Peras al olmo

Solamente en un bar cajetilla como este podían existir todavía, a modo de coqueto anacronismo, galletitas de la suerte. El café era bueno, eso sí. Rompió la galleta. «Lo que buscas está más cerca de lo que crees». Miró alrededor, casi sin darse cuenta. Poca gente, cogotudos todos; el sol sobre los mantelitos blancos asordinaba los pensamientos. En la calle, quietud de barrio bacán. Por el rabillo del ojo vio una sombra romper la armonía. Lourdes, hermosa como siempre, acababa de cruzar la recepción y buscaba con la mirada. Bastó un gesto y enseguida enfiló hacia su mesa.

«Nos siguen», dijo, al tiempo que ofrecía la mejilla y un beso y sonreía, jovial. Max no dijo nada, buscó al camarero, lo encontró enseguida, acercándose ya a la mesa. «Earl Grey, por favor», dijo ella, y eso fue todo. Se miraron. Max le ofreció el mensaje de la galleta. Ella leyó. Se miraron de nuevo.

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No pudieron ver al hombre que entraba en ese momento. Se llamaba Rottenberg y los tenía entre ceja y ceja.

Se sentó cerca de la puerta, algo detrás de una columna espejada. Desde ahí podría estudiarlos sin ser visto. Hacía una semana ya del día en que su mujer se había ido con otro tipo, y los secreteos de Max y Lourdes le molestaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. No obstante, pensó que cumplir con su tarea iba a dolerle un poco, ¡eran tan jóvenes!

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Lo que tardó en volver el mozo con el brebaje fue todo sonrisas, actuaban su papel a la perfección. Lo hacían por costumbre, por si alguien estuviera mirando. Pensaban que no, especialmente Max, que suponía que, si los seguían, era hasta la puerta, no adentro. Rottenberg hacía palabras cruzadas mientras relojeaba. Lourdes tomó un sorbo de té. «¿Qué hacemos?», dijo mientras le acariciaba la mejilla. «Nada, seguimos», dijo Max, «si no saben que sabemos estamos en ventaja». Lourdes bajó la vista. Era lo correcto, aunque le pesara: había que seguir, como si nada. Le apretó la mano, tomó otro sorbo de café. «Deslealtad, traición o quebrantamiento de la fe debida». Perfidia. Rottenberg tachó la cuatro horizontal.

Max pidió la cuenta con un gesto y, apenas hubo llegado el mozo, le entregó un billete y le hizo gesto de «ya está». El mozo agradeció, Max ya estaba con el saco puesto, ya con la zurda sobre la cintura maniobraba suavemente a una Lourdes que se dejaba, entregada totalmente al temor y al deber. Cuando hubieron sorteado las mesas, Max la trajo, posesivo, y así entrelazados salieron, joviales, a la calle de barrio llena de sol y sombra.

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Rottenberg se apuró detrás de la pareja, metió en el bolsillo del breto la revista de crucigramas enrollada con la birome y abandonó el café marchando que, en manos del mozo, encontraría su mesa vacía. De atrás, Lourdes y Max parecían dos chiquilines. Pensó en que debería haberse afeitado, en que su cara verdosa de barba de días no debía de ser la mejor. Dejó crecer un poco la distancia que los separaba para no levantar sospechas.

«Es el tipo ese», cuchicheó ella. Mirando disimuladamente sobre su hombro, él preguntó cuál, y Lourdes describió a Rottenberg con palabras exactas y denigrantes. Max no tuvo dudas entonces. Pensó que le ganaría en su propio juego.

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«Lo que buscas está más cerca de lo que crees», pensó. Apretó suavemente la cintura de Lourdes, que se sintió reconfortada, pero no dijo nada. Doblaron en la siguiente esquina y tomaron una calle menos transitada. Fingieron descubrir la librería por casualidad y, con gestos levemente exagerados, dieron a entender que sería una buena idea echar un vistazo. Max pensó si sería mejor que el fulano entrara o no. Decidió que daba igual: seguirían.

Max empujó la puerta de la librería e invitó a Lourdes a entrar mientras, por el reflejo del vidrio de la puerta, intentaba divisar a Rottenberg. Nada. El sonido del carrillón alertó a Camil, quien, en el fondo, entre pilas de libros, leía absorto. En seguida los reconoció, y se apuró a poner su mejor sonrisa. Fue a su encuentro y preguntó en qué podía ayudarlos. Un leve movimiento de cabeza bastó, y Camil comprendió la situación. Dijeron que solo estaban mirando y fingieron interés en la mesa de saldos. Camil se puso a ordenar la batea de usados sin perder de vista la esquina.

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En la esquina, bajo un sol incongruente, Rottenberg estaba inmóvil. No sabía si apurar el paso y meterse también en la librería, si esperarlos convenientemente escondido o si disolverse en el aire. La duda lo incomodaba. La duda y lo que venía con ella. «Por esto se fue Liliana», pensó, con un dolor en el pecho.

En la calma del local, Max y Lourdes evaluaban sus posibilidades mientras sus ojos se paseaban sobre los libros. Estaban tranquilos. Camil no. Nervioso, tanteaba cada tanto la pistola que cubría el saco.

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Cuando decidió que el fulano no se decidía a entrar, se acercó muy hacendoso a la joven pareja y simuló preguntar si habían visto algo interesante. «¿Qué van a hacer?», preguntó por lo bajo, sin ningún sentido, puesto que no había nadie más en el negocio, el tipo solo podía ver y fantasear. «Seguimos», dijo Max. Camil se sintió aliviado y preocupado, pero su cara no reflejó más que un «entendido».

Les señaló una estantería, les indicó el camino, les hizo señas con la mano, y después sacó un libro. Se lo dio a Max, y éste a Lourdes, y todos sonrieron, y la venta quedó sellada. Se acercaron entonces al mostrador, y Camil empezó a envolver el libro que, en el momento justo, cambió por el paquete pertinente. Y todo esto sin dejar de relojear la esquina. El tipo había encendido uno, y parecía esperar a alguien. La parejita agradeció, saludó, agarró el paquete, y salió, justo cuando dos señoras muy paquetas se disponían a entrar.

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