Ocho y media de la noche, yo venía lo más campante con mis auriculares, escuchando cualquier música, más ocupado en mis pensamientos y en mi cansancio que en la canción que tocaba en el shuffle. Parapetado al final del vagón, al lado de la puerta, donde va el gancho para las sillas de ruedas. Una de las manijas me pasaba irreverentemente cerca de la sien con el traqueteo. El subte iba semivacío, las caras eran de cansancio y hastío, mayormente. Los ojos, cerrados, o mirando el celular.
Del otro vagón viene una mina. Pasa por al lado y, con el movimiento del vagón, apenas parece venirse encima. No pasa nada, pero me saca del ensimismamiento. Lleva una parafernalia de objetos que conozco bien: parlante, gorrita, bolsita, bolsito, changuito. Antes de que pueda empezar a putear para mis adentros, ya está arrancando el pregón: «Buenas noches, señores pasajeros, disculpen la molestia, espero no molestar a nadie, vengo a mostrar un poco de mi arte...».
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Toca algo en el parlante y empieza a sonar una música incongruente. Fuerte. El sonido inunda el vagón, me fuerza a apagar los auriculares. Entonces sí la puteo en mi cabeza. Ella empieza a sacar cosas del changuito: telas, un antifaz, una peluca de cotillón, un cartel escrito a mano («El show empieza ahora»). Se prepara: se saca la remera y, en corpiño, elige una camisa amarillenta que se pone como si nadie más importara. Algunos desvían la mirada, otros miran fijo. Ella dice un par de frases sueltas, sin sentido claro, como si recitara. Luego, agarra un par de cosas y empieza a caminar.
Vuelve hasta mí y me señala. No con el dedo, sino con todo el cuerpo. «Vos», dice. Me pone un antifaz en la mano. Sin saber qué hacer, sonrío, niego con la cabeza, me alejo un poco. Ella insiste: «Dale, no seas así. Sin vos no se puede». Se agacha un poco, me ata una tela en la cintura y me atrae de un tirón. Me planta un beso en la boca. La miro, incómodo, no sé cómo reaccionar. El vagón nos mira. Levanta los brazos. «Él ya está listo. Podemos empezar».
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La curva de Saenz Peña la toma por sorpresa y, por un segundo, la hace flamear como una bandera. La flaca aprovecha el sacudón y empieza a ¿danzar? Esboza los primeros pasos de lo que yo estimo que ella considera un baile muy sensual e hipnótico y, para mí, no amerita más atención que la que uno le debe a un paciente epiléptico. Yo hago el intento por retraerme, pero con esa tela inmunda me controla y, si hago fuerza para zafarme, alguien se va a lastimar, y no voy a ser yo. Pienso que no hay mal que dure cien años y que, al menos hasta que lleguemos a Congreso, estoy a su merced.
Yo estoy quieto, tieso, expectante; solo quiero que termine y, definitivamente, no quiero moverme, agregarme al baile tan sensual. El pasaje mira, y nada más, hasta que uno que nadie había notado, el Embajador de Villa Lumpen, emerge de quién sabe dónde. «¡Pero dale, flaco, ¿no ves que la chica quiere moverse un rato, boludo?! ¡Dale!». Acto seguido, se enfrenta a la mina y comienza su propia versión lisérgica del contorneo. De alguna manera, la música acompaña la imagen insospechadamente bien.
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Miro entonces al distinguido público: un enano con una bolsa plástica de un supermercado que no existe hace décadas, varias japonesas o chinas que parecen perdidas y un tipo con la cara torcida, como en falsa escuadra. Todos inmóviles. En el medio, un linyera abotonado hasta el cuello y con una baranda a vino que voltea, cual Monseñor Esbornia, avanza —es un decir— con un cochecito de bebé viejo y mugriento en el que lleva un perro.
La actriz baila, en la suya, con el Embajador, y la tela queda justo en medio del camino del viejo. Me planto, sin aflojar. Monseñor Esbornia me choca con el cochecito, diría que a propósito. Me mira con odio y gruñe algo. Busca pelea. Yo no quiero más nada, así que salgo del medio, y no me queda otra que acercarme a la flaca, que se me cuelga y se desmaya o se duerme o no sé qué. El Embajador tiene algún problema conmigo, también.
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En lo que tardo en reaccionar, el subte termina de llegar a la estación, y la frenada final nos saca a todos de foco. El que bailaba se ataja como puede porque casi se va a la mierda; el curda se va a la mierda sin más, pero logra agarrarse del palo y queda como flameando por un segundo, casi a punto de sentarse sobre la falda de una de las asiáticas. Por un segundo, el cochecito y el perro quedan a la deriva, a la buena de Dios. También yo casi me voy a la mierda. A tiempo llego a manotear el pasamanos, mientras con la otra la agarro a la minusa. Toda esta acción dura apenas un segundo: en seguida, el subte termina de frenar y toda la fuerza que iba, vuelve. En seguida estamos en reposo. Se abren las puertas.
Es el momento ideal para bajarme y despertar de este sueño patético, pero la minita está todavía recostada sobre mi hombro. Aprovecho que está grogui y me deshago de la tela. Lo tanteo brevemente al Embajador, a ver si puedo revolearle el paquete, pero en una fracción de segundo percibo que su mirada dice claramente: «Ni se te ocurra, pendejo, porque se pudre». Perdido por perdido, creo que puedo sentarla en un asiento libre que hay cerca de la otra puerta y huir. La acomodo apenas para poder llevarla, mientras la ¿música? suena aún de fondo. Suenan también las tres chicharras y se cierran las puertas. Hago el primer movimiento para avanzar hacia el asiento y entonces, como si le hubieran atestado un certero cachetazo, la minusa vuelve en sí como si nunca se hubiera ido. Se pone a bailar nuevamente. Me sonríe, se da vuelta y me frota bien todo el culo en la entrepierna ante la mirada atenta de todo el selecto pasaje.
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Sin dejar de refregarse, me mira sobre su hombro y me dice algo. No le entiendo. El vagón hace ruido, la música, ella habla mal. Se da vuelta entonces, se ríe y, a centímetros de mi cara, me pregunta si sé bailar. Niego con la cabeza, pero no me suelta. Me empuja despacio hacia el centro. La música baja un poco, parece estar terminando el tema. Ella se apoya en mí. Tiene el cuerpo tibio, blando, húmedo. El Embajador nos rodea en círculos, chasqueando los dedos, susurrando cosas que no quiero entender. Una de las japonesas parece estar filmándonos con el celular. El enano se sienta en el piso. Monseñor Esbornia no parpadea: se rasca la pera con un dedo negro y nos mira fijo.
La música recomienza, el show sigue, pero ella se me cuelga otra vez. Me agarra fuerte de la nuca, se me pega, me habla bajito: «Estoy remareada. Me pasé, mal. ¿Me podés acompañar, nos bajamos en la próxima?». Tiene la voz pastosa y huele a desodorante vencido. No sé si me habla en serio o si es parte de la actuación. Miro al Embajador. Miro al perro. El enano ahora come algo de su bolsa. Todo sigue, pero algo cambió. Se rompió.
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