Un extraño fulgor

La campanilla insistente del despertador sobresaltó a Visconti. Con esfuerzo inhumano, desenterró la mano de entre las cobijas y manoteó el Junghans; el reloj se tambaleó sobre la mesita de luz y acabó yaciendo boca abajo en un charco de silencio mortal. Visconti masculló algo y se incorporó; aun con los párpados entrecerrados, la luz era enceguecedora. El día sería luminoso y enfermante.

Se levantó, se puso la bata que colgaba de la silla y fue al baño. La luz blanca le mostró en el espejo una cara que, aunque se parecía vagamente a la suya, tenía algo de torvo, de amenazador. Visconti decidió entonces que tenía que afeitarse. Asuntos importantes habrían de dirimirse en el Club Social y Deportivo Flor de Ceibo y debía de estar preparado para pelear su mejor batalla en años.
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Encendió la portátil mecánicamente, y unos tangazos inundaron el baño. Mientras se pasaba la brocha hacía caras, como siempre. El mentol le abrió los bronquios, y se sintió llenó de todo. Iría todo bien. No era un presentimiento, sino más bien un deseo disfrazado de verdad. Repasó el futuro en su cabeza varias veces. Sería claro, y contundente, y aplomado y sereno; sería imbatible. Sí, señor. Diría lo que tenía que decir, y todo iría bien. El rebenque de la vida me ha pegado sin cesar, aulló Miguel Montero, y por un segundo se le silenciaron las ideas, pero en seguida se redobló. Hoy sería él quien portase el rebenque, sí, señor.

No se hizo ni un corte, y le pareció muy oportuno. No escatimó en Old Spice, y el ardor lo envalentonó. Y a mí qué me importa qué diga la gente, bramó Floreal. No le hizo falta más. Se puso el traje gris y le pegó una cepillada rápida a los fangos. Se miró al espejo de nuevo, ahora sí era Visconti. Visco, para los íntimos. Se puso un poco de Lord Cheseline. Ahora sí. Agarró los papeles, la billetera y los fasos, y salió.
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Taconeó sobre las baldosas con la certeza de que estaba de regreso, de que otra vez era un animal político, un negociador nato, de que podía ganarle a quien se le pusiese enfrente. Por primera vez en mucho tiempo se sintió un triunfador. Oída un rato antes, la voz de Montero volvió a su cabeza: Y en el banco prestamista he llegao a formar fila, esperando que en la lista me llamaran a cobrar. Sonrió y, entre dientes, aseveró: «Hoy van a cobrar todos, empezando por el hijo de puta de Raimundi. Que hagan cola, que hoy pago yo, carajo».

Caminaba decidido, llevándose el mundo por delante, hasta que algo lo inquietó: el sonido de sus pasos. Se oían demasiado. Entonces reparó en que la calle estaba desierta, no había un alma, no latía un rumor. Ni vecinas barriendo la vereda, ni el canto de un canillita, ni el traqueteo del tranvía o el ronquido de un motor. Nada ni nadie. La panadería estaba abierta, pero ante el mostrador no estaba Roque, tampoco ninguna de las dependientas. El puesto de diarios, abierto y desierto. Y ese extraño fulgor... ¿Dónde estaba todo el mundo?
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Sin pensarlo se tocó la frente, como si se tomara la fiebre, como si confirmara que ahí estaba, que tenía la cabeza en su lugar. Volvió a mirar alrededor. Nada. Miró el cielo, y el resplandor lo incomodó. Era apenas el sol, pero no el de todos los días, había algo en ese resplandor... Quiso explicar, y no pudo, y pensó que era temprano, había poca gente en la calle, tal vez hubiera habido un accidente y estuvieran todos ocupados en eso; era eso y nada más, no había que preocuparse tanto. Entonces reparó en que no había escuchado las noticias en la radio. Los tangos sí, pero el locutor, ausente. Recordó el top de en punto y de y media, pero no había habido informativo.

Entonces se dio cuenta que seguía parado frente a la panadería, y notó que empezaba a inquietarse. Cuando temió que de un soplo pudiera volársele el hercúleo Visco que había conseguido, el Visco justiciero y pagador, el animal que había resucitado, decidió moverse. Caminaría hasta el club, y ya vería entonces. Seguro que allí estaría la barra, como siempre, y aquí no ha pasado nada. Cuando llegó a la esquina miró, en vano, antes de cruzar. Sin querer había apretado el paso, y empezó a acalorarse, y entonces volvió a frenarse: no había viento. Nada de viento. Se abanicó con la mano. Nada. Entonces sí, sin remedio, se puso muy nervioso.
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El pavimento impoluto reflejaba el brillo inexplicable del cielo y refulgía como una cinta de lava. Visconti se apuró para cruzar, como si temiese que la calle le disolviese las suelas, y, ya en la vereda, se dejó llevar por el impulso sin aminorar la velocidad. Antes de darse cuenta había empezado a correr. La calle era un páramo donde ni siquiera a la carrera podía sentirse en la cara una brisa, algo que hiciera pensar que uno estaba vivo. Las casas alrededor parecían tan muertas como el decorado plástico de una pecera vacía y seca, y el pecho de Visconti latía como el de un pez olvidado sin agua en un rincón. Las únicas sensaciones posibles eran la extrañeza, primero, y luego, por fin, el pavor.

A la disparada, Visconti devoró las cuadras que lo separaban del Flor de Ceibo. Se detuvo recién en la puerta del club. Una intensísima puntada en el costado le recordó sus años, y el escaso aliento y el dolor en las piernas, su falta de ejercicio. No se acordaba de la última vez que había corrido así. Encorvado en la vereda, recobró de a poco el aire. Debía recomponerse, ser de vuelta Visco y dejar atrás la momentánea chochera, el miedo ridículo e injustificado. Un poco más tranquilo, estaba por prender un faso cuando sintió el zumbido, una especie de vibración sorda que parecía provenir del interior del Flor de Ceibo. «Me caigo y me levanto, ¿qué es eso?», murmuró. Tenía que entrar de una vez por todas.
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Empujó la puerta con firmeza y decisión, ambas perfectamente impostadas, en la esperanza de que del otro lado estuvieran todos los que debían, y pudiera causar la necesaria impresión. Fue todo en balde, porque no había nadie. Todo estaba exactamente donde tenía que estar, como tenía que estar, salvo la gente. Ni barra, ni chochamus, ni Fermín vigilanteando, ni los chicos ni nada, solo el zumbido, más fuerte ahora, más cálido también, más amigo. Tuvo la certeza, entonces, de que ese zumbido era el responsable de todo. Algo habría ocurrido, y ahí estarían todos, alrededor del zumbido. Que, a su vez, no era igual a ningún zumbido que hubiera oído antes. No era, ni siquiera, un zumbido. Era un runrún ronco pero suave, adornado con un leve siseo muy armónico, casi hipnótico.

Y fue ese tono narcótico, magnético, que lo obligó, sin más, sin saber cómo o por qué (o tal vez porque no había nadie por ninguna parte, porque hacía un calor infernal, porque no había ningún aire, salvo el que se respiraba, o porque del Visco pagador iba quedando poco ya), a seguirlo, a buscar su origen. Venía del fondo, de las canchas de papi, y allá se dirigió, todavía agitado. A medida que se acercaba empezó a desoír el zumbido, y notó que por debajo de la puerta de chapa desbordaba una refulgencia pálida. Entonces sí, cuando estuvo a un paso, respiró hondo, y empujó deliberadamente.
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Una cúpula dorada se alzaba en la última cancha. El zumbido se hizo insoportable, enardecedor, de repente. «No sé qué es esto, pero nadie avisó, nadie consultó nada. ¡Y cuánto habrá costado! Los voy a levantar en peso, ya van a ver quién manda acá», se dijo Visconti con el ceño fruncido.

Entonces notó algo. Lo que parecía de lejos una gran carpa de lona brillante, algo estrafalaria, resultaba de cerca una especie de domo pulido, de metal traslúcido, si eso fuera posible. En su interior luminoso se transparentaban siluetas. «¡Así que acá están todos!», pensó Visconti, y aceleró el paso, decidido a poner las cosas en su lugar y a exigir las explicaciones que considerase necesarias. «¡Ahora me van a escuchar!», masculló. La sangre se le congeló al notar que el zumbido se hacía menos ensordecedor y modulaba sonidos, una palabra difusa y repetida: «Visconti».
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Una gruesa gota de espeso sudor escapó de su ceja izquierda y se deslizó pesadamente por el costado del ojo. Allí, parado, a no más de dos metros de la estructura, aterrado en el corazón, aterido en el alma, meditó como pudo, por un segundo, qué hacer. Las ganas de salir corriendo le tiraban de la bocamanga con urgencia, pero el recuerdo de las calles vacías de gente y aire aguantaba la parada. Vio —o creyó ver— la bóveda palpitar, levemente, como un corazón sideral; lo vio inflarse con cada «Vis...», y deshincharse en cada «... ti». Un impulso lo decidió: entraría.

Como quien descorre los labios de una vulva inmensa, empujó hacia los lados la alta y estrecha abertura. La terrible suavidad del material lo impresionó, pero no tanto como la visión de ese interior. Entonces sí la falta de aire le llegó a los pulmones, y así, con los brazos todavía en cruz, la boca muy seca y los ojos abiertos de par en par, se desplomó, grácil.
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Negro, todo negro. Una nebulosa remota, un océano de brea. Visconti entreabrió los ojos con mucho esfuerzo, pero cada párpado pesaba toneladas y decidió cerrarlos otro poco. La cabeza le daba vueltas y sentía la ropa, mojada por el sudor, pegada al cuerpo. No lograba discernir si estaba de regreso de un sueño muy profundo o de una fenomenal borrachera. Entonces, repentinamente, recordó todo y abrió los ojos como si le hubiesen disparado en medio de la frente. El miedo, urgente y puro, se adueñó de él.

Tendido en el piso, la cara apoyada sobre las familiares baldosas grises de la cancha más grande del club, estaba en lo que parecía ser un gran salón circular. Una malsana luz dorada lo bañaba todo, un zumbido lo envolvía. Había gente por todos lados, hombres y mujeres inmóviles, parados lado a lado, con expresiones vacías. Reconoció a Mabel, la secretaria del club, extraña lejos de su escritorio en la recepción, y vio también a Raimundi, a Estévez y a otros miembros de la comisión directiva. También a don Francisco, el bufetero. Todos colgaban como muñecos mediante mangueras o cables gruesos que, desde el techo palpitante, se hundían en sus espaldas. Instintivamente se tocó la espalda. Palpó con horror una de esas mangueras metiéndose en su carne.
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El miedo le envolvió las tripas y le inundó la boca de saliva, y sintió un relámpago atravesarle el alma. Pero no le dolía, esto le llamó mucho la atención, y casi, en cierto modo, lo tranquilizó. Tenía una manguera en la espalda y no le dolía. Tenía que ser todo un chiste, un error, un sueño, una entelequia. Se palmeó la cara, incrédulo, pero eso sí que lo sintió. «Dios, por favor te pido, sacame de acá, por favor te lo pido», dijo sin querer, pero, entre el zumbido, sus palabras se perdieron y ni él pudo escucharlas.

Se incorporó suavemente, como temiendo que el movimiento fuera inconveniente, como esperando cualquier cosa, en cualquier momento, un golpe artero por la espalda o una descarga eléctrica. Tenía que averiguar qué era esa manguera, esa especie de cordón umbilical posterior. El calor era todavía peor un metro más arriba del suelo, y la humedad, mortal. Se fue acercando lentamente a Mabel, que parecía no enterarse de nada. No es que estuviera inmóvil o paralizada, sino que más bien parecía estar hondamente sumida en un profundo trance. Estiró la mano, y estaba a dos centímetros del contacto cuando la retiró violentamente, sin pensarlo, producto del susto que le dio un sonido metálico muy fuerte que escuchó a sus espaldas. Por sobre el zumbido sonó entonces una hiriente chicharra.
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El insoportable sonido cesó solo cuando hizo su aparición, a través de otra puerta apenas visible, un ser alto y delgado. Mudo, Visconti lo vio avanzar entre las cabezas del mar de gente. De aspecto humano, la extraordinaria altura y el espesor imposible sugerían la fragilidad de un hombrecito hecho de paja, aunque también resultaba amenazador como una mantis religiosa. Pero lo más inquietante eran sus ojos. O la falta de ellos: su cara era lisa y lustrosa. Las preguntas que Visconti habría querido hacerse no llegaban a formarse en su mente.

El humanoide se detuvo tan silenciosamente como había estado moviéndose. Entonces cesaron también el fulgor y el zumbido. Todo quedó envuelto por una densa calma e iluminado apenas por el brillo débil del sol que atravesaba a duras penas las paredes. Visconti sintió que el cable de su espalda se tensaba y un sudor frío le cubrió la frente. Con temor de moverse, miró de reojo a los hombres y las mujeres que lo rodeaban, a Mabel, al resto de sus compañeros de carpa, cúpula, prisión o lo que fuese: ajenos a todo, parecían muñecos de cera, maniquíes plásticos, soldaditos de plomo. ¿Qué podía estar pasando? ¿Quién era ese espantapájaros que se había adueñado del Flor de Ceibo y qué quería?
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El ser hizo un leve —levísimo— movimiento con una extremidad (nadie llamaría a eso «brazo»), tal vez en dirección a Visconti, tal vez con intención de tocarlo. Visco dio un salto inconsciente, irreverente, y su pobre pituitaria no aguanto más y lo inundó de cortisona, y esa misma ola lo sacó de sí. Los movimientos le sucedieron como espasmos, como choques alborotados, y las palabras le brotaron en torrentes impetuosos, descontrolados. Poseso, indómito, desencajado, empezó a forcejear torpe e inútilmente con la manguera. Dio vueltas como un perro rabioso, tironeó y estrujó, pataleó y gimoteó como un niño. En vano. Y todo esto mientras gritaba con una voz ronca, más aguda de lo normal, todo tipo de barbaridades. «¡¿Qué carajo pasa acá?! ¡Sacame esto, carajo, esta manguera de mierda!, ¡hijos de puta! ¡¿Qué hicieron con el club, qué es esto, hijos de puta?! ¡Mabel, Francisco, vamos, viejo! ¡Raimundi, soy yo!, ¡soy Visco, carajo, reaccionen! ¡Ayudenmé, la puta que los parió!». Y se cuidó en todo momento, sin saberlo, de no ofender al mantis, que, muy tranquilo, lo esperaba, como un padre observa la rabieta del crío y espera que se aplaque.

Pero la rabieta de Visconti no se aplacaba ni se ordenaba. Cuando la paciencia se acabó, la manguera volvió a tensarse, y una generosa (aunque inocua) corriente le hizo saber a Visco que ya estaba bien. Quedó colgado, como los demás, exhausto y amilanado.
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Entonces escuchó una voz. La percibió, en realidad: alguien hablaba dentro de su cabeza. Era el visitante.

«Buenas, Visconti. No voy a hacer que pierdas el tiempo ni andaré con vueltas», dijo el ser, sorprendentemente coloquial. «Vengo desde muy lejos, ni me voy a gastar en decirte de dónde porque no entenderías, y necesito este espacio. Necesitamos esto, ¿cómo se llama?, el club. Por eso nos instalamos acá. Perdoná los modos, y perdoná también si por mi culpa te julepeaste. Pero no me faltés el respeto, comprendeme, que vengo de frente, a lo macho. Vamos a hablar mano a mano. Resulta que este club está sobre un yacimiento, por llamarlo de alguna manera, muy rico para mí y para mi gente y tenemos que llevarnos todo sin levantar la perdiz. ¿Me seguís? Sos el presidente, podemos negociar, ¿no es cierto, amigazo?». Visconti se sintió fuera de sí, tremendamente descolocado por las palabras «pronunciadas» por el humanoide, y recordó con una sonrisa amarga el ritual de la mañana, la afeitada y los tangos, su confianza, todo aquello tan lejano.
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«No te sonrías, no seas boncha, que acá no hay nada para la risa», sintió que ¿decía? el coso. Las palabras venían de ningún lado, rebotaban en su cabeza, y allí quedaban, boyando en la nada, en el silencio, en quién sabe qué, o dónde. En ningún lado. El eco continuó: «Vas a tener que perdonarme si mis palabras son extrañas o el fraseo es un poco confuso, no he tenido suficiente tiempo para procesar toda la información (todavía no comprendo el significado de “rebenque”, el de “purrete”), pero aquí no hay nada gracioso, te lo puedo asegurar, viejo: el asunto es importante».

Visconti empezó a decirse (nuevamente) que tenía que ser una joda, que algo raro había, que no podía... Pero la voz lo cortó en seco: «¿Vos te creés que puedo hablar en tu cabeza, pero no oír tus pensamientos? ¿Me tomás por boludo, Visconti? Porque si me tomás por boludo vamos mal, viejo; creí que eras más púa, oíme, ¡me vas a hacer engranar...!». Visco hizo un esfuerzo por poner la mente en blanco, aplacar los inevitables pensamientos. «Si me tomás por boludo vamos mal...».
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Pero no lograba apagar su cabeza. A los tumbos, entonces, se largó a hablar: «Mire..., mirá..., no sé cómo decirte, cómo llamarte. Si querés que hablemos, hablamos. Como dos señoritos ingleses, hablamos. Seguro. Pero, primero, dejá de leerme la cabeza, que es mía. No te autorizo: acá tenés que pedir permiso, hacete a la idea. Así son las cosas. Segundo, sacame la... manguera esta de la espalda. Tercero, que se vayan los demás. Quedemos mano a mano vos y yo». El zumbido taladró la cabeza de Visconti y el fulgor recrudeció. Visco se preguntó si al ser le habría molestado que le pusiese los puntos sobre las íes, aunque lo más probable era que todo siguiese igual y él, inseguro, estuviera amplificándolo. Tal vez a modo de respuesta, el cable de su espalda se tensó como nunca antes. Los pies de Visconti se separaron unos centímetros del suelo y algo parecido a la electricidad se extendió por su cuerpo.

Miró al humanoide: seguía impasible. Desde la altura (el cable seguía ascendiéndolo) vio como todos los demás se desparramaban sobre las baldosas de repente, con los cables sueltos, y quedaban tendidos, profundamente dormidos. Entonces un pensamiento gris le nubló la vista: ¿estarían dormidos o... muertos?
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La imagen le habría parecido, si hubiera podido pensar, una teatralización, una coreografía griega, o algo de ballet (en cualquier caso, nunca había visto teatro griego ni ballet, Visconti, la verdad; pero en su cabeza era así el asunto). Colgando, pendiendo de una manguera de morondanga, el temor se movió: ahora tenía miedo de que lo soltaran, y por un momento no le preocupó más lo que hacía instantes lo atormentaba. Este (¿o estos?, ¿quién invade un planeta solo?) fulano dominaba el mundo (o al menos su mundo, el Flor de Ceibo), y quitaba el aire, llenaba todo de una luz mortal y un zumbido peor, y mataba con solo pensarlo, tal vez; todo eso y mucho más, pero Visco, ahora, aquí, solo tenía miedo de que lo soltaran y de estrolarse contra el piso del tan amado club social y deportivo. Pensó en decir algo, pero era en vano: pensar era decir.

Entonces el cuerpo del fulano se estiró como un chicle, sin prisa pero sin pausa; magnificando lo horrendo y grotesco del asunto, se deformó lo necesario, mutó tal vez, incluso, un poco, y puso su rostro (o lo que fuere que era) a una cuarta de las narices de Visconti. El calor era tremendo, y sin embargo el color de su cara era inmutable, un cierto tono grisáceo y traslúcido. Hubo un silencio, y Visco sintió que el tipo lo miraba sin sus ojos. El zumbido amainó, y el calor empeoró, y el tipo, entonces, habló: «Se acabó el tiempo, Visconti: voy a decirte lo que quiero y vos vas a dármelo, ¿comprendés, cachafaz...?».
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Visco actuó sin pensar, impulsivamente, y eso fue lo que lo salvó, ya que el invasor no pudo leerlo ni prever el furibundo cabezazo que recibiría. Con el tipo aturdido, Visconti se aferró a una especie de collar (o de cinturón: era difícil darse cuenta de en qué parte del cuerpo lo llevaba) y lo zamarreó con fuerza. El artefacto debía de ser el traductor, ya que el otro pasó de murmurar amenazas en el castellano canyengue ya conocido a hacerlo en francés, en algo parecido al alemán y en otros idiomas que Visco no llegó a reconocer. Agarrado del cinturón cósmico, jugado, Visconti descargaba, uno tras otro, furiosos uppercuts.

El ser, estirado y deforme como estaba, se desplomó, tal vez inconsciente. De inmediato, el cable de la espalda de Visconti se desprendió y él cayó también, con tanta fortuna que lo hizo sobre el cuerpo de su rival, que amortiguó el golpe. Como si hubiese recibido una patada eléctrica, se puso de pie. Miró al ser, miró a los demás, todavía en el suelo, se miró las manos: la derecha tenía los nudillos manchados de un líquido viscoso. Se sintió invencible. «¡Minga te vas a llevar algo de acá!», gruñó entre los dientes de una sonrisa extraña.
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De puro gusto nomás, lo levantó al fulano en el aire (pesaba apenas más que nada) y lo sopapeó con ganas, con desprecio, con derecho, con alma de bien habido desquite. Después lo tiró como ropa sucia, y notó que el resplandor se hacía más brillante y viraba de color. No le importó nada. No le entraba tanto pecho en la camisa, el bobo golpeaba fuerte, como diciendo «¡Dejame, dejame a mí!». Se acercó a los demás, todavía inertes sobre las baldosas del club social y deportivo. Se acercó a Mabel, pero se arrepintió. Si algo fallara... Se fue para el lado de Urruti. Si algo fallara... no se perdería nada. Lo miró, lo midió, lo pensó, lo meditó, y entonces, sin más, tiró de la manguera con firmeza. Salió. Limpia, sin dejar rastros de haber estado ahí nunca.

«¡¡Visconti, viejo y peludo nomás, carajo, hijos de puta!!», gritó con todas las fuerzas que pudo encontrar, los brazos en cruz, el pecho henchido, la vista al cielo, al fulgor.
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Sí, el fulgor. Las paredes del recinto brillaban más que nunca. Sin solución de continuidad, pasaron del dorado al rojo y, después, al blanco. Incandescente. Con dudas, Visconti apoyó un dedo leve y una puteada se le atragantó en la garganta: las paredes quemaban. El salón, la cosmonave o lo que eso fuera, estaba... ¿quemándose? ¿Fundiéndose?

El tiempo apremiaba. Visco empezó entonces a arrancar como un autómata, sin tanta ceremonia, mangueras de las espaldas ajenas y a arrastrar personas afuera. Como pudo, fue acomodando gente al costado de la pileta semiolímpica orgullo del Flor de Ceibo. La primera persona que sacó fue Mabel, y hasta la arropó con su saco; de pasada, asestó un patadón al humanoide. Después empezó a arrastrar a los que estaban más cerca de la entrada a la cúpula, que ardía y silbaba como una pava olvidada en el fuego. Unos minutos después, sin resuello, se secó el sudor con el pañuelo y la angustia volvió a acicatearlo. ¡Había tanto para hacer y tan poco tiempo!
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Miró de nuevo los cuerpos, los de adentro y los de afuera, y el resplandor, y se sintió el sirviente del mundo, esclavo del tiempo, vasallo de un señor que ni siquiera conocía. Sudando, sufriendo, yugando, ¿y para qué? ¿Para quién? ¿Por qué? Estos bien podían no ser más que cuerpos sin vida, esto podía no ser más que una trapisonda pueril pergeñada por estos fulanos. El Visco del Old Spice, del Lord Cheseline y la frente alta, se iba desdibujando como el paisaje, se derretía, se deformaba, perdía consistencia, cuerpo, volumen. ¿No sería todo esto una treta más, otra parte del plan de estos cosos? ¿No lo habrían puesto a él ahí para divertirse viéndolo hacer torpe e inútilmente...?

Y entonces, una brasa se avivó en su alma. No, no era ninguna treta, a él lo habían elegido. «Podemos negociar», había dicho el engendro. Era de igual a igual, la cosa. Lo habían elegido. Él era el elegido. Era Visconti, ¡el presidente del Club Social y Deportivo Flor de Ceibo, carajo! Y si él los sacaba a los tipos de la cosmonave era porque así debía de ser, porque él era el salvador. Aunque... ¿y si no los estaba salvando? ¿Y si nunca más despertaban? ¿Y si el mundo quedaba así, despoblado, sin aire, todo para él, para Visco...? ¿Y si esta no era una batalla, sino la guerra, y él la había ganado? ¿Y si...?
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«¿Visconti?», una voz trémula. No sonaba en su cabeza; insólitamente, eso lo sobresaltó. «¿Qué hacés, qué es esto, qué carajo pasa?», ya más firme. Era el infeliz de Raimundi. Sentado con las piernas abiertas, como un enorme bebé, había vuelto en sí y tenía, encima, el tupé de cuestionarlo. Abrió la boca para seguir increpándolo, pero Visco lo cortó en seco: «Callate. Haceme el favor y callate. Vos no sos nadie, no sos nada, y no tengo tiempo para perder». Raimundi se quedó en silencio, perplejo, la boca abierta, el gesto ausente. Las palabras habían salido filosas. Visconti se sorprendió de que hubieran nacido luego de tanto tiempo amontonándose en su garganta.

Tenía que actuar con rapidez. Por un lado, porque la gente se estaba despertando y pronto comenzaría a estorbar o a pedir explicaciones; por el otro, porque se sentía como quien cabalga un rayo. Olvidado de Raimundi, de los demás, de todo, dio tres pasos largos, con decisión, hasta Mabel. Ella seguía con los ojos cerrados, con el peinado algo deshecho y el maquillaje corrido. Como en otra galaxia. Estaba hermosa. «Es ahora o nunca», se dijo Visconti.
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La agarró de la cabeza con ambas manos, con esas manos gruesas, toscas, callosas, curtidas de tantas cosas, y —como en las películas— la miró fuerte, profundamente. Se acercó sin prisa y sin pausa y, como había aprendido a hacer en las de Valentino, la besó suavemente, con toda la ternura que pudo encontrar, como si fuera el beso que despierta a la princesa, como si en ese beso residiera la fuerza necesaria para cambiar el sentido de giro de la Tierra, o del sistema solar, o de la Vía Lác... Eso y más pensaba su corazón mientras el gran Visconti, con los ojos cerrados, le partía la boca a Mabel. Quien entonces, como en las películas, despertó. Miró atónita la situación que tenía —literalmente— frente a sus narices tratando de entender qué era exactamente lo que estaba pasando. Visco terminó y se apartó apenas, y entonces la vio, vio sus ojos muy abiertos y su expresión inexplicable. «Pero...», empezó a decir ella, y él simplemente atinó a sonreír, como si en esa sonrisa estuvieran todas las preguntas y soluciones que necesitaba.

«¡Pero...!», escuchó de nuevo, en seguida, con otro tono, decididamente. A sus espaldas, Raimundi, quien se había incorporado (aunque todavía parecía adormilado, resacoso, confundido), los miraba, expectante. Tenía el pelo completamente alborotado, como en las películas.
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La historia requiere aquí un nuevo enfoque. Es imposible la narración pormenorizada cuando lo que sucedió ese día —que pasaría luego a la posteridad como «Día F» en alusión a la batalla que tuvo lugar en el Flor de Ceibo— cambiaría la historia de la humanidad para siempre y modificaría la situación política del planeta Tierra dentro del sistema solar tanto como sus relaciones con otras galaxias.

Porque las palabras de los hombres no pueden describir lo que el mayor héroe terráqueo de todos los tiempos, Segismundo Visconti, lograría ese día, y los subsiguientes, ni hacer justicia a la invaluable ayuda de la dama de la guerra interplanetaria Mabel Cárdenas ni, mucho menos, al valiente sacrificio de Aníbal Raimundi. Tal vez baste enunciar que el Día F nuestro planeta estuvo al borde del conflicto espacial definitivo, aquel que lo borraría del mapa celeste, y que fue Visconti quien lo salvó. ¡Gloria eterna al héroe Segismundo Visconti! ¡La Tierra permanecerá!

El diablo es adulador

Miró el número en la pared. Consultó el papel. Era. En el fondo habría querido que la dirección no existiera, o que no fuera un edificio, o que no tuviera puerta o que algo fallara. Pero no, ahí estaba. Prendió uno. No se podía entrar fumando, así que estaba obligado a quedarse afuera hasta que terminara de fumar. Caló despacio, haciendo durar el cigarro. Miró de nuevo el papel. Zsulohay. Lavalle 2020 9 G. Vos andá, boludo, si total no tenés nada que perder. Las palabras de Seragopián sonaron alentadoras, por un segundo. Después pasó. Después el cigarro se acabó, y ya estaba ahí, y el calor de los autos era agobiante y ma' sí, si ya estoy acá, ya fue, entro. En el bolsillo izquierdo apretaba, sin darse cuenta, el último billete de a cien. 

Tocó el timbre, cortito, cabeza gacha. Si no atiende me voy a la mierda. Yo vine, pero si la mina no... El zumbido le cortó la inspiración. Rapidito, empujó la puerta y entró. Un hall enorme, como veinte metros hasta el ascensor. Era enorme, el edificio, pero desde afuera podía uno pasar sin notar que estuviera siquiera, realmente. De los dos ascensores, uno estaba abajo. Sin poder evitarlo, sintió que era un buen sino. Abrió las puertas verdes y subió. Subía muy lento y hacía mucho ruido, como un bufido tímido, y cada vez que pasaba un piso, track-um, track-um, y bajo la luz mortecina, frente al espejo, se acomodó la corbata.
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La mujer esperaba. El humo espeso del incienso velaba todo como densa bruma azul; en ese ambiente, la aparición de un fuego fatuo no habría sorprendido a nadie. Entonces sintió el traqueteo del ascensor y se preparó.

A un piso de distancia, él seguía luchando con su corbata. Para qué carajo me habré puesto corbata. Andá bien empilchado, dijo Seragopián, y yo, como un boludo, vine a ponerme esto, ¿para qué?, si nunca supe hacer bien el nudo. La mina va a pensar cualquier cosa.
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Buscó con la mirada, enfiló para la derecha. Estaba a esto de la puerta, pensando todavía si golpear o tocar el timbre, cuando la puerta se abrió. Ni tiempo de asustarse tuvo, pobre diablo, quedó tieso. Adelante, por favor, dijo ella, y él no se animó a dudar siquiera, y entró. El humo dulzón le invadió los pulmones y la cabeza. En seguida se sintió bien, sintió un fuego de pasión, un repentino amor por la vida, una buena vibra. Es como en las películas, humo, almohadones, trapos de colores, esos cosos —¿cómo se llamaban?—, nada más falta la bola de...

Siento una energía especial, estás muy cargado, dijo ella, con una sonrisa amiga, que él, de espaldas, no vio. Se aflojó la corbata. Ella pasó por su izquierda, se sentó, y con un aire, con una suave brisa, lo invitó a sentarse también.
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Con un movimiento rápido de cabeza —que creyó disimulado— buscó durante unos segundos una silla, una banqueta, algo, hasta que cayó en la cuenta de que debía sentarse en el piso como la mujer. Con pretendida mundanía y una media sonrisa gardeliana, y sin dejar de sostener la mirada de ella, se sentó, aunque lo hizo en dos instancias: primero se puso en cuclillas; luego, algo bruscamente, se dejó caer —o se fue de culo— hasta que quedó más o menos sentado, con las medias de toalla blancas asomando victoriosas antes de perderse en los mocasines. En el trámite, las rodillas desvencijadas sonaron en señal de protesta.

Zsulohay, ronronéo ella, te esperaba. Esa frase lo confundió. ¿Cómo me dice «Zsulohay»? ¿No se llamaba así, esta mina? ¿Entendí mal o Seragopián me anotó cualquier cosa? Gordo cachivache, siempre apurado, ¿por qué no explicará las cosas como se debe, me caigo y me levanto?
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Zsulohay te va a ayudar, no te preocupes, dame la mano, dijo, y él le tendió la diestra sin más. Sintió como un cosquilleo, una electricidad astral, en seguida estuvo dispuesto a creer en todo. El cosquilleo le bajó a la pelvis. La mina tenía las manos suaves, livianas, frescas, pero firmes, con convicción: sabían bien lo que hacían. Quiso mirarla a la cara, pero no pudo. Lo único que me falta es calentarme con esta mina, la puta que lo parió, dame cartas o algo, el gordo no me dijo, loco, aflojá con el dedito, Zsulohay; ¿se llama Zsulohay la mina o el zsulohay es lo de la mano? Turco, la puta que te parió, carajo...

Hay mucha energía acá, ¿eh? Tenés problemas, está claro, lo siento, estás muy cargado... Son problemas con la familia, ¿puede ser? De salud estás bien, salvo por... El corazón, es eso, ¿no? Amor, claro. Un ser querido, o no ser querido... O no querer ser querido... Es confuso... Hay una niebla, un fulgor... Y mientras le amasaba la mano, la miraba, le trazaba líneas imaginarias —y no tanto— con las yemas de los dedos. El humo azul danzaba al compás de las palabras, contentísimo.
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Ya está, tengo que relajarme. No puedo ser tan boludo. ¿Tendría que sentir energía o algo, una fuerza, una cosa así? O visiones. Por ahí, si cierro los ojos veo algo, tengo una revelación, aunque sea pispeo unos colores, qué sé yo... ¡Por qué carajo no explicarán lo que hay que hacer! Me empaquetan, entre esta mina y el gordo...

Cerrá los ojos, poné la mente en blanco. Sentí tu interior. La voz de la mujer era suave, profunda y aterciopelada, y transmitía seguridad. Sin más, él abandonó sus dudas y se dejó llevar por ese sonido envolvente que lo arropaba; un rato después, sintió que flotaba corriente abajo en un río de aguas cálidas y, entre las ramas de un sauce, hallaba un remanso. El agua lo dejaba ahí. Se aflojó completamente. Entonces escuchó el estruendo, un sonoro flato. ¡La puta que me parió!
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Veo aires de cambio, decía justo —creer o reventar— la mina, absolutamente ensimismada, sorbiendo el metano, pero no son buenos. Se puso nervioso; salió del remanso, del río, de todo, ni el pedo importó ya. La miró. Estaba seria. No era joda, el asunto. Le soltó la mano. Le acercó una bolsita de gamuza negra, que sacudió suavemente mientras explicaba. No está claro, necesito ayuda; vas a meter la mano y sacar nueve, sin mirar, y después —sin mirar—, las vas a poner, como prefieras, sobre este paño. Una vez que tocan el paño no las podés mover, cuidado. Concentrate bien, por favor, con cuidado, por favor, y de suave y aterciopelada le quedaba poco a su voz: era llana, seria, tensa, imperativa e implorante a la vez.

Se puso serio él también. Se cagó todo, podría decirse tal vez, pero sería fácil. Se asustó, eso sí. Estuvo seguro, además, de hacerlo mal. Se concentró realmente, y tuvo cuidado, realmente, y metió la mano en la bolsita, y se encontró con unos dados, o piedras, o huesos, de forma irregular. Tomó cuatro, los sacó, los puso en la otra mano y —¡sin mirar!— repitió el proceso con cinco más. Y después, con cuidado, los puso de cualquier modo sobre el paño. La miró. Ella miraba el paño, muy seria. La puta que los parió, aires de cambio y no son buenos, la puta madre que lo remil parió, no te la puedo creer...
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Seragopián me dijo otra cosa, titubeó. Dijo que vos, que usted, perdone, resolvés, resuelve, todos los problemas. ¿Qué es esto de los aires malos?, preguntó en un impulso, y de inmediato se arrepintió: no solo se trataba de una pregunta estúpida, sino que además todavía flotaba en el ambiente su propia fetidez y lo más inteligente habría sido disimular, no hacer hincapié.

La mujer no levantó la vista del paño. Sin mirarlo a él, sin moverse, respondió que no tenía por qué ponerse nervioso, que podía tutearla como antes y que, si bien ella era solo una herramienta de Dios y no podía prometer soluciones mágicas, iban a trabajar juntos para resolver cualquier problema. Como este, agregó, apuntando con un dedo fino el más alejado de los huesospiedrasdados. Seragopián, dijiste, y así se llama el problema, soltó enigmáticamente. Él solo atinó a preguntar si esas piezas eran huesos o qué.
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La mina lo ignoró de plano, no tanto porque le pareció una pregunta pelotuda (aunque le pareció una pregunta pelotuda), sino más bien porque estaba honestamente interesada en el mensaje divino. Seragopián exagera. Yo no resuelvo todo. Yo no resuelvo nada. Soy solo un instrumento de lectura, de ayuda, si puedo; acá no hay soluciones, el futuro es implacable, son fuerzas cósmicas que se me muestran, no se me dan a elegir. Parecía un discurso armado, una sanata, pero la mina estaba muy seria, y el ceño se le fruncía cada vez más. A él también se le empezó a fruncir.

Es un nene. No, un hombre. Cercano. Hay amores y odios. Veo... ¿tenés un hijo? Y el silencio le dio la razón. Es tu hijo, está con vos. Es... Parecía que dudaba, pero no dudaba, estaba nada más tomandose su tiempo para descifrar el mensaje correctamente. Está la muerte. Silencio. Se paró todo. Hasta el humo se quedó mudo, pasmado, atento, aterrado. Hay muerte. Y ahí lo miró, muy fijamente. Y él la miró, y supo que iba en serio, y sintió en la garganta un torrente de angustia. Estás vos, con tu hijo, y uno de los dos va a morir.
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Sintió ganas de levantarse e irse, de gritar, de abandonar el planeta. ¿Le va a pasar algo a Adriancito, mi pibe?, dijo apenas, con las cuerdas vocales anudadas. A él o a vos, respondió, implacable, ella. Lo veo así: están juntos, ustedes dos, y uno se muere. Pensó en Adriancito y se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía qué preguntar, qué hacer, qué esperar. El silencio denso, cortado apenas por el  remoto traqueteo del ascensor, le resultó atronador. Entonces se le ocurrió algo, una idea como un cuervo negro picándole el cerebro.

Pero antes dijiste que el problema era Seragopián. ¿No será él el que se muere?, arriesgó. No, fue la respuesta de ella. Él está, pero sigue vivo. Lo veo claramente. Y, de hecho, ahora mismo... Sí. En este momento, Seragopián está con tu hijo, ¿no?
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Sí, iban a la cancha, pero no entiendo, no, Adri... No, no, pero pará, pará, no puede, paremos la pelota, no... Entró en un túnel oscuro y húmedo, todo daba vueltas, no podía pensar, no podía ver, y a duras penas podía respirar. Además el gordo, qué tiene que ver el gordo, no entiendo nada, no, me estás jodiendo... Se agarró la cabeza para que dejara de girar. En vano. Estuvo a punto de revolear a la mismísima mierda las piedras, huesos o lo que carajo fueran, esto es todo una pelotudez, dejate de joder, Zsulohay las pelotas, pero el grito de la mina lo ubicó como un cross de derecha. ¡No! ¡No toques nada! Te tenés que serenar, empezó ella, veo que...

Aparte no, pará, oíme, pará, además vos me decís que nos ves juntos, que mi pibe o yo, la puta que lo parió, y yo estoy acá, ¡¿juntos de qué?! Él o yo y yo estoy acá y Adrián está con el gordo, no puede ser, explicame porque no entiendo nada, te das cuenta, no puede ser, ¡decímelo todo, dale! Era un torrente de angustia, una miseria espesa, era cualquier cosa, y aunque hubiera dicho cualquier otra cosa, o ninguna, en sus ojos —ahora clavados muy hondo en los de ella— se veía una sola cosa: pavor.
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Tranquilizate, por favor. Te quiero ayudar. La voz de la mujer era otra vez profunda, como si llegara desde el fondo del tiempo, y su efecto era sedante. El hombre dejó de temblar y se quedó tieso, con los ojos muy abiertos, enorme muñeco huérfano de ventrílocuo, a la espera de las palabras mágicas, de las sílabas que cambiaran su vida, de la solución final. A su modo, sintió que Zsulohay concentraba todas las sabidurías de la eternidad.

Seragopián y tu hijo están juntos ahora, y vos, acá. Nadie corre peligro, ¿entendés? Pero en algún momento —esta tarde, de hecho, ¿no es cierto?— vos te reunirás con ellos dos, dijo la mujer. Entonces su voz cambió: se volvió sólida, maciza, definitiva; fue como si Zsulohay dejase su lugar a alguien más: A partir de entonces, la muerte, que ahora está latente dentro de tu hijo y de vos, florecerá en un corazón. En cuanto a Seragopián, ¿qué decirte? Solo que el diablo es adulador. Te perdona los errores.
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Pero, pero, quiso decir, pero no; así como ella cambió, y fue sólida y definida, así, sin quererlo, sin saber cómo, así fue él, de repente. La pieza más pequeña y más fundamental de esa maquinaria diabólica se le acomodó, y todo tuvo sentido, todo estuvo clarísimo entonces. Maquinalmente, sin prisa pero sin pausa, se levantó, la mirada todavía fija en la mina. Sacó sin mirar el billete de cien que llevaba en el bolsillo, y lo apoyó en la mesa, sin desviar la mirada. Y así, sin más, se fue. Estaba muy nervioso, pero no lo notaba. Si hasta se olvidó de fumar...

Bajó del subte y miró el reloj: tenía tiempo todavía. Caminó a la esquina de siempre. Ya no pensaba, ya no sentía. O sí, pero no lo sabía. Llegó a la esquina y esperó. Las hordas desfilaban siempre por Monroe y Congreso, por eso preferían Iberá. Esperó, con la vista en lontananza y la mano en el bolsillo. Entonces, bien lejos, le pareció adivinar la figura del pibe. Por un segundo le faltó el aire, y le flaqueó el alma, pero en seguida se recompuso. Sabía qué hacer, y estaba decidido. No había opción ni nada que pensar. Se acercó, entonces, a su encuentro, ansioso por liberarlo a Adriancito. Llegó al paso a nivel al mismo tiempo que ellos, ya fuera por obra de Dios o del diablo. Los vio pararse y saludar, uno con la mano, el otro con la cabeza, apenas. Y los miró, y vio que el pibe sonreía, y mostraba la camiseta con orgullo, y le hizo una mueca, y lo miró al gordo, y el gordo lo miró, y entonces vio —o le pareció ver— un brillo especial en el blanco del ojo izquierdo, y entonces no pudo más, y dio el primer paso para ir a su encuentro. Justo cuando —por obra de Dios o del diablo— pasaba una formación del Mitre.