Llovía. El viejo estacionó en la calle de tierra, bajó del auto con dificultad y, con la mano que le quedaba libre, abrió apenas el portón corredizo y entró. En la otra mano llevaba un recipiente de vidrio con ensalada de papa, huevo duro y mayonesa. Los perros le hicieron fiestas. Era domingo al mediodía y lo habían invitado a comer un asado.
El asador siempre era Maxi, quien disfrutaba de sentirse un héroe parado junto a la parrilla bajo la lluvia. Teo, su hijo, lo ayudaba a veces. Paula era la hija del viejo, seguro que ella lo había invitado. Era la primera vez que el viejo iba a esa casa. Se habían mudado hacía cinco años y yo, al menos, nunca lo había visto.
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Paula se acercó y agarró la ensalada a la vez que le daba un beso. El viejo miraba todo, con marcado disimulo. En seguida llegó Teo. No corrió, vino caminando tranquilo. Estaba comiendo algo. Maxi hizo señas desde el fondo, pero no se despegó de la parrilla. Se metieron los tres al quincho. Uno de los perros —el más peludo— quiso entrar también, pero no pudo, el monosílabo de Maxi lo frenó en seco.
Me metí todo lo que quedaba de sánguche en la boca. No hacía frío. Yo habría preferido que hiciera frío si llovía, pero no hacía frío. Había cada tanto alguna ráfaga de viento sur, y las copas de los árboles se zarandeaban y revoleaban agua para todos lados. Me dio sed, pero me aguanté, porque no quería alejarme de la ventana. Agarré el último triple. Queso y aceitunas. Maxi estaba empapado, no despegaba la vista de la parrilla. Movía la brasa sin parar, innecesariamente. Por la chimenea se perdía el humo. Llovía con ganas, y el humo no se mojaba. Me pareció una gran metáfora de algo.
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