Justo

Cuando bajó del tren tenía una lija asesina y un calor pegajoso en la espalda y las manos. Miró el reloj. Tenía tiempo. Enfiló para el puestucho, lo guiaba el tufo de la fritanga. Calculó que para una hamburguesa le alcanzaba. Para una lata de cerveza capaz que también. Se sentó en la esquina, lejos de la parrilla, al lado del chimichurri. La hamburguesa la pidió completa y la cerveza, "bien fría, si puede ser". Se quitó el saco. Buscó un cigarrillo, lo puso en la boca, dudó, lo guardó en el bolsillo. Tomó un trago largo, largo. Se apoyó en la columna y buscó con la mirada algo que no encontró.

En eso estaba, buscando, pensando, dudando, viendo si capaz, cuando llegó la hamburguesa. Pensó en mandarle chimi, pero el asunto ya chorreaba por todos lados. Tal vez fuera mejor evitarlo. Capaz mayonesa sí le hacía falta... En eso estaba cuando llegaron los dos. Se sentaron del otro lado de la columna. Podía escucharlos y olerlos pero no verlos, salvo que se inclinara sobre el mostrador. Las voces se confundían con el ruido de la calle y la cumbia, el olor a grasa requemada y el ronroneo del tren que se iba. En eso estaba cuando algo le llamó la atención.
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El gordo que comía al lado, un tipo que desbordaba la superficie de la banqueta por todos los costados, se levantó de un salto y se metió, se zambulló más bien, en el tren. Casi queda trabado entre las puertas, que se cerraban, pero zafó. Sobre el mostrador, un poco tapado por el plato de plástico rojo del gordo con chorreaduras de grasa, miga de pan y dos rodajas de tomate, había quedado un paquetito de papel madera.

"¿No vas a saludar?", dijo alguien entonces. De un manotazo, tiró el paquetito al piso y lo cubrió con el pie. No supo por qué. Recién después levantó la vista. Los dos lo miraban a él. Estaban inclinados sobre el mostrador. Sus caras lo decían todo.
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Una sonrisa enorme se le dibujó en la cara. Fueron los nervios, la reacción de un niño que duda todavía si lo agarraron in fraganti o aquí no ha pasado nada. Miró a uno y al otro. Silencio. Quería agarrar el paquetito, sentía que bajo su pie, bajo sus ochenta y cinco kilos, todavía no estaba seguro. Quería agarrar el paquetito, pero más quería saber quiénes eran estos fulanos y qué carajo querían.

"¿Cómo va...?", dijo, la sonrisa ahí, estúpida. Los tipos también sonreían, pero era una sonrisa diferente. Era más natural, parecían realmente contentos de verlo, o de hablar con él. O de tener su atención. Hizo un movimiento como para acercarse, o tal vez ofrecer la mano, y tiró el saco. "¡Puta...!", dijo, simulando fastidio, y se agachó a recogerlo. Manoteó el asunto, lo metió en el bolsillo izquierdo del pantalón y se incorporó. Entonces había solo una sonrisa.
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Tenía que haber un error. Él sabía que los fulanos se juntaban ahí, pero no podían ser estos. Antúnez le había contado todo, le había dado precisiones. La descripción coincidía. Uno, petisón, vestido de traje impecable aunque algo lustroso, con litros de colonia encima; el otro, flaco y largo, de tez verdosa por la barba y aspecto de comadreja. Lo que no esperaba era que lo conociesen.

"¡Ramón viejo y peludo!", exclamó el petiso. Pero él se llamaba Miguel. Miguel Zárate.
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"Hola, Ramón, un gusto —dijo extendiendo la mano—. Miguel". El petiso quedó tieso. La mano ahí, estirada, de mostrador a mostrador, por encima de la salsa criolla. Lo miró fijo. El flaco, nada. El petiso, entonces, sin más, se rajó una carcajada que hizo bailar a las servilletas. "¡Sos gracioso, me gusta! Es gracioso, jajaja, es gracioso, me gusta", le dijo al flaco mientras —ahora sí— daba la mano a Zárate y lo sacudía sabroso. El tipo del puestucho  armaba los sánguches de salame y, cada dos por tres, los miraba de reojo y se sarpaba una feta.

"Jaja, gracias", dijo Zárate, preocupado, "pero me parece que aquí hay una confusión. Me llamo Miguel. Bajé recién del tren y, como tenía tiempo, pensé que me podía clavar una hamburguesa, y acá estaba, en eso, justo, cuando ustedes me saludaron, y yo, no sé, pensé que tal vez nos conocíamos de algún lado; yo tengo una memoria imposible y, bueno; pero no, ahora veo que no porque yo soy Miguel, no Ramón". Más se preocupaba, más sonreía. El paquetito le quemaba la pierna y la cumbia ya se había hecho reguetón.
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¿Eran o no eran estos dos los tipos de los que había hablado con Antúnez? Zárate sonreía como un maniquí. Las dudas no lo dejaban en paz. El paquete, encima. Con la mano en el bolsillo, lo sobaba como si, envuelta en papel madera, tuviese ahí alguna certeza.

"Ramón tiene que estar por llegar", dijo entonces, con voz de ultratumba, el alto. Sin mirar a Zárate, habló con su compañero. Fue el petiso quien se dirigió a él: "Antúnez", dijo. Solo eso, y una pausa. ¿Se conocen entonces? ¿Qué carajo pasa? Zárate forzó al máximo las comisuras de la boca. "Qué pelado boludo, este Antúnez", agregó el petiso con una sonrisa sincera. "A vos te esperábamos más tarde, Miguel." Miró el reloj, un Rolex dorado y sospechoso. Con el movimiento del brazo se oyó un tintineo de pulseras o algún tipo de bisutería. "Antúnez mandó fruta o vos te apuraste, pero Ramón tiene que llegar en cualquier momento. Por ahí lo conocés, es un gordo enorme que anda mucho por acá."
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"¿Pero entonces...?", dijo, todavía dudando.

"Sí", dijo el flaco, y ya no quedaba ni un atisbo de duda.
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En ese momento, casualmente —o no—, una vibración sobresaltó a Zárate. Algo le zumbaba encima. Sobre la pierna derecha. A la altura del bolsillo del pantalón. Era el paquete que guardaba. Era una bomba, que pasó del zumbido a un pitido agudísimo.

Cuando el humo se disipó, cayó el silencio. Ya no había cumbia ni reguetón. Entre los hierros retorcidos y los pedazos de azulejo y de ladrillo hueco, descansaba impúdica una hamburguesa blanca, cubierta de yeso y despojada de sus panes. Sobre la masa de materiales y restos humanos, lo poco que quedó del cartel aún mostraba los precios de los panchos, los sándwiches de milanesa, los choripanes y las empanadas. "Listo", pensó Antúnez al oír la explosión desde la otra cuadra. En tanto, el gordo Ramón, a bordo del tren que volvía a la estación en ese momento, se sobresaltó ante la visión. Con un escalofrío, valoró el error de cálculo y murmuró: "Justo".