Muerte a la carta

El culo de la tipa subía y bajaba con completa espasticidad mientras ella gemía de un modo tal que el conserje del motel habría pensado que se trataba de un motor a vapor en las últimas antes que de una bibliotecaria gorda en un momento de éxtasis. Johnny miraba la espalda de la tipa, su reloj y el techo alternativamente. Un rayo de sol se colaba por una rendija de la persiana de la habitación e iluminaba el polvo en el aire. "¡Oh Dios!" y "¡Jesús!", decía la gorda.

"Todo esto por culpa de una aceituna...", pensó Johnny, comprendiendo cuán puta e intrincada es la vida.
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La tipa se llamaba Gloria y Johnny, Johnny. Sin embargo, él le había dicho más temprano, en el bar, que su nombre era Nathaniel. Había escupido eso pensando en Hawthorne, aunque no sabía realmente por qué. Tampoco se lo preguntaba: su vida era mentir. En eso era el mejor.

Una hora antes, Gloria bebía un manhattan en el bar de 53 mientras planeaba su suicidio. Al intentar pescar la aceituna del fondo de la copa, sus dedos gordos y torpes la habían dejado caer sobre el regazo de Johnny, y así había comenzado todo. Es importante decir que Johnny planeaba un asesinato.
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Para cuando Sinclair llegó al bar, la aceituna ya no estaba en el piso, y Gloria ya no estaba sobre Johnny. Johnny no estaba tampoco en la habitación del motel, sino que estaba en la ruta montado en el cupé, asintiendo sordamente a lo que decía con cara de amor la gorda, que era bastante linda si se la miraba desde el lugar correcto, con la luz adecuada y malas intenciones. Sobre la barra del bar, unos pocos tipos mugrosos pasados de copas, unas tipas feas por demás pintadas buscando ligar y el tendero, a quien Sinclair pidió un whisky irlandés sin hielo y algunas otras cosas. El tipo intentó hacerse el distraído, pero Sinclair tenía sus modos, empezando por aquella manera magnífica de torcer la ceja. En seguida el tipo comprendió que valía más cooperar, responder tres preguntas y terminar con el asunto. Sinclair también lo comprendió, y por eso le creyó cuando dijo que no sabía a dónde podían haber ido, aunque suponía que, por lo que se podía ver, lo más seguro era que terminaran en un motel de no muy lejos. Estaba empinando el último trago del irlandés cuando el borracho de la derecha preguntó, articulando malamente: "¿Usted es amigo de Nathaniel?". Sinclair entendió rápidamente, y dijo que sí y alguna otra cosa, sonrisa de por medio. Preguntó de dónde era que él lo conocía, temiendo haberse delatado. Resultó ser un asunto sin importancia, no más que una conversación entre copas. Aliviado, Sinclair sonrió, dijo algunas cosas, pagó y dejó una buena propina al tiempo que torcía nuevamente la ceja, aunque de un modo diferente esta vez.

Sinclair venía siguiendo el rastro de Johnny desde hacía siete meses, y aunque sabía que estaba cerca, maldecía cada día que pasaba sin poder ponerle las manos encima. Una vez, en Dorchester, lo había tenido realmente cerca, pero las situaciones no habían sido propicias y se había visto obligado a dejarle ir. Otra vez estuvo en la misma sala de cine, pero lo supo sólo cuando era demasiado tarde. "Nathaniel...", pensó una vez fuera del bar, mirando la nada, y sonrió sin querer al pensar en el bueno de Hawthorne, jueces, puritanos y brujas.
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Gloria y Johnny pararon en una cafetería al costado del camino. Johnny se preocupó por estacionar su cupé lejos, bajo unos árboles, fuera de la vista de cualquiera. Gloria, obnubilada, se limitó a sonreír ante lo que creyó una excentricidad de su galán. O el deseo de estar con ella en un lugar apartado. Como fuera, la sangre le hervía y llevaba varias horas ya sin pensar en el suicidio.

Johnny tampoco pensaba en eso. Pensaba, de hecho, en el tenaz Sinclair. Tenía motivos para creer que lo seguía de cerca y suponía que, si había ido al motel tras sus pasos, el conserje bocón no se lo habría puesto muy difícil y habría desembuchado por un puñado de dólares. Tenía que librarse de él de una vez por todas. Y de Gloria, tal vez, pensó mirándola sonreír.
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"¿Y qué hace un chico guapo como tú en un pueblo muerto como este?", preguntó la gorda mientras le acariciaba la chaqueta de cuero viejo. "Busco a un viejo amigo", dijo Johnny, mirando indiferente hacia un punto cualquiera, para después, fingiendo animarse, agregar: "Tal vez tú puedas ayudarme a encontrarle, ¿qué te parece? Quiero darle una sorpresa pero no tengo su dirección...". "Por supuesto", dijo Gloria, animada, "podríamos revisar los registros de la biblioteca". "Oh, eso sería genial, nena, realmente genial", dijo Johnny con una sonrisa que la bibliotecaria malinterpretó como alegría.

No muy lejos de aquellos árboles, Sinclair torcía la ceja y lograba su cometido. El conserje cantaba sin más, pero sabía poco y nada. Una vez más, el bueno de Sinclair debía confiar en su olfato.
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Devorando millas al volante de su Buick Riviera, con la vista clavada en el horizonte y la ceja arqueada en un rictus permanente, Sinclair fumaba un cigarro tras otro tratando de adelantarse, como un buen ajedrecista, a las movidas de Johnny, ese contendiente magistral. Sin embargo, había un elemento que no conseguía encajar en el rompecabezas: la mujer que se había ido con Johnny, esa mujer cuyo nombre nadie conocía. "Curiosamente, sí me hablaron de su culo portentoso", pensó al tiempo que afloraba una sonrisa inesperada a su duro rostro. 

Al mismo tiempo, en otro lado, el profesor universitario Clark Manning encontraba al regresar a su casa, entre la correspondencia, un sobre que le llamaba poderosamente la atención. Había sido blanco, aunque estaba muy manoseado, y no tenía dato alguno de remitente ni sello de correo. Sólo constaba su nombre, escrito con tinta azul y una letra apretada y, tal vez, femenina.
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En un papel de grano grueso y tinte amarillento por el paso del tiempo, en perfecta caligrafía por demás trabajada, se leía: "Mía es la venganza, y la retribución. Al tiempo señalado el pie de ellos se moverá con inseguridad, porque cercano está el día de su desastre, y los sucesos ya listos para ellos de veras se apresuran (Deuteronomio 32:35)".

El profesor entendió en seguida que ese día que sabía que iba a llegar, pero no sabía cuándo, había llegado. Sirvió un brandy y lo sorbió con paciencia en el sillón de leer mientras repasaba los detalles de aquel plan que alguna vez había elucubrado. Cuando hubo terminado, decidido, se dirigió al ático.
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Cuidadosamente preparado y abarrotado, con las paredes recubiertas por gruesas planchas de plomo y salpicadas a intervalos regulares con mirillas y aberturas semejantes a ojos de buey, poco tenía de ático ese sitio.

Con un chisporroteo y un zumbido, una bombilla se encendió automáticamente apenas Manning hubo emergido de la trampilla y evidenció la omnipresente capa de polvo sobre las cajas, las latas y las bolsas de estopa basta. También había un enorme búho, de tamaño sobrenatural, embalsamado. En sus ojos de vidrio clavó el profesor la mirada al tiempo que, aún en cuclillas, repetía para sí las palabras del Deuteronomio, las de la carta, que tan bien conocía.
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Encontró el kit completo en una caja de madera tapizada en cuero viejo. Se reconfortó al ver el arma, y se sorprendió al recordar la jeringa de vidrio y metal que descansaba en el estuche metálico. Se probó los guantes: guardaban todavía la forma de sus manos y sus herramientas. Con los guantes puestos bajó la caja. Se sirvió otro brandy.

Mientras tanto, no muy lejos de allí, Johnny meditaba el asunto de la gorda reclinado en el asiento del conductor mientras esperaba que ella volviera del baño de la gasolinera. Habían echado un polvo furioso un kilómetro más atrás, y ella había dicho que debía ir al tocador a arreglarse. Johnny, que sabía que debía deshacerse de ella, dudaba, inexplicablemente. Se rió de sí mismo cuando, sin quererlo, se propuso que tal vez la gorda le gustara. No era posible. Entonces Gloria salió del baño, se dirigió con cautela al teléfono, insertó un níquel y discó. "Hola, soy yo. Sí, aquí, conmigo, sí, en una gasolinera. No, no sospecha nada. Bien. Bien, debo irme. Sí. Sí, adiós." Se acomodó las tetas, puso una sonrisa y salió.
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El llamado la había dejado más confundida. Había creído adivinar algo en la mirada torva de Johnny/Nathaniel, había sospechado y a último momento, en el baño, había decidido telefonear aunque no estuviera muy convencida. Lejos estuvo el llamado de aclarar algo.

Sentado al volante, Johnny la miraba regresar sin sospechar nada. El motor estaba en marcha; había pensado en irse, en dejarla allí y librarse de ella, pero acababa de olvidar esa idea y ahora le miraba las tetas sonriendo sin darse cuenta. Tampoco se daba cuenta de que era observado a su vez: oculto a pocos metros, Sinclair lamentaba haber llegado tarde de nuevo.
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Los siguió de cerca una vez más, y llegó a sentir que Johnny lo miraba por el retrovisor y le sonreía. Se equivocaba: Johnny sólo pensaba en su asunto y en la gorda, y en un motel barato y oscuro, con una buena ración de tocino y salchichas, cervezas, unos cigarros armados y la gorda. Sinclair miraba la ruta sin ver, seguía mentalmente el recorrido del cupé y pensaba que era raro que al referirle a la gorda hubieran mencionado el monumental culo y no sus magníficas tetas, las mismas que de reojo miraba Johnny mientras buscaba en la distancia el letrero de neón que necesitaba. Descubrió el escote sudado de la gorda, y sintió más que nunca que era una sucia hermosa. Tal vez la conservara, después de todo.

Llegaron al motel. Comieron y bebieron. Entonces Johnny dijo que tomaría un baño, y Gloria dijo que estaba bien, que tomara un baño bien caliente y que, cuando saliera, ella estaría esperándolo con una sorpresa. Eso dijo, con una sonrisa, arqueando la cintura.
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Una vez que escuchó el ruido de la ducha, Gloria se dirigió en puntas de pie a la mesilla, levantó el tubo del teléfono y volvió a discar el número del profesor Manning. Tranquila, se tomó su tiempo para explicarle todo lo que había omitido en la conversación apurada desde la gasolinera. Le dijo que estaba de viaje con Nathaniel —"mi novio", aclaró innecesariamente—, que decía ser amigo de él; que Nathaniel quería sorprenderlo y que habían revisado los registros de la biblioteca para dar con su dirección; que ella imaginaba que irían a visitarlo pronto. A todo esto, Manning asentía con monosílabos. Él y Gloria no eran precisamente amigos, pero hacía mucho tiempo que se conocían. Ella había sido su alumna —una muy buena—, y luego, cuando Gloria empezó a trabajar en la biblioteca, los encuentros se hicieron cotidianos y las charlas, en principio circunstanciales, se tornaron más ricas cada vez.

"Estoy segura de que a Nat le encantará saber que tú y yo somos grandes amigos —aseguró Gloria, que estaba muy sola— y que se pondrá a dar brincos de la alegría si te apareces aquí mismo y salimos los tres. Si te apuras, yo puedo distraerlo; como te dije, no sabe que te he puesto al tanto ni sospecha nada. ¿Puedo contar contigo, Clark?" Manning le dijo que sí y le pidió la dirección del motel. Gloria se la dio apurada y colgó rápidamente al escuchar que Johnny cerraba el agua. Recordó entonces que le había prometido a su hombre una sorpresa y, sin tiempo para nada, se quitó la ropa a los tirones y se zambulló en la cama. Podría contentarlo con eso hasta que el profesor, la verdadera sorpresa, llegara.
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Johnny se secó con tranquilidad, como si tuviera mucho tiempo o fuera el último baño de su vida (cuando en realidad era el primero decente en algún tiempo, nada más). Sonrió al sentir el dulce abrazo de la toalla caliente, inexplicablemente suave para un motel de mala muerte como aquel. De repente se encontró consigo mismo en el espejo, desnudo, como Dios lo trajo al mundo. Se miró el bigote y volvió a pensar en Hawthorne. Recordó a su abuelo (al de Hawthorne), a las brujas de Salem, a los puritanos, y la predestinación. Entonces pensó en la gorda, que  estaría esperándolo en la cama, y mientras se pasaba la toalla por el sobaco izquierdo recordó que la gorda sabía que él buscaba a Manning. Lamentablemente, entonces, no podría conservarla, era demasiado arriesgado. Una cierta pena, quizás una nostalgia, se esbozó, muy débil; en seguida se dijo que era el destino, que, pobre gorda, estaba destinada a morir. A tener un poco de sexo duro y sucio en un motel barato y, después, morir.

Manning apagó las luces del auto cuando divisó el cartel de neón, y puso segunda. Aparcó sobre el costado del motel. Comprobó una vez más el contenido del maletín. Se puso los guantes, palpó la pistola en el sobaco y bajó. Unos cuarenta y cinco grados al noroeste, entre el humo del centésimo cigarrillo, los vapores del whisky y la pobre transmisión de una radio local, Sinclair arqueaba la ceja y pensaba que el momento había llegado.
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El incierto resplandor de los faros de un auto se abrió paso por el ventanuco del baño y golpeó a Johnny como un mazazo en la cabeza, sacándolo de sus cavilaciones. Tal vez haya olido algo en el aire, como el lince huele la pólvora del cazador; lo cierto es que apagó la luz de un manotazo y se encaramó en el lavabo para otear el exterior. Desnudo en la oscuridad y retrepado como una gárgola, hubiera debido reírse. Pero lo que vio le congeló la boca en un rictus asesino: en el aparcamiento malamente iluminado, el profesor Manning bajaba de su enorme automóvil familiar, un AMC Rebel 770, y se dirigía a la entrada del motel.

Al salir del baño, Johnny se topó con Gloria, quien, derrumbada en la cama y completamente desnuda, dormía. La saliva que escapaba de su boca entreabierta había formado una aureola oscura sobre la almohada. Sin perder tiempo, Johnny se lanzó sobre ella y, luego de amordazarla, empezó a atarla con las sábanas. Ella se despertó, sonrió, clavó una mirada perversa en su hombre y, sin decir palabra, se ablandó y le dejó hacer. Johnny supo, esta vez sin lugar a dudas, que todo era inútil y que tendría que matarla..., pero antes quería disfrutar de ese enorme cuerpo una vez más. Se imponía que resolviera su asunto con Manning como fuera.
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Al llegar a la esquina de la habitación, Manning percibió la luz de la recepción del motel y una sombra que cruzaba la ventana. Sería mejor ocuparse del conserje primero y trabajar tranquilo después. Hay cuestiones que no deben hacerse a las apuradas. El conserje miraba un programa de preguntas y respuestas en un televisor pequeño. Al verle entrar, se acomodó el tupé instintivamente y puso una sonrisa estúpida. Manning sonríó también. Pidió un cuarto, firmó el libro como John Wakefield y, en cuanto el conserje le hubo ofrecido la espalda, le inyectó tres gramos de fenobarbital. Arrastró al conserje al baño y salió.

Johnny, mientras tanto, sudaba y barajaba alternativas. No estaba acostumbrado a ser sorprendido sino a sorprender. La llegada de Manning lo había descolocado. La gorda lo miraba por el rabillo del ojo y se excitaba cada vez más. Hacía ruidos que creía insinuantes, sin saber que por cada uno de ellos Johnny pensaba tres veces en volarle los sesos sin más. Ahí fue cuando se dio cuenta que no podía usar la Magnum, que no podía llamar la atención. Le puso la funda de la almohada en la cabeza a la gorda a la vez que le daba una fuerte nalgada. La gorda gimió complacida. Johnny se puso la 357 en la cintura y buscó en el bolso el cuchillo Ka-Bar. Agazapado tras la puerta, bajo la ventana, esperó.
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Los minutos eran siglos. Aguzando el oído, Johnny se debatía entre ir al encuentro de Manning o esperar en su cueva al malnacido.

Mientras tanto, en la recepción, Sinclair dejaba de buscar al conserje y decidía irrumpir sin más en el motel. Sabía que eso era ilegal, pero era consciente también de que no había tiempo que perder. Se estiró entonces sobre el escritorio y, luego de apagar el estridente televisor que le impedía escuchar sus pensamientos, estudió el registro de huéspedes. La caligrafía de Johnny hizo que le ardiesen los ojos, ¡lo había acorralado! Arqueó entonces la ceja y se lanzó por el pasillo.
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Salió por la puerta trasera y bordeó el motel. Sobre la esquina del lado Oeste se detuvo. Vio a Manning prepararse frente a la puerta, y por la ventana de la habitación, la luz mortecina de un velador que sugería poca actividad (o tal vez mucha). Manning sabía que su llegada era absolutamente sorpresiva, así se lo había dicho Gloria. Tanto, que todo el fin de su llamada era darle una sorpresa al bastardo. Pues bien, tendría una sorpresa entonces. Confiado después de palpar una vez más el arma bajo el sobaco y de meter la mano en el bolsillo donde guardaba la jeringa de vidrio cargada ahora con siete gramos de prístino fenobarbital, se paró frente a la puerta y golpeó. El corazón de Johnny dio un vuelco. Rápidamente se arrastró y se apostó tras la puerta. "¿Sí...?", dijo de mala gana. "Servicio de cuarto", dijo Manning falseando la voz, convencido de que la treta de película era absurda pero podía surtir el efecto: bastaría nada más que Johnny abriera la puerta, y entonces, en el segundo en que estuviera paralizado por la sorpresa, él tomaría control de la situación (teniendo siempre precaución de no lastimar a Gloria). "Pase", dijo Johnny, despreocupadamente, y, entonces, la puerta se abrió, Manning entró y Sinclair no pudo ver más. Se parapetó bajo la ventana, en cuclillas, y aguzó la oreja. No llegó a escuchar nada más que una conversación entre dientes. Cuando escuchó el gemido de Manning, y en seguida el grito de la gorda, se acercó a la puerta, el corazón bombeando bien fuerte, la ceja más rígida que nunca, la automática con silenciador lista para todo en la mano izquierda. Espero unos segundos. Nada. Finalmente, y en un sólo movimiento, apretó el pomo, lo giró, empujó la puerta y apuntó a lo que fuera, a la vez que entraba.

Sobre un espejo de sangre yacía Manning, con un corte de lado a lado del cuello. A su lado, con la jeringa todavía clavada en el abdomen, Johnny, con los ojos plácidamente cerrados y una expresión de estar soñando con los angelitos. Sinclair quiso llorar, pero se contuvo. Había llegado tarde una vez más, por última vez. Entonces —recién entonces— reparó en la gorda que, atada a la cama de pies y manos y con la funda de la almohada en la cabeza, y desnuda, ofrecía el culo al mismísimo universo y producía unos sonidos indescriptibles. Cerró la puerta, guardó el arma, sorteó los cuerpos y se acercó a ese monumento a la nalga. Debía volar de allí, pero podía tomarse unos minutos...