía, y mostraba la camiseta con orgullo, y le hizo una mueca, y lo miró al gordo, y el gordo lo miró, y entonces vio —o le pareció ver— un brillo especial en el blanco del ojo izquierdo, y entonces no pudo más, y dio el primer paso para ir a su encuentro. Justo cuando —por obra de Dios o del diablo— pasaba una formación del Mitre.</div>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-56670278174459145162015-02-20T22:21:00.002-03:002015-02-28T12:15:28.900-03:00La sociedad<div style="text-align: justify;">
Esa noche, dos lunas colgaban del cielo. La Antigua Sociedad de Embaucadores y Tarambanas de Grenoble acababa de ser fundada oficialmente y Maurice se asomó a la ventana. En el apartamento, el humo hacía imposible respirar, el batifondo de las copas y de las botellas y de las conversaciones y del fonógrafo impedía oír los propios pensamientos y la penumbra lo volvía todo engañoso, y eso por no mencionar a <i>Monsieur </i>Bataille, quien no había tenido mejor idea que asistir al mitin con Pelon, su monstruo.<br />
<br /></div>
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Maurice, entonces, se asomó a la ventana con desesperación, ofreciendo medio cuerpo a la noche, y llenó sus pulmones de viento frío. Del cielo colgaban dos lunas, aunque eso no era tan raro como puede parecer hoy.<br />
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Metió la mano derecha en el bolsillo trasero del <i>gilet </i>y sacó un florín. Pensó cuánto más conveniente habría sido un escudo. Lo arrojó con fuerza, y por un segundo creyó que llegaría a la luna izquierda, pero no: se quedó unos metros corto. Lo escuchó caer, y después el insulto. Intentó una vez más escuchar sus pensamientos. No, nada. Se mordió el bigote con firmeza, pero ni así.<br />
<br />
Tomó entonces la carta, deshizo los trece pliegues, y al chaflán de la ventana, aprovechando la fría luz de lunas, leyó en voz muy baja. Dos veces la leyó, de pe a pa, y la habría leído una tercera y una cuarta, pero una refracción sonora lo previno de que alguien se acercaba y, sin más, plegó y replegó y puso cara de tarabilla.<br />
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~</div>
Era Christophe, el anfitrión, quien le ofrecía champaña. Maurice declinó la oferta con un gesto parecido a un aleteo y se puso a acicalarse concienzudamente con el pico imaginario. Christophe le dedicó una sonrisa, un maullido, y se alejó.<br />
<br />
Por la ventana se veía una única luna, sola de toda soledad.<br />
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~</div>
«¡Christophe!», estuvo a punto de aullar, pero en seguida se dio cuenta de que era en vano. Miró de nuevo. Una sola, sí, era cierto. ¿Pudiera ser acaso que...?<br />
<br />
«¡Maurice!», llegó el aullido, jocoso, por detrás.<br />
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~</div>
Con el aullido, el empujón. Apenas un trastabilleo bastó para que Maurice se encontrase mirando, cabeza abajo, la luna mientras caía. La luna estaba en su lugar, huelga decirlo: quien caía era Maurice. El monstruo Pelon, impulsivo y torpe, lo había empujado; él estaba junto a la ventana, distraído, y no tuvo más remedio que caerse. (De ahí una de las normas de etiqueta más básicas: no hay que llevar monstruos a las fiestas). Después, lo inevitable: un cuerpo espachurrado sobre los adoquines, con una carta doblada y guardada en el bolsillo del <i>gilet</i>, ahora holgado, y un solitario florín dos o tres metros más allá. Lógicamente.<br />
<br />
No se sabe qué pasó con la Antigua Sociedad de Embaucadores y Tarambanas de Grenoble que fundó y presidía el propio Maurice, pero se cree que el carácter antiguo de esta —con una duración estimada de diez minutos— se hallaba solo en el nombre.</div>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-82709850745179807852015-01-16T22:20:00.000-03:002015-02-20T22:12:40.017-03:00Puede pasar<div style="text-align: justify;">
Café, dijo, de mala gana. ¿Puede ser que pida siempre café y le traigan siempre cortado? Cuando se estiró para devolverle el asunto al mozo sintió el culo de la Beretta en la cintura. Hacía un calor de los mil demonios, pero no podía sacarse el saco. Casi sin querer apretó el maletín con la pierna, como si necesitara confirmar que ahí estaba. Miró por la ventana. Su reflejo se mezclaba con el paisaje. Se arregló el pelo. Tenía que cortarse el pelo. Pasó un gordo en ojotas, y después una chica linda, y entonces justo llegó el café. Vino con una masita y un vasito de agua. Le puso uno de azúcar. Vio que era de esos que traían mensaje: «La contradicción es el mejor camino a la verdad». No estuvo seguro de entenderlo, pero, por si acaso, lo guardó en el bolsillo del saco.</div>
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Iba a pedir una de grasa (seguro de que le traerían una de manteca) cuando una ráfaga de aire húmedo y caliente lo hizo mirar hacia la puerta. En seguida se olvidó de la medialuna.</div>
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La chica pasó como una exhalación fragante, flagrante, definitiva. Se dirigió a la barra y, con confianza, como repitiendo un gesto ensayado una y mil veces, se inclinó sobre el estaño para susurrar algo al patrón. El gallego, bonachón, señaló el teléfono con una mueca algo boba, semejante a una sonrisa. Ella le sonrió —¡eso era una sonrisa, sin lugar a dudas!— y, con una leve inclinación de cabeza, acomodó el tubo sobre su hombro y empezó a discar, con gran lentitud, los números que llevaría anotados en el papel que desdobló su mano derecha.</div>
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Del gordo en ojotas no había noticias, por suerte. Pero sí había dos tipos nuevos. No sabía de dónde habían salido, cómo habían llegado; se había distraído un momento y de repente estaban ahí, a tres mesas de distancia, como si hubieran brotado de las sillas, blanquecinos como si necesitaran agua y luz, lúgubres como álamos. Llevaban anteojos negros y era difícil saber en qué dirección miraban.</div>
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Volvió a apretar el maletín con la pierna, casi sin querer. Casi. Un poco quería. Querría haber tenido los lentes puestos, también; los miró, apoyados contra el servilletero, y se recriminó. Vio que el mozo se acercaba a tomarles el pedido y volvió a pensar en la medialuna. Se recriminó. Sintió el sudor empaparle la espalda. Estaba inquieto. Miró a la chica, y le pareció que de espaldas no estaba tan bien como de sonrisa. Estuvo a punto de recriminarse, pero justo en ese momento un camión enorme cruzó la avenida y se robó el sol. La repentina oscuridad lo sobresaltó. Como un resorte giró la cabeza hacia la ventana, comprendió lo que pasaba y se sintió aliviado. Se recriminó por estar tan susceptible. Debía serenarse.</div>
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Metió la mano en el bolsillo interno del saco y miró, como quien no quiere la cosa, a los fulanos. Recostados sobre la pared, petrificados, los lentes fijos en lontananza. Retiró la mano lentamente, hasta revelar la lapicera. Haría unos garabatos para aplacar la ansiedad. Aprovechó que ya tenía la mano cerca y miró el reloj. Faltaban tres minutos. Miró a la chica, y entonces ella lo miró. Hacía un segundo buscaba al gallego con la mirada, pero no lo había encontrado, y ahora miraba rápidamente alrededor. En un segundo lo miró a los ojos, y en seguida su mano, y luego los ojos, de nuevo, y mientras hacía un gesto apurado, clarísimo, inconfundible. Comprendiendo todo, le devolvió el gesto alzando la lapicera, ofreciéndola. Ella le sonrió, apoyó el tubo en la barra y se apuró a la mesa, con la mano estirada.<br />
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—Gracias —dijo la chica con una voz inesperada, pero que estaba tan bien como su sonrisa. Él iba a decir que de nada o alguna otra formalidad, pero solo atinó a abrir la boca—. Ya se la devuelvo, señor —llenó el silencio ella, ya de espaldas, de regreso a la barra y al tubo en espera.</div>
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La chica debía de tener más o menos su edad, pero lo había llamado <i>señor</i>: definitivamente, tenía que cortarse el pelo. Y afeitarse. Entonces pensó cuánto le gustaría liquidar el asunto pronto, en lo posible antes de que ella volviera a acercarse a su mesa con la lapicera, para proponerle algo, no sabía bien qué. Salvarla, salvarse. Lo que fuera. Pero otra vez se había distraído. Miró su reloj. Ya era la hora.<br />
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~</div>
Instintivamente miró la puerta, que justo en ese momento se abría. Un destello de luz asesina le inflamó la retina. Era ella. Indiscutiblemente era ella. Tenía que ser ella, no había dudas. Llevaba lentes de sol. Volvió a sentirse desnudo. Sin darse cuenta, se enderezó y volvió a sentir el calor de la Beretta. Eso lo tranquilizó, apenas. No supo si pararse, o hacer una seña o no hacer nada. No hizo nada, porque ella ya estaba acercándose a la mesa, decidida.<br />
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Acarició el maletín con el tobillo y echó un rápido vistazo a los fulanos. Sonreían, pero no lo miraban. O tal vez lo miraran, imposible saber con esos lentes de mierda... Miró a la barra y vio que la chica ya había colgado y venía para la mesa, papel y lapicera en mano, y la vio doblar el papel y metérselo en el bolsillo de atrás del jean, y la vio levantar la cabeza, y entonces le pareció que se frenaba un segundo y reprimía una mueca. Le pareció.<br />
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La mujer se sentó en su mesa con aire mundano. Apoyó los anteojos y, con un gesto imposible de describir, llamó al mozo sin dejar de mirarlo a él. Él no la miró: su brillo le resultaba desagradable. Además, desde antes, desde siempre, su atención estaba con la chica turbada que se acercaba con una lapicera colgando de la mano.<br />
<br />
—Arce —afirmó la mujer, como el saludo de quien no saluda, para luego ronronear—: ¿Cómo estás, pichón? —Entonces, sin esperar respuesta, dejó sobre la mesa un gordo sobre de papel madera que parecía a punto de estallar.<br />
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—Muchas gracias —dijo la chica con una (otra) sonrisa, y le pareció que por un segundo la miraba a Ágata. La miró para ver si la miraba, para encontrar algo, para hacer algo, para algo. Ágata lo miraba a él, no a la chica. Sintió que la mirada lo calcinaba y volvió a mirar a la chica, que ya se iba.<br />
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—Ágata, ¿cómo estás...? —dijo, emulando una película en blanco y negro, y apuntó al entrecejo, seguro de que no podría sostenerle la mirada. Pensó qué hacer, y no supo, y pensó en apurar todo y terminarlo cuanto antes, y en seguida se recriminó, y entonces —¡justo!— llegó el mozo, y Ágata pidió una lágrima, y entonces Arce aprovechó para, subrepticiamente, relojear a los fulanos. Ya no reían.</div>
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Los tipos de la otra mesa tenían algo de roedores, pensó, o de felinos —quizá cierta nocturnidad—, y se le ocurrió, sin saber por qué, que, atentos al más mínimo movimiento de sus vibrisas, debían estar advertidos de lo que fuese que estuviera sucediendo en su mesa, de Ágata, de él mismo, tal vez hasta de la Beretta. También hay aves con vibrisas, recordó, aunque estos no tenían nada de pájaros. Pero <i>la contradicción es el mejor camino a la verdad</i>: quizá fuesen pájaros, pese a todo. Pájaros insectívoros, desgreñados, de un blanco sucio. ¿Y él qué sería? ¿Y Ágata? Fue el nombre. Entonces, de repente, la vio y volvió a la realidad más necesaria. Ella movía la boca, había estado hablándole, y él alcanzó a escuchar el tono con el que terminaba la frase. Era de interrogación. Le había preguntado algo.<br />
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—Perdón —atinó a decir. «No te escuché», iba a agregar, pero en cambio, inesperadamente, dijo—: No puedo.<br />
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Quiso sostener la mirada, fulminarla, meterle el «no puedo» a los golpes, ser omnipotente, un chulo, un <i>caporegime</i>, un poronga, pero no pudo nada de nada, y bajó la vista, servil, mugriento, pusilánime. Un boludo, como quien dice. Pero con dignidad, eso sí. Total, después de todo, no sabía ni qué era lo que no podía. Disimuló la finta con un sorbo de café. Era una mierda, ese café, la verdad.<br />
<br />
—¿Perdón? ¿«No puedo»? Dale, mequetrefe, no te pases, que si me río me arrugo —dijo, realmente animada, como quien sigue la chanza, pero hasta ahí; y ni reparó en la chica, ni en los fulanos.<br />
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—Te estaba probando —dijo él sin convicción, con la expresión más insondable que pudo fingir. Antes de eso, por un instante había barajado la posibilidad de decirle que había sido un chiste, que todo era un chiste, que él era un chiste. Cambió de idea y optó por esto que terminó diciendo, aunque no se lo creyó. Y luego, como un latigazo, por fin—: ¿Qué tengo que hacer?<br />
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—Es fácil, pichón. —Sonrió, floja, ella. De verdad se arrugaba—. Una transacción de todos los días. Algo a cambio de algo. No sé qué es lo que te habrá dicho Yandemián, pero vos le llevás esto —Sus finos dedos manchados, apoyando lo dicho, deslizaron sobre la mesa el sobre de papel madera, que quedó junto al pocillo vacío de él— y yo me llevo ese maletín que tenés ahí... —Ágata se ladeó apenas y miró debajo de la mesa. Las piernas de él y nada más. Su voz fue, por primera vez, insegura—: Perdón. Cuando entré me pareció ver que lo tenías ahí, pero me pareció mal... —y agregó, ya con otro tono—: ¿Dónde está?</div>
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Sintió inmediatamente la gola inundársele de adrenalina, y la espalda, de sudor. Sintió un fuego helado recorrerle las venas, y todos los músculos aflojársele. Sintió también la Beretta. Quiso sentir el maletín y apuró el tobillo. Nada. No estaba. Como un latigazo, se echó hacia atrás y miró el —entonces vacío— resquicio entre la mesa y la pared. No estaba. Habían fallado las vibrisas, el pájaro era el maletín y había volado. Si todo hubiera sido una novela de la tarde, habría pensado, acongojado: «¡Esto no puede estar pasándome a mí!»; si hubiera sido una película ibérica barata, habría pensado, acojonado: «¡Me cago en la puta mierda!». Pero no era ni lo uno ni lo otro, sino más bien un refrito clase B, un western rechupado, un sábado de superacción.</div>
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—¡¿Adónde está el maletín?! —chilló, como un perro al que le pisan la cola. Y esto mientras sudaba mucho, y el corazón le latía muy rápido (aunque no con mucha fuerza) y miraba a los cuatro costados, moviendo erráticamente la Beretta, que en un segundo había desenfundado, mientras —en un solo movimiento— se había parado y había empujado la silla hacia atrás (estuvo a punto de caerse y arruinar todo el dramatismo). Tenía el brazo bien extendido, y donde apuntaba la cabeza, apuntaba la pistola—. ¡¿Dónde está el maletín, carajo?! —rugió, pueril.<br />
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—Oiga, señor. Tranquilo, no se ofusque. Este es un lugar familiar. Baje eso, por favor, y entre todos lo ayudaremos a encontrar en un santiamén lo que ha extraviado —dijo el gallego, desde el estaño, con las manitos levantadas de forma conmovedora.<br />
<br />
—¡«Extraviado» un carajo! —gritó Arce—. El maletín lo agarró alguien, y más vale que aparezca porque empiezo a preguntar a los tiros. —Con esta última sentencia, miró la mesa de los tipos. Caras de nada, de jabón de lavar la ropa, gesto impasible. De reojo, vio que Ágata los miraba también.<br />
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De repente entendió la estupidez que acababa de hacer, lo pusilánime que era. Temió (¿supo?) que, como lo sabía él, lo supieran todos. Hasta la Beretta debía de saberlo, ahí alzada, pidiendo por favor que la relevaran de esa mísera comedia mal habida. El corazón le dio un vuelco, y después otro, y todo muy rápido, y pensó en dejar todo, en entregarse, no a los tipos, ni a Ágata ni a Yandemián, no; a la vida, directamente, si total... Pero no se podía, no. Si había llegado hasta ahí, seguiría. A su favor tenía, aunque más no fuera, la Beretta, ¿o no?<br />
<br />
Y eso fue un segundo, y ese segundo fue el primero. Hubo silencio. Y cuando iba a empezar el segundo siguiente (y entonces Arce hablaría de nuevo), el fulano —un fulano— se levantó, con mucha —mucha— calma, y caminó lento —bien lento— hacia Arce. Como un pichón aterido, Arce le espetó la italiana. El fulano no se mosqueó. La Beretta tembló, apenas. «¡Quieto o te quemo!», iba a decir, pero ya tenía al fulano encima.<br />
<br />
—No hay por qué ponerse así, querido amigo —dijo el fulano, inclinando levemente la cabeza—, baje eso, haga el favor. Ahí está su bendito maletín... —Y estiró el aire, cansino.<br />
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Debajo de una silla, a dos mesas de distancia, yacía el maletín como si alguien lo hubiese pateado inadvertidamente. En el arrastre había dejado, se veía, una prolija huella en el suelo roñoso, una brecha en la histórica capa de polvo y pelusa, indubitable, como la que abriría un transatlántico al atravesar un mar congelado. Arce se abalanzó sobre el maletín y en cuclillas, abrazado al cuero con la pistola aún en la mano, escudriñó a todos desde el piso con la mirada de un gato acorralado. Solo por un momento. Apenas eso duró el silencio.<br />
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—Arce. Venga. —Ágata no lo llamó: se lo ordenó.<br />
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Supo en seguida que suprimir el tuteo era mal sino. Supo en seguida que, para decirlo con todas las letras, la había cagado mal. Todo esto lo pensó mientras —todavía— miraba a la audiencia y apretaba la Beretta. La voz de hielo de Ágata le perforó el pecho, y sintióse desfallecer, como el <i>Titanic</i>. Sintió la sangre helársele, el pulso flaquearle, el sudor empaparle. Comenzó a pararse. El fulano no se movió. El gallego no bajó los brazos, pobre diablo, todavía obedecía. Su vida de mierda era obedecer, hacer lo que los clientes quisieran, dijeran, mandaran. Qué miserable era ese pobre gallego de mierda. Él, en cambio..., se levantó, de a poco, con miedo, con pereza, con vergüenza, pusilánime. Como un ratón que robó un queso, seguía aferrado al maletín. Guardó la italiana y se sentó. La mirada gélida de Ágata lo congeló en su lugar.<br />
<br />
—El maletín —dijo, y no hubo lugar para nada más. Sintió mil colores embargarle la cara y el semblante claudicar. Apoyó el maletín sobre la mesa, con dolor, y lo arrastró, temeroso. Le pareció que la vieja se arrugaba. Le pareció.<br />
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—Perdone... —se interrumpió Arce. No supo qué decir y se dio cuenta de que con una sola palabra, con ese <i>perdone</i>,<i> </i>había perdido todo lo poco o mucho que hubiera podido construir. La soltura impostada, el falso don de gentes, la seguridad ficticia, no importaban, tal vez no hubieran importado nunca: pedía perdón a Ágata, la trataba de usted, y demostraba de una vez y para siempre quién mandaba.<br />
<br />
La mujer no dijo nada. Ni lo miró, siquiera. No le interesaban las explicaciones. Ella se limitaba a tomar lo que necesitara y a hacer lo que tuviera que hacer sin preocuparse por los motivos, las razones ni las justificaciones de los demás. Todas las personas del mundo estaban para servirle, y tenía la certeza de que tarde o temprano las usaría a todas y cada una de ellas. Con un cansancio infinito, entonces, empujó su sobre por última vez, tomó el maletín y, sin más, dio media vuelta y encaró la puerta.<br />
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La vio alejarse por la calle, entre el ruido, como si nada, como si nadie. Quiso mirar a los fulanos, pero no se atrevió. Seguían ahí, lo sabía. Quiso acomodarse el pelo, al menos, pero ni eso pudo. Inmóvil, miraba la mesa, el piso, el infinito infernal. En un momento, en algún momento, tendría que levantarse, moverse, mostrarse, salir, enfrentar al mundo, las miradas, la vida de nuevo. Tendría, después de todo, que llevarle el sobre a Yandemián. Respiró hondo, y quiso pedir la cuenta; y entonces sintió una sombra acercarse. Esta vez no se sobresaltó.<br />
<br />
—Tuvo un día difícil, caballero; está bien, a todos nos pasa, no se preocupe —dijo el gallego, honestamente amable—. Tenga, la casa invita. —Dijo esto con una sonrisa sincera y amplia, a la vez que deslizaba frente a la vista de Arce un cortado y una medialuna de manteca.</div>
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Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-77389613246961531742013-06-05T16:50:00.000-03:002015-01-17T18:55:30.348-03:00Entelequia<div style="text-align: justify;">
Siempre había querido ser Papá Noel. Me di cuenta de repente, sin querer, ahí sentado frente al café intenso y frío, en el segundo piso del centro comercial, una tarde de diciembre. A la distancia, entre la escenografía, vi al Santa aquel que, como en las películas, se sacaba fotos con los chicos y les preguntaba qué querían de regalo, y si se habían portado bien. Y ahí me di cuenta de que quería ser Papá Noel.</div>
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Claro que yo quería ser ese papá noel, o algún papá noel por horas, no el verdadero, el auténtico enviado de quién sabe quién. Yo quería ser desconocido y conocido a la vez; quería ser un don nadie escondido detrás de las barbas de uno de los personajes más reconocidos y esperados del planeta. Quería mirar a la gente con mis ojos, y que ellos solo vieran unos ojos genéricos, un personaje, un nombre, un disfraz, un saco rojo, unas barbas blancas, unas botas negras. Yo quería prometer futuros, vender ilusiones, engendrar sueños, alimentar esperanzas, decir lo que fuera, con total impunidad, la impunidad que da estar legalmente autorizado a hacer el mal. Yo quería ser especial, tener magia, ver los ojos de los otros brillar al verme, hacerlos sonreír, obligarlos a querer más al prójimo, a ser más buenos, a...<br />
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~</div>
—González —dijo el tipo, y en esa palabra condensó reconocimiento, distancia y saludo. Lo miré sobresaltado. De pie junto a mí, su presencia era imponente. Yo pensaba aún en Papá Noel y no supe qué decir, y apenas atiné, intimidado, casi hundiéndome en la ridícula silla de plástico rojo, a extender una mano floja y fría que él apretó con fuerza.<br />
<br />
Yo quería ser especial, tener magia, ver los ojos de los otros brillar al verme. Pero era González, un montón de nada, y los ojos acerados del tipo no brillaron en absoluto.<br />
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—¿Cómo estás?—, atiné a decir, mientras intentaba salir de la ilusión, volver a la realidad, conectar con el mundo. O bueno, al menos conectar con Torena. Llamarse por el apellido, qué costumbre de mierda. Es de canas eso de llamarse por el apellido. O de profesor de química que no tiene celular. O de albañil. De secretaria no, y de recepcionista de consultorio tampoco, porque en esos casos se antepone un «señor», o algo así, y acá no había nada. Y por un segundo no supe si sabía su nombre, y entonces me escuché pensándolo y me di cuenta de qué raro que me sonaba, no solo porque nunca lo había llamado por su nombre de pila, sino porque no conocía a ningún otro Tobías. Se me ocurrió que seguramente hacía años que no pronunciaba el nombre Tobías en voz alta, si es que acaso alguna vez lo había pronunciado (y era de esperar que sí, pero no sé por qué, porque no tuve nunca ningún amigo Tobías, y no había ningún Tobías muy famoso, así que después de todo bien podía no haberlo pronunciado nunca), y se me figuró entonces todo muy absurdo, muy azaroso, como si las cosas pudieran pasar, o no pasar, y nadie sabía por qué, y tal vez uno ni siquiera se diera cuenta hasta que las...<br />
<br />
—Bien, todo bien, escuchame —dijo—, disculpá que llego tarde, es que vengo con mil cosas, y estoy a las corridas, sorry pero estoy a mil, veamos esto en un toque y salgo rajando, que tenPuta madre, viejo, no tienen un minDame un minuto, disculpá, ¿eh? —dijo, mientras atendía el celular que había sonado de repente (como suenan todas las cosas, porque no van a andar avisando para sonar, tampoco, ¿no?) haciendo un quilombo de la gran puta, lacerando la tierna calma de una tarde en el segundo piso de un centro comercial lleno de gente acomodada y señoras muy al dope, a todo trapo, con un rínton que avisaba: «Arde, papi!».<br />
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—Todo bien, <i>Tobías</i> —dije, paladeando el nombre—. Atendé tranquilo, campeón —agregué, sin mucho convencimiento (¿campeón? ¿Campeón de qué?). Había querido hacerle notar que sabía su nombre, que podía llamarlo Tobías y, sobre todo, que él podía dirigirse a mí con un resonante Sofanor en vez de decirme solo, anodinamente, González. Me llamo Sofanor. Nunca me había gustado mi nombre, pero esa tarde, en ese momento, se me antojó mejor que mi apellido, más especial, algo que me hacía único y me diferenciaba de todos los demás, al menos de toda la gente que hormigueaba en ese centro comercial. Esa tarde, Papá Noel y yo, Sofanor González, éramos los únicos diferentes. Y, claro, a él el nombre lo ayudaba. O el apellido, no sé. A Noel, me refiero: <i>papá</i> es una palabra bastante común, pero <i>noel</i> es otra cosa...<br />
<br />
—Sí, González. Ya atendí. Aguantame, ya estoy con vos. —Tobías dijo esto sin mirarme, con el costado de la boca, mientras se alejaba unos pasos de la mesa a la que no había llegado a sentarse, la mesa en la que había estado esperándolo, para concentrarse en su llamado. Dijo que estaba conmigo al mismo tiempo que se iba.<br />
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De repente tuve culpa. Yo ahí, sentado, mirando al papá noel, tomando un café que de tanto tiempo que tenía hasta había dejado enfriar, y este tipo que no llegaba a sentarse que ya estaba levantándose... Él tan Tobías, yo tan Sofanor... Tobías es acción, es verbo, es conjugado, es potencial; Sofanor es sustantivo, es una cosa, un sujeto. Sofanor, sujeto; Tobías, predicado. Proyector, calefactor, carburador, sofanor.<br />
<br />
—Bueno, escuchame —dijo, mientras se sentaba, atolondradamente—, ahí justo me llamó Rinaldi que quer¡Mozo! Fla... Flaquito, un cortado mitá y mitá traeme, y una de grasaQue quería saber si está OK, así que vamos al punto, ¿para cuándo lo podés tener listo? Por la guita no hay problema, olvidate que va a estar, pero no es fácil, viste, hay que andar con pie de plomo, ¿viste? ¿Para cuándo lo podés tener cocinado?<br />
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~</div>
—Por eso no te preocupes, <i>Tobías</i> —volví a remarcar—; lo voy a resolver, y más bien rápido. Yo también soy acción, verbo, conjugado y potencial, <i>Tobías</i> —insistí—. Diste con la persona indicada, <i>Toby</i> —me pasé.<br />
<br />
—'Tá bien, González. Sos muy vueltero, che, al final. Qué cosa, este González, ¡siempre tan González!<br />
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~</div>
Se rió de buena gana, el muy turro. Se rió de su ocurrencia, no de la mía. Qué puto, siempre cae parado. Seguro que a este papá noel siempre lo traía lo que quería, me la juego... Seguro que este hasta escribía cartitas... Yo nunca escribí cartas, porque un tipo que tiene la capacidad de mirarte todo el año para saber si te portaste bien o mal, y que puede estar en todas las casas del mundo al mismo tiempo, y sin ser visto en ninguna, es prácticamente un dios: si quiere saber qué quiero, que me escuche los pensamientos, ¡mirá si le voy a escribir una carta! Mientras me reía por dentro pensando en los desafíos que el niño en mí le había diseñado al barbas, pensando en cartas y en leer la mente, caí en la realidad. Era mi oportunidad de tomar el toro por las astas.<br />
<br />
—Bueno, dale, campeón —deslicé innecesariamente cancherísimo, casi sin poder evitarlo, envalentonado tal vez por la cafeína—, contame bien cómo es la cosa, dame los detalles; cuando me llamaste no me dijiste casi nada, no sé todavía qué es lo que querés. —En ese instante fui como su papá noel, pero ni me di cuenta.<br />
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~</div>
—¿En serio no te dije? —preguntó arrugando el ceño y mirándome con ojos escudriñadores—. ¡No lo puedo creer! Bueno, puede ser, en realidad; estoy con tantas cosas en la cabeza, ando con tantos quilombos... Gracias, flaquito —Sin mirarlo, el mozo dejó el café con leche y la medialuna sobre la mesa—. Escuchame, ¡te pedí de grasa! Llevate esta y traeme una de grasa. Dale. Gracias. Bueno, González —volvió a dirigirse a mí mientras revolvía el café con ímpetu, con toda la fuerza necesaria para disolver los cinco sobres de edulcorante que le había echado—, el asunto es simple: ¿querés ser Papá Noel?<br />
<br />
Di un respingo en mi lugar y sentí mis mejillas arder. No podía verme, pero supe que me había puesto todo rojo. Creo que hasta se me llenaron los ojos de agua.<br />
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~</div>
—¿Papá Noel...? —dije, con una cara que podría haber significado cualquier cosa, o todo a la vez. Tobías entendió la parte que quiso, como pudo. Entre mi duda, mi emoción, mi sorpresa, mi excitación, mi estupor, mi revolución, él enganchó para donde quiso. Yo quise seguir halando, pero el segundo que me llevó arrastrar las palabras hasta la boca fue muy largo, Tobías era acción, no tenía tiempo que perder.<br />
<br />
—¡Sí, Papá Noel! ¿No es buenísimo? ¡Jajaja...! —se rió de buena gana, muy fuerte, groseramente. Mi cara mutó, pero retuvo todas las expresiones, solo que desfasadas catorce grados al Norte—. ¡Les vas a llevar regalitos a los nenes, boludo, jajaja, ¿qué te parece?! —siguió, animado, con la boca llena de medialuna y café cortado.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¿En serio me lo decís? —No supe qué agregar. Entre la sorpresa y la duda, lo miré. Necesitaba alguna certeza. Sentía la alegría bullendo en mí, subiendo, como café en una Volturno, y no sabía si podía dejarla salir o si mi inocencia echaría a perder para siempre la posibilidad de ser respetado por Tobías. Lo miré, entonces. Tras algunos estertores de risa, su boca, curvada en una sonrisa rígida, le empujaba los pómulos hacia arriba, y los ojos de Tobías (que era de cara ancha y, básicamente, puro pómulo) se perdían, como ranuras, entre pliegues. Tenía los labios húmedos de café y de leche; también un reguero de migas y restos salivados de medialuna a un lado de la boca, como una fila de hormigas blancuzcas que se perdían en su comisura derecha. Pensé en hormigas blancas y no pude evitar un escalofrío: hormigas blancas caminando dentro de Tobías, acarreando a sus espaldas minúsculos pedazos de carne y de grasa, de hueso, de hígado y de pulmón; hormigas blancas trozándolo lentamente para alimentar su hongo. Me estremecí otra vez y decidí que...<br />
<br />
—¿Qué me mirás tanto? ¿Te gusto, González? Ah, ¡pucha, que habías sido maricón, jajaja! Bueno, dale, liquidemos esto. Lo de Papá Noel es en serio. Lo vas a hacer, ¿no? No me cagués, González.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—No, ¿cómo?, más vale que lo voy a hacer, boludo —le devolví la gentileza casi sin darme cuenta—, pero a ver, explicame más, me tomás por sorpresa, la verdad que es raro... Pero, ojo, ¡¿está bueno, eh?! No digo que no, pero hay que ver viste por ejemplo ponele el horario y el traje y también... —le dije atropelladamente. Las imágenes se centrifugaban en mi mente, las palabras se abarrotaban en mi boca. Ya estaba imaginándome con el traje, sentado en un trono de madera, rodeado de nieve falsa, cagado de calor (porque esos trajes me juego las bolas que dan un calor de la gran puta), sacándome fotos con los chicos como si fuera una celebridad... Bueno, iba a ser una celebridad, la verdad, porque Papá Noe...<br />
<br />
—Bueno, eh, pará, tranquilizate, pará un poco —dijo Torena mientras se embadurnaba la cara con café, leche y medialuna con una diminuta servilleta de papel—, vos no te preocupes, la cosa es el fin de semana, así no tenés quilombos de horario. Es fácil, vos te ponés el traje, nadie te conoce, y estás ahí, y se te acerca... gente, y vos tenés que obsequiarles... cositas, digamos, ¿viste? La mayoría son chicos, así que no se enteran de nada, viste, o sea... González, no te hagás el boludo, ¿me entendés lo que te estoy diciendo, no?<br />
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~</div>
—Pero sí, che, ¿te creés que nací ayer? ¡Tengo que darles regalos a los chicos!<br />
<br />
—Ponele, sí —sonrió—. Digámoslo así. Vas a reemplazar acá mismo, y por eso te cité «en este lugar sagrado» —volvió a sonreír; esa vez, me pareció, con cierta socarronería—, a Pertierra, que es el tipo que labura de papá noel en el <i>shopping</i> durante la semana. Es aquel, ¿ves? —y señaló al barbado señor embutido en un traje rojo y blanco brilloso que yo había estado mirando todo el tiempo— . Está todo arreglado con el jefe de personal, así que no vas a tener ningún problema. Hacé lo que te digan y listo, ¿entendido? Más fácil, imposible. <br />
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~</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Genial! ¡Bárbaro! Mirá, no sabés lo que significa para mí, y no me lo vas a creer, pero just... —me interrumpí; habría seguido, pero Torena, que había terminado el café y la medialuna, ya se estaba levantando. Me explicó de nuevo que andaba a mil, y me dijo que lo disculpara, que se tenía que ir. Antes de irse me repitió, con una sonrisa, que confiaba en que no iba a defraudarlo; y yo le repetí que no, que esto significaba mucho para mí, que le estaba muy agradecido, pero no sé si me escuchó. Le hice señas al mozo de que me trajera la cuenta, porque quería ir a caminar un rato y digerir la buena nueva. Y ahí me di cuenta que Torena, distraído como era, se había ido sin pagar. Mejor para él, porque la verdad, un café y una medialuna treinta dos pesos, son unos hijos de puta, se abusan porque están en el <i>shopping</i>, y si te dan ganas de tomar algo...</div>
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<br /></div>
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El sábado temprano estaba ahí, firme junto al pueblo, esperando al que me tenía que dar el traje y explicar cómo era la cosa. Bah, igual era darle regalos a los chicos: más fácil, imposible.</div>
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~</div>
—Vos sos González —aseguró, más que preguntar, un gordo inmenso—. Yo soy Iglesias, tanto gusto. Torena y Pertierra me hablaron de vos. Empezás hoy, ¿no? —preguntó sin esperar respuesta. El sudor le bañaba la calva—. Vení, acompañame —invitó, y se dio vuelta y entró en un sucucho que hacía de depósito y, por lo que pude ver, de oficina. Se movía con dificultad y tenía también transpirada la espalda.<br />
<br />
Tuvimos una breve conversación, pero no me acuerdo de nada. La ansiedad me mataba, y casi me zambullí en el traje rojo en cuanto lo descolgó de un armarito empotrado. Le di la mano, debo haberle agradecido, y corrí a ocupar mi lugar bajo el enorme árbol de navidad que señoreaba la planta baja. Recuerdo haber mirado mi reloj: eran las 8.55 de la mañana. En cinco minutos, las puertas se abrirían y me convertiría oficialmente, ante todos los visitantes, en Papá Noel. ¡La puta, carajo! ¡Qué satisfacción! ¡Vamos, Sofanor, todavía! ¡Domador de entelequias!<br />
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~</div>
Me paré derechito, esperando el futuro, mirándole a los ojos, y en seguida me distraje con una promotora de metro setenta, tacos, y unas gomas divinas que iba a regalar alfajores de dulce de leche. Iba a perderme en eso, pero fue la iglesia (no una sino varias) la que me sacó del sueño:<br />
<br />
—González, ¿estás dormido, flaco? Te dejás los paquetitos... Espabilá, dale, acá tenés —dijo, entregándome una bolsa blanca llena de... paquetitos.<br />
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~</div>
Raros, los paquetes. Y la bolsa. Es sabido que Papá Noel carga en su trineo un saco majestuoso, más bien gruesito, con adornitos y todo, y no una bolsa de arpillera. Pero bueno, tampoco quería mufarme, así que volví a concentrarme en la promotora: le clavé los ojos en la nuca (no solo ahí, pero mayormente) con la idea de forzarla a mirarme, a convidarme un alfajor (me di cuenta en ese momento de que, por la emoción, no había desayunado, y tenía una lija mortal) y, quién sabe, tal vez, a empezar algo más. ¡Gran día, Sofanorcito!<br />
<br />
La promotora, mientras tanto, aguijoneada por los ojos de González, se dio vuelta justo a tiempo para ver cómo el descomunal pino de madera y plástico verde cargado con adornos navideños y nieve falsa se desplomaba sobre ese tipo vestido de Papá Noel que había empezado a trabajar ese día y no había dejado de mirarla. Con el hecho consumado, y luego del gran estruendo, empezó a los gritos, desesperada, y se puso a llorar. A Sofanor, si hubiera estado vivo, le habría gustado eso.</div>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-83942170231363535952013-04-21T13:01:00.000-03:002013-05-04T12:41:14.053-03:00Los días de la rabia<div style="text-align: justify;">
El viejo cerró la puerta con llave. Como un autómata, apoyó el sombrero sobre la cómoda y, siempre entrando, como si todo formara parte de un único gran movimiento, dejó caer el saco en el sillón raído de pana verde y comenzó a remangarse la camisa arrugada. Se detuvo. Abriendo los ojos, extrañado, como quien acaba de despertar, volvió sobre sus pasos y corrió el pasador. No quería ser molestado, y ese pequeño gesto se le antojó definitivo.</div>
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<br /></div>
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Se derrumbó en la poltrona ante su escritorio y se sirvió un vaso de escocés. Lo tomaba solo. Apoyó el vaso junto a la máquina de escribir, puso una hoja de papel, encendió la radio y un cigarrillo y, olvidándolo todo, se puso a beber, a grandes tragos, directamente de la botella. Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, hizo a un lado la botella, se calzó entre los labios el cigarrillo, que agonizaba en un cenicero desbordante, y dejó pasear los dedos sobre el teclado. No escribía: lo acariciaba. Era un acto de amor. Pero tenía que empezar. Para no deshonrar el vaso de escocés que se había servido, lo liquidó y, luego de hacer sonar sus dedos, escribió:</div>
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«Un hombre puede volverse malo en un segundo. Un hombre puede dejar de ser un hombre en un segundo. Puede morir en un segundo, y vivir en un segundo toda su vida. Todo puede desmoronarse en un segundo, en un instante, aunque haya llevado una o más vidas construirlo. En un segundo nace una idea, muere una persona, llega un niño al mundo, un perro viejo cierra sus ojos, una bala atraviesa un pecho, una palabra destruye un corazón, una mirada llena o vacía un alma, una enfermedad mortal se aloja en un cuerpo, una cachetada destruye un orgullo, un aroma revive mil imágenes, un orgasmo; todo en un segundo, en un instante, tal vez incluso menor que un segundo.</div>
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<br /></div>
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»Todo eso, y mucho más, en un segundo. Y de esos caben sesenta en un minuto, tres mil seiscientos en una hora, y quién sabe cuántos en una vida. Infinitas oportunidades nos acechan, es un milagro que logremos sobrevivir a tantas. Mas un día, un buen día, sin ningún motivo particular, en un instante, se abren las puertas del infierno, se vuelve todo negro y húmedo, pesado y denso; nos invade el odio o el dolor, el rencor o la miseria, la incertidumbre o la certeza. El mundo alrededor, estúpido, suele no enterarse de nada.</div>
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~</div>
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»Esos segundos no son inocentes. Al contrario, están llenos de rencor, están teñidos de odio, están cargados de muerte. No es que transcurren sin más, sin dejar huella: dejan surcos por donde pasan, y donde pisan no vuelve a crecer el pasto. No vuelve a crecer nada, de hecho. Solo florece la rabia.»</div>
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<br /></div>
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<i>Rabia</i>, punto. El viejo estiró la mano derecha hacia el cenicero y con la izquierda se tocó la cara. Fue un gesto mecánico; lo hacía frecuentemente al escribir, como un modo de frenar el fluir, de no dejarse llevar por la corriente río abajo, de impedir que el agua lo llevase adonde nunca quiso ir. Pero también le sirvió para notar su humanidad, su barba mal afeitada, su pelo desgreñado, sus rasgos devastados. Se sintió entero a pedazos.</div>
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~</div>
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Miró la hoja, releyó más con la mente que con los ojos. Dudó, como siempre. Miró el tercer párrafo con recelo. Dudó. Se entregó: al demonio con todo, la escritura sale como sale, es como es. Con rabia, si es necesario. Que duela, si es necesario. Entero a pedazos, pensó. Se acarició la barba un poco más. Una barba, entera; muchos pelos, pedazos. Como un perro viejo, pensó, que en un segundo cierra sus ojos. Como un perro con rabia. Se dio cuenta de que razonaba como un ebrio, como lo ebrio que estaba.</div>
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<br /></div>
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Estiró la mano y agarró la botella por el cuello. La besó con furia, y del mismo modo la alejó. Alejó la mirada de todo, como negándose a un pensamiento intempestivo. En un segundo dudó mil seiscientas setenta y pico de veces, y en un arrebato, con un movimiento rápido y torpe, manoteó el tubo del teléfono. Escuchó el monótono quejido. Volvió a dudar y, tras el mismo proceso, discó, y sintió que el disco tardaba una eternidad y media en volver a su sitio. Cuando hubo discado el último número miró el disco fijamente, y escuchó el silencio previo a que se estableciera la llamada. Entonces, después de un segundo, el tono de llamada. Antes de que terminara, colgó violentamente, y se desplomó en el asiento.</div>
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~</div>
<div style="text-align: justify;">
Pensó que nada tenía sentido, que las cosas sucedían sin motivos, sin razón, sin explicación alguna. Se enderezó en la poltrona y lo atravesó el lumbago, que cruzó su cuerpo como un rayo y terminó, como una explosión dolorosa, en su cabeza. Se sintió viejo y cansado. Con los ojos cerrados por el dolor, por el sueño, por la borrachera nueva, dejó que su mano derecha tanteara sobre el escritorio el camino hacia el primer cajón. En la exploración, se quemó un dedo al hundirlo en la ceniza caliente del cenicero, y en el movimiento de alejar la mano, tiró el cenicero y el vaso. El ruido del vidrio estallando sobre el piso de madera alimentó el dolor de su cabeza, que ahora sentía latir. La mano dio, finalmente, con el cajón. Lo abrió. Dentro descansaba la vieja Luger.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Abrió los ojos. La visión de la pistola lo enfermó y cerró el cajón con violencia. Levantó el tubo del teléfono. Intentó discar otra vez, pero la mano no le obedecía y colgó estrepitosamente, con un quejido de la campanilla, el viejo armatoste negro. «Si he de morir, que sea escribiendo», pensó. «Aunque ya no me queden palabras.»</div>
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~</div>
<div style="text-align: justify;">
Volvió al papel, a la máquina, al teclado, a las caricias. Un nuevo beso, a la botella, y otro cigarrillo. Volvió a mirar el papel. Miró en derredor. La realidad es que no hacía más que posponer el fatídico momento en que no tendría más remedio que echar mano a la escritura o al cajón, o tal vez, incluso, al teléfono, por mucho que le costara. Del fondo del escritorio, de entre unos papeles viejos, como todo ahí, sacó un cenicero de lata robado de El Fortín, el viejo refugio de la esquina del pasaje Zagardúa. Apoyó el cigarrillo, le dio dos golpes al retorno y escribió:</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
«Yo recuerdo bien, lamentablemente, ese día, ese instante, en que me volví malo para vos, para mí, para todos. Me pregunto si vos sabrás también. No importa, ¿qué más da? Recuerdo tu sonrisa, y el sol de la tarde espiando por la ventana, y el polvo flotando en el aire. El polvo... Tal vez todo haya sido culpa del polvo, y nada más, solo del polvo...»</div>
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~</div>
<div style="text-align: justify;">
Dejó caer las manos, muertas, a los lados. Se sintió vencido por el hastío, por los mil hastíos distintos que no eran otra cosa que el mismo, siempre el mismo. Sin pensar en nada más, se irguió, recibió la nueva —aunque previsible— puñalada del lumbago y, con los ojos llenos de lágrimas, caminó hasta la biblioteca desvencijada y eligió, tras acariciarle levemente el lomo, un libro: <i>Moby Dick</i>. Lo abrió por la mitad y, con cascada pero aún hermosamente poderosa voz de tenor, declamó para nadie:</div>
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<br /></div>
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«¡Oh, hombre, no mires demasiado tiempo a la cara del fuego! ¡Nunca sueñes con la mano en la barra! No vuelvas la espalda a la brújula, acepta la primera indicación del timón que tironea; no creas al fuego artificial, cuando su rojez hace parecer fantasmales todas las cosas. Mañana, al sol natural, los cielos estarán claros; los que centelleaban como demonios entre las llamas bífidas, por la mañana se mostrarán suavizados de un modo diferente, al menos más suave; el glorioso, dorado y alegre sol es la única lámpara sincera: ¡todas las demás son solo embusteras!»</div>
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~</div>
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«¡Sí, eso es!», pareció gritar una voz muy dentro de sí, pero antes de que pudiera escucharla se había apagado, como ese aroma que apenas empieza a evocar imágenes se ha ido, o esa imagen que, antes de evocar sensaciones, es refrenada. Fue un segundo, un instante, nada más. Tal vez había esperado encontrar algún conforte, pero, en lugar de eso, se encontró con un aluvión de imágenes, con el <i>Pequod</i> naufragando, con un remolino que todo lo chupa, con la furia de la bestia blanca y la rabia del capitán Ahab.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El torbellino de imágenes se fundió en una imagen única, la de Ishmael naufragando, solo, a la deriva, en la noche. La semblanza fue obvia incluso para él, que estaba ebrio y abatido. Volvió a la poltrona, y tuvo el instinto de volver al escocés y los cigarrillos, pero los miró con desdén —ni siquiera con odio— y se dispuso a teclear de nuevo. Como un rayo que cruza la noche, un impulso lo llevó a estirar la mano para agarrar el tubo una vez más. Y lo habría hecho, de no ser porque un segundo —un instante, apenas— antes de que su mano llegara, el endiablado aparato quebró su lánguido silencio con un fortísimo tronar de campanillas.</div>
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~</div>
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Si no hubiera bebido tanto, si no hubiese estado tan cansado, si no fuera tan viejo y no tuviera tanto dolor, lo habría pensado un instante y probablemente habría decidido dejar el teléfono sonar hasta que sobreviniese el silencio. Pero el viejo estaba aturdido y actuaba por impulsos. No sabía por qué hacía lo que hacía. Estiró entonces la mano derecha, repentinamente, como un latigazo, y levantó el tubo. El auricular dejó salir la voz de su hija, esa voz tan ansiada y tan temida.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Se sintió el capitán Ahab, dispuesto a arponear la gran ballena blanca.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«¿Hola...?», dijo Regina, por segunda vez, al notar que del otro lado había solo silencio, pero con la certeza de que detrás de ese silencio estaba su padre. Aguzó el oído y apretó el tubo más aún contra su oreja izquierda, mientras con la mano derecha daba nerviosas vueltas al cable, sin darse cuenta.<br />
<br />
Ahab sintió de repente el aire de la mañana fría bañarle la cara, calarle los huesos, y la calidez del sol henchirle el alma, y se sintió todopoderoso, invencible; se le pasó en un instante el lumbago, la borrachera, la depresión, la sordidez, todo. Entonces abrió la boca para decir algo (para decirlo todo), y una ola de miedos e inseguridades lo azotó por estribor, le hizo perder el equilibrio —y habría caído al mar de no haberse aferrado con la diestra a la poltrona—, le nubló la mente y le llenó la boca de espuma y rabia. Finalmente, mientras resbalaba, una voz ahogada dijo: «Hijita, yo...».<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«¿Papá? ¿Estás bien? ¿Qué pasa ahora?», preguntó Regina, sobresaltada. El viejo se sintió humillado. Evidentemente, su voz era más reveladora de lo que esperaba, más que lo que él mismo sabía. El lumbago le asestó otro latigazo. Otra vez se le anegaron los ojos, de nuevo se sintió muerto.<br />
<br />
<i>Ahora</i>. Esa palabra, elegida por su hija para cerrar la frase, le cayó encima con todo su peso. No era inocente. Regina lo sabía, y la había escupido con infinito cansancio. Su hija lo despreciaba y no supo qué responder.<br />
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~</div>
Quiso hablar, pero tardó demasiado, y el silencio se extendió hasta el límite de la paciencia de Regina, que antes de que él pudiera darse cuenta arremetió sin pensar, desordenada, imparable, impiadosa, como una turba, como una ballena blanca: «¿Estuviste tomando? Estuviste tomando de nuevo, siempre lo mismo. ¿Ahora vas a empezar de nuevo con lo mismo, otra vez dale que dale? ¡Te llamo para hablar bien, un ratito, y en seguida un problema, siempre lo mismo, que quejas, que llanto, que depresión, siempre lo mismo...! No se puede, viejo, así no se puede, siempre lo mismo, no tenés un minuto de paz, ni un minuto de paz, la verd...».<br />
<br />
Y siguió en ese tono, y las palabras cada vez decían menos, y transmitían más, y una fuerza enorme aplastaba todo, y un sopor oscuro empezaba a nublarle la visión, el alma misma. Pero entonces, casi como en las películas —en las novelas—, una ráfaga de viento gélido y puro lo devolvió a la realidad, y encontró la fuerza para levantar la cabeza y mirar al monstruo a los ojos; para ponerse de pie y agarrar el arpón, y a la vez que la rabia le inflamaba la linfa, apuntó, y disparó:<br />
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~</div>
«Soy tu padre. Yo te creé, yo te inventé, yo te construí y te di vida. Lo hice en un minuto, sin mucho esfuerzo. Apenas una erección y una eyaculación: nada. Soy tu dios. Me tenés que respetar. No me podés hablar así. ¡Rendime pleitesía, carajo! —su mano se crispó, inadvertida e inesperadamente, sobre la Luger, que sacó del cajón y empezó a sacudir en el aire, mientras gesticulaba y elevaba cada vez más la voz— ¡Yo te di la vida y te la puedo quitar! ¡Me vas a respetar! ¡Respetame!»<br />
<br />
Un arranque de tos cortó la escalada. El viejo veía todo rojo. En su mano izquierda, la pistola; en la derecha, aún el tubo del teléfono. Del otro lado, su hija lloraba.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«¡Papá...! ¡Papá...!», decía, entre llantos y cualquier otra cosa, Regina. Tenía bronca y pena, sentía lástima, y culpa, pero también una excitación ardiente, una bronca sofocante. Sentía rabia, pero ella no lo sabía. Sus palabras, que intentaban sin lograrlo ser gritos, sonaban de cualquier manera. No importaba: del otro lado, nadie escuchaba.<br />
<br />
Cuando el ataque de tos amainó (o, más bien, fue abatido violentamente por las puntadas de la ciática) tenía todavía la Parabellum en la zurda, y el tubo en la diestra. Todo estaba al revés. Tomó un sorbo de aire viciado de tabaco y angustia, y quiso recomponerse. Por un segundo, fue él mismo, todo volvió a su lugar, todo a foja cero. Entonces, sin quererlo, sin poder tampoco evitarlo, vio la hoja en la máquina: «Un hombre puede volverse malo en un segundo». Entonces recordó su intención original, dónde había empezado toda esta letanía.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«Perdoname, Regina, hijita. Estoy cansado y no sé lo que digo. No llores más, calmate», dijo el viejo, y su voz fue débil, rasposa y sibilante aunque él haya intentado hacerla tranquila y dulce, consoladora, de padre.<br />
<br />
«Me tenés podrida», fue toda la respuesta de la joven. Luego, un chasquido lejano y el consabido tono de la línea indicaron al viejo que, indefectiblemente, estaba solo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Estuvo apoltronado en silencio, inmóvil, quién sabe cuánto tiempo, con el tubo todavía en la mano. No pensaba en nada. Pensaba que debía pensar en algo: en lo que había pasado, en lo que iba a pasar, en la angustia, la soledad, la rabia, la ballena, algo, pero no podía pensar en nada, veía todo más negro que nunca. Muchos que en ese mismo momento cerraban los ojos con fuerza para dejar de ver, de pensar, lo habrían envidiado, pero él no sabía nada de eso, estaba vacío hasta de pensamientos.<br />
<br />
Colgó el teléfono, se sirvió un escocés cargado, prendió un pucho que dejó después de la primera calada en el cenicero, sacó la Luger, la puso junto a la máquina, y miró fijo el papel. Se dio cuenta (al menos creyó darse cuenta) de que estaba empezando todo de nuevo. Escribió de nuevo, pero esta vez, no acariciaba, cortaba:<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«No se puede preguntar al polvo. No tiene respuestas, o se las guarda, que es lo mismo. Ni siquiera sirven las preguntas. Hombre, actuarás sin preguntar, sin emitir palabra, sin lugar para arrepentirte, sin un solo pensamiento. Serás una fuerza de la naturaleza; serás azar, impulso, crimen. Segundo tras segundo. Un martillo inexorable hará trizas tu pasado, y lo hará de inmediato, apenas saques un pie para ponerlo en el presente. La sombra del martillo te condena a vivir en el hoy. Sos un animal que nace con las primeras luces del día y muere en cuanto cae la noche, día tras día, en un círculo interminable.»<br />
<br />
<i>Interminable</i>. El viejo tomó un trago y paladeó esa palabra. <i>Interminable</i>. Un animal salvaje que se siente acorralado. <i>Interminable</i>. El capitán Ahab dispuesto a matar aunque en ello apueste su propia vida. <i>Interminable</i>. La Luger, silenciosa compañera y llave maestra. <i>Interminable</i>. El índice hace presión sobre el gatillo.</div>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-25490752521086331312013-03-19T16:47:00.000-03:002013-03-19T17:22:09.144-03:00Querido Lev<div style="text-align: right;">
<i>Buenos Aires, 12 de abril de 1950</i></div>
<i><br />
Querido Lev:</i><br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
<i>Escribo estas líneas ni sé cómo, para decirte que estoy bien, que más allá de todo, estoy bien. Me gustaría saber cómo estás vos, me gustaría saber qué está pasando, cómo se va resolviendo todo. O si se va resolviendo. Temo, mientras escribo, que estas líneas caigan en las manos equivocadas. Ruego que no. Escribo, sin embargo, sabiendo que tal vez nunca reciba una respuesta. Escribo sabiendo que tal vez ni siquiera lleguen a vos estas palabras. Escribo porque ¿qué más puedo hacer? Escribo, y espero, y paso el tiempo, y miro por las ventanas, y al cielo, y lo veo como de otro color, aquí, tan lejos.</i><br />
<i><br />
</i> <i>Aquí es muy difícil obtener información. Los diarios cuentan poco, y nadie sabe demasiado. Ni parece importarle mucho tampoco. Además, honestamente, ya ni sé en quién confiar. La sensación de vivir mirando por sobre el hombro se me ha instalado, y a veces me late el corazón con violencia, inevitablemente, y el aire es más denso. A veces en el tranvía, o caminando por el centro, creo ver entre la gente una cara conocida, uno de los nuestros. Enseguida me digo que no, y suspiro. Tal vez el viento lo llevará hacia allá, con mis afectos.</i></div>
<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
~</div>
<i>¿Has visto a Sacha? Debería haberte contactado ya. Le encargué que te entregase algo, un pequeño paquete. Ojalá lo recibas pronto y te sirva.<br />
<br />
Las cosas aquí son raras, pero no puedo escribirte más. Pondré una estampilla a esta carta y la tiraré en el primer buzón que vea.</i><br />
<div style="text-align: right;">
~<br />
<div style="text-align: justify;">
<i>Beregi sebya,<br />
W.</i></div>
~<br />
<div style="text-align: right;">
<i>30 de abril de 1950</i></div>
<div style="text-align: right;">
<br /></div>
<div style="text-align: left;">
<i>Lev:</i><br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
<i>Me gustaría decirte que el motivo de estas líneas es, sencillamente, que esta ciudad no tiene buzones. Me encantaría, pero no, las cosas son realmente más serias y complejas. O tal vez solo sea todo esto, que no permite pensar claramente. Me gustaría contarte varias cosas, explicarte todo los detalles, como es debido, pero no sería prudente hacerlo por este medio. Sé que comprenderás.</i><br />
<i><br />
</i></div>
<div style="text-align: justify;">
<i>Son esos los mismos motivos que me refrenaron de ensobrar esta carta. Esos, y algunos sucesos inesperados. Antes dudaba de que pudieran llegarte estas líneas, y ahora dudo incluso del bueno de Sacha. Enseguida comprenderás por qué, y por qué escribo estas líneas, ya no por no tener nada más que hacer, ni tampoco con la esperanza de que te llegarán, sino más bien porque me siento obligado a ponerte al tanto de todo, aunque sea lo último que haga.</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i>~</i></div>
<i>Retomo esta carta, entonces, porque quiero quedar en paz con mi conciencia, y también porque ya no tolero su compañía. Quiero que estas hojas manoseadas abandonen el bolsillo de mi saco para cruzar el océano de una vez por todas. Aunque nunca las recibas. </i><br />
<br />
<i>Anoche noté algo extraño al volver a la pensión. Para empezar, doña Consuelo, metomentodo como es, no estaba en la puerta. Tampoco estaban sus hijas adentro, ni don Salvador, ni el doctor Invernizzi, ni la señorita Clotilde, ¡nadie! La pensión, siempre un hervidero, estaba desierta y silenciosa. El bullicio del Once parecía lejano, como de otro mundo, al franquear la puerta de La Madrileña. Tenía la calma de los cementerios.</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i>~</i></div>
<i>Automáticamente salí, mirando para todos lados, temiendo la redada. Sentí el frío de Frunzenskiy en la espina, te juro, pero al salir no vi nada extraño. Me refugié en el bar de la esquina, para poder ver el movimiento, pero después de treinta minutos me ganaron la ansiedad, el torbellino de ideas e imágenes, los recuerdos... ¿Te acordás de aquella florista? Pasó un florista con una canasta de flores de colores, como esas, y yo pensé... No sé ni qué pensé, vos me entendés, son tantos recuerdos... Vos ahí y yo pensando en flores, Lev, te juro... Pero no quiero desviarme, perdoname, es que la mente barrunta (esta la vas a tener que buscar en el diccionario, ¿eh, bribón?).</i><br />
<i><br />
</i> <i>Después de media hora me levanté y me fui, porque ahí sentado no servía para nada. En el noticiario que escuchaban en la barra no decían nada raro, ningún boletín de último momento. Pensé en ir para la central, pero no podía arriesgarme. Compré tabaco en el kiosco de la cuadra y pregunté al muchacho, como al pasar, si la había visto a Consuelo, o a Salvador, que siempre le compra los sin filtro, pero me dijo que no los había visto. Quise subir a buscar mis cosas, pero no me atreví. Vos habrías subido, estoy seguro, pero yo no pude, Lev, no pude, vos comprendés.</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i><i>~</i></i></div>
<i><i>Pensé entonces que, si me buscaban, lo mejor sería perderme. No sabía adónde ir ni en quién confiar, así que fui a Plaza de Miserere y, como cada vez que necesito pensar, tomé el tren con rumbo Oeste. A la altura de Flores me sentí más tranquilo, anónimo entre toda la gente, y me permití sacarme el sombrero y apoyarlo a mi lado. Me relajé un poco, te lo confieso. Mi corazón se había sosegado y ya no me latía como un trotón de Orlov.</i> </i><br />
<i><br />
</i> <i>Entonces, con la mirada perdida en el paisaje que se ofrecía por las ventanillas, empecé a darle vueltas al asunto para ver si encontraba la punta de la madeja. Tiene que haber una, siempre la hay. Y pensé en Sacha. Él es el único que sabe. Sospechoso, ¿no? Si te busca, Lev, evitalo, por favor. ¡Por favor! Y no me escribas de vuelta, al menos por ahora. No volveré a La Madrileña, y me instalé en otro sitio que, por motivos evidentes, viejo amigo, no revelaré en esta carta.</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i>~</i></div>
<i>Acá me siento un poco más tranquilo porque me resulta sencillo ser invisible entre los trabajadores y la gente de paso. Soy la carta que, a la vista de todos, escapa de un temible Dupin. Después de la jugada de La Madrileña todos estuvieron de acuerdo en que resultaba conveniente perder el rastro. Me han ayudado con ropa y algunos libros, pero los trabajos están cada vez más espaciados, y a veces hay que apurar el sueño para burlar el hambre. Pero está bien.</i><br />
<i><br />
</i> <i>Recién ahora, al reparar en el pago del alquiler, caigo en la cuenta de la fecha, ¿te das cuenta? Fijate de nuevo. ¿Ya lo habías notado o solo ahora que lo menciono? Cinco años, Lev... ¿te acordás de dónde estábamos hace exactamente cinco años, cuando llegó la noticia? Estábamos con Sacha, ¿te acordás? Qué ironía...</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i><i>~</i> </i></div>
<i>El lobo feroz será ya poca cosa más que un hatajo de huesos enterrados en algún lugar de la fría y dura Berlín (y espero que haya disfrutado nuestros obuses). Es el otro lobo, el que tiene piel de cordero, el que me preocupa ahora. Es Sacha. Estoy convencido, los días que pasé acá, lejos de todo y de todos, me dejaron esa certeza. No culpes al sol, al trabajo duro ni al hambre: no deliro, sé lo que sé.<br />
<br />
Hace ya más de cinco meses que Sacha se fue. Yo mismo, inocentemente, lo despedí en el puerto de Buenos Aires, de madrugada, después de habernos bebido entera la botella de vodka que me enviaste con él y todas mis reservas de caña (ah, ¡maravillosa bebida que se toma acá! Cuando volvamos a vernos beberemos una a tu salud, lo prometo) en La Madrileña. Ya salíamos rumbo al puerto cuando doña Consuelo nos echó. Estábamos alegres, achispados, y yo confié en él. Ese fue mi error. No, me equivoco: ese fue solo uno de mis errores. Lo peor es que le hablé de los planes de la organización, y de vos, de Olga, de todos allá. Que no se haya puesto en contacto con vos no hace más que confirmar mis sospechas. Él no es como nosotros, no quiere lo mismo. Él nos pone en peligro. </i><br />
<div style="text-align: right;">
<i>~</i></div>
<i>Pensé en arriesgarme, en enviarte un telegrama, aunque más no fuera breve y cifrado, pero incluso cuando accedí a arriesgarme, no me atreví a poner en riesgo lo tuyo. Para cuando leas estas líneas, quién sabe qué habrá pasado, o estarás pensando, o sabrás o no. Cuando el asunto de La Madrileña, la mudanza, el revuelo, los pensamientos, las conexiones, toda esa vorágine, hubo camaradas conmigo. A ellos les confié mis sospechas, mis ideas, mis primeras negaciones, los puse al tanto con vehemencia, con falsa seguridad, esperando que, tal vez, en sus sinceras defensas pudieran convencerme de lo equivocado que, íntimamente, deseaba estar. Y, sin embargo, no lo lograron. De hecho, apenas lo hicieron. Mis palabras fueron la mecha, encendida por el asunto de la pieza, y más de uno alrededor encontró que también podía ser explosivo. Enseguida quedó claro que cada uno albergaba sus propias —a la vez que, presuntamente, infundadas— sospechas sobre Sacha. Tal vez por no tener motivos de peso, tal vez por miedo, tal vez para evitar herirme o contrariarme, a sabiendas de lo cercanos que siempre fuimos, habían preferido callar. Suelta la rata, enseguida aparecieron los gatos (y te diría que también algunos perros).</i><br />
<br />
<i>A estas alturas, querido Lev, hemos tomado una determinación. (¿Puede que haya escrito todo lo anterior solo para ganar tiempo, para evitar estas líneas, tal vez la verdadera, la ulterior finalidad de esta carta? Te pido me perdones; pero sabés bien que, incluso si así fue, fue solo por protegerte, por la hermandad infinita e irreductible que nos ampara.)</i><br />
<div style="text-align: right;">
<i><i>~</i></i></div>
<i><i>Perdoname, entonces, hermano, pero tenés que desaparecer por un tiempo. Olga también, por supuesto. Tu casa será vigilada por gente nuestra, y en cuanto el infame Sacha asome la nariz (porque va a hacerlo, de eso no tengo dudas), se encargarán de él.<br /><br />Iré a la estafeta del pueblo ahora mismo. Espero que todo esto sirva para evitarte un disgusto (en la muerte no me permito pensar) y que algún día puedas perdonarme por ser tan descuidado.</i></i><br />
<div style="text-align: right;">
<i><i>~</i></i></div>
<i><i>Всегда до победы,</i></i><br />
<i><i>W.</i></i></div>
</div>
</div>
</div>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-39157259127540274922013-02-19T22:30:00.000-03:002013-02-21T11:22:01.739-03:00Pasame la lata—¿Seguro...? —preguntó.<br />
<br />
<div style="text-align: justify;">
—Seguro —respondí.</div>
<div style="text-align: justify;">
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¿No vas a hacer bardo? No te vas a sacar, ¿no? Mirá que no quiero que pase lo mismo que la última vez, ¿eh...?<br />
<br />
—Pero dale, che, cortala.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Bueno, yo te digo por las dudas, porque ya te conoz...<br />
<br />
—Uh, basta, ya está, dale, listo, ¿vas vos o voy yo?<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Ehh... —dudó—, ¿y si vamos los dos?<br />
<br />
—Daaaale, ¡claro! ¡Vamos los dos juntos, los dos de la manito! Mayor discreción, imposible. ¿No querés también un presentador, alguien que nos anuncie allá? ¿Fernando Bravo y Teté Coustarot te van? —Harta, me levanté. No sé por qué lo hice. Fue un impulso, una electricidad que me recorrió el cuerpo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Me da cosa... —dije, mientras me daba vuelta. Había dado siete u ocho pasos cuando se me acabó todo el aplomo.<br />
<br />
—¡Pero... ¿me estás jodiendo?! —Saltó como un resorte, pero más molesto en realidad por la posibilidad de tener que ir que por mi negativa.<br />
<div style="text-align: right;">
~ </div>
—No. Perdoname, no puedo. No tendría que haberlo sugerido siquiera. Soy una boluda.<br />
<br />
—'Tá bien, tampoco es para tanto. Mirá, yo tampoco quiero ir. Hagamos una cosa: vayamos los dos juntos, y listo. Con carpa. Tranquilos. Vas a ver que todo funca bien.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Me adelanté a tocar el timbre para estar cubierta, para poder justificarme, aunque más no fuera conmigo misma, porque ya había hecho algo, ahora te toca a vos, uno y uno, esas cosas. Bajé la mirada y esperé. Se escucharon algunos ruidos lentos y pesados detrás de la puerta. Supimos en seguida quién era.<br />
<br />
—¿Sí...? —dijo. Yo apreté los cantos, no pude evitarlo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Turco, abrí. Somos nosotros... —dije, casi en un balbuceo.<br />
<br />
—Tenemos que hablar con vos —agregó él, con falsa seguridad en la voz. Se adelantó unos pasos, no sé si a propósito o sin darse cuenta, y me puso la mano derecha en el brazo. Me miró entonces y susurró—: Acordate de lo que hablamos. De una, sin miedo: pa, pa, pa, y listo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El Turco tenía la misma camisa de siempre, y la barba impregnada de olor a porro. En algún punto reconfortaba verlo al Turco, era una confirmación de que la vida puede a veces ser predecible, de que todo puede salir según lo planeado, aunque más no fuera en la mirada, la camisa, y el olor a porro. Otras veces no reconfortaba tanto, y las cosas no iban tan dóciles según lo esperado.<br />
<br />
—Pasen... —dijo, con aire de resignación. Al pasar, en ese segundo en el que le dimos la espalda, intercambiamos furtivas miradas, preguntándonos quién iba a hablar.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Mirá, Turco —me largué, segura—, tengo que decirte que... Este... Oíme, estamos un poco molestos con vos, ¿viste? —Perdí la confianza, aunque seguí fingiendo y forzándome a sostenerle la mirada—. Queremos lo nuestro. Hace un montón que hicimos nuestra parte. Queremos lo nuestro, eso queremos. Lo nuestro. Eso...<br />
<br />
—Pará, flaca —me interrumpió—. Entendí la idea, no hace falta que sigas diciendo lo mismo. Además, qué tanto <i>mirá</i>, <i>oíme</i>, <i>viste</i>... ¿Querés la lata? Listo: «Pasame la lata», decime, y ya está. Hablando, la gente se entiende; y con calma, no como la última vez, que viniste cacareando. El tema es que no creo que les dé el cuero, a ustedes. Son muy pichones, les falta mucho todavía. Fijate, no pasó nada y vos ya estás cagada, y aquél ni siquiera habla. ¿Te comieron la lengua los ratones, pajarito?<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—No, tenés razón, pe...<br />
<br />
—Claro que tengo razón —interrumpió el Turco, firme pero sin alterarse. Iba a seguir, iba a enroscarse, iba a tener razón de nuevo, pero nos salvó el celular. El Turco se frenó, sacó el bicho del bolsillo de la camisa, y miró la pantalla. Antes de atender hizo una mueca. Volvimos a cruzar miradas furtivas, sin lograr comunicarnos nada.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Bánquenme un minuto —dijo, y nos dio la espalda, concentrándose en el teléfono—: Óscar, qué hacés... Sí... No, pero... Ahá... Bueno, precisamente, los tengo acá... Los dos, la flaquita y el negro... No, después te cuento. No voy a hablar de eso ahora... ¡Que están acá, conmigo, te estoy diciendo!... Dale, hablamos después. Yo me encargo, no te preocupes. Dejá, en serio. Chau, Óscar, hasta luego.<br />
<br />
El Turco guardó el celular en el bolsillo de la camisa y nos miró con mueca fúnebre.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Era Óscar —dijo, como si hiciera falta, como si realmente, al darnos la espalda, no hubiéramos podido escuchar nada—. Hay un asunto, ¿te das cuenta? Y me pregunta por los pichones, que vienen siendo ustedes, ¿te das cuenta? Y yo le digo que no se preocupe, porque se preocupa, Óscar, ¿viste?, que yo me encargo. Así que ahora tengo que ver qué carajo hago con ustedes, ¿te das cuenta? Mirá qué lindo...<br />
<br />
Yo me di cuenta. Los dos nos dimos cuenta. Y de lindo no tenía nada, aparentemente. Empecé a sudar y a sentir ese gusto en la boca, y la cabeza más liviana.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Turco, si es un mal momento volvemos después, ¿eh? Te dejamos tranquilo, resolvé los quilombos que tengas. Pasamos otro día, no te hagás problema. —Mientras hablaba, se acercó a la puerta y posó la mano derecha sobre el picaporte. Ya nos veía afuera. <br />
<br />
—¿Adónde vas, pajarito? ¿No escuchaste que ustedes también están hasta las manos? ¿Me querés decir qué hacemos con Óscar?<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Mirá, no sé, la verdad, no sé, qué hacemos con Óscar, no sé, ¿viste?, no sé —dijo apurado, nervioso, con una repentina seguridad, como quien comprende que no queda mucho más, como quien, presa de sus emociones, ve sus pensamientos claudicar—. Si el tema es la lata, dale la lata, no sé, viejo, dale la lata, o no sé, yo qué sé, me importan tres carajos Óscar, la lata, y la mare coche.<br />
<br />
Por primera vez el Turco y yo estuvimos del mismo lado, sorprendidos, sin saber qué hacer, cómo reaccionar.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El Turco no dijo nada. Lo miró, me miró, volvió a mirarlo y fue a sentarse en el sillón desvencijado que regía la habitación. Callado, concentrado, agarró una bolsita de náilon de la mesa, sacó una piedrita de faso y se puso a desmorrugar con infinita paciencia. El Negro y yo nos miramos, sin saber qué hacer, y yo le indiqué con un gesto la puerta: era un buen momento para irnos. El Turco, sin levantar la vista del papelillo en el que armaba el porro, movió la cabeza: «no», era claro. Nos quedamos inmóviles. Prendió el faso y, con ojos entrecerrados, nos miró entonces:<br />
<br />
—No se pueden ir, pichones. Primero tenemos que resolver esto. Y yo no quiero quilombos, ¿saben? Óscar me tiene las bolas llenas. Ustedes también. Me tiraron todo el balurdo a mí y yo, sin comerla ni beberla, ¡me lo tuve que fumar! —Una sonrisa se le dibujó entre la barba y abrió los ojos, repentinamente iluminados—. ¿Saben una cosa? Váyanse, mejor. Voy a decirle a Óscar que me comí un arrebato o algo así. Sigo pensando que son muy pichones, que no les da la nafta, pero no es asunto mío. ¡Nada de esto es asunto mío y ya estoy podrido! —Se levantó del sillón enérgicamente, como impulsado por una decisión profunda. Fue entonces a la cocina y volvió con un gordo sobre de papel madera. Me lo puso en la mano y dijo—: Ahí tienen lo suyo. Tómenselas, no los quiero ver más. ¡Vuelen, pajaritos!<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¿Qué hacemos...? —dije, ya afuera, para matar el silencio. Llevábamos larguísimos segundos mirándonos, sin saber qué decir ni qué hacer. Era una pregunta retórica, sólo buscaba arrancar.<br />
<br />
—Supongo que tiene razón el Turco —dijo el Negro sin mirarme, casi tan retóricamente como yo—, somos unos pajaritos, así que... lo mejor es volar.</div>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-77400902690320695952013-01-15T12:30:00.000-03:002013-01-16T12:32:48.991-03:00Primero lo primero<div style="text-align: justify;">
En un día de sol y viento fresco, en un día de salir a dar la vuelta al perro o ir a la puerta a fumar un pucho, Mario, que no tiene perro, fuma un pucho en la puerta del edificio. Piensa qué paradójico que es que, en este día de tomar el fresco, él se llene los pulmones de humo maloliente. Piensa también si comprar cien gramos de crudo y un pedazo de queso, o si mejor comprar paleta sanguchera y ahorrarse unos pesos. No se decide. Acompaña el pendular de su mente con un movimiento de cabeza al ritmo que pasan las chicas, algunas incluso con sus perros.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Lo saca de su sopor el repentino estrellarse de un maletín contra el piso. Fue una milésima de segundo después de que por el rabillo del ojo viera una sombra caer bruscamente. Dudó un segundo antes de moverse, sin saber qué hacer, no ya con el tema de la paleta, sino, además, con el tema del maletín.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
«Primero lo primero», se dijo, y, rápido, manoteó el maletín. «Pesado, de marca, cuero de buena calidad», pensó en una fracción de segundo, absurdamente, mientras lo escondía detrás de la pesada puerta abierta del edificio, ahí nomás de la portería, donde vive. «El que no llora no mama», añadió, justificándose, antes de alejarse corriendo y dando grandes voces —«Como el tero», pensó— en dirección al cuerpo desparramado en la vereda.<br />
<br />
La gente empezaba a acercarse y él se unió, comedido y escandaloso, sin mucha idea de qué hacer ni nada para aportar. La visión del cráneo destrozado en un charco de sangre y masa encefálica lo sorprendió pensando nuevamente en jamón crudo y paleta sanguchera.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Tal vez por su aire, o tal vez por su espíritu, que se traslucía; tal vez por su forma de pararse, o tal vez por nada; tal vez por su uniforme, la gente le preguntaba, o lo miraba con cara de pregunta, y le hacía comentarios que no podían importarle menos. A todo respondía con «Sí» y «No», o con alguna otra aseveración; nunca una duda ni un «No sé». De hecho, fue en el medio de la cuestión que decidió que iba a comprar crudo y, además, una cervecita bien helada. Oíme, un chabón no cae del cielo a dos metros de tu cara todos los días, y mucho menos viene acompañado del maletín: en un día especial como este, crudo y cervecita. Fue ahí que recordó el maletín, y miró a todos rápidamente, para detectar algún posible testigo de la trastada. Se convenció de que no y de que no podía aguantar más la curiosidad. Aprovechando que la ambulancia no llegaba —no había ningún apuro, la verdad—, se excusó, diciendo que iba a llamar de nuevo al 911, y se escurrió hacia el departamento.<br />
<br />
Lo puso sobre la mesa y lo miró un segundo. «Mirá si está lleno de guita», pensó. En seguida se dijo que, con su suerte perra, seguro habría deudas por pagar, o un bicho horrible. Pensó de pronto que capaz había un táper con un sánguche de crudo y queso. Se rió. «Bueno, ma' sí», pensó, y forcejeó con el mecanismo, hasta que lo abrió.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Papeles. El maletín estaba lleno de papeles amontonados, blancos, celestes y amarillos, y nada más.<br />
<br />
«Pero claro, ¡qué carajo va a haber en un maletín...! Prefería el táper con el sánguche, o hasta el bicho horrible, pero esto... Por esto ni me molestaba», pensó. Entonces se le ocurrió que esos papeles roñosos podían tener algún valor y, sin nada mejor que hacer, se propuso revisarlos uno por uno, a conciencia. Acercó una banqueta y se sentó, encendió un cigarrillo y la radio y, luego de pasar una mano sobre el mantel de hule para alisarlo y quitar las migas, empezó a sacar papeles. No se equivocaba: el primero era un título de propiedad, a nombre de un tal Jaime Ortiz Sampedri. Y había más documentos, todos similares. Y un pasaporte, también de Ortiz Sampedri, nuevo. Y sin foto.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
De repente recibió un sacudón, un golpe de una emoción que no pudo distinguir entre excitación y pavor. Comprendió rápidamente que había algo raro, y que documentos sin fotos no se encuentran todos los días, y mucho menos en el maletín de un fulano que evita ascensor y escaleras. Volvió a mirar el nombre. Jaime Ortiz Sampedri. Había algo raro. Sin embargo, la posibilidad que se le presentaba era única. Papeles sin foto, un finado, la escritura... Lo interrumpió el informativo de la hora, que reportaba el asunto. De repente sintió miedo, como si alguien lo observara, como si el locutor que leía la noticia supiera que él tenía el maletín sobre la mesa y registraba los papeles. Guardó todo dentro del maletín, y este en el armarito, abajo al fondo, detrás de la ropa. Prendió otro cigarrillo, y salió.<br />
<br />
Cuando llegó al palier se encontró a un tipo hablando por celular, cerca de la puerta. Le bastó a su avezado ojo de portero para saber que el tipo no era del edificio. Se hizo el sota, abrió la puerta, y en seguida lo tuvo al tipo atrás, quien, sin dejar de conversar con monosílabos, agarró la puerta e hizo un gesto de agradecimiento. Salieron. Había todavía mucha gente, y había llegado la ambulancia. Miró al fulano alejarse y doblar en la esquina.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Se avecinaba una tarde larga, preámbulo de una noche interminable. Habría que planear todo con mucho cuidado, sin dejar detalle librado al azar. Mario jamás había sido demasiado meticuloso, pero entonces era plenamente consciente de que el resto de su vida estaba en bosquejo. En ese maletín. «Bueno, jamón crudo, entonces, y una rubia bien fría», se dijo rumbeando hacia el chino, con la idea de retomar su proyecto inicial y dejar atrás la tensión, aflojándose en una sonrisa ante el equívoco posible entre cerveza y mujer. «... O, mejor, una negra bien calentona», añadió casi riendo. Ese fue su último pensamiento antes de que un culatazo lo sacara de circulación.<br />
<br />
Cuando volvió a abrir los ojos, ya era de noche. La cabeza le latía. Su mano derecha tocó la sangre seca en su sien. El maletín. ¡El maletín! Corrió al edificio y, al llegar, se compuso un poco y buscó el manojo de llaves que llevaba al salir y que, claro, había desaparecido.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Le tocó el timbre a Mirtha, la del cuarto F, y si no hubiera estado tan abstraído en la cuestión del maletín, habría bromeado para sí con «tocar» y «timbres». Consiguió una tarjeta de plástico, algunas herramientas y alguna que otra miradita de Mirtha, así como preguntas sobre lo ocurrido. Mario se limitó a sugerir lo obvio, acotando solamente «estos negros...», y no dio más detalles. Le pidió a Mirtha que guardara discreción, y ella aceptó encantada. Finalmente abrió la puerta. Le dio las gracias, la despachó presuroso, y entró.<br />
<br />
Todo estaba exactamente como lo había dejado, o como recordaba haberlo dejado, salvo por el maletín, que había desaparecido.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Desazón. De rodillas ante el armario, con toda la ropa desparramada, en el frenesí, por el piso, Mario bajó la cabeza y sintió que los ojos se le llenaban de agua. Todo había terminado tan rápida y ajenamente como había empezado. Nunca sería dueño de su suerte perra.<br /><br />Percibió entonces un movimiento a sus espaldas. Sin atreverse a voltear, escuchó a Mirtha, que se disculpaba por la intromisión y decía querer asegurarse de que estuviera bien, para ofrecerse después a curarle la herida en la cabeza. Mario no pudo reprimir un estallido de llanto. Preocupada, su vecina le preguntó qué pasaba, y a él no se le ocurrió nada mejor que, entre sollozos, explicar: «Al final, no compré fiambre ni cerveza».</div>
Subjuntivohttp://www.blogger.com/profile/12005223008830417308noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-19878452287829390212012-12-30T09:19:00.000-03:002012-12-30T09:24:27.544-03:00El ojo superior<div style="text-align: justify;">
<br />
<div style="text-align: justify;">
Rojo intenso, EN EL AIRE. Rojo opaco, el operador se levanta de la silla y se despereza disimuladamente en su jaula de vidrio; mi compañero y el último columnista retoman con fervor, despidiéndose a la vez, una charla que había quedado trunca al volver de la tanda; la productora apura su café y, caminando hacia mí, tira el vasito de poliestireno expandido blanco en el tacho junto a la puerta.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Ella va a decirme algo, lo sé, pero se me ha negado el don de la palabra. Siempre me siento así al terminar un programa, como si hubiera pronunciado ya todas las combinaciones posibles de sonidos, como si estuviera vacío, y debo hacer fuerza para evitar que el desierto se me escape por la boca. Mastico arena. ¿Qué he hecho de mi vida?</div>
<div align="right" style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
No llego a adentrarme en el asunto, por suerte: la luz roja se apaga, casi al unísono se retiran los auriculares, se escucha la cortina inundar el estudio, y con movimiento sincopado entra Lara, antes de que todos podamos salir.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Buenísimo —dice, sin entusiasmo. Siempre dice «buenísimo», o «muy bueno», o algo por el estilo. Yo sé, siento, percibo, tengo la certeza de que me mira, pero esquivo la mirada, hago algo innecesario en el bolso, simulo buscar algo en un bolsillo, tal vez orgullo, o dignidad, o al menos algo de coraje o aplomo.</div>
<div align="right" style="text-align: right;">
~ </div>
<div style="text-align: justify;">
Sonrío, un rictus me tuerce la boca, la arena dentro; hago entonces un movimiento leve con la cabeza, miro a Lara y asiento, como en una respuesta tácita que puede ser tanto coincidencia como agradecimiento, saludo de despedida o cualquier otra cosa pertinente. Repito el movimiento varias veces al tiempo que miro a todos en el estudio; cuando considero que todos pueden darse por saludados o respondidos, gano el pasillo con una zancada rápida. Siento las miradas aguijoneándome la nuca, pero tengo que llegar a la calle y no puedo explicarle nada a nadie.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
En la vereda, vomito. Vomito arena.</div>
<div align="right" style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
Son pequeños granitos de arena que fui juntando día tras día, minuto tras minuto, quién sabe cómo, o dónde; o tal vez de cualquier modo, en todos lados. Son partes de mí. Soy yo. Me vomito, de a poco, sin remedio.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
A mi alrededor, un mar de nada mira impasible. Los <i style="mso-bidi-font-style: normal;">gondolieri</i> de la angustia reman y reman en silencio. Un chasquido me sobresalta. Miro hacia el cielo, y entre un sol oscurísimo y yo se interpone un albatros que da vueltas y me mira muy serio, inmóvil.</div>
<div align="right" style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
La presencia del ave marina me hace pensar que tal vez no sea el desierto lo que late en mí, lo que se expande dentro de mi cuerpo. Tal vez sea la playa. La playa, lo mismo un páramo; acantilados y rompiente asesina, devoradora, un tronco carcomido, algas putrefactas y peces muertos. Y arena, más arena. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Suena entonces mi teléfono celular. Leo en la pantalla el nombre de Lara. No puedo tomar el llamado, no ahora. Miro el cielo, el sol gris, y, sin pensarlo, arrojo el aparato al albatros, a ese ojo superior. Lo alcanzo, le doy en pleno pecho. Creo que sonrío cuando me increpa el encargado de seguridad de la radio, que ha abandonado su puesto junto a la entrada del edificio y se acerca dando grandes zancadas.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
—Flaco, ¿estás bien? —espeta, con una expresión que varía entre la preocupación y el fastidio, tal vez por haber tenido que levantarse de su silla, tal vez por mi accionar, tal vez por la salud del albatros o porque prefiera la montaña a la playa. No llego a contestar. —¿Qué hacés revoleando las bolsas de basura, estás loco? —dice con tono afectado, demasiado saturado de amarillos para mi gusto.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Evalúo si contestarle o no, y antes de que pueda decidirme, el tipo estira el brazo. Rápido y ágil como un lince, esquivo el ataque y me pongo en guardia, y maldigo la arena que entorpece mis movimientos. El tipo me mira. Yo lo miro. Y entonces, por detrás del tipo, veo a Lara salir de la emisora con cara de pregunta. Me ve.</div>
<div align="right" style="text-align: right;">
~</div>
<div style="text-align: justify;">
Es tarde para todo. Lara viene hacia mí y estoy parado entre bolsas de basura rotas, con arena en las comisuras de la boca y una pose ridícula ante un tipo rígido vestido de azul y blanco. Y amarillo. Ella viene y yo, aún sin palabras, no puedo hablarle. Lara habla, ella sí; construye en el aire formas extrañas con sonidos, chasquidos, sibilancias… Algo como:<br />
<br />
—¡Menos mal que te encuentro! En cuanto saliste me di cuenta de que te habías dejado un manojo de llaves sobre la mesa. Te quise llamar, no pude comunicarme y se me ocurrió salir a ver si seguías por acá. Buenísimo —lo dice otra vez—, acá tenés tus llaves. ¿Todas estas son de tu casa? Ay, dejá, no me hagas caso: pregunto de metida, nomás —Ve entonces, recién entonces, al hombre saturado de amarillos—: Hola, Sebastián. Perdoná que no te haya saludado antes, estoy aceleradísima —vuelve a hablarme—: Bueno, te dejo, que quedó todo desparramado en el estudio. Ah, y fijate si no te quedaste sin batería porque se te murió el celu, me parece —Con un leve salto, me besa la mejilla derecha, da media vuelta y se va. Casi tropieza con una bolsa de basura.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Siento un deseo irrefrenable de abalanzarme sobre ella, tomarla por la cintura en pleno vuelo, rodar juntos en la vereda, aterrizar en la entrada de la radio, y entonces, sin más, besarnos apasionadamente, como si no hubiera nadie (tal vez incluso hacer el amor). Lo refreno, sin embargo. Me hierven las manos y las piernas, ahora es todo rojo, salvo el fulano amarillo, que todavía me mira. Esgrimo la cara más aterradora y amenazante que encuentro y, caminando hacia atrás, me alejo. Cuando llego a la esquina, respiro profundo.<br />
<br />
Tomo por la calle de las encinas, mirando sólo mis pies patear la nada, uno tras otro, y así. Pienso sólo en Lara, y en qué tonto soy, y en ese beso furtivo. De pronto, con la repentina resolución que todos tenemos en los momentos de desesperación, me doy cuenta de que debo volver a buscarla, de que es la única opción posible. Me paro en seco mientras me doy cuenta de esto y termino de convencerme. En un segundo me hincho de valor, el mundo es mío, nada puede salir mal, volveré por Lara, sin mirar siquiera a Sebastián, y entonces verá qué clase de hombre soy; verá eso y mucho más. Pero entonces, al darme vuelta para desandar el camino, veo una sombra, y miro para arriba sin poder evitarlo, y ahí está el maldito pajarraco, sublime.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El albatros me sigue, me acecha, como si supiera que ya he muerto. Soy podredumbre de peces muertos y antiguos mares secos. Inútil fluir de siglos.<br />
<br />
La bestezuela clava en mí sus ojos siniestros, torvas pepitas negras que me subyugan. Intento correr, volver a la calidez del estudio, a la rutina tonta, a Lara, pero el ave me tiene bajo su influjo. Las piernas no me responden y, arrobado, sólo puedo sostenerle la mirada al albatros. Algo me despierta entonces del hechizo. Estoy parado en medio de la calle, un auto pasa a pocos centímetros en peligrosa maniobra y el conductor me grita una grosería. Mi boca seca, ya sin arena, se abre por su propia voluntad y le escupe un insulto. Descubro entonces que estoy vivo y deshago a grandes pasos, corriendo sin correr, el camino a la radio. Estoy vivo, aunque de nada me valga, y se lo grito al albatros.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El cielo se revuelve en rojo. Rojo intenso, en el aire, sin darme respiro, el plumífero. Maldita bestia, si al menos me dijera qué quiere, quién lo manda, a qué vino. Sólo me mira. Intento pensar, pero sólo logro revolear palabras inconexas. El ojo del infernal ave se me figura azul. Temo escuchar el latir de su corazón, pero no, no hay nada: ni palabras, ni latido, ni aleteo. Planea eternamente, avanza en círculos, me mira sin más.<br />
<br />
Estoy a dos metros y medio de la puerta de la radio, dispuesto a irrumpir como una tromba, como un violento chubasco de verano, como un buey afiebrado, cegado por el candor de mi espíritu indómito; estoy a dos metros y medio cuando la veo salir a Lara. Me paro en seco, y también ella, al verme.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¿Qué pasó, te olvidaste otra cosa? ¿En qué andás, dónde tenés la cabeza? —pregunta con una sonrisa.<br />
<br />
Abro la boca pero, sin saber qué decir, no llego a responder. Detengo en el aire mi mano derecha, que se preparaba para gesticular una explicación que, finalmente, nadie escuchará. Sin atreverme a voltear, petrificado, siento sobre mí el aleteo del albatros.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Lara me mira, cada vez más sorprendida, más expectante. Sigue sonriendo, falta nada más que diga «buenísimo». La mirada del plumífero me perfora las entrañas. Si al menos supiera qué pretende, qué se propone. Estoy seguro de que viene a cobrarme todos los errores de mi vida, a ajusticiarme por cada cosa que hice mal, como ese profesor que te mira sin hablar; como ese padre que llega tarde a la noche, que te mira sin decirte nada; como esa madre que te dice: «Hacé lo que quieras», cuando en realidad piensa: «Hacé lo que yo quiero o te mato». Estoy atrapado. ¿Qué he hecho de mi vida?<br />
<br />
<div class="MsoNormal">
Sopla una ráfaga de viento gélido, horrible. Tiemblo violentamente por un segundo, y entonces me invade el miedo, el pánico, la certeza de que si no hago algo, lo que sea, moriré, porque esto no es vida. Sin pensar me abalanzo sobre Lara, y de la forma más torpe y tosca que pueda nadie imaginar, como un <i>fullback </i>sobre su enemigo, aterrizo sobre ella, y sin ninguna clase de control sobre mí mismo la abrazo, y la beso en la boca, como si fuera un oasis en el desierto de mi miseria.</div>
<div class="MsoNormal" style="text-align: right;">
~</div>
<div class="MsoNormal">
Lara se sorprende y siento en un principio la resistencia de su cuerpo, mi boca que besa sobre la suya que no, hasta que un impulso eléctrico nos recorre de abajo arriba, nuestras pulsaciones cardíacas se disparan, aumentan a la par, y oxitocina, adrenalina y endorfinas hacen el resto: la química de la vida. Estamos vivos. Mejor aún, estoy vivo y Lara lo sabe, lo siente en su cuerpo, y me besa. Ella me besa también.</div>
<div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
El albatros, ese ojo superior, enfurece ante nuestra rebeldía y se lanza en picada sobre mí, sobre nosotros. No es un ave: es un arma, un estilete demoníaco, la bayoneta de un soldado redivivo que busca venganza. Su pico me destroza la cabeza; Lara, entre mis brazos, salpicada de mi sangre, de mi carne, grita, se revuelve, se desmaya.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Quiero correr, pero el cuerpo me pesa, las piernas me flaquean; quiero volar y batirme a duelo con el infernal engendro, pero no me atrevo a soltar a Lara; quiero entender de qué se trata todo, pero sólo puedo pensar en ese beso; quiero mirarla a los ojos y decirte cuatro cosas, o tal vez seis, pero su cara desmayada no dice ni ve nada. Antes de poder querer nada más llega la segunda embestida, más violenta y con más saña que la anterior, esta vez sobre mi sien derecha.<br />
<br />
Entonces, por entre el rojo amarronado de la sangre y el rojo carmesí de la pasión, vislumbro una sombra amarilla que se proyecta a mi siniestra, ansiosa.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El encargado de seguridad de la radio levantó como un guiñapo al hombre que pataleaba entre las bolsas de basura desparramadas en la vereda de la emisora al tiempo que gritaba a viva voz y, con los ojos cerrados, se tomaba la cabeza. Sebastián lo llevó en brazos hasta su puesto, lo acomodó sobre una silla, le ofreció un vaso de agua y, aunque comprobó que no estaba herido, llamó a la empresa de servicios médicos que cubría la radio —un poco por piedad, y otro, por no saber qué hacer—. Minutos antes, la grotesca escena había sido presenciada desde una ventana del edificio por Lara, productora de algunos programas, quien comentó a una compañera:</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
—Ahí está Bruno otra vez. Hoy tiene un día terrible, no sabés: ya a la mañana anduvo por acá; vino al programa de Ricky y se quedó dando vueltas hasta que terminó. Ojo, no habla, no molesta, vos sabés cómo es; además, ahora está manso por la medicación, pero igual me pone nerviosa que ande pululando porque no sé qué hacer ni cómo manejarlo. Tenemos que ayudarlo, le debemos eso por todos los años que fuimos compañeros, pero yo no sé cómo hacer. No sé. En un momento, cuando bajé a darle unas llaves que se había olvidado en el estudio, estaba pateando basura en la vereda y me clavó una mirada... de loco, mal. Yo, nada, cara de circunstancia, le devolví las llaves y listo, si lo saludé fue mucho; además, Sebastián se estaba encargando. Después pareció que se había tranquilizado y que se iba a ir, pero al ratito apareció y ahí lo tenés, otra vez, nadando en la basura... Ojo, lo prefiero así, de visita y todo; no te voy a negar que es un alivio que ya no tenga el programa, porque en los últimos tiempos nunca se sabía cómo terminaría. Muy inestable. Ahora anda peor, la verdad, y que lo hayan sacado del aire seguro se suma a lo de su mujer, a lo de la hija, a todo, pero bueno, esto es una empresa y Bruno ya no podía estar al frente de un programa, ¿no?</div>
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Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-74059951091652874232012-10-21T10:00:00.000-03:002012-10-21T10:05:33.993-03:00Aviso a los lectores<div style="text-align: justify;">
Terminamos como pudimos «No es bueno que el hombre esté solo». Tal vez se haya estirado más de la cuenta, quizá tendríamos que haberle dado un cierre mejor antes y estar ahora en medio de otra historia (no lo confesaremos jamás).<br />
<br />
Hoy debería tirar la piedra y publicar los dos párrafos iniciales de un nuevo relato, pero noviembre está a la vuelta de la esquina y sería insensato comenzar algo con la obligación de terminarlo dentro de diez días.<br />
<br />
No es una pésima excusa. Resulta que durante noviembre nos abocaremos a escribir novelas (la segunda de Subjuntivo y mi ópera prima). Será solo un mes, nos haremos los kerouacs y escribiremos afiebrados, y no queremos que eso resienta la calidad de este sitio. Queremos seguir dando lo mejor de nosotros en <i>Que los eunucos bufen</i>, así que nos tomaremos unas «vacaciones» y volveremos en diciembre renovados, pulidos y con unas novelitas bajo el brazo.<br />
<br />
¡Nos leemos entonces!</div>
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Julia S. y Subjuntivo</div>
Julia S.http://www.blogger.com/profile/03682680983392263593noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5607435979331445553.post-60058765448685298602012-10-19T19:15:00.000-03:002012-10-21T09:43:19.353-03:00No es bueno que el hombre esté solo<div style="text-align: justify;">
Las puertas de El Talego se abrieron con soltura, y una bocanada de aire húmedo y pegajoso se coló en el boliche. Nadie se inmutó, salvo el olor a fritura y un rayo de sol que pegaba bien al fondo de la barra de fórmica.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Los dos tipos se sentaron en la barra, cerca de la caja. Sin decir nada, miraron los menús durante unos segundos y los dejaron después, casi al mismo tiempo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Del otro lado del mostrador, el gallego los miraba de costado, arqueando las cejas, mientras fingía repasar un vaso. El único mozo, un flaco alto de peinado relamido y tez cadavérica con una servilleta blanca colgada de su brazo derecho rígido, en cambio, seguía distraídamente el vuelo de un gordo moscardón y no los había advertido.<br />
<br />
Los dos tipos no se conocían, pero pronto lo harían.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Yo quiero los ravioles —dijo el de corbata a rayas, sin levantar la vista, al percibir la sombra del gallego acercarse. El gallego frenó, tal vez por la sorpresa, tal vez para evitar caminar más de lo necesario.<br />
<br />
—Yo voy a probar la ensalada de César —dijo el de patillas largas, sin percatarse del error, y casi sin pensarlo, como si hubiera tenido que imitar la frialdad del otro y responder inmediatamente. Enseguida se dio cuenta, y miró instintivamente a la izquierda. El de la corbata a rayas mantenía la mirada sobre la barra, inmutable. El gallego hizo un gesto con la cabeza, pero nadie lo vio. El moscardón se acercó a las medialunas de manteca.<br />
<div style="text-align: right;">
~ </div>
Rápido como un sapo, el mozo lo liquidó con un servilletazo certero y después, como si despertara de un largo sueño, levantó la cabeza y se acercó a la ventana de la cocina, donde repitió mecánicamente los pedidos de los dos tipos. En un santiamén, los platos aparecieron sobre el estante de madera, y de ahí, al mostrador. La rapidez, sospechosa, llamó la atención de los comensales, pero la comida parecía inocente. Los ravioles se veían bien pese a la salsa aguada que sobrenadaban; no obstante, la ensalada, con lechuga algo chamuscada, zanahoria rallada, huevo duro y un fuerte olor a vinagre, motivó un reclamo del tipo de patillas largas, quien le dijo al mozo que no era eso lo que había pedido.<br />
<br />
—Es la ensalada de César, lo que usted pidió. ¿Quiere que lo llame a César, el cocinero?<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El tipo dudó un segundo, y en el segundo siguiente empezó a expresar su duda en protopalabras, balbuceando algo cercano a «No, pero, yo, es que» y cosas por el estilo. Fue un segundo nada más. El de calcetines de nailon, sin levantar la vista ni dejar de revolver los ravioles con un tenedor, dijo, en un tono endemoniadamente seco y pausado, marcando cada sonido, para que todos escucharan, pero sin alzar la voz un ápice:<br />
<br />
—Dale, por qué no le decís a César, <i>el cocinero</i>, que venga, y de paso me explica cómo se llama esta salsa... —Dejó el tenedor y tomó un pedazo de pan que cortó con la mano. El mozo miró al gallego. El gallego miró al mozo, y después, al tipo. Un fulano miraba la escena desde el fondo mientras simulaba sorber el tintillo. El de las patillas se sintió chiquito, y enseguida, grande, y después, chiquito de nuevo. Una eternidad duró ese silencio, roto sólo por la corteza del pan al quebrarse entre los dientes del de corbata.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¡Trae a César, hala! —ordenó el gallego al mozo. Luego se dirigió, lleno de requiebros para ocultar su humor de perros, al tipo de los ravioles—: Señor, este es un sitio tranquilo, hogareño, de familia. Le pido por favor que no levante el tono de voz...<br />
<br />
—Yo estoy <i>muy </i>tranquilo —dijo el tipo de la corbata a rayas, hablando en un susurro con el costado de la boca—, gallego de mierda. —Y, sin inmutarse, le partió el plato de ravioles en la cabeza.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Todos se movieron al unísono, unos para adelante, otros para atrás, y enseguida, todos se frenaron en seco. Nadie sabía qué hacer, y el hecho de que el tipo se hubiera vuelto a sentar, lo más campante, mientras tomaba otro pedazo de pan, no ayudaba. Todos entendieron que algo había que hacer, pero ninguno podía hacerlo.<br />
<br />
—¿Qué pasó? —dijo César al atravesar la puerta de la cocina, más pensando en la ensalada que en los ravioles. Enseguida lo vio al gallego en el piso, bañado en salsa, y la escena alrededor, petrificada, a excepción de las mandíbulas del de pelo engominado y prolijo peinado, que trituraban la corteza del pan una vez más.<br />
<div style="text-align: right;">
~ </div>
El comedero era una postal. No se oía sonido alguno y nadie se había movido de su mesa. El mozo se abalanzó sobre el gallego, despatarrado, mientras el tipo de las patillas largas, dubitativo, seguía con la mirada a César sin atreverse a mencionar el asunto de la ensalada. El otro comensal, viéndolo turbado, tomó la iniciativa una vez más:<br />
<br />
—Oiga, <i>cocinero</i> —remarcó—, el compañero acá presente está disconforme con lo que le sirvieron —dijo, sin dejar de masticar pan e incluyendo al otro tipo con un ademán vago. Acto seguido, tomó el plato de ensalada y se lo arrojó a César.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
La derecha de César salió como un resorte, noventa y cinco kilos de puro cocinero santiagueño, directo a la cara del fulano de corbata a rayas. En un solo movimiento, rápido y preciso, el flaco se echó para atrás y a la izquierda, balanceó el cuerpo para mantener el equilibrio sobre la banqueta de cuero, y tragó el pedazo de pan que tenía en la boca, a la vez que tomaba el tenedor con la derecha. Una fracción de segundo después, César aterrizaba sobre el mostrador, la derecha estirada, como quien casi llega. Antes de que pudiera decir «Bruto», el de las medias de nailon lo agarraba de los pelos con la zurda y le acomodaba el tenedor en la nariz con la derecha. Entonces lo miró fijo:<br />
<br />
—Gordito, este es un lugar tranquilo, hogareño, de familia; te pido por favor que te comportes. ¿O vos te creés que sos el único que tiene problemas o algo no le gusta? ¿No te acabo de explicar que el caballero estaba disconforme con la ensalada? Y vos, mirá cómo reaccionás... No está bien, ¿te das cuenta?<br />
<div style="text-align: right;">
~ </div>
El tipo de las patillas largas seguía atornillado a su banqueta. Parecía impávido, pero, si se hubiera atrevido, habría temblado. Tanto el tipo de la corbata a rayas como el cocinero lo miraban, el tiempo detenido, y él se sintió obligado a balbucear:<br />
<div class="MsoNormal">
<br />
—Bueno, no es que esté disconforme... Este... Yo quería felicitar al cocinero.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Se hizo un silencio negro, el aire de repente pesó toneladas. El fulano comprendió demasiado tarde que había elegido jugar en el bando equivocado. Bajo las ropas sudaba como nunca, el corazón latía fuerte. El tipo del tintillo pensó que la cosa se ponía buena. El mozo apretaba fuerte la servilleta, y le pedía a Dios casi sin darse cuenta.<br />
<br />
—Ah, ¡felicitarlo, querías! ¡Ahora entiendo! Hombre, hubieras empezado por ahí... Acá lo tenés, che, felicitalo, dale. Decile: «Señor cocinero César, lo felicito por estas buenas verduras», y dale un besito. Vení y dale un besito. Dale —dijo, muy calmado y entusiasmado. Demasiado calmado y entusiasmado. Y esto sin dejar de mirar al fulano ni aflojarle al tenedor.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Señor cocinero César —musitó el desdichado, con ojos vidriosos de pez—, lo felicito... ¿Cómo era? Perdone —se dirigió ahora al tipo del tenedor—, no tengo buena memoria... Bueno, lo felicito, César. Lo felicito de corazón. De veras, por todo. Y también a usted, ¿eh? También a usted, señor. Por defender sus ideas... con métodos que no comparto, pero... ¡que valoro!, ¿eh? Que valoro mucho. ¿Qué sería de este país sin gente como usted, sin...?<br />
<br />
—Dale —lo interrumpió el otro—, aflojá. Te olvidaste de darle a nuestro amigo César su besito.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
César, ahora, que ya había tenido un minuto para pensar e intentar comprender, tenía miedo. Lo miró al tipo acercarse. Sintió el tenedor pinchar un poco más, sintió que el tirón en el cuero cabelluldo no aflojaba, sintió de pronto los labios del fulano sobre la mejilla. La humedad no venía de sus labios, sino de su cara, transpirada, hirviendo. Con la izquierda, que le colgaba por debajo de la línea del mostrador, palpaba discretamente, buscando quizás encontrar algún objeto que le diera la seguridad suficiente para arremeter de nuevo.<br />
<br />
—Ahí está, ¿no ves? Unas palabras lindas y un besito, y se soluciona todo, mirá qué lindo —dijo el de la corbata a rayas, satisfecho—. ¿A quién no le gusta que lo traten bien y le den un besito? —dijo en voz alta, pero más bien reflexionaba para sí—. Veinte veces le dije a Tina que era cuestión de decir las cosas bien, nada más. Qué digo veinte veces, ¡mil veces, un millón de veces! Por ahí era verdad que yo era medio celoso, pero ¿tenía que ponerse así? —siguió, sin darse cuenta. Entonces se dio cuenta—: Tina es... bueno, era mi mujer... Se llama Agostina, pero le dicen Tina... desde chiquita... La madre le puso así, el padre le decía que Tina era feo porque sonaba a bañera, jaja, ella siempre lo cuenta... —dijo mientras miraba alrededor, como quien da un discurso, como quien habla, un tanto desordenadamente, para un grupete de turistas desconcertados. Y esto sin aflojarle al pelo o el tenedor, mientras que las miradas iban cambiando de color, y César no dejaba de pensar en la zurda.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
En la suya, en su siniestra. Y la aclaración es pertinente, porque justo entonces la mano que sujetaba férrea su pelo, la izquierda del tipo, lo soltó y fue a cubrir la cara del hombre de las medias de nailon, que balbuceó algo más y rompió en llanto. Sin decir palabra, César le apoyó una manaza compañera en el hombro y, con la otra, bajó la mano que sostenía el tenedor contra su nariz. Silencio pesado: no había pelea posible.<br />
<br />
—¡Jesús! —exclamó el gallego, volviendo en sí con la cara roja de sangre y tomate. Se había sentado sobre la loza rota, la salsa y los ravioles pisoteados. Junto a él, el mozo, en cuclillas, lo miraba con ojos de perro y sonreía, aunque debería haber movido la cola.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
De repente, todos lo miraban al fulano, entre atónitos y azorados, sin saber bien qué hacer. El tipo seguía llorando, con ganas, su cara cubierta ahora con ambas manos. Balbuceaba sonidos sin sentido, y cada tanto podía adivinarse un «Tina» y algún «perdoname». El tipo del tintillo apoyó el vaso sin hacer ruido, y metió la mano en el bolsillo del saco de cuero raído.<br />
<br />
—Tráele un vaso de agua, pobre muchacho... y un trapo para limpiar esto... —dijo el gallego, más por sentir que algo tenía que hacer para reafirmar su lugar de autoridad en el lugar que por convicción. Pronto se arrepentiría de haber abierto su ibérica bocota.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—¿Qué «pobre muchacho» ni qué ocho cuartos? ¡A mí se me respeta, yoyega! —bramó, con la cara roja, el tipo de la corbata a rayas, y se levantó a medias de la banqueta, dispuesto a recomenzar. El gallego alcanzó a parapetarse detrás del mostrador, pero el tipo, súbitamente descorazonado, volvió a derrumbarse.<br />
<br />
Al mismo tiempo, el del tintillo, invisible y con cara de nada, se acercaba al teléfono público amurado en el rincón opuesto del salón. Sosteniendo el tubo con el hombro izquierdo, rebuscó un cospel en el bolsillo del pantalón y extrajo del saco de cuero raído un papel con un número de teléfono. Decía: «Señora Agostina».<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Salvo por dos tipos que, con una indiferencia pasmosa, se pusieron el saco y salieron mirando el reloj, y por el del tintillo, estaban ahora todos alrededor del de las medias de nailon, que, lejos de mejorar, lloraba cada vez más. Se miraban unos a otros y lo palmeaban. El de patillas le ofreció unos pañuelitos de papel perfumados, que el fulano rechazó con un alarido que hizo temer lo peor una vez más, aunque a medida que pasaba el tiempo ya todos iban comprendiendo, y se sorprendían menos cada vez.<br />
<br />
—¿Señora Ag..? Sí, habl... Sí. Sí. Sí, señora, sí, es que... Señora, si yo... Señora, si me dejara habl... Sí, por supues... Claro, la situación es la siguiente: yo esto... ¡Pero callate un segundo, flaca, por dios, pará un segundo, dejame hablar, la reputa madre que te parió, dejame hablar carajo! —Y estas últimas las palabras las gritó, sin darse cuenta, antes de colgar el teléfono con un zurdazo demoledor. Entonces fue todo silencio, y hasta el que lloraba levantó la vista para mirarlo.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué miran? ¿Acaso me puse a revolear platos? —Se arrepintió, su plan se iba al garete y ese camino parecía el menos conveniente, por lo que se recompuso y se dirigió al tipo de la corbata a rayas—: Oiga, hombre, disculpe. Todos estamos un poco nerviosos. Pero las cosas se van a arreglar, ya va a ver. Ya va a ver, va a ver —repitió, con tono metálico, tal vez por no saber qué decir.<br />
<br />
El tipo de las medias de nailon estalló en llanto. «Oportunamente», pensó el del tintillo. Insertó otro cospel en el teléfono y volvió a discar el número de su clienta. Esta vez se apuró y, apenas oyó que levantaban el tubo del otro lado, escupió:<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
—El tipo está destruido, no da más, se terminó. El otro está tranquilo. Basta para mí —dijo seco, muy seco y determinado. Se ve que del otro lado se entendió el mensaje en seguida. Escuchó unos segundos y, entonces, agregó—: Sí, rápido. Sí, a la vuelta, a mitad de cuadra, con cortinas a cuadros —dijo, casi ordenando, y colgó.<br />
<br />
De un trago liquidó el tintillo y se acercó decidida y compasadamente, con el aplomo que, sólo él sabía, la situación ameritaba. Estiró un billete sobre la barra con un gesto mínimo. Palmeó al de las medias, tal vez con empatía, tal vez con compasión, tal vez con amistad, repitió algunas palabras similares a las anteriores, y salió.<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
Lo que siguió fue un compendio de preguntas, disculpas, solicitudes y lugares comunes, el mozo trapeando el piso, el gallego parloteando y los dos fulanos sentados en sus banquetas: nada importante. Lo importante sucedió, sin embargo, menos de cinco minutos después, cuando una mujer hermosamente enorme, de rasgos fuertes y diabólicos, franqueó las puertas de El Talego, se dirigió sin dudar a la barra y puso su mano derecha sobre el hombro del tipo de las medias de nailon, quien no llegó a darse vuelta antes de que ella dijera:<br />
<br />
—Ya está. Ahora va a venir conmigo, tranquilito, a casa. Ya hizo su berrinche, ya se portó mal. No quiero que me haga pasar más estos papelones, ¿entendió? —Lo sacudió por el hombro—. ¿Entendió?<br />
<div style="text-align: right;">
~</div>
El tipo, probablemente, habría querido decir algo, pero no había dónde: Tina claramente no había dejado espacio. Se dejó resbalar de la banqueta y, en cuanto estuvo parado, sin levantar la vista, giró y enfiló hacia la puerta, siguiendo la dirección que la mano marcaba en su hombro. La mujer tampoco miró a la audiencia, como si no tuviera nada que explicar o entender, como si no existieran (o, peor aún, como si existieran pero no pudieran resultarle más insignificantes). El vaivén de la puerta al salir despertó al olor a fritura; el rayo de sol pegaba ahora en la mesa cinco. La escena de silencio y estupor se esfumó a manos de César:<br /><br />—Te hago otra ensalada, ¿querés...?</div>
</div>
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