Salí de casa como tantas otras veces: sin rumbo. Caminé hasta la esquina sin darme cuenta siquiera. El semáforo, punto y aparte, me obligó a detenerme. Mientras esperaba, encendí un cigarrillo con la colilla del que ya tenía en la boca, no sé desde cuándo. Decidí entonces que iba a ir al Reformatorio. Creí recordar que tocaría el nuevo conjunto de Luis, y le había prometido que iría a verlo. Siempre le decía lo mismo, pero esa noche me sentía capaz de cumplir.
Anduve un kilómetro de un tirón, con el mismo envión con el que había salido de mi casa y la mente en blanco. En la puerta del Reformatorio, la fauna nocturna estaba reunida, y recuerdo que pensé que bastaría una mísera chispa para encenderlos a todos. Repartí saludos de circunstancia, tuve que charlar con Rolo, en la puerta, y finalmente estuve dentro. En el escenario, poco más que una tarima, una batería, un piano y un contrabajo esperaban su momento bañados por una luz mentirosa. Acodado en la barra, reconocí a Luis. Tomaba algo.
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Pensé en acercarme, y no quise. O no me atreví. Me parapeté en el extremo opuesto de la barra, entre los humos y las sombras. Si de casualidad nuestras miradas se cruzaran sería todo más natural, pensé. Pero Luis no miraba nada, no veía nada. No tenía nada, seguramente, por fuera de sí mismo y su vaso, que llevaba a la boca a tramos regulares, para sorber apenas, bajar la mano sin soltar el vaso y volver a empezar. Me terminé la ginebra y pedí otra.
Cuando el tipo trajo la ginebra, prendí un cigarro. Al fondo la vi a Beatriz charlando con Armando. Menos mal que estaba parapetado. Volví a Luis. Nada, perdido. ¿No estábamos todos perdidos? Sí, pensé que sí. Y lo sigo pensando. Y todo lo perdidos que estamos nosotros, ¿quién se lo gana? Liquidé la ginebra y me levanté porque, si pedía otra, iba a terminar pensando muy por demás.
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Sin aviso, el baterista y el pianista comenzaron a tocar. Luis dejó el vaso sobre la barra, subió al escenario y tomó el contrabajo como si nada. No parecía tener ganas de hacerlo, pero lo hizo. Como si estuviera en otro lugar. Los otros se entregaban, se zambullían en la música, pero Luis se mantenía distante, como si nada de eso le importara.
Vi a Beatriz y a Armando con los ojos cerrados, disfrutando de la música, pero yo no podía dejar de fijarme en Luis. Cada vez que la música lo alcanzaba, parecía quedar atrás. Tocaba, sí, pero para nadie. Ni siquiera para él.
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El contrabajo gemía notas que se deslizaban furtivas como sombras en la melodía del piano. A medida que avanzaba la pieza, algo en él pareció despertarse. Sus ojos, antes perdidos en la nada, comenzaron a brillar con un destello febril. Lo vi inclinarse sobre el instrumento, abrazarlo casi con desesperación, como quien se aferra a un sueño en medio de una tormenta: cuando abra los ojos, todo será nuevamente realidad. El público, hipnotizado, no se daba cuenta, pero yo conocía demasiado bien esa mirada: Luis estaba de viaje. Menos mal que nadie lo miraba.
Hicieron cuatro temas, y después, así como habían empezado, sin aviso ni preámbulo, pararon. Las luces se atenuaron para indicar que era solo una pausa. El pianista y el baterista se dispersaron. Luis volvió a la barra. Me dispuse a saludarlo. Cruzaba entre las gentes cuando de nuevo, sin querer, los vi a lo lejos, entre sombras, a Beatriz y Armando. Prendí un cigarrillo.
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Dudé por un momento, parado en el medio de la nada o de todo eso. Los mandé a la mierda mentalmente y me acerqué a la barra. Iba a saludar a Luis de una vez por todas, tal vez para poder huir después. Antes, para templar el espíritu, pedí otra ginebra de esas que no iba a tomar más. La tragué sin pensar en nada. Cuando me di cuenta, Luis ya no estaba. Tampoco habían vuelto los músicos al escenario.
Caminé al baño. Estaba en el mingitorio cuando lo vi en el de al lado. Armando. Me saludó. Tuve que devolverle el saludo. Estábamos ahí, con la pija en la mano, sin saber qué decir. Armando me miró un segundo y dijo: «Beatriz me preguntó por vos. Dice que hace añares que no se ven».
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«Sí», dije. Miraba el chorro sin saber si quería que terminara para irme o que fuera eterno para no tener que hacer nada más. Él empezó a sacudir y acomodarse las ropas. «Venite a tomar algo, estamos al fondo, bien acovachados». «Sí», dije, y empecé a sacudir. «No», corregí en seguida, sin mirarlo. «No, mejor no, quería saludarlo a Luis y ya me iba, que mañana tengo que hacer. Mandale un beso a Beatriz». Hubo silencio. «Bueno», dijo, finalmente, y menos mal, porque no tenía ganas de tener que decir nada más. Aproveché y salí mientras él se lavaba las manos. «Chau, che», dije cuando salí, no sé por qué.
Salí dispuesto a irme, pero sentí que era justo buscarlo a Luis una vez. Solamente. Si no estaba, me iba. Bastó un segundo, por supuesto, para encontrarlo, en la barra, encorvado, nuevamente, bebiendo a sorbitos. Me acerqué decidido, no tanto a hablarle sino a terminar con el asunto y poder irme: me faltaba el aire. Me paré al lado sin decir nada. Luis no dijo nada. No me veía, no veía nada, no estaba ahí. Saqué un cigarrillo, golpeé la barra con el encendedor. Se dio vuelta el barman, pero Luis ni se inmutó. Lo miré fijo. Nada. «¡Luis!», dije, finalmente, harto ya de todo.
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Luis me miró, sin verme, y bajó la vista. Alcancé a ver cómo murmuraba algo, como si estuviera solo. No era un saludo, no era una respuesta. Era más bien una letanía. Decía cosas como «no era así, no era así» y luego, «pero, Beatriz, vos me dijiste». Nadie parecía escucharlo. Nadie más parecía prestarle atención.
Como si nada, se terminó el vaso y caminó hacia el escenario. Subió sin apuro. Se detuvo unos segundos al llegar, mirando al fondo, entre las mesas. Beatriz y Armando. Los miró fijo, un asentimiento casi imperceptible, y, luego, bajó la cabeza. El contrabajo sonaba, grave, denso. Pero no era jazz. Era otra cosa. Algo que no se toca para que lo escuchen los demás.
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Conforme avanzaba la música, más denso e incomprensible se hacía ese contrabajo; parecía hablar palabras sin letras, golpes directos sin más, una sinfonía de colores oscuros y apagados. Cada vez más parecía la continuación musical extraviada, informe, temblorosa y subyugante de la letanía de la barra. La sinfonía de un hombre roto. El piano y la batería seguían como si nada estuviera fuera de lugar. Pensé que tal vez el que estuviera fuera de lugar y no comprendiera fuera yo. Miré alrededor. La gente miraba la banda con cara de nada, fumaban y bebían, algunos charlaban. Y a Luis no lo miraba nadie.
Entonces las notas se volvieron un derrame, los dedos, martillos y el cuerpo, un revoltijo, y Luis se irguió de golpe y dejó de tocar. Miró en lo profundo del local, mucho más allá de la pared del fondo, y pareció que iba a hablar, pero no dijo nada. Dejó el contrabajo y, sin previo aviso, bajó del escenario, por el medio, sin prisa pero sin pausa, decidido, como una tromba unicelular, y empezó a cruzar el salón por entre la gente, directo hacia donde estaban Beatriz y Armando. Lo miré y noté algo que me dio un desagradable tiritón: nadie miraba a Luis.
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Luis se acercó a la mesa de ellos y, acaso por un minuto, dijo algo que no pude oír. Beatriz y Armando seguían mirando al escenario, como si nada más importara. Armando movía la cabeza levemente al ritmo de la música, Beatriz sorbía su copa con los ojos entrecerrados. Luis esperó un minuto más, luego se dio vuelta y se fue. La puerta se cerró tras él, el contrabajo, mudo, en el escenario.
Me levanté, pasé junto a la barra y salí. La música seguía sonando, pero ya no tenía sentido que me quedara. Afuera, la noche estaba en silencio.
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