Café café y un sol indiferente

El primer día fue el más difícil, después mejoró rápidamente. Al cabo de unas dos semanas, todo era rutina. Se había ganado ese espacio que había sentido primero usurpado, y hasta la letanía le salía ya sin pensar. «Café café, hay café café...». Ya no sentía tanta vergüenza ni agachaba tanto la cabeza. Que sus planes de estudios y doctorado se hubieran truncado tan pronto era una cosa, tener que salir a vender café, otra. Pero era laburo y era honesto, qué tanto. «Hay café café, medialunas café». El microcentro no era fácil, pero esa esquina no parecía pertenecer a nadie y había buen tránsito. Y entre tanta gente que pasaba, nadie lo conocía, eso era bueno. En ese mar de gente el anonimato era cantado, así era más fácil. Además, en el centro se mezcla todo, realmente. Oficinistas, repartidores, cadetes, personas haciendo trámites, laburantes, cobradores, operarios, cualquier cosa. Hasta cafeteros.

Y en esa estaba, tranquilo, una mañana fresca, cansado y bien mufado porque no pasaba nada, cuando lo vio a Colo Falcón cruzar en diagonal, absorto en sus pensamientos. Jeremías Colo Falcón en persona. Lo miró todo el camino, listo para desviar la mirada, pero no hizo falta. ¿Qué hacía ahí? Lo mismo que cualquiera de los demás, claro, el microcentro es así. Quién lo hubiera dicho, ¿no? Un flaco hambriento y maloliente lo sacó de su sopor para pedirle un café con leche y dos medialunas de manteca. «Setenta», dijo, y cobró y «Café café, hay café café...», pero seguía pensando sin querer.

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Colo Falcón lo había fastidiado durante los primeros años de la secundaria. La cosa se terminó cuando se fueron a las manos. No importa quién salió ganador del enfrentamiento ni quién perdió: fue un parteaguas, y listo. Justo después sobrevino la paz y, con el tiempo, lograron ignorarse con cierta cordialidad. Y él se había quedado con Marisa.

Entregó un vasito a un viejo de boina y se las arregló para cobrarle sin perder demasiado tiempo. Ni el hilo de sus pensamientos. Marisa Nuzzolese. Las mejores tetas de todo el colegio. Ni idea de qué habrá sido de ella, ¿se habrá metido a trabajar con el padre? ¿Estará de secretaria en alguna oficina por ahí? La idea de Marisa metida en una blusa blanca y enfundada en un trajecito corto se le presentó con la fuerza de un terremoto, lo aplastó como un elefante. Aplastado, vio entonces a Marisa cruzar en diagonal, como Colo Falcón antes, y se dio cuenta de que era verdad. Marisa estaba ahí, estaba pasando.

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Se quedó el resto de esa mañana imaginando cómo y por qué. Desde la más absoluta casualidad hasta la familia perfecta, o la dupla jefe-secretaria, pasando por el juicio de divorcio, abogados y todo el asunto, sopesó todas las opciones. Ese día y los siguientes. Seguía su vida, y siempre esa duda. Los momentos de espera eran los peores, no había clientes y no podía parar de mirar a cada uno que pasara. Quería verlos de nuevo. Quería verla a ella, quería verlo a él. Quería que no estuvieran juntos, pero temía que estuvieran juntos. Quería que lo miraran, pero sabía que era mejor que no, pero temía que sucediera, que lo vieran. Pensaba todas las opciones, oscilaba entre una y la opuesta, y todas eran igualmente malas, buenas, estúpidas, imposibles, absurdas. Los días de lluvia, o cuando había muchos motoqueros desayunando, eran difíciles también: no se podía ver bien, tenía miedo de que pasaran y no verlos. Así habrá estado unos diez días.

Y todo por dos fulanos que habían formado parte de su vida por un momento, nada más. Era una tontería y lo sabía, y el pensamiento se le cruzaba, pero lo despachaba rápido porque más triste que aceptar que ocupaba su tiempo y su mente en estas tonterías era tener que admitir que no tenía nada mejor en qué ocuparlos. Era una estúpida distracción, por supuesto, pero no quería decirlo en voz alta, ni siquiera en la voz de su mente. No hacía mal a nadie obsesionado con volver a ver, con comprender, con poder ser testigo de las vidas de Marisa Nuzzolese y Jeremías Colo Falcón.

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El undécimo día, por fin, los vio. Cruzaban juntos esta vez. Él tenía menos pelo y acaso más panza, aunque era difícil de precisar debido a su traje a medida, y seguía resultando imponente. Era una mole, una inmensidad de Colo Falcón, y desde su cumbre miraba el mundo que lo rodeaba y perdonaba la vida de quienes se cruzaban en su camino. Ella iba a su lado, aparentemente suelta, aunque los unía un evidente lazo invisible. Marisa no había envejecido ni un día, irradiaba seducción y juventud, y su cuerpo elástico vestía el tailleur como antes el jumper. Caminaban juntos, apurados, y hablaban de cosas importantes.

Se detuvieron frente a él. Colo Falcón, sin mirarlo, pidió dos cafés. «Rapidito», exigió. La voz era la misma. Marisa sí lo miró. Al carajo el orgullo, a la mierda la vergüenza, ¡tenía que volver a hablar con Marisa! Juntó coraje y, sin pensarlo más, se presentó. Colo Falcón no parecía escucharlo, pero ella sí. Lo miró de arriba abajo, entreabrió los labios, esos labios, y le dijo: «Disculpá, no te conozco».

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