El último mazazo le costó. Poco, pero le costó. Sintió el brazo cansado. Tal vez no fuera el brazo, sino el alma. Ya estaba bien bien bien muerta, no servía de nada seguir pegándole. Se había acabado la fiesta, quedaba la burocracia, la parte administrativa.
Igual que cuesta cocinar si uno se enfoca en lavar los platos, de nada servía un hermoso asesinato si después había que pasarse las horas limpiando y cortando y escondiendo y arreglando. Pero, bueno, en eso no hay que pensar, eso viene después. Había comido, y estaba satisfecho.
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Había sangre en la alfombra. No mucha, pero se notaba. La mancha se abría como una flor torcida, justo al lado del pie izquierdo de la silla. Podía cambiar la alfombra, claro, pero primero había que mover el cuerpo. Dejó caer la maza como si se desprendiera de una parte de sí. Se agachó, le acomodó los brazos —como si todavía importara— y la arrastró por los tobillos, con cuidado de no golpearle la cabeza contra el borde del escritorio.
Era más liviana de lo que esperaba. O tal vez fuese la adrenalina. La llevó hasta el baño, no porque fuera el mejor lugar, sino porque era el único que no tenía ventanas. Cerró la puerta, apoyó la espalda contra la madera. El cuerpo parecía más chico que cuando lo tenía entre sus brazos. Los rasgos eran distintos, de algún modo. Como si ya no fuera ella, como si la muerte la hubiese convertido en otra cosa.
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Se lavó las manos muy meticulosamente, y se puso unos guantes y, después, otros. Limpió la maza y la puso en una bolsa. Trajo el hacha y miró bien el filo. Brillaba. Hermoso. Sin una palabra, sin un pensamiento, descerrajó un tremendo y certero hachazo en el cuello. La cabeza salió disparada medio metro y pegó contra el bidet. El charco de sangre se hizo muy grande muy rápido. Pensó que sería más difícil, quién sabe por qué, pero no: era fácil. Repitió el procedimiento con los brazos y piernas, todo muy rápido y certero, todo muy desprovisto de todo drama. El cuerpo quedó como en los dibujitos, con la cabeza, los brazos, las piernas y el torso, todo separado, a la espera de alguien que quisiera armar el rompecabezas.
Piernas y brazos le parecieron un tanto largos, pero, si se apuraba, no había riesgo de rigor mortis: podía plegarlos, y listo. El torso sí era un problema, pero solo pensar en las vísceras desparramadas por el piso le dio náuseas. Decidió que el torso iría entero en una bolsa aparte, y listo.
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Se tomó un momento para buscar bolsas resistentes. No servía cualquier cosa. Las de consorcio venían bien, pero era mejor reforzarlas con cinta y doble fondo. No porque le preocupara que se rompieran —eso podía pasar, claro—, sino por la idea misma de que algo se filtrara, un olor, una gota, un indicio. Era una cuestión de prolijidad, no de culpa. Quien hace un trabajo, lo hace bien.
Empezó por las piernas. Las metió en la primera bolsa; luego, otra, y la cerró con dos nudos fuertes. Sobre eso, cinta de embalar. Lo mismo con los brazos. La cabeza la envolvió en una toalla vieja y la dejó aparte, como si todavía tuviera un peso distinto. El torso, tal como había decidido, fue a una bolsa sola, con cuidado de no mirar demasiado tiempo la abertura del cuello. Cuando terminó, el baño estaba sucio, pero no tanto. Lo había imaginado peor.
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Se puso a limpiar, contento de estar ya casi terminando y, sin querer, se encontró cantando. «Marolio le da sabor a tu vida, Marolio está desde el comienzo del día; mate, café, harina y palmitos, yerba, mermelada, cacao, picadillo...». Largó una carcajada que lo sorprendió como si hubiera venido de otro tipo. El eco de la risa entre las paredes del baño lo abrumó y se tentó. Tirado en el piso, contra la pared, la esponja todavía en la mano, se rio y se rio, de muy buena gana.
Cuando aflojó el brote se dispuso a terminar. Se levantó con dificultad, intentando no resbalarse en el piso mojado de agua y sangre y limpiador. Se agarró con fuerza del toallero y descubrió, con sorpresa, que tenía una dolorosa erección. Se desabrochó el cinturón y se abrió el botón. Bajó el cierre cuanto fue necesario, nada más. Ancló el slip bajo los huevos y se observó con orgullo el miembro imponente. Tenía la verga como un garrote, no era para menos. Se masturbó con violencia, como una fiera, como un animal cegado por la sangre de la presa. Cuando sintió la descarga llegar, levantó la tapa del inodoro y, haciendo todo tipo de sonidos, terminó el trabajo. Entonces, con el último espasmo, sintió una culpa inconmensurable. Sea dio vuelta sin pensar, y se encontró de repente con su estúpida cara sudada frente al espejo.
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Se miró un segundo, nada más, pero bastó. Tenía los ojos inyectados, el pelo pegado a la frente, la boca entreabierta como si aún estuviera jadeando. No era culpa. No exactamente. Era otra cosa, más sorda, más vieja. Como una humedad interna, una grieta chiquita donde se había metido algo, algo que empezaba a pudrirse.
Bajó la tapa del inodoro, apretó el botón y salió del baño sin mirar atrás. Sin mirar las bolsas. En el pasillo, ya con la luz apagada, se frotó las manos por costumbre. Estaban limpias. Limpias limpias limpias. Entonces vio la mancha. En el borde de la uña del pulgar izquierdo: roja, brillante, húmeda. Se la chupó sin pensar, como un chico. Tenía gusto a metal.
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«¿Qué hiciste, pelotudo?». Se sacó en seguida el dedo de la boca. Agachó la cabeza y apuró el paso hacia el living. «¿Dejás las bolsas ahí tiradas en el piso y te vas chupándote el dedo, como un pelotudo?». Sacudió la cabeza, aun sabiendo que no servía de nada. Se tiró en el sillón, ofuscado como un niño. La voz esperó. Silencio.
«Dejaste las bolsas en el baño», dijo la voz, pausada, haciendo hincapié en cada detalle, como si todo fuera una secuencia terriblemente pesada. «Hiciste un quilombo bárbaro, te hiciste una paja como un adolescente en celo y dejaste todo tirado en el baño. Prolijo, te dije, ¿o no? ¡Prolijo! ¡Sos un cornudo y un pelotudo!». Se levantó de golpe, y sacudió la cabeza sin pensarlo. En dos zancadas estuvo en el baño. Con un golpe certero, estrelló la puerta contra la pared.
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Las bolsas seguían ahí, pero una estaba floja. No rota, apenas abierta. Como si alguien hubiera querido mirar dentro. Se veía un poco de piel y algo que parecía ser pelo, pringoso de rojo. Se quedó quieto. No por miedo. Por vergüenza. Se pasó la mano por la cara, sintió entre los dedos el sudor pegajoso. La voz no tardó: «¿Prolijo, te dije o no te dije? Mirá eso. Mirá bien. ¿Qué es eso? ¿Sos pelotudo?».
Se arrodilló. No para arreglar la bolsa, no todavía. Se arrodilló porque la voz lo empujó desde dentro, sin manos, sin palabras. «Bajá la cabeza», le dijo. «Bajá la cabeza como un perro que cagó donde no debía». Y él la bajó. Frente al charco seco, frente al pelo pegado a la bolsa negra. Un olor ácido le raspó la nariz. No era asco. Era otra cosa. Una culpa sin lenguaje, más vieja que él. Quiso decir algo, pero no tenía a quién.
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