«Me van a chupar la verga vos y el pelotudo de tu jefe, Miguel, y si quiere venir tu secretaria, está invitada también, ¿te das cuenta? ¡Me cago en la hostia y la putísima madre que los recontramil puta parió, carajo!», dijo, y estrelló el tubo contra la horquilla.
Andrea, que ya estaba acostumbrada, lo miraba impávida, esperando solamente que terminara. Como había hecho tantas veces antes, pero mejor no entrar en eso. «Firmame», dijo ella, y «Tomá, linda, gracias», él, y ya. Ella se dio media vuelta y se fue, y él le miró el culo. De libro.
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«Andrea», agregó de repente. Nada más. Ella frenó en seco, pero no se dio vuelta. Esperaba haber oído mal. «Vení un cachito», dijo él, súbitamente con voz de predicador televisivo de trasnoche. «Por favor», agregó de inmediato, como si acabara de darse cuenta. «Necesito que me des una manito con una cosa. Una pavadita». Los diminutivos deben de haberla alertado, pero Andrea quería conservar el empleo y sabía que no era momento para nada, por lo que hizo de tripas, corazón, y volvió a la oficina con cara de póquer.
«No sé si habrás escuchado —empezó él, pese a la certeza—, pero Miguel... Miguel, ¿sabés?, el de Martínez Lopetegui, está un poco... cargoso... ¿Me explico?». Andrea tragó saliva. «¿Vos podrías llamarlo? Como la otra vez, ¿te acordás, linda?». Ella se acordaba. «Dale, haceme la gauchada, ¿sí?». Andrea tragó saliva. Él lo tomó por un sí.
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Andrea buscó el teléfono y lo llamó y, como la otra vez, le dijo que era esto y aquello, y que si qué sé yo, cualquier tontería que ninguno de los dos creía, que a nadie importaba, pero que había que decir para que, finalmente, el asunto se resolviera con Miguel diciendo que porque era ella, porque realmente... Y ella agradeció, y colgó, y respiró hondo, y pensó que iba a tener algún sentimiento y se apresuró a reprimirlo.
—Ya está —dijo, desde la puerta, sin ninguna expresión.
—Sos un sol, linda, gracias... —dijo él, y se reclinó sobre el sillón desvencijado, que hizo un ruido de mierda.
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De repente, un tormentón se descolgó sobre el ventanal de la fábrica, las piedras de hielo acribillaron el techo de chapa, los truenos estallaron y cubrieron el chirrido del sillón gerencial y alguna que otra palabra de su usuario. Una puteada hecha y derecha. De miedo.
Andrea se sobresaltó también, pero no dijo nada. Tampoco lo demostró su cuerpo, con un movimiento imperturbable y continuo que la llevó a su escritorio revestido en cedro de imitación, a su silla roja, a la computadora con la que aún lidiaba, a la impresora que se atragantaba con facturas y remitos, a la máquina de escribir eléctrica de antiguo diseño moderno, al fax polvoriento de grandes botones y a la taza que le había regalado su sobrino, que decía algo referido a la mejor tía del mundo y en cuya agua ya fría se ahogaba desde la mañana un saquito de té asqueroso. Ella se sentó, dio un sorbo distraído y no pudo evitar una mueca que habría resultado graciosa para cualquiera que la viese. Pero estaba sola.
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Se levantó, la espalda siempre derecha, y se fue al baño. Por la módica ventana entraba un viento oscuro y nada más. Estiró la mano para prender la luz y en seguida cambió de idea. Se metió en el cubículo, trabó la puerta y lloró. La lluvia arremetiendo contra el techo fue, más que oportuna, imperativa, y Andrea no pudo menos que llorar fuerte, con ruido, como los nenes. Se le pasaron por la cabeza tantas imágenes, tal vez todas: el primer día en la oficina, la ilusión, la esperanza, los elogios, las aspiraciones, cobrar —por primera vez— un aguinaldo, los piropos de los muchachos, las miradas, las insinuaciones; y también los llamados, las puteadas, los portazos, las reuniones a deshora, las promesas incumplidas, los roces, los silencios. Todo. Quiso gritar, pero no le salió. Apretó los dientes y los puños y siguió llorando.
El llanto siempre para, por suerte, y cuando no le quedó ya nada más, paró, casi de inmediato, como quien apaga la luz. Se limpió la cara con papel y salió. Se dio los últimos retoques frente al espejo y decidió que estaba bien, que no quedaban rastros del suceso. Salió decidida, con la espalda siempre bien derechita, y se fue a la oficina. Vio la puerta abierta y que el innombrable no estaba. Por el ventanal llegó a ver el auto que se alejaba bajo la tormenta. Recién entonces reparó en la nota sobre el teclado:
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Andrea, tengo que resolver unos asuntos. No voy a estar por un tiempo. No te hagas problema, todo va a estar bien. Por cualquier cosa, podés consultar a José. Vos seguí como siempre. Te llamo en cuanto pueda.
La nota era clara, pese a todo: el tipo había volado. Andrea sospechó que el entredicho con Miguel no era lo único que había tenido lugar en los últimos minutos, y entonces se dio cuenta de que, de hecho, le había parecido oír —desde el baño, asordinados por la lluvia, los truenos y el llanto— más gritos, más puteadas, más amenazas de compadrito. ¿Habría discutido con José, el jefe de fábrica? ¿Con algún otro proveedor? Aunque no estaba segura de que se tratase de la voz del jefe. Se asomó entonces a su despacho. En el piso, manchas de barro y agua. ¿Lo habría visitado alguien?
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Entró, la mirada en el piso, intentando descifrar las pisadas. Otro trueno, unos segundos después, un relámpago y, del julepe que se pegó, dio un salto y, al quedar fuera de cuadro, vio algo, apenas. Un paso atrás y a la izquierda, y entonces vio bien. Se acercó, como si hiciera falta corroborar, como quien necesita tocar para saber si la pintura está fresca. Tirado en el piso, detrás del escritorio, sobre un módico charco de sangre marrón, con un escoplo clavado en el medio de la frente, estaba José.
Agarró el teléfono con calma, con mucha calma. Apenas sonó tres veces. «Miguel, soy yo».
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Miguel se sorprendió: «¿Otra vez?». Le gustaba el llamado, en principio, pero también le daba mala espina. Lo que siguió fue una conversación estrafalaria, llena de malentendidos. Con palabras pronunciadas a medias, y sin quitar los ojos de la puerta de la oficina del jefe, cerrada entonces con llave, ella le explicó lo que había pasado. O lo que sabía de eso, que era en realidad poco más que nada. No mencionó el escoplo; en principio, porque desconocía su nombre, pero, sobre todo, por un inexplicable pudor. Tampoco usó las palabras muerto —así, rotunda— ni sangre. Cuando se excusó y confesó que lo había llamado porque no sabía qué hacer, Miguel sintió una cálida satisfacción. Él no tenía por qué inmiscuirse en un asunto tan turbio, pero Andrea lo pudo, lo podía siempre. «Salgo para allá», aseguró, y colgó, disparado, ya en movimiento.
Ella se quedó inmóvil con el tubo en la mano, la boca semiabierta y la mirada fija, como un juguete electrónico al que alguien hubiese quitado las pilas. Aquel estupor duró poco, roto por la voz de uno de los operarios, que subía por la escalera y llamaba a José. Detrás de eso, siempre la tormenta.
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Cuando llegó a la puerta de la oficina, el fulano se frenó. Golpeó y, al no obtener respuesta, se fue. O, al menos, eso pensó Andrea, que, petrificada, estaba intentando no hacer el mínimo ruido. Reparó entonces en que, eventualmente, tendría que salir. Y entonces, en lo absurdo de todo, se volvió a preguntar qué sentido tenía haber llamado a Miguel.
Pensó en las películas, y se dijo que no debía tocar nada. En seguida se respondió que sus huellas estarían por todos lados, naturalmente, y que el error sería, en todo caso, intentar disimularlas. Era la secretaria del tipo, vamos. Volvió a mirarlo a José. La composición le pareció casi poética. Se sonrió sin querer, y tuvo una idea absurda y, en seguida, la reprimió; pero en seguida pensó que en las ropas no quedan huellas digitales y, sin mucho más, se agachó y se puso a rebuscar los bolsillos del finado. Estaba en eso cuando un relámpago iluminó el cielo y, antes de que pudiera escuchar el trueno, se cortó la luz.
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Escuchó el barullo abajo, en la planta: los operarios gritaban con voz aguda, bromeaban y, en algunos casos —el de los procesos interrumpidos o vueltos inútiles por el corte de energía, por ejemplo—, puteaban. Era evidente que el grupo electrógeno seguía sin funcionar. «¿Qué hiciste, Walter? ¿Qué rompiste?», vociferó alguien abajo. «Nada, guampudo», respondió una voz muy cercana, pegada a la puerta, y Andrea no pudo evitar sobresaltarse. El intercambio entre abajo y arriba siguió por algunos segundos —que se le hicieron eternos—, hasta que, por fin, el dueño de la voz se perdió escaleras abajo.
José no tenía encima nada interesante, o eso creyó ella: en la oscuridad, era difícil saberlo. Apurada, manoteó lo que le parecieron papeles sueltos y volvió a su escritorio con un trotecito ridículo. Antes, claro, volvió a cerrar con llave. En la penumbra, ya desde su puesto de trabajo, vio, por el ventanal que enmarcaba el día negro, la llegada del auto blanco de Miguel. Recién entonces exhaló.
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Hizo un cálculo rápido y, habiendo decidido que sí, que había tiempo justo pero suficiente, se apuró al baño. Retocó un poco aquí y allá, y —lo más importante— se echó una buena pero sutil cantidad de perfume. Se miró al espejo y, en el espejo, alguien la miró. Estaba perfecta, sí, listo todo. «El que sabe, sabe», se dijo y, casi sin querer, una voz interior le respondió: «Y el que no, es jefe».
Apenas tuvo tiempo de guardar el neceser en el cajón antes de escuchar la clásica tos corta, profunda, completamente inconsciente de Miguel, que se acercaba por el pasillo. En cuanto llegó, se frenó y la miró, y ella lo miró, y ambos parecieron decirse que no entendían qué pasaba ni qué hacer, pero —a su vez, a su modo— parecían, también, aliviados, si no contentos. Él se acercó, y ella esperó, y se miraron y, casi sin quererlo, se abrazaron. Y el abrazo duró dos segundos, o tres, y, cuando iban a separarse, Andrea tuvo un impulso; pero no uno irrefrenable, sino uno que le sentó bien y, sin más, lo besó, bien fuerte, agarrándole la cabeza con ambas manos, con cierta furia. Miguel sintió la sangre inundarle la entrepierna y las manos se le tensaron apenas un poco.
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«Epa. Perdón, no sabía que...», se turbó Walter, el operario de mayor antigüedad, que había dado toda la vuelta y volvía a Administración por la escalera trasera esta vez. Andrea y Miguel se separaron de inmediato, en un intento vano de disimular lo indisimulable. Bajaron la vista; ella se alisó la pollera con ambas manos, él se miró con demasiada atención los puños húmedos de la campera. «¿Qué pasa, Walter?», preguntó ella con un tono que procuraba ser neutro (y fracasaba estrepitosamente). «Lo estoy buscando a José. Ya busqué por todos lados». «No está», se apuró Andrea. «Sí, sí está. Había salido a comprar unos repuestos, pero volvió justo cuando acababa de largarse. Empapado volvió. Dejó un enchastre abajo —ella pensó en la escena de la oficina contigua y reprimió un escalofrío, que de todos modos habría resultado invisible en la penumbra—. Y ahora no sabemos si consiguió todo ni dónde se metió». «Acá no», mintió ella con calma. Miguel la perforó con la mirada. «Y ahora, dejame, que tengo que ver con Miguel la lista de precios nueva. Y fíjense si pueden resolver lo de la luz, ¿sí?, que así no se puede estar». Walter se encogió de hombros y, sin más palabras, se fue por donde había llegado.
Miguel la miraba admonitorio, aunque entendía la necesidad de la mentira. Además, nada le importaba tanto como retomar las cosas donde habían quedado luego de la interrupción del operario. Ya no sería posible. Ella lo acompañó hasta la puerta cerrada con llave, le franqueó el paso y se detuvo. Él entró decidido, aunque no llegó a ver nada. Minutos después, Andrea, luego de que él no respondiera ni hiciese ruido alguno, juntó el coraje necesario para volver a entrar. No había dado ni dos pasos cuando tropezó con el cadáver de Miguel, tendido boca abajo sobre la sangre, negrísima en la oscuridad. En la nuca se destacaba, amarillo, el mango de un destornillador. Andrea no pudo evitar esta vez un grito.
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El grito se perdió entre la tormenta y el bullicio de la planta a oscuras, y pronto comprendió que nadie vendría, nadie había escuchado, todo estaba como antes. Salvo por los dos muertos, claro. Un latigazo de pánico helado le recorrió la espalda y le hizo cerrar la puerta de la oficina de un saque. Cerrada la puerta, el miedo murió. Volvió al escritorio. La nota reposaba todavía sobre el teclado, como si nada. Pensó un momento y, después, otro y otro. Al fin, tomó el teléfono y marcó, muy suavemente, el interno. En seguida comprendió su torpeza: sin luz no andaba el conmutador, por supuesto que nunca nadie atendería.
Agarró la taza de té, y abrió la puerta de la oficina y, con controlada violencia, tiró lo que aún agonizaba en la taza contra la puerta. Después dejó la taza en el piso, apenas del lado de adentro. Bajó despacio por la escalera, con miedo de tropezar y la espalda bien derecha. Dio la vuelta en la esquina y en seguida estuvo en la puerta del cuartucho. «Hola, Gladys, perdoname, ¿cómo estás? Perdoname que te moleste, hubo un percance arriba, ¿podrás ir a a pasar un trapito? Se cayó una taza, es un enchastre... Qué día difícil...». Gladys dijo que sí, que por supuesto; y pensó que la puta madre que te parió, mirá si con esta tormenta y sin luz no tengo yo una mierda mejor que hacer que ir a limpiar las cagadas que hacen los que cobran cinco cifras, pero no dijo nada.
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Subieron las dos muy lentamente, bien agarradas y con máscaras serias. Parecía una procesión mortuoria, algo que contrastaba sin duda con las risotadas que estallaban acá y allá en la planta baja. En cuanto llegaron arriba, Andrea hizo más ligeras las pisadas, dejó pasar a la mujerona y dijo que había que andar con cuidado, que el piso estaba mojado y cosas por el estilo. Gladys, con balde, secador y trapos de piso en mano y pies de plomo, no dijo nada. Para empezar, porque no era necesario: ella sabía bien cómo manejarse con un simple piso mojado. Para concluir, porque los muertos no se caracterizan por su locuacidad. Apenas había dado un paso dentro de la oficina y ya tenía una escofina hundida en la sien que empapaba de sangre el pelo tirante.
Andrea estaba fuera de sí, ida, desencajada. No gritó. Ya no podía hacerlo. No entendía nada. El jefe, en la escalera, con la vista clavada en la caja de herramientas que colgaba de la mano izquierda de su secretaria, entendió todo. También los enfermeros patibularios que lo acompañaban.
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«José la defendía, decía que no era para tanto, que eran cosas mías, pero, cuando encontré el cuaderno, el asunto no dejaba lugar a dudas. Entonces fue cuando lo llamé a José para que hiciéramos algo sin demora, pero él insistía, y me dijo que hablaría él con ella, y que viéramos, y no sé cuántas cosas, y entonces yo me calenté porque la verdad que no estuvo bien, pero discutimos; yo estaba decidido y él insistía en hablarle, por eso me fui solo a buscar ayuda. Cuando vieron los escritos, en seguida accedieron a mandar ayuda, pero llegamos tarde, lamentablemente», le dijo el jefe a la prensa cuando los tuvo agolpados en la puerta de la fábrica. Le encantó sentirse importante y deslizar, muy por lo bajo, que estos habían muerto por pelotudos, por no haberle hecho caso a él, que sabía bien, que tenía la posta.
El diagnóstico final fue esquizofrenia hebefrénica, y a todos pareció importarles y sorprenderlos mucho por dos semanas o tres. Después, la planta volvió a lo que habitualmente se conoce como normalidad, y aquí no ha pasado nada. El jefe se encargó, eso sí, de cambiar la alfombra de su oficina y de asegurarse de que dejaran el generador en perfectas condiciones.