A la vuelta

Lo despertó el golpeteo de la cama del vecino, el mañanero de cada jueves. Se pegó una ducha, se afeitó mal y pronto y se comió media factura que había quedado de ayer. En la puerta, el encargado lo saludó con la misma alegría falopa de siempre mientras desperdiciaba agua jugando con las hojas de otoño. Salió desabrigado y no había tiempo de volver, la puta madre. En la parada del colectivo estaba la colorada, fumando como siempre. Sopesó las opciones, pero no tenía ganas de caminar hoy. Esperó. El colectivo lleno, por supuesto, pero al menos hoy olía bien.

En el subte también había mucha gente, y terminó amasijado entre una gorda y un panzón que respiraba fuerte. La gorda olía a jazmines y algún otro, a almizcle. No sabía qué mierda era el almizcle, pero había decidido un día que el olor del que hablaban esos libros, el almizcle, debía ser esto. Cuando salió a la calle tuvo frío de nuevo. Y hambre. Cuando llegó a la puerta del edificio miró la hora. Había llegado dos minutos antes. ¿Es que acaso este día podía ser de los buenos, todavía?

~

Con brío renovado, apuró el paso. Evitó al de seguridad, quien cree por algún motivo que pueden ser amigos y siempre intenta sacarle charla, y alcanzó la escalera a grandes trancos. El mono se quedó ahí, en ese escritorito ridículo que le pusieron, con cara de compungido.

Subió por la escalera pensando que hoy sí, que este sí iba a ser un buen día, que alguna vez tenía que volver a tocarle alguno, que era, si no una cuestión de justicia, al menos un asunto de probabilidades. Iban a darle un aumento, en el mejor de los casos, o iban a rajarlo con una gran indemnización, en el peor: todo estaría bien. Eso, o un príncipe nigeriano en el exilio le escribiría para que se ocupase de su fortuna a cambio de una buena parte. Lo que fuera. Cuando sintió el olor a humo y se dio cuenta de que le picaba la garganta estaba en eso.

~

«¿No sentís olor a quemado?», dijo la voz punzante de la rubia de personal. Se dio vuelta, iba a contestar, pero la cara de la mina lo agarró tan de sorpresa que no supo qué decir, fruncía la nariz como si se le hubiera metido una hormiga. Tenía buenas gomas la mina, eso sí. Siempre están buenas las de personal, pensó, será para que te duela menos cuando te rajan a la mierda. «Pasá por acá que ya viene el doctor, buenos días, perdoname, qué maleducada, es que el olor ese, viste, ponete cómodo, ya viene el doctor, esperá que te abro acá porque los de limpieza siempre cierran, ¿querés tomar algo?, avisame, cualquier cosa, el doctor ya viene», dijo, casi sin respirar, y se fue. Bueno, igual no quería tomar nada, gracias.

Se sentó y cruzó las piernas y se miró los zapatos sucios. Le parecieron una metáfora de su vida, pero sonó un teléfono y el pensamiento se le escapó, por suerte. Sonó un montón. Lo supo porque, cuando se cansó de escucharlo, se puso a contar. Contó doce timbrazos. ¿Quién tiene doce timbrazos de tiempo de sobra?, pensó. Un garca que se reclina en el sillón de cuero mientras fuma, pensó. Ahí se acordó del humo, acá no se sentía, todo olía a campos silvestres, o tal vez fuera brisa del bosque o suave estela de culo de viejo choto, pensó, y se rio solo, pero no lo pudo disfrutar mucho porque el teléfono empezó de nuevo. Pero la puta madre. Esta vez empezó a contar en el segundo timbrazo, iba a saber bien cuánto tiempo tenía el garca del cigarro. Pero contó veintiún llamados —¡veintiuno!— y se puso repentinamente muy nervioso. En el veintitrés se paró y, apenas sonó el que completaba la segunda docena, atendió, a lo guapo.

~

«Hable», ladró mientras se daba cuenta de todo. Le temblaba la mano que sostenía el tubo. «¡Doctor! ¡Qué suerte que lo encuentro! Hace semanas que trato de dar con usted...» «¿Quién es?», cortó, repentinamente envalentonado por la zozobra de la otra voz. Se daba cuenta de todo, pero ya estaba en el baile. «Iturrieta, disculpe. La señora de Iturrieta. Perdone, doctor. Disculpe la molestia, por favor. Lo llamo para saber si tiene novedades de...» «Sí, sí», interrumpió de vuelta, todo lo harto que se puede estar, y completó: «Lo suyo ya está». «¿Sí? ¡Ay, doctor! ¿En serio? ¿Tan pronto? ¡Ay, doctor, no sabe la alegría que me da! ¡No sabe...!» «Sí, sí sé. No es nada, dese una vuelta por acá cuando quiera.» El golpe del tubo sobre el aparato hizo vibrar el vidrio del escritorio.

Se apuró a sentarse, casi se zambulló en el sillón. Como quien se raja un pedo en un ascensor, se quedó inmóvil y con cara de pescado tras el vidrio del mostrador de una pescadería. El olor a humo ya se sentía también ahí. También los tacos de la mina de personal, que se acercaban.

~

Se paró, un poco lerdo y otro poco perezoso, porque no quería que la mina lo encontrara sentado. Y lo del humo ya le estaba hinchando las pelotas, también, la verdad. Y cuando se terminó de aprontar entró la mina, como una turba. «Perdonemé, Camerotti, vamos a tener que evacuar, le pido mil disculpas, pero parece que hay un problema, no sé, la verdad, perdonemé, pero vamos a tener que desalojar, porque sí, realmente se siente fuerte, ¿eh? Sí, así que vamos bajando, por favor, perdonemé, lo lamento, pero vamos bajando, por favor», y se dio media vuelta y se fue. La puta que te parió con la gente de personal; pero eso vaya y pase, pero ¿Camerotti? ¿Qué le pasa a esta mina? Pero la gran puta...

Y salió, y encontró a la gente, saliendo, y se unió, y empezaron todos, como reses al matadero, a bajar la escalerita, y algunos se iban riendo y otros se iban preocupando y otros se iban a la mierda, porque iban a aprovechar la joda para tomarse un buen recreo, y el olor era fuerte, eso sí, pero humo no se veía, y unos que venían atrás hablaban de fútbol, y unas minas de hacerse las uñas. Bueno, adiós a la boludez esa del buen día y la puta madre...

~

En la vereda se prendió un faso. Había bastante humo, la verdad, pero no se veían bomberos, policía ni nada parecido. Tampoco vio a Ramírez, al Ratón ni a ninguno de los habituales. La puerta del edificio era la de siempre —salvo por el humo—, pero las personas no. Tampoco el de seguridad. Tenía el mismo uniforme, el mismo corte de pelo, la misma cara de mandril, pero era otro fulano, ahora se daba cuenta. En cuanto a la rubia, la gente de personal cambiaba bastante seguido, así que no podía estar seguro, pero esas tetas le daban mala espina. Un par de gomas así es inolvidable, inconfundible.

No entendía nada. Comprobó por enésima vez la dirección, que era correcta. Se rascaba la cabeza cuando lo sobresaltó un grito: «¡Qué hacés, Camerotti!». A continuación, una palmada en su hombro. En el suyo, no en el de Camerotti, qué mierda.

~

Se quedó seco. Nada, ni un gesto le salió. El tipo parecía honestamente contento de verlo. No supo qué decir, ni importaba, porque el tipo estaba con todo. «Boludo, ¡¿qué quilombo, eh?! ¡¿Qué pasó acá, no?! Jajaja, qué quilombo, bueno, me voy a la mierda antes de que me vea el Duro, a ver si arranco para Corrientes, jaja, ¡cuidate, Camerotti, viejo y peludo, nomás..!», y se dio media vuelta y se fue. Y cuando se quiso dar cuenta, estaba nervioso, muy nervioso.

La puta madre. Se fue a la esquina para salirse del gentío, era un quilombo de gente y tránsito por todos lados, mucha excitación. La puta madre. Y sentía un hormigueo en las piernas, y caminaba más rápido. En la esquina de la farmacia encontró lo que buscaba: se miró «al espejo» en la vidriera. Era, efectivamente, su cara, la misma cara de boludo de todos los días. ¿Qué mierda estaba pasando acá? La puta madre que te parió, tremendo julepe se llevó cuando una mano pesada y gentil se le estacionó sobre el hombro izquierdo y lo arrebató de su ¿realidad?

~

Se quedó rígido. En cuanto la voz a sus espaldas se pronunció («¿Camerotti...?») lo recorrió una descarga eléctrica; sin siquiera darse vuelta, salió disparando como la bolita metálica de un flipper y se lo tragó la boca del subte. El cabezal no informó de ningún bonus, no se iluminó, no hizo musiquita.

«¿Qué mierda pasa?», se preguntaba, sentado en un vagón semivacío del subte que dejaba el centro. No podía responder. Lo único que quería era llegar a su casa y entender, o empezar de nuevo el día o morirse de una buena vez.

~

Pasó uno vendiendo alfajores, como siempre, y otro pidiendo «una ayudita, por el amor de Dios». Por el amor de Dios ayudame a mí, carajo, y se paró de nuevo para mirarse en el vidrio. Nada. Bueno, capaz que no era nada. Estaba en eso cuando el tren pegó un frenazo, las luces se apagaron y se hizo un silencio mortal. Sintió un cosquilleo subirle por la garganta, ahogando todo. Sintió cada poro sudar profuso. Pero fue un segundo nada más, en seguida las luces se encendieron y, unos segundos después, el coche volvió a moverse. La puta madre.

De la estación a la casa caminó rapidito, buscando refugio. Miró con ganas, buscando caras conocidas, pero nada. «Boludo, si nunca le hablaste a nadie», se dijo, y casi se rio de su propia ingenuidad. Bueno, si estuviera —el pelotudo de— el encargado, entonces ahí sí. En la esquina, en la verdulería, estaba la gorda del octavo. Le buscó la mirada, pero nada. El encargado, tampoco, claro, si echaba dos baldazos y se iba a la mierda, el hijo de puta... Parecía cabreado, pero en realidad tenía un miedo que no se podía ni nombrar. Casi le temblaban las manos al meter la llave en la cerradura del departamento. Entró y cerró la puerta con media vuelta y respiró aliviado. No se había terminado de sacar la chaqueta cuando sonó el teléfono.

~

Otra vez la descarga eléctrica, la mente en blanco, la bolita del flipper. Con el brazo aún enfundado y la chaqueta colgando desde el hombro derecho, con movimientos automáticos, levantó el tubo y se lo llevó a la oreja. «Hola, mi nombre es Analía, me comunico desde Meganet y desearía hablar con el titular de la línea para comentarle los beneficios a los que se ha hecho acreedor —disparó a repetición una jacarandosa voz femenina—. ¿Hablo con el señor Gabriel Pelayo?» Sintió tal alivio que se le humedecieron los ojos. «Soy yo, sí... ¡Sí, sí, la puta madre, soy yo!», y abandonó el tubo para correr a mirarse en el espejo del baño. Era Gabriel Pelayo, nomás, y todo podía estar bien a la vuelta.

De un pique, colgó el teléfono y terminó de sacarse la chaqueta. La sonrisa no se la sacó. Entonces vio el humo. Crecía bajo la puerta. Un hilito, apenas, de lo más inocente. Abrió, se asomó al pasillo para ver qué pasaba: todo estaba lleno de humo y el olor a quemado volteaba. No entendía nada. Pasó Fernando, el del departamento de al lado, corriendo hacia la escalera. Él le pegó un grito. El otro se dio vuelta desde el descanso, lo miró entre el humo y gritó: «¡Ramiro! Vení, dale, que se quema todo».