Ladran Sancho

«No sé qué pasa hoy que están demorados», dice una. «Dale, decile que se apure, que te espera tu cliente millonario», dice la otra. Ambas ríen. La primera guarda el celular en el bolsillo trasero y entra. La puerta chirría como cada vez. Llegan de repente el bullicio y el olor a carnes asadas. En seguida se cierra la puerta.

Son las nueve y media de la noche de un viernes como cualquier otro. Espero mi sánguche afuera del local porque la tos me tiene a maltraer. Veo por la ventana a un vejete hacerse el galán con una vieja oxigenada. Me río de la escena, el romanticismo y las ganas de coger entre las vísceras animales y una botella de tinto de mesa. La travesti más alta sale con el pedido en la mano, triunfante. «¡¿Viste?! ¡Te dije!», dice la más retacona, y se van apuraditas, riéndose por lo bajo. Yo sigo esperando.

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A unos metros, en la esquina, un pibe en bicicleta con mochila de delivery hace una finta a toda velocidad para esquivarlas. Aunque casi pisa a la petisa, es la alta la que trastabilla y deja caer el paquete. «¡Cuidado, nene!», le grita, desencajada. «No te calentés, Roberto», responde el pibe sin darse vuelta siquiera, y las deja a ambas en la esquina, gritándole cosas mientras levantan la comida. Entra al local con bici y todo. La puerta vuelve a chirriar.

Tengo otro arranque de tos. Hace mucho que dejé de fumar y como más o menos bien —a excepción de algún que otro choripán con fritas un viernes cada tanto—, pero la verdad es que no me ocupo de mi salud. Encaro las cosas urgentes, nomás, y dejo todo lo otro para cuando sea. Cuando sea urgente, digo.

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Llega un viejo con campera de cuero, bermudas y ojotas con medias. En el pelo tuvo alguna vez Brylcreem, ahora quedan solo un monumento a la siesta y mugre. No habla, pero puedo escuchar su voz de cigarrillo y Criadores en petaca. Me produce una mezcla de asco con cierta ternura porteña y, finalmente, risa. Me pregunto si el cliente millonario no será uno como este. Me pregunto cuántas travas y putas se habrá tirado el viejo este. Qué le habrá pasado en la vida, me pregunto, para que se pueda permitir ir a la parrilla un viernes a la noche vestido así.

Dónde están mi choripán y mi porción de papas, me pregunto, también. Hace frío y empiezo a aburrirme, y de mi pedido, ni noticias. La grandota debe estar ya haciendo la digestión y yo sigo acá, tosiendo como un boludo. El vejete y la entintada comparten un flan con dulce de leche. Una sola cuchara, claro.

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Entonces me da un ataque de tos que no puedo parar. Me doblo, sueno como un motor diésel en las últimas. Me apoyo contra la pared del local, tratando de recuperar el aire, cuando sale el pibe con la mochila de delivery cargada. Apurado, se sube a la bicicleta y, justo cuando iba a arrancar el pedaleo, se le traba la cadena. El movimiento se le corta de golpe. Putea por lo bajo.

Sigo tosiendo como si no hubiera un mañana y él ahí, a un metro, forcejea con la bici. Se baja, la da vuelta, trata de desenganchar la cadena pero solo se llena las manos de grasa. «La puta madre», dice, y me mira como si, de alguna manera, la tos fuera mi culpa y la rotura de su bicicleta, también. «¿Tenés un trapo, algo?», me pregunta, resignado. Yo niego con la cabeza, todavía intentando respirar. Por un momento pienso en los dos, ahí parados; él, con las manos negras de grasa, y yo, doblado y escupiendo los pulmones. Una linda foto. Yo sacaba buenas fotos. Con la pareja de vejetes también se podría hacer algo interesante, pienso, y justo la puerta los escupe con un chirrido. El viejo está apurado, pero la veterana se conmueve ante la escena y —aunque no sabe concretamente a quién dirigirse— nos mira a ambos y pregunta si puede ayudar de alguna forma. El pibe la ignora, yo todavía no puedo responder. Pero le hago un gesto.

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«Querido, ¡mirá cómo te ensuciaste..!», dice la vieja, de pronto maternal. «¿Querés un trapo?», dice, y no espera respuesta: se da media vuelta y entra al local, decidida. La cara del viejo transita doce emociones en un segundo y, finalmente, cae donde debe: la reputa madre, ¿todo tiene que complicarse siempre? Va a ser una noche más difícil de lo previsto. Intercambiamos una fracción de mirada, nos entendemos, no hace falta más. El tipo se prepara para tener toda la paciencia que haga falta si quiere, finalmente, pasar del flan al postre. Se prende un pucho.

Veo que viene la veterana con un trapo rejilla en la mano. Aprovecho y tomo la posta; no quiero estar ahí, en el medio y, además, me estoy cagando de hambre. Si me agarra un ataque de tos adentro —y espero que no—, capaz que logro que me despachen más rápido. Dos pasos doy y me intercepta una moza, muy falsamente amorosa: «Caballero, buenas noches...». Buenas noches las pelotas, che, hace dos horas que espero un chori con fritas. «Hola. Tenía un pedido...».

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Una botella se rompe en algún lado. Un treintañero completamente aleatorio putea: se le cayó la cerveza de litro y, en el intento de atajarla, también el vaso. Salpicado de vidrios, el piso de baldosas se ve ámbar bajo el líquido. La moza me abandona y se apura para limpiar el enchastre. No me molesta: pienso que se me liberó el camino para avanzar hasta la caja o, si me dejan, hasta el parrillero. No me voy a ir sin lo mío. Doy otros dos pasos y «¿Cuál pedido, caballero?», me pregunta la moza, otra vez frente a mí, como Droopy. La que limpia el charco es otra mina. Esta saca del delantal unos papeles. «Un choripán con papas, hace como una hora», le digo, tratando de mantener la calma. Revisa las comandas, pasa las hojas, frunce el ceño. «¿A nombre?», me pregunta. Le digo mi nombre, ella vuelve a revisar, después grita hacia la cocina, pregunta si hay un pedido mío y, desde adentro, llega otro grito: un rotundo no.

«Dejate de joder, nena», dice, con la boca de costado, el viejo de la campera de cuero con bermudas. La voz es tal cual la había imaginado. «Este pibe está acá parado desde que llegué yo, y hace rato que llegué. Lo vi ahí afuera, esperando como un gil y tosiendo». Me mira y asiente, como diciéndome que no me deje boludear. «El muchacho pidió, pagó, y está hace dos horas esperando». La moza me mira de nuevo, como si el testimonio del viejo la obligara a tomarse el asunto más en serio.

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Le quiero decir al viejo que no se sulfure, que tampoco es para tanto, pero tengo hambre: si me apura el chori, me sirve. «Disculpe», dice la moza, realmente avergonzada, y me mira, y lo mira al viejo y se va. Hay un cuchicheo detrás de la barra, y en seguida se nota que se ponen a laburar para apurar el asunto. A alguien se le pasó, claramente. La orden llega al parrillero al oído, como todo ahora: ya no hay gritos. El tipo está sucio como si hubiera venido directo del llerta. Tiene una remera vieja y manchada, y un sudor parejo le cubre toda la humanidad, incluida su maratónica buzarda. Pienso que, lamentablemente, la comida rica viene de lugares sucios. Pero, igual, un poco de asco me da. Me agarra, entonces, un ataque de tos.

«No te calentés, pibe», dice el viejo, sentencioso, como si la tos fuera un síntoma del enojo por la falta de chori. Le hago gestos de que no pasa nada mientras me doblo. Pienso en salir, pero no: entré porque tardaron mucho, ahora se la aguantan, viejo. Toseré, ya está. La moza se acerca, temerosa, con un vaso de agua. Lo acepto, pero no puedo tomarlo: todo es un sacudón eterno. Afuera, una moto pasa haciendo cortes. Miro, y la veo a la vieja ayudando al pibe que intenta con la cadena, mientras el viejo, que ya va por el segundo pucho, sigue esperando, rezando en silencio una plegaria eterna en la que le pide al buen Dios que lo deje, por favor, finalmente, irse con la vieja a ver si puede destapar la botella de su vino caliente.

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¿Yo? Toso, pero no solo eso: también miro. Al parrillero y a la moza, que hablan cerca de la parrilla. No escucho nada —ellos hablan bajo y yo hago un ruido de la san flauta—, pero los veo gesticular y señalar en mi dirección. La moza niega con la cabeza, hace gestos con las manos, como diciendo que no se puede. El parrillero insiste, se pone más duro, señala algo en la parrilla y, después, me señala a mí. Ella vuelve a negar, más firme. Aunque no escuche, se entiende perfecto: él no me quiere atender, ella le dice que no puede despacharme así nomás.

El parrillero se calienta. Tiene la cara todavía más roja y brillante. Pincha un chorizo de la parrilla, lo sacude ante la moza, como evidencia de algo, y, después, lo revolea a la parrilla con tenedor y todo, tira al piso la pinza, el cuchillo, un trapo roñoso y otras cosas y, puteando, se pierde por la puerta de atrás. La moza se queda ahí parada un segundo, después me mira con cara de disculpas y se pone a armarme el pedido ella misma. Va a la parrilla, agarra el chorizo que el tipo había pinchado, me lo pone en el pan, busca en la cocina una porción de papas. Cuando está terminando de preparar todo, el parrillero abre la puerta del fondo, se asoma y me mira directo. Se estira el párpado derecho con el dedo sucio. Ojo, me hace. Después, desaparece de nuevo.

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«¿Qué te pasa, gil de mierda?». Escucho una voz gruesa, de hombre bien macho, sonar en mi cabeza. Ha de ser la lija. No digo nada, no vale la pena. Tengo hambre, y miedo de que el tipo sea un loco de mierda y me achure como a un pollo con cualquiera de los implementos que tiene a la mano por haberme confundido con alguien más o no haber tomado la medicación. Agarro la bolsa y agradezco. La mina me mira con cara de que, si quiero una disculpa, está dispuesta a intentarlo, pero le dejo ver que no. Entiendo que no es con ella, tengo mi comida, ya está.

Me doy media vuelta y enfilo para irme. De reojo, me cruzo la mirada severa del viejo. «Cagón de mierda», dice un pasacalle en su frente. No importa: lo mato con la indiferencia fingida. Hago chirriar la puerta y el aire fresco me parece frío y acogedor. A lo lejos veo a un repartidor, de espaldas; estimo que será el de la cadena. Unos metros más acá, en la vereda de enfrente, la vieja va del brazo del viejo, que todavía fuma. Un auto alemán con los vidrios polarizados pasa despacio, con las balizas puestas. Se me ocurre pensar que tal vez sea el cliente millonario. El recuerdo fresco del parrillero me hace girar sin querer, y mirar una vez más la parrilla y el cartel: «Ladran Sancho». «Señal de que cabalgamos», pienso, y me empiezo a reír como un tonto feliz con su chorizo.

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