Pasame la lata

—¿Seguro...? —preguntó.

—Seguro —respondí.
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—¿No vas a hacer bardo? No te vas a sacar, ¿no? Mirá que no quiero que pase lo mismo que la última vez, ¿eh...?

—Pero dale, che, cortala.
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—Bueno, yo te digo por las dudas, porque ya te conoz...

—Uh, basta, ya está, dale, listo, ¿vas vos o voy yo?
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—Ehh... —dudó—, ¿y si vamos los dos?

—Daaaale, ¡claro! ¡Vamos los dos juntos, los dos de la manito! Mayor discreción, imposible. ¿No querés también un presentador, alguien que nos anuncie allá? ¿Fernando Bravo y Teté Coustarot te van? —Harta, me levanté. No sé por qué lo hice. Fue un impulso, una electricidad que me recorrió el cuerpo.
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—Me da cosa... —dije, mientras me daba vuelta. Había dado siete u ocho pasos cuando se me acabó todo el aplomo.

—¡Pero... ¿me estás jodiendo?! —Saltó como un resorte, pero más molesto en realidad por la posibilidad de tener que ir que por mi negativa.
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—No. Perdoname, no puedo. No tendría que haberlo sugerido siquiera. Soy una boluda.

—'Tá bien, tampoco es para tanto. Mirá, yo tampoco quiero ir. Hagamos una cosa: vayamos los dos juntos, y listo. Con carpa. Tranquilos. Vas a ver que todo funca bien.
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Me adelanté a tocar el timbre para estar cubierta, para poder justificarme, aunque más no fuera conmigo misma, porque ya había hecho algo, ahora te toca a vos, uno y uno, esas cosas. Bajé la mirada y esperé. Se escucharon algunos ruidos lentos y pesados detrás de la puerta. Supimos en seguida quién era.

—¿Sí...? —dijo. Yo apreté los cantos, no pude evitarlo.
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—Turco, abrí. Somos nosotros... —dije, casi en un balbuceo.

—Tenemos que hablar con vos —agregó él, con falsa seguridad en la voz. Se adelantó unos pasos, no sé si a propósito o sin darse cuenta, y me puso la mano derecha en el brazo. Me miró entonces y susurró—: Acordate de lo que hablamos. De una, sin miedo: pa, pa, pa, y listo.
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El Turco tenía la misma camisa de siempre, y la barba impregnada de olor a porro. En algún punto reconfortaba verlo al Turco, era una confirmación de que la vida puede a veces ser predecible, de que todo puede salir según lo planeado, aunque más no fuera en la mirada, la camisa, y el olor a porro. Otras veces no reconfortaba tanto, y las cosas no iban tan dóciles según lo esperado.

—Pasen... —dijo, con aire de resignación. Al pasar, en ese segundo en el que le dimos la espalda, intercambiamos furtivas miradas, preguntándonos quién iba a hablar.
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—Mirá, Turco —me largué, segura—, tengo que decirte que... Este... Oíme, estamos un poco molestos con vos, ¿viste? —Perdí la confianza, aunque seguí fingiendo y forzándome a sostenerle la mirada—. Queremos lo nuestro. Hace un montón que hicimos nuestra parte. Queremos lo nuestro, eso queremos. Lo nuestro. Eso...

—Pará, flaca —me interrumpió—. Entendí la idea, no hace falta que sigas diciendo lo mismo. Además, qué tanto mirá, oíme, viste... ¿Querés la lata? Listo: «Pasame la lata», decime, y ya está. Hablando, la gente se entiende; y con calma, no como la última vez, que viniste cacareando. El tema es que no creo que les dé el cuero, a ustedes. Son muy pichones, les falta mucho todavía. Fijate, no pasó nada y vos ya estás cagada, y aquél ni siquiera habla. ¿Te comieron la lengua los ratones, pajarito?
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—No, tenés razón, pe...

—Claro que tengo razón —interrumpió el Turco, firme pero sin alterarse. Iba a seguir, iba a enroscarse, iba a tener razón de nuevo, pero nos salvó el celular. El Turco se frenó, sacó el bicho del bolsillo de la camisa, y miró la pantalla. Antes de atender hizo una mueca. Volvimos a cruzar miradas furtivas, sin lograr comunicarnos nada.
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—Bánquenme un minuto —dijo, y nos dio la espalda, concentrándose en el teléfono—: Óscar, qué hacés... Sí... No, pero... Ahá... Bueno, precisamente, los tengo acá... Los dos, la flaquita y el negro... No, después te cuento. No voy a hablar de eso ahora... ¡Que están acá, conmigo, te estoy diciendo!... Dale, hablamos después. Yo me encargo, no te preocupes. Dejá, en serio. Chau, Óscar, hasta luego.

El Turco guardó el celular en el bolsillo de la camisa y nos miró con mueca fúnebre.
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—Era Óscar —dijo, como si hiciera falta, como si realmente, al darnos la espalda, no hubiéramos podido escuchar nada—. Hay un asunto, ¿te das cuenta? Y me pregunta por los pichones, que vienen siendo ustedes, ¿te das cuenta? Y yo le digo que no se preocupe, porque se preocupa, Óscar, ¿viste?, que yo me encargo. Así que ahora tengo que ver qué carajo hago con ustedes, ¿te das cuenta? Mirá qué lindo...

Yo me di cuenta. Los dos nos dimos cuenta. Y de lindo no tenía nada, aparentemente. Empecé a sudar y a sentir ese gusto en la boca, y la cabeza más liviana.
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—Turco, si es un mal momento volvemos después, ¿eh? Te dejamos tranquilo, resolvé los quilombos que tengas. Pasamos otro día, no te hagás problema. —Mientras hablaba, se acercó a la puerta y posó la mano derecha sobre el picaporte. Ya nos veía afuera.

—¿Adónde vas, pajarito? ¿No escuchaste que ustedes también están hasta las manos? ¿Me querés decir qué hacemos con Óscar?
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—Mirá, no sé, la verdad, no sé, qué hacemos con Óscar, no sé, ¿viste?, no sé —dijo apurado, nervioso, con una repentina seguridad, como quien comprende que no queda mucho más, como quien, presa de sus emociones, ve sus pensamientos claudicar—. Si el tema es la lata, dale la lata, no sé, viejo, dale la lata, o no sé, yo qué sé, me importan tres carajos Óscar, la lata, y la mare coche.

Por primera vez el Turco y yo estuvimos del mismo lado, sorprendidos, sin saber qué hacer, cómo reaccionar.
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El Turco no dijo nada. Lo miró, me miró, volvió a mirarlo y fue a sentarse en el sillón desvencijado que regía la habitación. Callado, concentrado, agarró una bolsita de náilon de la mesa, sacó una piedrita de faso y se puso a desmorrugar con infinita paciencia. El Negro y yo nos miramos, sin saber qué hacer, y yo le indiqué con un gesto la puerta: era un buen momento para irnos. El Turco, sin levantar la vista del papelillo en el que armaba el porro, movió la cabeza: «no», era claro. Nos quedamos inmóviles. Prendió el faso y, con ojos entrecerrados, nos miró entonces:

—No se pueden ir, pichones. Primero tenemos que resolver esto. Y yo no quiero quilombos, ¿saben? Óscar me tiene las bolas llenas. Ustedes también. Me tiraron todo el balurdo a mí y yo, sin comerla ni beberla, ¡me lo tuve que fumar! —Una sonrisa se le dibujó entre la barba y abrió los ojos, repentinamente iluminados—. ¿Saben una cosa? Váyanse, mejor. Voy a decirle a Óscar que me comí un arrebato o algo así. Sigo pensando que son muy pichones, que no les da la nafta, pero no es asunto mío. ¡Nada de esto es asunto mío y ya estoy podrido! —Se levantó del sillón enérgicamente, como impulsado por una decisión profunda. Fue entonces a la cocina y volvió con un gordo sobre de papel madera. Me lo puso en la mano y dijo—: Ahí tienen lo suyo. Tómenselas, no los quiero ver más. ¡Vuelen, pajaritos!
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—¿Qué hacemos...? —dije, ya afuera, para matar el silencio. Llevábamos larguísimos segundos mirándonos, sin saber qué decir ni qué hacer. Era una pregunta retórica, sólo buscaba arrancar.

—Supongo que tiene razón el Turco —dijo el Negro sin mirarme, casi tan retóricamente como yo—, somos unos pajaritos, así que... lo mejor es volar.