Lo pensamos mucho

Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó.

Mamá no supo cómo describírnoslo. «Allá, es ese», decía y señalaba con insistencia, pero «ese» podían ser diez o quince tipos, con suerte. Con el tiempo entendimos lo elusivo de una descripción del tío Facundo. Era, lisa y llanamente, indescriptible.

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Atrás de mamá nos enfilamos en busca del Facundo. Mamá se abría paso torpemente, cada tanto algún codazo metía. A mí me pisaron dos veces y media. Al final, llegamos. «Pero, ¡Facundo!», dijo mamá resoplando.

El tío Facundo apenas se dio vuelta, cansino. Tenía un king size en la mano y lo rechupó como si quisiera extirparle el diablo, y después no dijo nada y nos miró a nosotros, pero igual no dijo nada, y el bigote amarillento que le cubría la boca entera me pareció una atrocidad, pero no dije nada porque se me antojó inoportuno.

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Marcos, confidencial, me secreteó que el tío tenía cara de Asterix. Yo asentí, pero me quedé callado porque mamá nos miraba feo. «Saluden a su tío», dijo entre dientes, al tiempo que sacudía a mi hermano de una manga. Él le dijo hola así nomás, pero yo, que tengo que dar el ejemplo, le estreché la mano lo más fuerte que pude. El tío Facundo sonrió, creo, o al menos así se le movió la cara.

«Vamos, Ana María», dijo el tío. Ana María es mi mamá. Yo soy Juan Manuel, y Marcos es mi hermano. Pero no me desvío: estábamos apurados. El tío Facundo agarró a mi mamá del brazo y empezó a caminar entre la gente, y nosotros, atrás, íbamos flameando como la cola de un barrilete.

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El tío Facundo nos guio a través de la multitud con una determinación acorde al largo de su bigote. Su mano, tenaz, sujetaba el brazo de mamá mientras sorteábamos obstáculos humanos en lo que parecía una carrera contra el mundo. El humo de su cigarrillo dejaba un rastro efímero, parecía un barco endemoniado. La gente miraba de soslayo nuestra peculiar procesión familiar.

Llegamos a un viejo Chevrolet oxidado estacionado en una calle lateral. El tío Facundo soltó a mamá y hurgó en sus bolsillos. Sacó un manojo de llaves que tintineaban con una felicidad malsana. «Suban, rápido», gruñó, la voz ronca. Marcos y yo intercambiamos miradas rápidas mientras mamá nos empujaba hacia el interior del trasto. El motor tosió y rugió a la vida y, con un chirrido de neumáticos, nos adentramos en la noche.

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El tío prendió la radio. Movió el dial hasta que dio con lo que buscaba, un periodista deportivo que comentaba el partido que acababa de terminar. Club Deportivo Guzmán, el Carnicero, le había ganado no sé a quién. Martegani, o algo así, había hecho un gol. El tío había estado en la cancha, y parecía seguir ahí aun manejando. Cuando el comentarista decía algo bueno del Carnicero, se acariciaba una medallita que llevaba al cuello, un escudito de Guzmán.

El viejo Chevrolet se sacudía con cada bache. El silencio entre nosotros era algo incómodo, y solo era interrumpido por las voces de la radio y el suave ronquido de Marcos, que se había quedado dormido. Después de unos veinte minutos de viaje, el auto paró en la vereda de un edificio bastante descuidado. «Llegamos», gruñó el tío Facundo, y apagó el motor. Mamá se dio vuelta entonces: «Chicos, ayuden a su tío con las bolsas», dijo en voz baja. Salimos del auto y seguimos al tío Facundo, que abrió el baúl. Estaba lleno de bolsas de supermercado.

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El tío empezó a repartir las bolsas. A mí me tocó cargar una particularmente pesada, llena de latas de conserva. De reojo vi una de sardinas y casi se me escapan los intestinos por la nariz. Marcos, aún adormilado, recibió una bolsa más liviana, con paquetes de fideos y arroz. Mamá cargó dos bolsas de verduras, frutas y vinagre de manzana. El tío se echó al hombro una caja de cartón que parecía contener botellas por el ruido que hacía.

Subimos las escaleras en fila india, con el tío a la cabeza, respirando con ruido. Me fastidia un montón la gente que respira con ruido, pero no podía decir nada. Estaba haciendo esfuerzo, estaba justificado, supongo, en su ruido; también yo en mi fastidio. Pero no dije nada. El edificio olía a humedad y a comida recalentada. En cada rellano, una bombita mortecina dentro de un plafón mugriento. Eran tres pisos y, después, uno más. El tío Facundo se detuvo frente a una puerta de madera pintada de verde. Abrió, todavía resoplando. La puerta hizo un chirrido que debió haber sonado en todo el edificio.

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«Pongan todo en la cocina», dijo el tío señalando una habitación chiquitita. Yo, que no pude contenerme, le pregunté: «Tío, ¿por qué compraste tantas cosas?». Él me miró, su bigote se movió. «Para la abuela», respondió con voz ronca. Entonces fue cuando vi a una señora sentada en un sillón en la esquina del living. Era nuestra abuela, una viejita que parecía hecha de papel, a la que no veíamos desde hacía mil años. Desde lo de papá.

Mamá se acercó a ella y le agarró la mano. «¿Cómo estuvo?», preguntó suavecito. La abuela sonrió apenas, como si le costara. «Ahora, que están acá, mejor», dijo con la voz temblando un poco. Yo estaba parado en la puerta, y el tío Facundo apareció de la nada: «Ana María, necesito hablar con vos», dijo, aclarándose la garganta y llevándose a mamá a la cocina. Marcos y yo nos quedamos ahí con la abuela. Nos miramos.

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Marcos, siempre el más valiente, fue el primero en acercarse. Se arrodilló junto a la abuela y, con la torpe inocencia de cualquier niño, comenzó a contarle sobre sus últimas aventuras con sus autitos. La abuela lo escuchaba atentamente, con ojos de cielo limpio, una sonrisa apenas asomando. De vez en cuando lo interrumpía con una pregunta importantísima. Yo miraba. Sentí envidia de poder jugar así, y pena por las manos raídas de la abuela, el cuerpo achacado. Pobre la abuela. Pobre papá. Pobre mamá, en la cocina, con el tío, ¿de qué tenían que hablar?

Podía escuchar que hablaban, pero solo eso. Pensé que iban a pelear, porque los grandes siempre se van lejos de los chicos cuando quieren pelear, como si los chicos no se dieran cuenta o se les apagaran las orejas. Pero no había gritos ni nada. Me dio miedo, habría preferido los gritos, las discusiones, son mucho mejores que el silencio, la duda. Estaba pensando la manera de acercarme a la puerta sin que la abuela (Marcos, en realidad) se diera cuenta cuando esta se abrió con un chirrido sordo.

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La cocina estaba separada del living por una pequeña puerta vaivén de madera que me había hecho pensar en un saloon. Ahora, como un cowboy que ajusta cuentas con el cantinero, el tío Facundo sostenía una de las hojas mientras, con el cuerpo vuelto hacia la cocina, seguía cuchicheando con mamá. Así —con el tío a medio salir de la cocina— pesqué palabras sueltas, cosas como «cuidados», «gastos» y «responsabilidad». La intriga duró poco. Mamá dijo en voz bien alta: «Facundo, dejame hablar con los chicos» y, como si nada —y hasta con una sonrisa para la abuela—, se asomó y nos llamó a la cocina. El tío salió y entramos nosotros, como dos forasteros con sed de aventuras. Sin dar vueltas, como nos hablaba siempre, mamá nos aclaró la situación. La abuela estaba enferma y el tío Facundo había estado cuidándola solo, luchando por mantener el departamento y comprar lo necesario. Nos había buscado porque necesitaba ayuda. 

Horas después, mientras Marcos y yo nos acomodábamos para pasar la noche en un sofá cama —que de cama tenía poco—, entendimos. Lo pensamos mucho, y entendimos todo. No se trataba de un gran misterio ni de una aventura emocionante. Era algo más simple y, a la vez, más importante: familia. Cuidar a la familia.