Vaivén

Echagüe salió esa mañana sin saber que no volvería a la vieja casa somnolienta de Ramos Mejía. Abrió la puerta baja de madera verde, la dejó sin pasador y se lanzó a la vereda. El rocío helado perlaba el cuadrado de césped, pero Echagüe no lo miró.

El viejo había sido terminante. La vieja había llorado en el patio del fondo mientras regaba las plantas. El muchacho lo había mirado con una cara feroz. Nadie lo sabía entonces, pero Echagüe tenía que irse.

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Es fea la sensación de no ser querido, pero mucho más fea es la certeza de ser despreciado. Que un padre esté cabreado o enconado es normal. Que una madre se limite a llorar en silencio, vaya y pase. Pero cuando la propia progenie ya nos desea la distancia no hay más. Todo esto, palabra más, palabra menos, supo Echagüe sin darse verdadera cuenta. Eligió salir con el alba para no tener que cruzarse a nadie. Ni en la casa ni en las calles.

Salió sin más que solamente salir, estar afuera, no estar ahí, y aturdido entre sus pensamientos y las dos horas (si acaso) que había logrado dormir. Ni siquiera el frío mugriento pudo espabilarlo. Antes de que pudiera darse cuenta caminaba, por costumbre nada más, mecánico, autómata, hacia la estación, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, el alma ausente.

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Le dio por silbar. Así, silbando, se sintió vivo de repente; más que una camisa y un pantalón que se movían solos, era un hombre, tenía carne y sangre. Y dudas. Y rencor.

Al llegar a la estación cayó en la cuenta de que no tenía adónde ir. Se acodó un momento contra la chapa del copetín al paso, cerrado, y pensó. O lo intentó. Las ideas se le escapaban, su mente era un desierto de sal y carecía de determinación, de seguridad, de voluntad. Estaba vivo, pero vacío. Y entonces, sin saber por qué, se subió de una corrida a un colectivo que abandonaba la parada.

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A esa hora había lugar y, tras pagar el boleto, se acurrucó en un asiento del fondo para guarecerse de la gente, y del frío. ¿Qué haría? ¿Qué debía hacer? Todo pasa, y esto también pasará. O no. Tal vez mañana tendría que decidir sobre el trabajo y buscar dónde dormir. ¿Se llevaría las cosas o las dejaría sin más? Era tal vez un impulso más. El viejo sabía ser áspero, pero sabía también después hacerse el sota si hacía falta. La vieja no es problema, la mama es la mama. Y el muchacho... Es brava la juventud. La paternidad también, la puta madre.

Y en esas estaba cuando, de repente, notó que el colectivo pasaba por la casa de Maite. Un impulso, igual al que lo había subido, lo llevó a bajar. Sin darse cuenta, pensó en un segundo que las cosas por algo pasan, pero no tuvo tiempo de detenerse en el asunto. Tocó el timbre y esperó: tres cuadras tardó el tipo en frenar. Se sintió impaciente y fastidioso y, en seguida, se dijo, finalmente, ¿qué apuro hay?

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Deshizo las veredas hacia la casa de Maite. En el trayecto no se cruzó con nadie; de suceder, acaso no se habría dado cuenta: solo pensaba en Maite, en su ausencia siempre presente, en su modo de abarcarlo todo con un simple vaivén.

—Buenos días. ¿Se encuentra Maite? —preguntó al gorila que había entreabierto la puerta luego de apenas dos toques en la madera.

—Pase.

—¿Está ocupada?

—No se preocupe por eso, ya lo va a atender. Sientesé. —Las órdenes se sucedían. Sintió crecer dentro de sí una inquietud indefinida.

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El olor a humedad y hastío le revolvió el estómago. Pensó que era la hora del café con leche. Recordó la cocina, su cocina, entonces tan ajena, tan lejana, tan despojada de presente, testigo solamente del pasado. Otra vez se le retorció el estómago. ¿Quedaría algo de aquellas mañanas de mates, del café con leche con pan con manteca, del olor del pan quemado, de revolver el café para que haga espuma, de festejar si había quedado algo de dulce de leche? Se sintió ahogado. El olor a humedad, y ese encierro, ni una ventana había. Y la espera. Claro, si era tan temprano... Quiso irse, pero no tuvo el coraje, ya estaba ahí. Lo había ayudado en otras ocasiones, tal vez lo haría ahora. Otras ocasiones habían sido distintas, también, es cierto. Ya estaba ahí. Esperaría. Y el tiempo pasaba lento, y Echagüe esperaba y esperaba. Si al menos hubiera una ventana...

—Pase —lo interrumpió el tono grave y seco del morocho.

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Entró en el cuarto de Maite como quien emerge de un largo túnel. Poco quedaba de casa en ese lugar donde ella vivía, faenaba y hacía cada tanto módicos milagros, pero ese cuarto conservaba su aspecto original de dormitorio de señorita soltera, provinciana y religiosa. La luz, roja, cubría de velos todo y hacía las sombras más espesas, pero Echagüe sabía. Maite lo acogería, y en su vaivén, quién sabe, lo curaría.

—¡Flaco! ¿Cómo estás? —La alegría de ella parecía genuina.

—Ahí. —Él no estaba a la altura.

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—Uf, sí, te siento, cargado estás... Apenas está saliendo el sol, ¿venís de gira vos?

—No, no... Salí temprano.

—Sí, ya veo —dijo, y cerró los ojos, como para ver mejor; mientras, hacía gestos de que se acomodara.

—Mirá, yo la verdad... es que es todo un... Yo... —luchaba el pobre diablo consigo mismo, tratando de encontrar las palabras que resumieran el lodazal completo en el que sentía su vida naufragar.

—No, no, esperá, sentate, no me digas nada que ya estoy recibiendo, sentate... Uf, no... Es negro... y verde...

Y entró como en un trance. Y Echagüe quiso dejarla hacer, porque total nada tenía que aportar ni que perder. ¿Cómo mierda había llegado hasta acá?, y no supo si acá era esta vida, esta casa, esta mañana o qué. Para ninguna de todas las preguntas podía encontrar respuesta. Respiró hondo y abrió los ojos, que había cerrado, obediente, y la vio a Maite danzar una danza invisible, balancearse en todas las direcciones como un astronauta que persigue maníes escapados de una bolsa mal cerrada. La imagen le hizo gracia, pero en seguida se censuró, no estaba la cosa para estas tonterías. Se sintió nuevamente agobiado, derrotado. El súbito ruido de un intempestivo inhalar bien profundo lo sobresaltó. Maite parecía entrar en otra etapa de su conexión.

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—Owi sarco... masdei... vlada... —murmuró entonces con voz grave; una voz que no era la suya.

Echagüe sintió un escalofrío. La había visto otras veces en esa situación; siempre se sentía incómodo. Con los ojos dados vuelta, blancos, y esa voz de ultratumba, Maite no era su amiga. La mujer era una línea directa al infinito, una puerta abierta a lo que hay más allá de la nada.

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Sintió una urgencia por irse, por salir de ahí. ¿Qué estaba haciendo? Otra vez, tenía que irse. Se levantó, sigiloso, y, sin dejar de mirarla a Maite, se fue incorporando y empezó a acercarse a la puerta. Estaría ya en la calle cuando ella volviera del trance. Centímetros faltaban para llegar al picaporte cuando...

—¡No! —gritó Maite, con voz de oso ronco, y Echagüe se pegó el jabón de su vida, y se le aflojaron las piernas y los esfínteres.

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—Pará...

—No te vas.

—Maite, ¿para qué te voy a mentir? La verdad... es... que no sé para qué vine...

—No te vas. No te vas. No te vas. —La voz áspera no dejaba lugar a nada más.

—Si no volvés, me voy yo. —Echagüe recuperó la compostura. Estaba cansado—. Necesito verte a vos, no a la que les saca la guita a los otarios. Sos mi única amiga.

Maite pareció acusar recibo. Con voz cada vez menos honda, musitó palabras extrañas hasta que volvió en sí. Miró a Echagüe como si nunca antes lo hubiera visto. Sonrió.

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—Perdón, Flaco. A veces me pierdo en el personaje —se disculpó Maite, su voz ahora suave, cálida, la de siempre—. ¿Qué pasó?

—Nada. Todo. No sé, Maite. Me fui de casa. No podía más con el viejo, la vieja... y el pibe...

Echagüe quiso mirarla a los ojos, pero en cambio dejó caer primero los párpados, después la cabeza. Se habría dejado caer por completo si ella no se hubiera acercado a ponerle una mano sobre los hombros. El calor humano y el perfume de mujer le hicieron bien.

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—Me tengo que ir, Maite.

—¿Adónde, Flaco? ¿Quién te corre? Quedate un rato.

—¿Le pago a Carlos? —preguntó Echagüe sabiendo la respuesta; solo quería evitarse ciertas palabras.

—Olvidate.

Maite supo que insistir no tenía sentido y lo acompañó hasta la puerta de la habitación. El ambiente que hacía las veces de sala de espera ya tenía una o dos vecinas sentadas, como empollando; él pasó sin mirar a nadie. El gorila, pareja de la mujer y encargado del negocio, fulminó a Echagüe con los ojos y, acto seguido, le franqueó la salida a la calle. Se había levantado viento.

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Nada tenía sentido. El absurdo impulso de ir a verla a Maite, después del absurdo impulso de subir al colectivo, fruto improvisado del absurdo impulso de caminar sin sentido después de irse de la casa, en un impulso sin sentido. Absurdo todo, absurdo él, absurdas sus acciones y sus palabras. ¿Acaso, entonces, pudieran ser absurdas las acusaciones, las peleas, los odios, las heridas, los finales?

En esto venía, inmerso totalmente, envuelto en una nube, un torbellino de preguntas absurdas, un infinito oscilar entre todo lo bueno y todo lo malo, todo lo que era, lo que había sido y lo que podía ser. O no. Y fue así, en ese fluctuar, en ese vaivén, que él va, y cruza la avenida, y algunos lo ven, pero es demasiado tarde, nadie puede hacer nada ya por este Echagüe que ya nunca volverá a la vieja casa somnolienta de Ramos Mejía.

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