Antonio, investigador sobrenatural

En los noventa, mamá tenía una columna semanal sobre paisajismo en un programa orientado a la mujer. Todo era muy precario: decorados de madera y telgopor, macetas con potus y helechos, sillones de caño; iba a las dos de la tarde por un canal zonal de cable y lo veía, supongo, la familia de la conductora —y del productor, que era su marido—. Mamá lo hacía por la publicidad: aunque de alcance limitado, era gratuita y, así, engalanaba sus presentaciones un zócalo en videograf con su nombre y su teléfono profesional, que no era otro que el de casa.

Después de un par de emisiones empezó a darse algo sistemático: apenas salía mamá del aire, en el corte, sonaba el teléfono y yo atendía a un señor mayor que siempre parecía urgido por hablar con ella. Luego de unos cuantos intentos frustrados (el programa iba grabado y ella trabajaba mucho fuera de casa), y audiblemente nervioso, el señor se presentó al fin como «Antonio, investigador sobrenatural». Dijo también ser el padre de un militar cuyo nombre me reservo, general de brigada, jefe de la Policía Federal y de la bonaerense en distintos momentos de los setenta y, claro, uno de los mayores responsables de la represión en la provincia de Buenos Aires. Lo decía con orgullo, lo recuerdo y se me eriza la piel.

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Tuve ganas de cortarle, de gritarle, de decirle algunas cositas, y tuve también un miedo sordo, confuso, como si no me quedara claro si era peor que el tipo fuera el orgulloso padre de un militar represor o un «investigador sobrenatural». Me limité a decirle, una vez más, que «la señora» no estaba y que, si quería, le dejara un mensaje o un número donde ella pudiera contactarlo. Resignado, dijo que no, que volvería a llamar. Temí que fuera cierto, y que tuviera que atenderlo de nuevo y, una vez más, frustrarle su propósito, pero me sentí muy orgulloso de haber sabido resguardar la identidad de mi familia: no le había dejado ver que el número era el de mi casa. Qué tonto, realmente, pero así fue.

Esa tarde, cuando llegó mamá, le pregunté si el apellido le sonaba. Me dijo que no estaba segura, no era un nombre muy especial, y que por qué. Y le conté. Y mucho no le importó. Ha de ser un chiste, un loco, un viejo aburrido, alguna pavada, dijo. No quise terminar de aceptar, pero no tuve con qué argumentar. A la noche, el tema volvió en la cena, y yo conté mi parte, y mamá dijo lo suyo, y mi hermana preguntó qué era sobrenatural, y mi papá no decía nada, y yo aproveché y pregunté qué hacer si volvía a llamar. Recién entonces habló papá:

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—Le cortás. Decile que el número está mal, si querés, o lo que se te ocurra. Pero no hables con él.

Papá fue terminante. Después de eso, que dijo mientras pinchaba, me acuerdo, un pedazo de carne al horno junto con una o dos papas, no hablamos más del tema. Ni siquiera lo hicimos la semana siguiente, cuando Antonio volvió a llamar y, evitando las presentaciones, pasó a revelarme lo que quería que mamá difundiese en su espacio televisivo. Yo quise cortar la comunicación, pero, en cuanto el viejo empezó a hablar, fui incapaz:

—Es importante, pibe. Anotá, por favor, y que la paisajista lo divulgue. Los extraterrestres vinieron de Venus, porque ese planeta no fue creado por Dios, sino por Satanás. Inventaron el primer plato volador y vinieron. Trajeron con ellos extraterrestres de cuatro o cinco planetas, a los que dijeron que iban a invadirnos. Antes de que existiera el hombre, ellos fundaron la Atlántida. Luego, provocaron un cataclismo que acabó con ella. Entre las ostras, todavía viven los extraterrestres de sangre bendita que vinieron con ellos. —Hizo una pausa, tomó aire con dificultad—. Además del nuestro, contaminaron muchos mundos y provocaron su fin, como quieren hacer con la Tierra. Se casaron con terrestres y propagaron su raza. La mayoría de sus descendientes tienen rasgos de pescado, como, por ejemplo, el labio inferior tirado hacia fuera, los ojos fijos, el brillo de la cara... Son descendientes de los extraterrestres —sin decir «agua va», empezó a enumerar—: Bernardo Neustadt, quien tiene rasgos de corvina; Gerardo Sofovich, con rasgos de diablo de mar, y Bilardo, que tiene rasgos de orca, entre otros.

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—Ah, y también Prátola, el de Estudiantes, ¿no? —dije en lo que supuse un tono claramente desafiante.

—No sé, a ese no lo conozco, puede ser; a ver, dame el nombre completo, que voy a investigar... —dijo serio, muy serio.

Quedamos en que él investigaría, yo le diría a la paisajista y chau, chau. Mamá tenía razón, al final: el tipo estaba loco, y listo. Seguramente lo del milico era tan cierto como lo de los extraterrestres de sangre bendita. Qué genial... Y, sin embargo, si contaba el asunto me iba a meter en quilombos, porque papá había sido tajante, y había usado su tono y era claro que no tendría que haberle hablado. Agarré el papel en el que había empezado a tomar notas cuando pensaba todavía que habría algún mensaje serio para mamá y lo reescribí, ahora sí, meticulosamente, con detalles. No podía permitir que esa gema de la literatura fantástica se perdiera en el océano de mi mala memoria. Me dije que ahora sería más divertido andar por la calle o el transporte público buscando descendientes con rasgos de pescado. Qué genial...

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Yo, por supuesto, no dije nada de nada. En casa nadie preguntó. El asunto del investigador sobrenatural pareció disolverse en el aire. Tal vez por eso no haya tenido nada de genial el siguiente llamado de Antonio. Por el contrario, empezó de modo bastante previsible:

—¿Qué pasó pibe? —arrancó, sin saludos ni nada—. ¿Por qué la paisajista no transmitió lo que te dije? ¿No se dan cuenta de que están en peligro? —La última pregunta me hizo sentir especialmente incómodo.

—Hola, Antonio —dije, un intento de tener una conversación normal—. Yo le dije todo, pero no sé, no habrá alcanzado el tiempo. Usted sabe que, en la televisión, el tiempo es tirano, o eso dicen.

—Más vale que tenga tiempo la próxima vez. Es importante que la paisajista transmita mi información. Todos están en peligro —lo dijo otra vez—. Mi hijo tiene las Fuerzas Armadas de su lado, y la Policía, pero no podemos pelear solo nosotros...

—Quédese tranquilo, Antonio —le dije, más para tranquilizarme yo que por otra cosa—. Nosotros estamos preparados también —inventé, me salió solo—. Los extraterrestres de Venus pueden venirse, que les daremos batalla —derrapé.

—¿Qué extraterrestres, pibe? No entendés nada, vos.

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—Dale, loco, pará —me salió el adolescente—, me dijiste que Venus, que la Atlántida, que un cataclismo de sangre bendita y no sé qué más, y que los labios para afuera y que Bilardo tiene cara de orca, dale, ya está, loco, mi vieja es paisajista, explicame qué tie... ne que ver... —y el tono de mi voz cayó de pronto al darme cuenta de que me había deschavado solo, además de haber puesto al tipo seguramente de mal humor.

—Ah, vos sos el hijo... —dijo, animado, después de un silencio de película, que dura un segundo y parece de media hora—. Comprendo. Bueno, decile entonces que no se olvide de que la hiedra crece rápido —y cortó.

Pasé todo el resto del día oscilante, pasando de «tiene razón mamá, este es un viejo loco, ya fue» a «por algo papá no quería que le hablara, mirá si es cierto que el hijo anda con los milicos». Decidí que lo mejor era tomar una estrategia de cobardes: tiraría los hechos sobre la mesa del comedor a la hora de la cena y dejaría que la batalla fuera entre mamá y papá. Con un poco de suerte, la desobediencia sería un hecho menor comparada con la importancia de tomar una resolución terminante.

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Otra cena, otra fuente de carne al horno con papas y cebollas, los cuatro reunidos en la mesa familiar, las preguntas y las respuestas que se cruzaban sin tregua. Hablaban de trabajo, hablábamos del colegio, hablaban de política, de YPF, del arreglo del auto, de la cuota de IOMA, qué sé yo, mientras se sucedían los tenedores cargados y los cuchillos serruchaban con ahínco. La radio estaba de fondo, apenas audible. En casa estaba prendida siempre. Entonces hablaba Omar Cerasuolo, nadie lo escuchaba. En un momento, sentí que iba a implosionar si no decía nada de lo que tenía que decir. Entonces, casi sin despegar los labios y con la vista fija en el plato, lo solté rápido:

—Mamá,llamóAntonio,elinvestigadorsobrenatural.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Nada —me arrepentí. Pero papá sí había entendido. Su mirada clara no dejaba lugar a dudas. 

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—Te dije que no le hablaras —dijo mirando fijo, la mirada suave, aunque todos sabíamos que en esa suavidad estaba toda la fuerza de lo que podía ser pero él elegía que no, porque en su dureza era gentil, educado; en otras palabras, me fulminó, pero el que apretaba el gatillo era yo.

—Sí, pero... —No terminé porque sabía perfectamente que no había nada para decir, salvo admitir que me había equivocado, y no quería humillarme, ni nadie me lo pedía. Se hizo un silencio, porque todos entendimos, y después Laura contó algo de la escuela, y mamá se mostró animada y el asunto pasó.

Cuando terminamos de comer y todo era calma, yo fingí olvido y seguía pensando qué haría la próxima vez que llamara el viejo. Mamá empezó a levantar la mesa, y Laura dijo que la ayudaba, y yo tuve apenas un atisbo de levantarme y la más imperceptible mueca de papá me dijo que no me iría a ningún lado. Cuando ellas estuvieron ya en la cocina, otro gesto, más claro esta vez, dijo vení. Enfiló para el fondo, y yo atrás, obediente, ahora sí.

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—Que no le hablaras, te dije —siseó sin mirarme mientras empujaba la puerta del galpón. Una vez dentro, se dio vuelta de repente y quedamos frente a frente. Parecía medirme.

—Ya sé, perdón. Es que no pude cortarle, empezó a hablarme de unos extraterrestres y me enganché, y me dijo que sus descendientes...

—Están entre nosotros, ya sé —su cansancio era infinito—. Te dio incluso dos o tres nombres. ¿Me equivoco?

Yo no lo podía creer. ¡Papá sabía todo! ¿Se conocían con Antonio? ¿Papá era solo quien yo pensaba o escondía aspectos terribles? En ese momento, dudé. Su mirada clara y calma se había endurecido, sus ojos entrecerrados, como tajos en acero, parecían mirar a través de mí. Papá era un hombre al borde del abismo.

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—¿Cómo nos conocimos con tu mamá? —disparó, amable.

—En la facultad... —dudé, porque las preguntas sencillas tienen ese dejo de paranoia.

—Ajá. ¿Y qué más? —y me miró fijo—. ¿En qué año?

—No sé, setenta y... no sé, cuatro, cinco.

—Cuatro —sentenció.

Hubo un silencio mientras armaba uno sin filtro, los que podía fumar en el galpón, porque en la casa no, mamá lo tenía prohibido. Sabía que iba a algún lado, pero no tenía idea de adónde y no quería preguntar, así que esperé. Me mataba la ansiedad, pero esperé y, mientras, traté de imaginar cómo sería Ciudad Universitaria en el setenta y cuatro, en febrero y en abril. Otra vez tuve piel de gallina.

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Encendió el cigarrillo y lo fumó casi entero, los dos en silencio. No me atrevía a hablarle porque parecía estar en algún lugar remoto, tal vez incluso en otro tiempo. Fue él quien retomó:

—Los dos militábamos, vos sabés. También tu padrino Emilio y Ana, su mujer, y Pelusa, Gerardo, el Toro, Betty, Miguel, Laura, el Chueco..., toda nuestra gente. Y el hijo de ese viejo, un hijo de remil putas, nos la tenía jurada. A Laura la chuparon, al Chueco también, Emilio y yo casi no la contamos...

—Ya sé. —Ya lo sabía, pero, sobre todo, no quería que revolviese nada doloroso por mi culpa.

—Lo escuchaste a él, escuchame a mí.

—Perdón.

—A tu amigo Antonio —escupió y me dolió— hay que mantenerlo lejos. Ya no hay dictadura, pero conservan su cuota de poder. Y están, él y el hijo, en guerra contra los supuestos descendientes de esos extraterrestres. Neustadt o Bilardo no tienen mucho que temer, por el momento..., pero vos y yo sí.

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—Pero... no entiendo, ¿el tipo está mandando mensajes en clave o realmente cree que hay extraterrestres?

—A esta altura, ya ni sé. Entre los locos y los hijos de puta, prefiero a los segundos, que al menos son predecibles; pero estos tienen de todo, y no termino de saber —dijo, honestamente preocupado.

—Pero, entonces, ¿miedo de qué tenemos que tener nosotros...? —disparé, impaciente, con la culpa de todo este embrollo quemándome en las tripas.

—¡No sé, Juan, miedo, porque estas lacras no dan puntada sin hilo, nunca! —explotó, y el resultado fue peor porque no gritaba, sino que tenía la gola acogotada, inundada de recuerdos.

No tuve más que decir, y si hubiera tenido, no lo habría dicho tampoco. Esperé. Hubo silencio. Los hombres de la casa, en el galpón, mientras las mujeres se ocupaban de los quehaceres, debatían en silencio cómo arreglar, como hombres, las pavadas que uno, como un mocoso, hacía. Agaché la cabeza y esperé.

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—Ya sé. Vamos a decirle a mamá que cuente en la tele lo que Antonio... lo que ese tipo —me corregí— quiere. En una de esas, es lo único que necesita, en su delirio, para quedarse tranquilo y dejarse de romper —no me animé a decir «las bolas».

—Estás loco. Tu mamá nos va a sacar carpiendo.

—Con intentarlo no perdemos nada, ¿no?

—Bueno, de acuerdo. Pero como cosa tuya. Vos ponés la carita. —Esa fue su condición. No pude hacer más que aceptarla.

Volví a la cocina como un perro que hubiese roto una maceta. Mamá preparaba café, ni me vio. La encaré con el machete en la mano.

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—Ma tenés que decirlo porque va a ser lo mejor y así se termina —desparramé por todos lados, como un púber que intenta decir «buen día» a la chica que le gusta.

Mamá se hizo la tonta por un segundo, y cuando se cercioró de que Laura y papá no estaban alrededor, desmontó la farsa. Se puso seria y me dijo que cuando no hubiera café en las tazas y se fueran a dormir los moros, hablaríamos, en la cocina. 

—Ahora, andá, después hablamos —dijo, y yo fui.

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La sobremesa fue breve. Mamá tenía la hoja Rivadavia que yo había doblado mil veces guardada en el bolsillo derecho del pantalón. Para mí, era imposible de disimular, pero parecíamos empeñados en conseguirlo. Era mucho el esfuerzo que hacíamos mamá, papá y yo para no mostrar que sabíamos lo que sabíamos. Y para qué. Hablábamos de cualquier cosa como quien camina sobre las brasas.

Cuando papá y Laura se levantaron, mamá me acompañó a la cocina. Me miró y, con voz calma, habló:

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—¿Hacía falta que lo enroscaras a tu papá? ¿No sabés cómo se pone? —dijo sin reproches, descriptiva.

—Pero... No, pero...

—Me preguntaste, y te dije que un viejo loco, aburrido, que no pasaba nada, que era eso, nada más.

—¡Pero siguió llamando! —estallé sin ruido, entre enojado y angustiado, incomprendido total, ¿es que todo el mundo estaba contra mí?

—Siguió llamando, y te dijo que la cara de pescado, que la Atlántida y Bilardo y la mar en coche, ¿no?

—Pero... ¿me están jodiendo ustedes dos? ¡Ahora todos saben lo que el tipo dice y qué significa y el único estúpido acá soy yo! —Menos mal que los chicos no lloran porque, si no, yo casi que habría.

—No se trata de ser estúpido, nadie es estúpido. Pero cuando yo te digo que ya está, ya está. Aunque no ponga tono solemne ni me arme un cigarrillo, si te digo que es un viejo loco y no es nada y que no prestes atención, entonces haceme caso y no prestes atención.

—Bueno —dije, sabiendo que era en vano seguir—. Está bien, pero ahora quiero entender.

—¿Vos sabés cómo nos conocimos con tu papá? —dijo, con el tono de quién hace una pregunta retórica para empezar a contar.

—En la facultad —dije, seco, y la miré fijo y puse una cara de orto de película, honestamente hastiado de la humorada que todos parecían entender menos yo.

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—Bien. No te enojes y atendeme, que es importante: ¿en qué año?

La verdad, estaba cansado. No quería responder mil veces lo mismo; lo único que quería era que me dijeran qué pasaba. No podía ser tan difícil.

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—Setenta y cuatro —dijo en cuanto entendió que yo no iba a decir una palabra más—. El asunto fue rápido, nos gustamos de entrada y, antes de que nos pudiéramos dar cuenta, necesitábamos estar juntos todo el tiempo. Yo militaba, y tu papá, que no tenía mucho interés en principio, se interesó por mí. Para verme, empezó a venir a las reuniones y se empezó a meter. Y yo, mientras tanto, mientras me gustaba tu papá, tenía un novio al que mantenía en secreto porque no le interesaba la política; de hecho, estaba bastante en contra del asunto, y nadie lo conocía porque él no quería saber nada con ellos. Cuando el asunto no dio para más, yo me dispuse a hacer lo que correspondía, y le hablé y, sin dar ni detalles ni rodeos, le dije que me gustaba alguien y que lo nuestro, lamentablemente, no podía ser. No lo tomó bien. Dijo un montón de las tonterías que dicen siempre los hombres, y me preguntó quién era, y no le dije, y me preguntó si era uno de esos «zurdos tirabombas», y yo le dije que sí para hacerlo rabiar, porque me dolió el comentario, pero también porque, de alguna manera, pensé que sería mejor: que se enojara conmigo, y me echara la culpa y me enterrara para siempre. Que terminara y pasara a otra cosa. Me equivoqué completamente. El tipo se obsesionó, y fueron tiempos difíciles. A todo lo que pasaba, sumale a este tipo que me buscaba. Un día, tu papá vino a una reunión diciendo que a su casa había llamado un tipo que dijo ser el padre de fulano, y que se la tenían jurada y tal. Por algunos detalles menores que dio, supe inmediatamente que se trataba de Antonio; especialmente porque el padre de ese milico mugriento no iba a llamarte si te quería chupar. Nadie llamó a ninguno de los que ya no están. 

»Entonces tomé coraje, me junté con el tipo y le dije que terminara el asunto de plano porque, si no, hablaría (así le dije, como en las películas, mientras por dentro me moría de miedo, realmente), y contaría eso que él sabía que yo sabía, y que la hermana —y él no lo sabía, pero yo se lo aseguré— había confirmado, y que no le convenía a nadie. Le dije que terminara y que lo dejara en paz a tu papá, que era un pichón. Eso le gustó, se sintió superior, pero, más que nada, creo, tuvo miedo de que yo contara aquello que, finalmente, acordamos que yo no diría y que hasta hoy no he dicho nunca. —Hizo una pausa—: Y nunca diré, si puedo evitarlo. Y entonces, la cosa se terminó por un tiempo, hasta que un día hubo un llamado, parecido a este. Que el padre de, que los extraterrestres, que los peces y el labio, que Satanás. Y, cada tanto, vuelve. Y aunque quisiera hacer algo, no puedo realmente ni saber dónde está, ni qué hace ni nada, solamente sé que al final es inofensivo, y que lo único que quiere es, cada tanto, enfermarle la cabeza a tu papá. Está vez, lo que cambió fue que el teléfono, por casualidad o por todo lo contrario, lo atendiste vos.

Yo seguía intentando procesar todo el rollo, y tardé mucho en darme cuenta de que mamá me miraba en silencio, como esperando un comentario, una reacción.

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Sin palabras, me dio la hoja que había doblado y guardado en su bolsillo. La extendió en la mesada, la alisó un poco y, haciéndola correr sobre el mármol, me la acercó. Entendí todo.

Rompí esa hoja Rivadavia y la tiré al tacho de basura. Ahí quedó, entre café usado, peladuras de naranja y cáscaras de huevo, el recuerdo de Antonio y todo aquello que nunca sería un cuento.

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