Algo poético

Tenue y sombrío, inmerso sin quererlo en el trajín de la ciudad, un viejo, docente y escritor. De pluma y paso pesados, de oídos sordos a veces, y austero en la palabra, sorbía de la vida solo lo necesario, sin prisa. Ambulaba taciturno entre librerías y cafés y casas de estudios, sin añorar nunca los tiempos pasados y perdidos. El bullicio de la ciudad era un manto de piedad infinito, que acallaba algunos pensamientos, pero no otros. La vida lo esquivaba, y tal vez por eso no sabía, como casi nadie sabía, que el tipo era, finalmente, a su manera, muy feliz.

Esa noche en particular, que de particular no tenía nada, gastaba baldosas en la avenida. Entre el infinito ir y venir de taxis vacíos y colectivos llenos, los transas, las fabriqueras y el lumpenaje, se sentía anónimo y olvidado. Ideal. Rumiando, como siempre, apenas si miraba más allá del propio paso. En la esquina de Rivarola tuvo un impulso, y dobló, y solo media cuadra después comprendió lo pueril de aquel acto ya no tan inocente. Se rio para sí, con cierta piedad.

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Presente puro, el viejo andaba solo en busca de algo poético, y en pos de eso nadaba en el aire denso de la ciudad. Acaso siguiendo esa misma quimera, la de la poesía esquiva, había doblado en esa esquina, y tal vez por eso se encontraba en el portal de Adela. Lo habían llevado sus pies por propia voluntad, su mollera no sabía nada más.

Adentro, en el piso 13, ajena, Adela tejía con lana verde. Un té se enfriaba. En el combinado, a volumen mínimo, la Polonesa opus 53 en la bemol mayor para piano solo. Estaba en casa, entonces el centro de su universo.

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El timbre corto le produjo tantas sensaciones al mismo tiempo que, por un segundo o dos, no supo cómo reaccionar. El sobresalto por lo inesperado, el miedo por la hora, la bronca por la interrupción, la duda de que tal vez pudiera ser algo importante, la prematura indignación por si fuera equivocado y, al final de todo, si no esperaba a nadie, ¿quién podía ser? Dejó el tejido y se apuró, temerosa de que, al contestar, no encontrara ya a nadie.

—Ayer más bella que Adela, / antes de que cayese a hiel, / mientras templada y doncella / de París era el laurel —dijo el viejo, con el tono más neutral y emperejilado que pudo, mirando el cielo como quien lee de los labios de una musa astral.

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—Papá. Pasá —dijo ella, su dedo ya presionando el botón del portero eléctrico que rezumbaba hasta la calle, su mano colgando en la pared el aparato.

El viejo no se acostumbraba a la impersonalidad de ese edificio, al portalón que se abría remotamente, a las plantas fúnebres del rellano, al ascensor de boca impávida. No podía relacionarlo con Adela: Adela pequeña, Adela chispeante, Adela risueña, Adela radiante; Adela, la de la sonrisa franca, la del deseo ingente, la de los ojos ultramarinos. Su Adela.

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Abrió la puerta del departamento y se quedó esperando que el ascensor franqueara los trece pisos. Sintió los pasos acercarse, lentos, por el pasillo y, finalmente, dar la vuelta. Iba a saludar, pero tardó un segundo de más.

—Tuve un impulso, ¿sabés? Venía por Belgrano y del codo, sin darme cuenta, me tiró un alma muda; doblé y, cuando me quise dar cuenta, ya estaba aquí abajo, y... —dijo, como quien se justifica cuando no hace falta mientras busca una explicación que no existe ni nadie necesita.

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Temiendo la curiosidad de los vecinos, Adela le clavó los ojos y se hizo a un lado para dejarlo pasar. El viejo entró al departamento, se quitó el sombrero y el abrigo y los dejó como despojos sobre el sillón. Acto seguido, como un despojo más, se derrumbó él. Adela lo miraba sin decidirse a hablar. Al fin, sin ninguna convicción, lo hizo:

—Cómo estás...

—Como montado a un pegaso a la diestra de los dioses, obsequiados mis ojos con néctar y ambrosía...

—Basta, papá —lo cortó.

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—Bueno, che, que te vas a arrugar. ¿Qué te aqueja, pimpollo de alelí? —dijo, y miró el tejido explayado sobre la silla de mimbre.

—Nada me aqueja, pero te conozco, que empezás y después... ¿Tomás un té?

—Nunca perdurarán los poemas de los bebedores de té —parafraseó el viejo—. ¿No habrá algo más poético...?

Adela no dijo palabra, a sabiendas de lo vano del asunto. Al lado del combinado, en el pequeño bargueño, allá abajo, una vieja botella de Tullamore Dew franqueada por dos old fashioned. Sacó uno y sirvió una medida. Se agachó a guardar la botella y un algo, tal vez un alma muda, le resopló al oído. Se incorporó y sirvió el otro. Entonces sí, guardó la botella.

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Eran, sentados frente a frente, dos extraños. Dos extraños que se habían querido, dos desconocidos que habían compartido brebajes dulces y tragos amargos, dos extranjeros en un país inexistente. Dos parias. 

—¿Estás escribiendo? —preguntó ella solo por preguntar algo, por no dejar que el silencio los convirtiese en estatuas de sal.

—Siempre. No hacerlo es morir. Además, a mí, mellado y todo, me queda bastante filo aún. —El viejo impostó la presencia de un prócer gallardo. Adela no supo qué decir.

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—¡Ay!, más alegre que un niño / que en día de fiesta vi, / unidos en un ovillo / los cabellos de su Adela; / y hoy, como niño / he perdido mi ovillo, / y estoy sin él —dijo, innecesariamente bizarro, aún montado al pegaso, la vista derramada sobre el ovillo de lana verde y, acto seguido, liquidó el irlandés con un gesto teatral de poca monta.

Adela miraba, aún, y nada más, ayudada apenas por el Tullamore. Cayó en la cuenta entonces del horrible silencio que no había podido descifrar hasta entonces: la Polonesa había terminado. Quiso pararse y poner otro disco y, una vez más, fue demasiado lenta. El viejo se paró de pronto, como si no le costara en lo más mínimo, como si fuera etéreo, como si flotara.

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—Vayámonos, hija. La calle espera siempre. Vayamos a bebernos los vientos.

La mujer quiso argumentar en contra, quedarse en su cálido departamento, seguir tejiendo la noche con lana verde, pero no pudo esgrimir ninguna razón de peso, ningún compromiso, ninguna obligación. Se quedó callada mientras su padre volvía a enfundarse en su abrigo y se encasquetaba el sombrero. Sopesaba las últimas negativas cuando se dio cuenta de que ese viejo demoníaco la había puesto de pie, la había llevado hacia la puerta y ya le echaba sobre los hombros el tapado que colgaba en el perchero.

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El viento fresco le sentó mal y, en seguida, bien. De alguna manera, lo necesitaba y no se había dado cuenta. El viejo arrastraba los pies, como siempre, y no miraba más que el inevitable pasar de las baldosas. Un espectador habría dicho que esperaba el momento preciso —o el coraje necesario— para decir algo importante. Pero no. Era Adela quien, de alguna manera, necesitaba hablar y no lo sabía. El viento se lo hizo saber (se lo susurró al oído, habría dicho el viejo).

—No sé cómo hacés —dijo repentinamente, y el tono no fue ni de curiosidad ni de reproche, sino más bien de honesta reflexión. Y al ver que el tipo no acusaba recibo, siguió—: Como están las cosas, con todo esto, y vos ensimismado, con los poemas y las cosas, y un pegaso, y te aparecés así, y tocás el timbre después de...

—Es que no queda otra —interrumpió el profesor, la voz más seca ahora, un tono profundo—. ¿No te das cuenta de que no queda otra que buscarle la vuelta o volarse la tapa de los sesos irremediablemente; que sin un escape, una vuelta, una sinrazón no hay qué ni para qué?

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Adela no dijo más. El bullicio repentino de un ajetreado local nocturno la forzó a esperar para responder y, luego, el propio peso del silencio la conminó a callar. Lado a lado, casi hombro con hombro, su padre, ese enigma. Un enigma en sí misma ella también, iba cargada de muerte.

—Vamos a casa, hija. —El viejo la miró, duro—. Ya es hora.

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—No.

Y se quedaron ambos, entonces, orbitando quién sabe dónde o por qué, con el viento fresco y el ruido apagado de la ciudad de noche, y siguieron caminando tiesos, sin alcanzar la chispa. En la esquina del hospicio, dos pordioseros peleaban por un vino y el bien de la humanidad toda. Casi sin quererlo, y sin darse cuenta, se frenaron.

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—No pueden seguir así —insistió el padre. Los pordioseros lo miraron como quien admira a un dios; él no se dio cuenta de nada, se limitó a tomar aire y embistió—: A tu madre no le queda ya mucho hilo en el carretel. Ella necesita a su hija.

—Yo necesité una madre, ¿y con eso qué hacemos?

—Adela, sé razonable. Pasaron muchos años ya.

—Pasaron todos los años necesarios. Ahora sé que no tengo adónde volver.

—Hija, es tu madre. Es tu casa. Ahí está tu historia, tus cosas, tus recuerdos...

—Los recuerdos me persiguen todavía. Algunos, como pesadillas...

—Tenés tus óleos, por ejemplo. Tus lienzos. Todo está tal como lo dejaste.

—Papá, por favor, acabala. No sé cuántos años hace que no pinto. Ya no pierdo el tiempo.

—Tenemos que ir, entonces, a recobrarlo. À la recherche du temps perdu, querida —dijo, y la tomó del brazo. Adela comprendió de pronto, fatalmente, ese vagabundeo. Su padre estaba decidido.

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Cuando llegaron a la esquina, en la relojería, el viejo frenó. Recién entonces Adela tuvo noción de la realidad, un golpe seco la devolvió a lo que era, a lo que había sido. Aun habiendo estado tan cerca tantas veces, tanto tiempo, no había nunca —creía— vuelto a la esquina de la cortada.

—¿Te acordás? —dijo el viejo, en una inevitable introducción y, en seguida, continuó sin esperar respuesta—: ¿Cuántas veces nos paramos en esta esquina? Mirábamos los relojes como gigantes, hipnotizados quedábamos con el ondular, con el ir y venir, y cuando teníamos suerte, y era la hora, nos quedábamos a escuchar los cucús; y vos me preguntabas por el tiempo, y yo respondía cualquier cosa, pero a vos te gustaba, nos reíamos de buena gana, y después quedábamos orbitando, pensando tal vez qué sería el tiempo, porque no lo sabíamos, y siempre pensábamos en entrar y nunca nos animamos y, al final, nunca le conocimos la cara al dueño, ¿te acordás?

—Se... —apenas suspiró Adela, perdida entonces, repentinamente, en un mar de palabras e imágenes, sonidos y colores.

—El ayer ya es pasado, / un recuerdo fugaz. / El mañana es futuro, / un sueño por alcanzar. / El presente es el ahora, / el instante que hay. / Vívelo con intensidad, / no lo dejes escapar —dijo el profesor, con todos los ademanes y los tonos que eran necesarios y pertinentes.

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La mujer se permitió una sonrisa. El viejo recitaba los peores versos con el mejor de los empeños, con una enjundia que parecía negar la carga de los años, y ella era otra vez una niña, Adela pequeña, Adela chispeante, Adela risueña, Adela radiante; Adela, la de la sonrisa franca, la del deseo ingente, la de los ojos ultramarinos. Su Adela.

—Vamos a casa, papá. 

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