La de la última vez no la podía hacer más, estaba requemada. La anterior, tampoco. Se estaba quedando sin argumentos, sin herramientas, sin nada. Sin coartadas tampoco. No se le ocurría nada, tenía la cabeza llena de humo.
Romina había sido clara: «Ni te aparezcas por acá». Matías había tratado de ablandarla, de sobarle el lomo, de elogiarle esto o aquello, de endulzarle la oreja con palabras baratas. Ella no había picado. Hacía rato que era inmune a él, a su labia provinciana y lustrosa, a sus intentos vanos. Se estaba secando Romina, como la tierra y todo lo demás. Puso en marcha el auto.
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Conocía la ruta y el camino de memoria. Absorto en los opacos pensamientos, ni la radio prendió. Romina tenía razón. No, no podía tener razón. Estaba jodido. Siempre que llovió paró, sí. Y siempre volvió a llover. Menos ahora. Ahora no. Seco todo, todo seca. La puta madre.
Rebuscó en el bolsillo y sacó un cigarrillo arrugado. Hizo una contorsión fastidiosa para sacar el encendedor del bolsillo del jean. Logró sacarlo, no sin hacerlo caer. La puta madre. Se estiró como pudo y tanteó. Nada. Miró de reojo y lo vio. Se estiró de nuevo, lo agarró, y cuando se incorporó nuevamente, entre el infinito resplandor del sol inclemente, vio el bulto. Clavó los frenos y —por reflejo— cerró lo ojos un segundo: la suerte estaba echada. Sintió el golpe, y apretó fuerte el volante y los pedales. El auto finalmente se clavó.
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