En un día de sol y viento fresco, en un día de salir a dar la vuelta al perro o ir a la puerta a fumar un pucho, Mario, que no tiene perro, fuma un pucho en la puerta del edificio. Piensa qué paradójico que es que, en este día de tomar el fresco, él se llene los pulmones de humo maloliente. Piensa también si comprar cien gramos de crudo y un pedazo de queso, o si mejor comprar paleta sanguchera y ahorrarse unos pesos. No se decide. Acompaña el pendular de su mente con un movimiento de cabeza al ritmo que pasan las chicas, algunas incluso con sus perros.
Lo saca de su sopor el repentino estrellarse de un maletín contra el piso. Fue una milésima de segundo después de que por el rabillo del ojo viera una sombra caer bruscamente. Dudó un segundo antes de moverse, sin saber qué hacer, no ya con el tema de la paleta, sino, además, con el tema del maletín.
La gente empezaba a acercarse y él se unió, comedido y escandaloso, sin mucha idea de qué hacer ni nada para aportar. La visión del cráneo destrozado en un charco de sangre y masa encefálica lo sorprendió pensando nuevamente en jamón crudo y paleta sanguchera.
Lo puso sobre la mesa y lo miró un segundo. «Mirá si está lleno de guita», pensó. En seguida se dijo que, con su suerte perra, seguro habría deudas por pagar, o un bicho horrible. Pensó de pronto que capaz había un táper con un sánguche de crudo y queso. Se rió. «Bueno, ma' sí», pensó, y forcejeó con el mecanismo, hasta que lo abrió.
«Pero claro, ¡qué carajo va a haber en un maletín...! Prefería el táper con el sánguche, o hasta el bicho horrible, pero esto... Por esto ni me molestaba», pensó. Entonces se le ocurrió que esos papeles roñosos podían tener algún valor y, sin nada mejor que hacer, se propuso revisarlos uno por uno, a conciencia. Acercó una banqueta y se sentó, encendió un cigarrillo y la radio y, luego de pasar una mano sobre el mantel de hule para alisarlo y quitar las migas, empezó a sacar papeles. No se equivocaba: el primero era un título de propiedad, a nombre de un tal Jaime Ortiz Sampedri. Y había más documentos, todos similares. Y un pasaporte, también de Ortiz Sampedri, nuevo. Y sin foto.
Cuando llegó al palier se encontró a un tipo hablando por celular, cerca de la puerta. Le bastó a su avezado ojo de portero para saber que el tipo no era del edificio. Se hizo el sota, abrió la puerta, y en seguida lo tuvo al tipo atrás, quien, sin dejar de conversar con monosílabos, agarró la puerta e hizo un gesto de agradecimiento. Salieron. Había todavía mucha gente, y había llegado la ambulancia. Miró al fulano alejarse y doblar en la esquina.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya era de noche. La cabeza le latía. Su mano derecha tocó la sangre seca en su sien. El maletín. ¡El maletín! Corrió al edificio y, al llegar, se compuso un poco y buscó el manojo de llaves que llevaba al salir y que, claro, había desaparecido.
Todo estaba exactamente como lo había dejado, o como recordaba haberlo dejado, salvo por el maletín, que había desaparecido.
Percibió entonces un movimiento a sus espaldas. Sin atreverse a voltear, escuchó a Mirtha, que se disculpaba por la intromisión y decía querer asegurarse de que estuviera bien, para ofrecerse después a curarle la herida en la cabeza. Mario no pudo reprimir un estallido de llanto. Preocupada, su vecina le preguntó qué pasaba, y a él no se le ocurrió nada mejor que, entre sollozos, explicar: «Al final, no compré fiambre ni cerveza».
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«Primero lo primero», se dijo, y, rápido, manoteó el maletín. «Pesado, de marca, cuero de buena calidad», pensó en una fracción de segundo, absurdamente, mientras lo escondía detrás de la pesada puerta abierta del edificio, ahí nomás de la portería, donde vive. «El que no llora no mama», añadió, justificándose, antes de alejarse corriendo y dando grandes voces —«Como el tero», pensó— en dirección al cuerpo desparramado en la vereda.La gente empezaba a acercarse y él se unió, comedido y escandaloso, sin mucha idea de qué hacer ni nada para aportar. La visión del cráneo destrozado en un charco de sangre y masa encefálica lo sorprendió pensando nuevamente en jamón crudo y paleta sanguchera.
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Tal vez por su aire, o tal vez por su espíritu, que se traslucía; tal vez por su forma de pararse, o tal vez por nada; tal vez por su uniforme, la gente le preguntaba, o lo miraba con cara de pregunta, y le hacía comentarios que no podían importarle menos. A todo respondía con «Sí» y «No», o con alguna otra aseveración; nunca una duda ni un «No sé». De hecho, fue en el medio de la cuestión que decidió que iba a comprar crudo y, además, una cervecita bien helada. Oíme, un chabón no cae del cielo a dos metros de tu cara todos los días, y mucho menos viene acompañado del maletín: en un día especial como este, crudo y cervecita. Fue ahí que recordó el maletín, y miró a todos rápidamente, para detectar algún posible testigo de la trastada. Se convenció de que no y de que no podía aguantar más la curiosidad. Aprovechando que la ambulancia no llegaba —no había ningún apuro, la verdad—, se excusó, diciendo que iba a llamar de nuevo al 911, y se escurrió hacia el departamento.Lo puso sobre la mesa y lo miró un segundo. «Mirá si está lleno de guita», pensó. En seguida se dijo que, con su suerte perra, seguro habría deudas por pagar, o un bicho horrible. Pensó de pronto que capaz había un táper con un sánguche de crudo y queso. Se rió. «Bueno, ma' sí», pensó, y forcejeó con el mecanismo, hasta que lo abrió.
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Papeles. El maletín estaba lleno de papeles amontonados, blancos, celestes y amarillos, y nada más.«Pero claro, ¡qué carajo va a haber en un maletín...! Prefería el táper con el sánguche, o hasta el bicho horrible, pero esto... Por esto ni me molestaba», pensó. Entonces se le ocurrió que esos papeles roñosos podían tener algún valor y, sin nada mejor que hacer, se propuso revisarlos uno por uno, a conciencia. Acercó una banqueta y se sentó, encendió un cigarrillo y la radio y, luego de pasar una mano sobre el mantel de hule para alisarlo y quitar las migas, empezó a sacar papeles. No se equivocaba: el primero era un título de propiedad, a nombre de un tal Jaime Ortiz Sampedri. Y había más documentos, todos similares. Y un pasaporte, también de Ortiz Sampedri, nuevo. Y sin foto.
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De repente recibió un sacudón, un golpe de una emoción que no pudo distinguir entre excitación y pavor. Comprendió rápidamente que había algo raro, y que documentos sin fotos no se encuentran todos los días, y mucho menos en el maletín de un fulano que evita ascensor y escaleras. Volvió a mirar el nombre. Jaime Ortiz Sampedri. Había algo raro. Sin embargo, la posibilidad que se le presentaba era única. Papeles sin foto, un finado, la escritura... Lo interrumpió el informativo de la hora, que reportaba el asunto. De repente sintió miedo, como si alguien lo observara, como si el locutor que leía la noticia supiera que él tenía el maletín sobre la mesa y registraba los papeles. Guardó todo dentro del maletín, y este en el armarito, abajo al fondo, detrás de la ropa. Prendió otro cigarrillo, y salió.Cuando llegó al palier se encontró a un tipo hablando por celular, cerca de la puerta. Le bastó a su avezado ojo de portero para saber que el tipo no era del edificio. Se hizo el sota, abrió la puerta, y en seguida lo tuvo al tipo atrás, quien, sin dejar de conversar con monosílabos, agarró la puerta e hizo un gesto de agradecimiento. Salieron. Había todavía mucha gente, y había llegado la ambulancia. Miró al fulano alejarse y doblar en la esquina.
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Se avecinaba una tarde larga, preámbulo de una noche interminable. Habría que planear todo con mucho cuidado, sin dejar detalle librado al azar. Mario jamás había sido demasiado meticuloso, pero entonces era plenamente consciente de que el resto de su vida estaba en bosquejo. En ese maletín. «Bueno, jamón crudo, entonces, y una rubia bien fría», se dijo rumbeando hacia el chino, con la idea de retomar su proyecto inicial y dejar atrás la tensión, aflojándose en una sonrisa ante el equívoco posible entre cerveza y mujer. «... O, mejor, una negra bien calentona», añadió casi riendo. Ese fue su último pensamiento antes de que un culatazo lo sacara de circulación.Cuando volvió a abrir los ojos, ya era de noche. La cabeza le latía. Su mano derecha tocó la sangre seca en su sien. El maletín. ¡El maletín! Corrió al edificio y, al llegar, se compuso un poco y buscó el manojo de llaves que llevaba al salir y que, claro, había desaparecido.
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Le tocó el timbre a Mirtha, la del cuarto F, y si no hubiera estado tan abstraído en la cuestión del maletín, habría bromeado para sí con «tocar» y «timbres». Consiguió una tarjeta de plástico, algunas herramientas y alguna que otra miradita de Mirtha, así como preguntas sobre lo ocurrido. Mario se limitó a sugerir lo obvio, acotando solamente «estos negros...», y no dio más detalles. Le pidió a Mirtha que guardara discreción, y ella aceptó encantada. Finalmente abrió la puerta. Le dio las gracias, la despachó presuroso, y entró.Todo estaba exactamente como lo había dejado, o como recordaba haberlo dejado, salvo por el maletín, que había desaparecido.
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Desazón. De rodillas ante el armario, con toda la ropa desparramada, en el frenesí, por el piso, Mario bajó la cabeza y sintió que los ojos se le llenaban de agua. Todo había terminado tan rápida y ajenamente como había empezado. Nunca sería dueño de su suerte perra.Percibió entonces un movimiento a sus espaldas. Sin atreverse a voltear, escuchó a Mirtha, que se disculpaba por la intromisión y decía querer asegurarse de que estuviera bien, para ofrecerse después a curarle la herida en la cabeza. Mario no pudo reprimir un estallido de llanto. Preocupada, su vecina le preguntó qué pasaba, y a él no se le ocurrió nada mejor que, entre sollozos, explicar: «Al final, no compré fiambre ni cerveza».