Peras al olmo

Solamente en un bar cajetilla como este podían existir todavía, a modo de coqueto anacronismo, galletitas de la suerte. El café era bueno, eso sí. Rompió la galleta. «Lo que buscas está más cerca de lo que crees». Miró alrededor, casi sin darse cuenta. Poca gente, cogotudos todos; el sol sobre los mantelitos blancos asordinaba los pensamientos. En la calle, quietud de barrio bacán. Por el rabillo del ojo vio una sombra romper la armonía. Lourdes, hermosa como siempre, acababa de cruzar la recepción y buscaba con la mirada. Bastó un gesto y enseguida enfiló hacia su mesa.

«Nos siguen», dijo, al tiempo que ofrecía la mejilla y un beso y sonreía, jovial. Max no dijo nada, buscó al camarero, lo encontró enseguida, acercándose ya a la mesa. «Earl Grey, por favor», dijo ella, y eso fue todo. Se miraron. Max le ofreció el mensaje de la galleta. Ella leyó. Se miraron de nuevo.

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No pudieron ver al hombre que entraba en ese momento. Se llamaba Rottenberg y los tenía entre ceja y ceja.

Se sentó cerca de la puerta, algo detrás de una columna espejada. Desde ahí podría estudiarlos sin ser visto. Hacía una semana ya del día en que su mujer se había ido con otro tipo, y los secreteos de Max y Lourdes le molestaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. No obstante, pensó que cumplir con su tarea iba a dolerle un poco, ¡eran tan jóvenes!

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Lo que tardó en volver el mozo con el brebaje fue todo sonrisas, actuaban su papel a la perfección. Lo hacían por costumbre, por si alguien estuviera mirando. Pensaban que no, especialmente Max, que suponía que, si los seguían, era hasta la puerta, no adentro. Rottenberg hacía palabras cruzadas mientras relojeaba. Lourdes tomó un sorbo de té. «¿Qué hacemos?», dijo mientras le acariciaba la mejilla. «Nada, seguimos», dijo Max, «si no saben que sabemos estamos en ventaja». Lourdes bajó la vista. Era lo correcto, aunque le pesara: había que seguir, como si nada. Le apretó la mano, tomó otro sorbo de café. «Deslealtad, traición o quebrantamiento de la fe debida». Perfidia. Rottenberg tachó la cuatro horizontal.

Max pidió la cuenta con un gesto y, apenas hubo llegado el mozo, le entregó un billete y le hizo gesto de «ya está». El mozo agradeció, Max ya estaba con el saco puesto, ya con la zurda sobre la cintura maniobraba suavemente a una Lourdes que se dejaba, entregada totalmente al temor y al deber. Cuando hubieron sorteado las mesas, Max la trajo, posesivo, y así entrelazados salieron, joviales, a la calle de barrio llena de sol y sombra.

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Rottenberg se apuró detrás de la pareja, metió en el bolsillo del breto la revista de crucigramas enrollada con la birome y abandonó el café marchando que, en manos del mozo, encontraría su mesa vacía. De atrás, Lourdes y Max parecían dos chiquilines. Pensó en que debería haberse afeitado, en que su cara verdosa de barba de días no debía de ser la mejor. Dejó crecer un poco la distancia que los separaba para no levantar sospechas.

«Es el tipo ese», cuchicheó ella. Mirando disimuladamente sobre su hombro, él preguntó cuál, y Lourdes describió a Rottenberg con palabras exactas y denigrantes. Max no tuvo dudas entonces. Pensó que le ganaría en su propio juego.

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«Lo que buscas está más cerca de lo que crees», pensó. Apretó suavemente la cintura de Lourdes, que se sintió reconfortada, pero no dijo nada. Doblaron en la siguiente esquina y tomaron una calle menos transitada. Fingieron descubrir la librería por casualidad y, con gestos levemente exagerados, dieron a entender que sería una buena idea echar un vistazo. Max pensó si sería mejor que el fulano entrara o no. Decidió que daba igual: seguirían.

Max empujó la puerta de la librería e invitó a Lourdes a entrar mientras, por el reflejo del vidrio de la puerta, intentaba divisar a Rottenberg. Nada. El sonido del carrillón alertó a Camil, quien, en el fondo, entre pilas de libros, leía absorto. En seguida los reconoció, y se apuró a poner su mejor sonrisa. Fue a su encuentro y preguntó en qué podía ayudarlos. Un leve movimiento de cabeza bastó, y Camil comprendió la situación. Dijeron que solo estaban mirando y fingieron interés en la mesa de saldos. Camil se puso a ordenar la batea de usados sin perder de vista la esquina.

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En la esquina, bajo un sol incongruente, Rottenberg estaba inmóvil. No sabía si apurar el paso y meterse también en la librería, si esperarlos convenientemente escondido o si disolverse en el aire. La duda lo incomodaba. La duda y lo que venía con ella. «Por esto se fue Liliana», pensó, con un dolor en el pecho.

En la calma del local, Max y Lourdes evaluaban sus posibilidades mientras sus ojos se paseaban sobre los libros. Estaban tranquilos. Camil no. Nervioso, tanteaba cada tanto la pistola que cubría el saco.

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Cuando decidió que el fulano no se decidía a entrar, se acercó muy hacendoso a la joven pareja y simuló preguntar si habían visto algo interesante. «¿Qué van a hacer?», preguntó por lo bajo sin ningún sentido, puesto que no había nadie más en el negocio y el tipo solo podía ver y fantasear. «Seguimos», dijo Max. Camil se sintió aliviado y preocupado, pero su cara no reflejó más que un «entendido».

Les señaló una estantería, les indicó el camino, les hizo señas con la mano y, después, sacó un libro. Se lo dio a Max, y este a Lourdes, y todos sonrieron y la venta quedó sellada. Se acercaron entonces al mostrador y Camil empezó a envolver el libro que, en el momento justo, cambió por el paquete pertinente. Y todo esto sin dejar de relojear la esquina. El tipo había encendido uno y parecía esperar a alguien. La parejita agradeció, saludó, agarró el paquete y salió justo cuando dos señoras muy paquetas se disponían a entrar.

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Rottenberg se reactivó en cuanto los jóvenes pisaron la calle. Hipnotizado por el paquete en la mano de Lourdes, reinició la marcha lenta pero inexorable. Sus movimientos eran como los de un tiburón que hubiera percibido sangre humana.

Camil no había dejado de mirarlo nunca, y se alarmó cuando lo vio ponerse en movimiento. Con palabras cortantes, respondió a medias la consulta de una de las señoras y fue hacia la puerta. A través del vidrio vio a Rottenberg más cerca de Max y Lourdes, y tanteó la pistola de nuevo, acaso con la secreta esperanza de que ya no estuviese. La calle, bañada de sol, no era el escenario propicio para una balacera. Camil optó por otra cosa: abrió la puerta, salió a la vereda y, con los brazos en jarra, le gritó al hombre: «¡Oiga, señor!». Rottenberg se detuvo y lo miró, helado.

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Camil hizo una seña, y empezó a caminar hacia él. Rottenberg dudó, pensó que debía seguir, pero pensó que tal vez... y esperó, mientras el otro, gesticulando quién sabe qué, se acercaba, lento. «¿No piensa pagar por ese libro?», dijo Camil cuando estuvo lo suficientemente cerca, con cara de leve indignación. Rottenberg buscó, instintivamente, donde apuntaba la mirada de Camil. Bajo el sobaco no había más que sobaco, y en seguida Camil se apuró a disculparse, cambió el tono y la postura y pidió perdón, mil perdones, usted perdone.

Rottenberg se dio vuelta, encolerizado e iracundo, no tanto con el otario que lo había distraído como consigo mismo. Estúpido de sí, haberse quedado ahí parado... La pareja, por supuesto, ya no estaba a la vista, se habían esfumado. Como Liliana.

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«Perdimos al tipo», susurró Max. Lourdes sintió ganas de librarse del brazo de él, que le quemaba entonces la cintura, pero no se animó. No podían relajarse, tan cerca ya del final.

El viaje en subte fue largo, pero no cruzaron palabra. Iban atentos a los demás pasajeros, a la aparición desgraciada en cada estación de una cara verdosa. Nada raro sucedió, y se bajaron en un vecindario de grandes casonas, a una cuadra de su destino: la casa de la Sra. Calderara.

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El eterno silencio ponía a Max un tanto incómodo, y a Lourdes muy ansiosa, pero ambos, a su manera, decidieron que era lo mejor. Cuando llegaran hablaría él, como siempre, eso ya se sabía. Bastaba doblar la esquina, hacer unos metros y tocar el timbre dos, no el uno.

Estaban a unos pasos de la esquina cuando apareció el chico. Llegó a la esquina en sentido inverso a ellos, de pronto. Traía expresión de nada y unas flores opacas. «Flores para la dama, ¿flores, señor?», dijo, mirando a Max profundamente, ofreciendo apenas un ramo apagado. Hubo un silencio. «¿Flores, señor, para la dama? Seguro las merece, ¿verdad, señor?».

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Max pensó en comprar ese ramo, un poco por mantener las apariencias, otro poco para sacarse de encima al chico; pero la frialdad de Lourdes lo convenció de que resultaría penoso y que mejor sería no forzar la impostura. «¡Aire, pibe!», dijo cruelmente y, sin más, pasó junto a él. Sin palabras, el chico miró a Lourdes y, después, más atrás. A Rottenberg.

«Yo te compro, querido», dijo por lo bajo el de cara verdosa. «Esperar un gesto humano de él es como pedirle peras al olmo». «¿Peras al olmo?», repitió el chico. Entonces Max se dio vuelta, y, de inmediato, aferró la cintura de Lourdes con más fuerza. Rottenberg los miraba con un ramo de flores mustias en una mano y la otra, en el bolsillo del sobretodo. La del bolsillo los apuntaba. «El paquete, por favor», se limitó a pedir.

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Max pensó a la velocidad de la luz, y solo logró estrellarse ante una pared oscura, infinita. El niño miraba todavía, expectante. Lourdes, tiesa, helada, los músculos de mármol. Rottenberg, la cara aún verdosa. Fue un segundo eterno. El de la mano en el bolsillo se impacientó, y movió apenas la mano, en signo inequívoco. Max sintió que no había salida y le tiró suavemente el paquete.

Las flores cayeron al piso, inmediatamente despreciadas. Agarró el paquete y, sin soltar la pistola, lo sopesó. Raro, no era lo que esperaba. Los miró. Todos quietos, una pintura al óleo. Ni el muchacho se movió para buscar las flores. Soltó la pistola, lentamente, y sacó la mano. Nadie se movió. Abrió el paquete, sin dejar de controlar todo. Nadie parecía dispuesto a nada, todos expectantes. Finalmente, consiguió abrirlo y, pese a que no sabía con qué iba a encontrarse, se sorprendió. En sus manos, un viejo álbum de fotografías más mustias que las flores.

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Rottenberg hojeó el álbum con manos firmes. En una fotografía, Max y Lourdes, apenas una chica y un muchachito, en un pícnic, bajo un sol que parecía el mismo de ese día. Otras mostraban a una mujer que podría haber sido su esposa joven, muy joven, en eventos similares. Conexiones inesperadas. Sintió un peso en el pecho. Lo que había estado buscando era algo que ahora debía enfrentar.

Max y Lourdes miraban en silencio. La atmósfera cambió. La confrontación se había convertido en algo diferente. Rottenberg cerró el álbum con un gesto decidido. El sol seguía brillando en la calle, pero la tensión era palpable. El pasado estaba volviendo. «Lo que buscas está más cerca de lo que crees».

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«Pero...», dijo, apenas audible, la mirada perdida en los dos; y menos audible aún, casi una exhalación: «Liliana...». Y los miró, y ellos lo miraron, y entonces un acuerdo tácito pareció corporizarse entre los dos, y Max aflojó el abrazo, y Lourdes se separó apenas, pero lo suficiente. Rottenberg apenas se movió, y entonces —tal vez por el sol, que lo iluminó de una cierta manera— lo vio claramente.

Su cara debe de haberlo expresado claramente, porque Lourdes relajó los hombros, enderezó la espalda y dijo con voz firme: «Sí, somos hermanos. Y no es Liliana, es Elena. Nuestra madre». La cara de Rottenberg perdió todo color, incluso el verde.

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«Pero entonces Liliana... Ustedes... ¿Quién?». La duda bañaba a Rottenberg como el sol dorado y frío. Abrumado, dejó caer el álbum. El chico de las flores se apuró a levantarlo y, acaso consciente de quién era quién en este entuerto, se lo entregó a Lourdes antes de desaparecer en la bocacalle.

«Terminemos con esto», dijo ella entre dientes. Max asintió: «Calderara». El sol se ponía, marcando el fin, un fin.

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«Calderara esperará un poco. El asunto es simple, aunque complejo. Elena desapareció hace mucho para dar lugar a Liliana. Tras la muerte de papá fue lo mejor. O, al menos, eso pensó ella. Nosotros quedamos al cuidado de una amiga de confianza, una vieja que no tenía nada con nadie, pero podía tenerlo si hacía falta. Una peruana de cara regordeta que habría dado la vida por esos niños. Calista del Rancho Ramírez hizo lo suyo, y el tiempo pasó. Elena se entreveró con un tipo, y se convirtió en Liliana, y el asunto anduvo bien por un tiempo, pero al final todo siempre se complica. Y se complicó, y Liliana se esfumó. Pero entonces los niños, grandes, se entreveraron también. Y aquí estamos».

Rottenberg, estupefacto, intentaba atar los cabos. Parecía ser fácil, parecía que si no podía era por pura torpeza. Sin embargo, no podía. No terminaba de poder. Algunas ideas se formaban en su mente, imágenes de ayer y hoy volaban de un lado al otro, chocaban y se perdían. Pero el tono no era hostil y eso lo moderaba. Aquella carta, entonces, y el llamado, y el destino final de estos dos... Si Liliana (Elena) era la madre, entonces... Realmente parecían peras del olmo. Los miraba sin ver, absorto en lo suyo, sin advertir que parecían esperar una respuesta.

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Pero no podía decidirse por una pregunta. Había demasiadas. Por lo pronto, tenía que hacerse con ese álbum: la carta había sido clara y el llamado no había hecho más que puntualizarlo. Él esperaba que el paquete contuviese otra cosa, pero en el fondo le daba lo mismo. Todo le daba igual. Eso sí, había decidido no lastimar a los hijos de Liliana, su Liliana. Pero sí iba a cumplir con el resto del encargo.

A pocos metros, dentro del caserón, pasaban otras cosas. La sala de estar se hallaba en penumbras. Una mujer baja estiraba el cable del teléfono. «Me preocupa la demora. ¿Me podés asegurar que todo está bien?», preguntaba entonces la Sra. Calderara, procurando que el temblor de la mano que sostenía el tubo, ese temblor que le movía todo el cuerpo, no se sintiese en la voz. No quería que Camil se preocupase. «No te puedo asegurar nada, ya sabés. Pero hicimos lo que había que hacer. Quedate tranquila, vieja. Ya deben estar por llegar», dijo él. El tono seguro no coincidía con su cara. Afortunadamente para Camil, su interlocutora no podía verlo.

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«Terminemos con esto», dijo Rottenberg, con tono blando, mientras estiraba la mano. «Puede que lo que dicen sea cierto o no. Pero la nota sin dudas la escribió Liliana, y fue clara. El paquete viene conmigo y ya veremos el resto. Iremos a Calderara, y allí ya veremos», dijo y empuñó de nuevo la pistola. Hizo apenas un movimiento. Lourdes le entregó el paquete sin más, se dio vuelta y se puso a caminar sin apuro. Max la imitó, y, dos pasos más atrás, expectante, la mano siempre en el bolsillo, Rottenberg y las fotos de Liliana.

Doblaron la esquina, hicieron treinta metros y frenaron. Rottenberg entró en alerta nuevamente, no sin dejar ni por un segundo de intentar conectar esas piezas sueltas que le bailoteaban en la cabeza todavía; había esperado un viaje o un tramo más largo. Había esperado que Calderara fuera un bar, una estación, una plaza, cualquier cosa, pero no una puerta vieja a la vuelta de la esquina. La puerta de madera y vidrio con rejas dejaba ver un jardín al fondo del pasillo. Había solamente dos timbres. Max dio cuatro timbrazos cortos en el de la izquierda.

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La mujer abrió la puerta. Su mirada se detuvo en Max y Lourdes, con un leve desconcierto al ver a Rottenberg. Sin perder la compostura, les hizo un gesto para que entraran. La casa, envuelta en penumbras, tenía el aire de un lugar que había guardado secretos durante mucho tiempo.

Rottenberg entró, con la pistola aún en la mano. La mujer lo miró de reojo, preocupada, mas no sorprendida. Max y Lourdes entraron sin apuro, con calma calculada. Ella los condujo a una sala de luz débil. Los cuatro se acomodaron en el pequeño espacio. La tensión era palpable.

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Calista se sentó en el sillón sin decir palabra. Así podría disimular mejor el incesante temblor de la mano y el alma. Rottenberg creyó ver un gesto que nunca existió, y se sentó también en el silloncito del costado. Los otros dos permanecieron parados, como olvidados.

«Veo que al fin estamos todos», dijo la vieja. «Todos no», dijo en seguida el del bufoso en el bolsillo. «Tiene el álbum», dijo Lourdes. «El señor es el... el que estaba con Liliana», dijo Max. «Elena», corrigió la vieja. «Elena», repitió Max. Hubo silencio. El antiguo reloj de cucú con su tictac infinito, y nada más, por un segundo.

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Rottenberg pensó en Liliana. Liliana, su Liliana, a la vez próxima e inasible, en el pasado, ¿y en el futuro? Se dispuso a escapar de la telaraña antes de que fuera demasiado tarde. «No voy a dejar que me embalurden ustedes tres. No sé para qué vine, pero tengo claro que me voy a ir ahora mismo. Con esto», dijo, y sacudió el álbum al tiempo que se ponía de pie. «Liliana —sí, Liliana, no Elena— me lo encargó, y voy a demostrarle de una vez y para siempre que yo cumplo». Se sintió orgulloso de su determinación, y agregó, moviendo la mano del bolsillo: «Y no intenten nada raro porque los quemo».

Los dejó como estatuas de sal y ganó la calle. La noche joven y fresca lo acarició, y se regodeó pensando en el momento en que entregaría el álbum a Liliana, en las cosas que callaría, en las preguntas que le haría en pos de compartir también esa parte del pasado de ella que había permanecido oculta y que, como un pesado regalo, acababa de recibir. 

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Sumido en sus sandeces, sin saber cómo ni por qué, encajó el bulto bajo el brazo izquierdo (la mano en el bolsillo bien firme, apretando), se acomodó el cuello del sobretodo, metió la diestra en el otro bolsillo, suelto el bufoso —que ya no hacía falta—, y empezó a caminar rumbo a su oficina. Caminando llegaría en un mes, pero eso no le importaba entonces. Nada le importaba, salvo entender, y no podía.

«¡Señor!», dijo una voz animada a sus espaldas, y le pareció reconocer al niño de las flores. Se dio vuelta y un zurdazo asesino lo mandó a dormir sin más. Cayó redondo. Camil lo atajó, para que no se golpeara, y, en cuanto lo acomodó en el piso, el niño tomó el álbum y miró a su padre, a la espera de instrucciones.

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«Lleváselo a Calista. Por suerte, todavía estamos a tiempo». El chico parecía a punto de llorar. «Dale, lleváselo, que yo tengo que ver qué hago con este. Lleváselo y volvé. Yo te espero», sonrió, por fin, Camil. Su hijo se fue corriendo.

Llegó a la casona cuando Calista levantaba en peso a Max y a Lourdes. La mujer les reprochaba que hubiesen guiado a Rottenberg a la casa, que hubieran dejado que se fuese con el álbum, que le hubieran contado acerca de Elena, ¡en fin! Los culpaba por todo. Y, básicamente, tenía razón, así que se desahogaba mientras los hermanos la miraban callados. El chico escuchaba la voz de la vieja y no se decidía a tocar el timbre. En un momento, hizo de tripas corazón y sonó el timbrazo. Calista fue, aún refunfuñando, a la puerta. Lourdes y Max cruzaron una mirada de alivio.

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«¡Sos vos, querido, qué bueno! ¿Cómo estás? Ah, pero... ¿y eso? Vení, pasá, pasá», dijo la vieja, edulcorada. «No, abuela, te lo dejo y me vuelvo, me dijo papá que volviera». Entregó el paquete y salía ya disparado a cumplir con el mandato paterno: «¡Dame un beso, ¿no?!». Beso y abrazo le dio, y se fue corriendo.

«El asunto se puso bravo, el clima está caldeado...», dijo la abuela cuando volvió a la sala. «Tenemos el álbum y problemas que no esperábamos. Arreglemos esto y terminemos, no me gusta el tufillo este. Hay que traerlo al coso este y explicarle, y cruzar los dedos para que entienda. Hablá con Romera y que le diga a Elena que venga para acá, mañana a la noche, sin falta. Con cuidado. Y avisale a Lechita, para que esté al tanto». Dirigió las órdenes con la mirada, y en el silencio quedó todo claro.

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De nuevo, el timbre. Camil, con Rottenberg. Lo cargó hasta la sala. Lo dejó caer en el suelo como una bolsa de papas, con un sonido seco. Calista, Max y Lourdes se abalanzaron sobre el cuerpo inerte con una precisión casi militar. La señora, con el mismo aire de autoridad que uno podría esperar de un sargento en un campo de batalla, comenzó a dar palmadas en la cara de Rottenberg; sus movimientos eran una mezcla de desesperación y rutina.

Cuando Rottenberg recobró el sentido, su mirada era un mar de desconcierto, la de un hombre perdido en un laberinto del cual no entendía la entrada ni la salida. Calista lo miró con una dureza que no dejaba lugar a dudas. «Elena cambió de identidad para escapar de una red de mentiras y traiciones que la atrapaban. Necesitaba borrar todo lo que la ataba a un pasado que no podía manejar. Este álbum es la prueba de lo que ella intentó esconder, de las conexiones que creía que la harían desaparecer en el olvido». Rottenberg, con el rostro desencajado, observó el álbum como si fuera el mapa de un territorio hostil, mientras empezaba a comprender el verdadero entramado de la historia en la que se había visto envuelto.

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Lourdes, la única de pie, tomó la posta, la voz firme y amable, con amor quirúrgico: «Debe ser difícil despertar en casa ajena y tener que procesar todo de repente. Pero es fácil, realmente. Está aquí por designio de Liliana. Está a salvo y ha hecho un gran bien, créalo». Hizo una pausa para dejar que las palabras lo empaparan. «Liliana no existe, ha muerto, hoy y aquí la hemos matado. Ahora es solo Elena. Aquella Elena que hace diecisiete años inventó a Liliana para escapar. La organización estaba en problemas y las sombras eran cada vez más oscuras. Con la muerte de su esposo, nuestro padre, quedó claro que el final estaba muy cerca. En un arrojo, en un intento de salvar lo que fuera, Elena dejó a sus hijos y se fue. Las circunstancias de la muerte de Renato fueron dudosas para algunos y muy claras para otras. En ese accidente murió con él Camilo, el marido de Calista. El padre de Camil. Elena sabía que era ella lo que querían y se esfumó. Dejó a los niños con su hermana del alma, Calista del Rancho Ramírez. Calderara. Los niños se criaron como hermanos, sin padres». Hizo una breve pausa. Miró en derredor en busca de una mirada de aprobación que no encontró, ni era necesaria. «Las cosas se calmaron, el tiempo pasó. Liliana se mudó, hizo esto y aquello y, cada Día de la Madre, se las ingenió para enviar una postal, algún mensaje. Los niños crecieron, y poco tardó la llama en prender en ellos y el espíritu revolucionario afloró implacable. Mientras tanto, Liliana vivía entre las sombras de una vida impostada. Dos años atrás decidió volver, estar más cerca. Entonces quiso el destino que conociera a un hombre que fuera distinto a los demás. Cometió el error de enamorarse. El amor hace estragos en las gentes y, más tarde o más temprano, las cosas pasan. Y pasaron». Respiró hondo, con resignación. «Allí empezó el asunto del álbum, única prueba viva de su vida anterior. Fotos que, en las manos equivocadas, serían su ruina. Entonces, una vez más, el peligro y el sacrificio. Esta vez no de los hijos, sino de un hombre».

Todo era silencio, quietud, tranquilidad. Salvo la cabeza de Rottenberg, que, aun en la claridad del mensaje, encontraba difícil terminar de asimilar tantas cosas. «El plan lo diagramó ella por completo, con alguna ayuda de Romera. Fue él quien, finalmente, lo consiguió y logró hacerlo llegar a Camil. Sin embargo, si hubiera sido muy fácil no habría funcionado. Entonces le pidió a usted —en una carta, ¿verdad?— que consiguiera el paquete. Así, el paquete, y Camil y nosotros, tendríamos todos una doble protección. Aquí estamos todos ahora, y también el paquete. Ha sido un gran trabajo el que hizo sin saberlo. Nos ha ayudado sin quererlo, y también a Elena. Liliana».

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Rottenberg luchaba por asir la verdad cruda desplegada frente a él. Cada palabra de Lourdes parecía desmoronar lo que había construido durante dos años de su vida. La revelación de que Liliana, su Liliana, no era más que una máscara puesta para escapar de un pasado doloroso y peligroso lo había golpeado con la fuerza de un cross a la mandíbula.

Asintió con lentitud, su mente zumbando con la abrumadora sensación de ser un peón en una partida de ajedrez mucho más grande de lo que había imaginado. «Entonces, ¿qué hacemos ahora?», preguntó casi en un susurro.

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«Ahora —dijo la vieja, que, aunque había dejado hacer, seguía absolutamente al mando— vamos a descansar, y a esperarla a Elena, que vendrá mañana por la noche. Y entonces ustedes podrán hablar, y verá usted de qué lado se quiere ubicar. Mientras tanto, por favor, compórtese. Comprenda que nadie quiso hacerle daño, ni se lo quiere hacer ahora; y que nadie quiere más problemas de los que ya tenemos. Usted dormirá en el sótano; Camil estará con usted, del otro lado de la puerta, con su juguete rabioso».

Lourdes y Max se adentraron en la casa en busca del pequeño, la vieja dijo: «Buenas noches», y se fue hacia la escalera. Camil se acercó a un Rottenberg aún sentado y pasmado. «Le pido disculpas por el golpe, pero era mejor así, sepa comprender», dijo, honestamente afectado, con una leve inclinación. Después, con un gesto suave, le indicó el camino. Rottenberg no dijo nada. Se levantó y fue por el pasillo. Al fondo, al lado de la cocina, estaba la puerta. La abrió y bajó los escalones con Camil siempre detrás. Una lamparita bañaba, en una penumbra mortecina, un cubil de tres por tres.

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«Acá duerme usted», dijo Camil, al tiempo que hacía un gesto amplio que pretendía abarcarlo todo, aunque habría bastado con un mínimo ademán. El sótano —más parecido a un calabozo— era pequeño y tenía por todo mobiliario un catre de tijera de desvaído color verde militar, con una frazada gris doblada en un extremo, y un balde metálico en un rincón. Con todo, no era mucho peor que la habitación de Rottenberg.

La noche se hizo eterna. Del otro lado de la puerta se dejaban oír de a ratos los ronquidos de Camil, y Rottenberg pensó, en la oscuridad total, en mil formas de sorprenderlo y escaparse. Sin embargo, la perspectiva de ver a Elena —¡Liliana!— al día siguiente ocupó gradualmente sus pensamientos. Acabó durmiéndose al alba y descansó como un bendito.

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Lo despertó el ruido de la puerta al abrirse. Era Camil, con una bandeja. «Buenos días», dijo, y dejó la bandeja en el suelo. «Café y galletas. No es mucho, pero es lo que hay». Rottenberg se incorporó y miró el desayuno sin decir nada. «Coma tranquilo. Le traje el diario. Puede subir si quiere, están los que ya conoce, le pido solamente que se comporte. Cuando caiga el sol Elena estará aquí». Rottenberg asintió con la cabeza, apenas, y así quedó sellado el asunto. Camil se fue sin cerrar la puerta.

Rottenberg comió las galletas y bebió el café. Hojeó el diario sin ganas. Miró la quiniela: 2196. Quiso recordar el significado, pero no pudo. Buscó el horóscopo: no había. Mejor así. Se tiró en el catre y pensó. Pensó mucho. Pensó en Liliana, en Elena, en Max y Lourdes, en Calista, en Camil. Pensó en sí mismo. ¿Quién era él en toda esta historia? ¿Un peón? ¿Una víctima? ¿Un cómplice involuntario? Las horas pasaron lentas, pesadas. Animado por el silencio que reinaba, se animó a subir para ir al baño. En cuanto llegó a la cocina, se encontró con un Max acovachado en el rincón, leyendo. Fue al baño y, al volver, halló una bandeja con un sándwich y dos frutas, un gesto y dos silencios. Volvió a la pieza, al catre, a pensar y pensar. Ya faltaba poco, ya estaría aquí Liliana y todo se aclararía...

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El día pasó lento, macilento, triste y gris. Rottenberg no emitió palabra, pero todas bullían dentro de sí, se amontonaban, se encaramaban, pugnaban por salir. Él las contuvo, se contuvo, a la espera de Liliana.

Cayó la noche. Rottenberg refulgía aunque no se notara. Empezó a parar la oreja, atento al timbre, que sonó al fin. No fue solo un timbrazo, sino una combinación de ruidos cortos y largos, algún tipo de código que tenía que significar: Liliana. Oyó que Calista abría la puerta y saludaba a alguien que hablaba con esa voz que él conocía tan bien. Sintió la tentación de subir corriendo como un cachorro, pero decidió esperar a que lo buscaran y evitar así una escena. Entonces apareció Camil: «Suba», dijo seco, aunque luego, acaso compadecido por el candor del de cara definitivamente verde, agregó: «Por favor. Ella lo espera».

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Subió sin prisa y sin pausa, lleno —todavía— de muchas emociones revueltas, el resultado del tifón que le había pasado por encima. Entró en la cocina, giró en el pasillo y, con un giro más, se encontró enseguida en la sala principal. Estaban todos, menos el niño, y Camil, que le venía a la zaga. Había, además, dos hombres nuevos. Se paró antes de entrar, ante lo que reconoció inmediatamente como la silueta, de espaldas, de Liliana.

Su aparición hizo a todos callar súbitamente, y Elena, comprendiendo, calló también. Después se volteó, no con la cabeza, sino con el cuerpo, lentamente. Quedaron frente a frente, y el silencio fue total, y el tiempo pareció detenerse. Rottenberg quiso hablar, y no pudo; y ni hablar de moverse. Elena empezó a dar un paso y se frenó, respetuosa. «Ernesto...», dijo, aterciopelada, ladeando la cabeza, apenas sonriendo.

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En un impulso, casi un estertor, él se acercó y trató de abrazarla. Ella lo esquivó apenas, con un humillante paso atrás, y Rottenberg se quedó abrazando el aire. «No, Ernesto. Me voy a tener que ir...», dijo Elena casi sin abrir la boca. Él se descolocó: «¿Otra vez?». «Sí. Otra vez. Creeme, tengo que irme. Estoy acá solo para hablar con vos». «Bueno, gracias por el honor», interrumpió Rottenberg, acaso ofendido. «Te pido que no hagamos una escena. Quiero agradecerte por el álbum, por la paciencia, por la comprensión. Sé que nada de esto habrá sido fácil, pero siempre confié en vos...». «¿En serio?». «Por favor, Ernesto. Dejame hablar». Él levantó ambas palmas hacia ella y enarcó las cejas, en un gesto que servía tanto para prometer silencio como para pedir disculpas.

Elena lo miró de arriba abajo antes de seguir: «Hay mucho que no vas a entender o, mejor dicho, yo no voy a poder explicar. Seré directa, Ernesto: es peligroso estar cerca de mí. Y yo te quise mucho, y te quiero, y no puedo permitir que tu vida corra peligro por mí». Él interrumpió una vez más: «¿Y el otro? ¿Él no corre peligro?». «No hay otro, no hay nadie, no hay nada», dijo ella, y señaló con un gesto vago a uno de los hombres presentes: «Fue él quien me ayudó a desaparecer. Es un compañero de tareas. Lo llamamos Romera...». «¿Entonces...?». «Entonces, no tenés que hacer tanto caso a lo que dicen las viejas chusmas del edificio». Elena sonrió francamente por primera vez. Rottenberg se encontró sonriendo también.

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«Lo que vivimos y sentimos fue real, y fue hermoso; pero debe terminar. Por seguridad, por necesidad y porque es mejor. Si pude con mis hijos —y ellos conmigo—, puedo también con vos. Y también vos podés. Un tipo como vos, un hombre con todas las letras, no se amilana con tan poca cosa, con una mina complicada en cosas raras. Vos vas a estar bien, y yo también, y siempre estaremos en los recuerdos del otro. Y los chicos, y Romera y la organización, todos estaremos también pendientes de que vos estés bien. Todos saben lo que hiciste, la valía que mostraste, todos te felicitan y agradecen. Sos un héroe, Ernesto», dijo con amor, con una sonrisa amable y con la esperanza de que no hubiera sido obvio (al menos para él) el conveniente exceso.

Rottenberg, a su pesar, comprendió todo. El dolor de la duda y toda esta nueva historia, que era vieja, llegaban no a un fin, pero sí a un remanso. Así eran las cosas, no había más que hacer, pero al menos estaba todo claro. Y no había otro, ¡el otro era Romera, un operario nada más! Al final, ella sí lo quería, y sí quería estar con él, aunque no se podía. Era duro, sí, pero estaría mejor, sí, ella tenía razón, estaría mejor. Con todas las letras había dicho, sí, señor, un hombre con todas las letras, ¡un héroe! De a poco, todo el torbellino de emociones se le iba acomodando, el ego empachado de lisonja. Sonrió también.

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El tiempo se detuvo y, después, retomó su marcha implacable. Rottenberg oyó, a la distancia, las campanadas de una iglesia. La noche debía tragárselo y, con una última mirada, se despidió. La puerta se cerró silenciosa tras de sí.

Hundió las manos en los bolsillos del breto. No estaban el arma ni la revista de crucigramas. No había nada, excepto lo que al tacto parecía un rectángulo de cartón. Lo extrajo: era una foto. En ella, Elena, su Liliana, muy jovencita, sonreía como si no importara el mañana.