Ya vas a venir

"Ya vas a venir, turro, vas a ver..." Miraba el piso, las baldosas pasar. Era puro presente: del futuro, nada. La gente lo esquivaba al verlo taciturno y absorto en... el piso, supongamos. Ya vas a venir, no cabía otra idea en su cabeza, más allá del pasar de las baldosas, y el izquierda, derecha, izquierda, derecha de los zapatos gastados. La botamanga flameaba a cada estocada, y la gente lo esquivaba, como si en un segundo pudieran comprender que hoy no tenía un día como para que nadie se le estuviera interponiendo.

Ya vas a venir, pensaba. No sabía bien cómo, ni cuándo, ni ninguno de esos detalles, pero cuando uno está en pleno proceso de elucubrar un plan tremendo, esas cosas no importan, son tonterías. Ya vas a venir, y entonces... Casi podía escuchar sus palabras en el silencio de su perturbada mente. Casi podía escuchar cualquier cosa que se propusiera, si vamos al caso. Izquierda, derecha, izquierda, ya vas a venir, turro...
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De repente, un empujón. La estación del subte vomitaba gente a la superficie, gente que se llevaba todo por delante; una estampida de animales hambrientos. Y él, en medio. Siempre en el medio de todo. Por un momento debió interrumpir sus pensamientos, su caminar frenético, y volver a la realidad. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, alto.

Se detuvo. Un hombre lo miraba inquisitivamente, clavaba en él sus ojos como abismos. Él creyó reconocer esa cara, cierta dureza en las facciones, pero no estaba seguro. Entonces se dio cuenta: ese hombre era él. Lo que miraba era su reflejo en la vidriera de una confitería. "Carajo", pensó.
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Miró ese espectro atónito un segundo, y al siguiente recaló en que por detrás de él, tras ese vidrio, un mozo blandía una bandeja cargada de agasajos, y una pareja se miraba con cara de adoración. Nada que ver con la cara con la que se miraba él, alternando entre sus ojeras y sus pelos rebeldes y la escena de película de la confitería céntrica que, después de todo, nada tenía que hacer ahí. Ni tampoco él, quizás...

Volvió a mirarse. Y al verse comprendió todo, o quizás nada, pero suele en estos casos decirse que todo, y sin mover los ojos miró alderedor, y pensó, y se reconoció sin quererlo, pero comprendió que no era el él que esperaba ser, sino el él que era. Tuvo bronca y lástima de sí mismo, y enseguida lo recordó a él, y como una agónica letanía, volvió a pensar, ya vas a venir...
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—Disculpe, amigo. ¿Tiene hora? —preguntó un viejo que le salió al paso al tiempo que, humilde, estrujaba en sus manos sarmentosas una gorra de franela descolorida.

—No —respondió él sin dejar de caminar. Dos o tres pasos después, sin embargo, se detuvo y, torciendo la cara por sobre su hombro derecho, agregó—: Y usted no es mi amigo.
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Y era la pura verdad. En cualquier otro momento, probablemente no habría contestado así; y de haberlo hecho, habría sentido en seguida el peso de la culpa. En este caso, sin embargo, no sintió nada más que desprecio. No solo el desprecio por quien impunemente lo tildaba de amigo, sino también desprecio por sí mismo. Y es que, en efecto, ese señor no era su amigo. Y, para el caso, ningún otro señor lo era. O al menos él no sentía que nadie lo fuera.

Había habido tiempos en que había tenido amigos, claro, había habido tiempos. Había habido de todo, pero ahora no. Amor había habido, incluso. Ahora no. Pero ya iba a venir, seguro. Seguro. Y entonces...
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La quinta de Castelar. Ahí había comenzado todo. No sabía cuántos años habían pasado, pero la imagen de Clara, en su vestido azul, lo envolvía vívidamente. También recordaba a Ernesto, tan compadrito, tan bravucón; a Graciela, despectiva y seria; a Guillermo, siempre en el centro de su propio Sistema Solar.

Y el recuerdo volvía a él invariablemente del mismo modo, como una película vieja al revés: el fundido negro se iluminaba de a poco y dejaba ver la casona esa noche fatal, estática pese a la fiesta que había tenido lugar en sus entrañas, bruscamente inanimada, tal como él la vio por última vez mientras se alejaba por la calle de tierra. Una sola vez la miró. Después, nunca más. Y aunque muchas veces lograba detener el recuerdo en ese punto, esta vez le resultó imposible: la sucesión de imágenes continuó —siempre marcha atrás— en su cabeza. Apretó muy fuerte los ojos y le dolió la mandíbula, pero volvió a ver lo que no habría querido ver nunca.
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Vio como un espectador sus labios apretados a los de Clara, sus manos aferrándose a la cintura del vestido azul, sobre su cuello la mano derecha de ella, y los tacos de las sandalias a tres centímetros del suelo. Sintió las respiraciones constreñidas, la violenta emoción intentando escapar, sintió casi, por un segundo, el perfume fresco y barato que ella había usado siempre. Tuvo náuseas. De repente giraron las cámaras, y las imágenes volaron desordenadas. Se sintió mareado, liviano, se sintió flotar.

Cuando abrió los ojos vio un abanico de jetones mirando como si hubieran visto al mesías. En el medio, el cielo celestísimo y el sol radiante. El ruido del tráfico ahogaba los comentarios de los espectadores. Tardó unos segundos en comprender. Recordó que caminaba, izquierda, derecha, izquierda... Apretó el puño, para cerciorarse de que el cuerpo respondía, y entonces, cuando empezó a girar la cabeza para levantarse, la vio.
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—¡Clara! —gritó. Entre la gente, Clara lo miraba desencajada. A su lado, tomándola de la cintura, Guillermo. Tantos años después, una tupida barba cubría a medias la cicatriz de aquella antigua puñalada que no había bastado, aquella tarea que pensaba completar. Quiso gritar otra vez el nombre de Clara, quiso increpar a Guillermo, pero las palabras no le salieron y, en cambio, sintió el gusto de la sangre, de su sangre.

—Está muerto —informó lacónicamente el hombre gris que, en cuclillas junto a él, palpaba la muñeca sin encontrarle el pulso.