Ocho y media de la noche, yo venía lo más campante con mis auriculares escuchando cualquier música, más ocupado en mis pensamientos y en mi cansancio que en la canción que tocaba en el shuffle. Parapetado al final del vagón, al lado de la puerta, donde va el gancho para las sillas de ruedas. Una de las manijas me pasaba irreverentemente cerca de la sien con el traqueteo. El subte iba semivacío, las caras eran de cansancio y hastío, mayormente. Los ojos cerrados, o mirando el celular.
Del otro vagón viene una mina. Pasa por al lado, y con el movimiento del vagón apenas parece venirse encima. No pasa nada, pero me saca del ensimismamiento. Lleva una parafernalia de objetos que conozco bien: parlante, gorrita, bolsita, bolsito, changuito. Antes de que pueda empezar a putear para mis adentros, ya está arrancando el pregón: «Buenas noches, señores pasajeros, disculpen la molestia, espero no molestar a nadie, vengo a mostrar un poco mi arte...».
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