Era domingo

Llovía. El viejo estacionó en la calle de tierra, bajó del auto con dificultad y, con la mano que le quedaba libre, abrió apenas el portón corredizo y entró. En la otra mano llevaba un recipiente de vidrio con ensalada de papa, huevo duro y mayonesa. Los perros le hicieron fiestas. Era domingo al mediodía y lo habían invitado a comer un asado.

El asador siempre era Maxi, quien disfrutaba de sentirse un héroe parado junto a la parrilla bajo la lluvia. Teo, su hijo, lo ayudaba a veces. Paula era la hija del viejo, seguro que ella lo había invitado. Era la primera vez que el viejo iba a esa casa. Se habían mudado hacía cinco años y yo, al menos, nunca lo había visto.

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Paula se acercó y agarró la ensalada a la vez que le daba un beso. El viejo miraba todo con marcado disimulo. En seguida llegó Teo. No corrió, fue caminando, tranquilo. Estaba comiendo algo. Maxi hizo señas desde el fondo, pero no se despegó de la parrilla. Se metieron los tres al quincho. Uno de los perros —el más peludo— quiso entrar también, pero no pudo: el monosílabo de Maxi lo frenó en seco.

Me metí todo lo que quedaba del sándwich en la boca. No hacía frío. Yo habría preferido que hiciera frío si llovía, pero no hacía frío. Había cada tanto alguna ráfaga de viento sur, y las copas de los árboles se zarandeaban y revoleaban agua para todos lados. Me dio sed, pero me la aguanté porque no quería alejarme de la ventana. Agarré el último triple. Queso y aceitunas. Maxi estaba empapado, no despegaba la vista de la parrilla. Movía la brasa sin parar, innecesariamente. Por la chimenea se perdía el humo. Llovía con ganas y el humo no se mojaba. Me pareció una gran metáfora de algo.

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Volví a mirar al viejo. Había retrocedido hasta el umbral del quincho y estaba parado ahí. Tenía los zapatos mojados y las botamangas, salpicadas casi hasta las rodillas. En un momento, el viento hizo que lloviera un poco más de costado y se le empezaron a mojar los hombros de la campera marrón. Recién entonces se puso en movimiento y terminó de entrar. Me pareció que estaba solo en el quincho. Maxi, en la parrilla, no lo miraba; Paula y Teo no estaban a la vista. El viejo se acercó a una silla, pero no llegó a sentarse. Vio una reposera de lona que estaba plegada junto a la pared del fondo, la abrió con dificultad y se dejó caer en ella. Miraba, supongo, el jardín. La lluvia dibujaba circulitos en el agua verde de la pileta.

Rápido, agarré un vaso, lo enjuagué apenas y lo llené de agua. Tomé tres vasos, uno tras otro. Me gusta que los triples tengan aceitunas, pero siempre me dan sed.

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La escena empezó a aburrirme y, sin darme cuenta, me encontré perdido en el ondular del humo seco que seguía su camino sin más. Era fácil. Tal vez fuera así de fácil. Cuando me quise dar cuenta, estaba pensando en Andy de nuevo. Bueno, no era tan fácil. Me pareció, de repente, el momento oportuno. Fui hasta la heladera y busqué una cerveza. El «pop» de la chapita me hizo bien. Le pegué un sorbo largo mientras volvía a la ventana.

La lluvia parecía haber amainado un poco, pero el viento estaba bien recio. Los árboles se doblaban y el agua caía de costado, primero para acá, después para allá. El quincho estaba vacío ahora. Maxi seguía firme junto al pueblo, se había puesto un gorro de pescador y había dejado de jugar con las brasas. El humo se perdía tan rápido que apenas llegaba a verse.

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Teo salió de la cocina con una pila de platos de madera en una mano y cuatro vasos en la otra. Llevaba los platos como la bandeja de un mozo y los vasos, con los dedos dentro. Paula salió después, con una panera, un sifón y una botella de vino. Detrás de ellos, el viejo asomó apenas la cabeza, sin terminar de decidirse. Yo no los veía, pero ponían la mesa. Teo volvió adentro y el viejo tuvo que acabar de salir para dejarlo pasar. Lento, caminó hacia la parrilla. Paula volvía también y lo esquivó apurada. Él intentó tocarle el hombro al pasar, pero no llegó.

Se paró al lado de Maxi. Ni lo miró, pero el viejo le hablaba y señalaba la parrilla. El asador lo miró entonces como si no estuviera ahí, como si pudiera ver a través. El viejo iba a decir algo más, pero Maxi se sacó el gorro, lo tiró al piso y se fue. Me acordé de Andy otra vez. Del portazo.

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El viejo se quedó seco. Después de un minuto, agarró el atizador y removió un poco las brasas. Dio vuelta un pedazo de carne y buscó con la mirada algo que no encontró. Se me terminó la cerveza y el viejo seguía ahí. No vino nadie más. No había movimiento en ningún lado, salvo los árboles y el humo.

Fui a buscar otra cerveza. Pop. Sorbo. La parrilla sola, sin vigía. Me quedé mirando. Pensé en la entraña, iba a quedar dura. Nada. Después de un rato, la vi a Paula con una bandeja, retirar todo, apurada. Por detrás de ella pasó el viejo. Lo seguí con la mirada. Lo vi salir, cerrar el portón detrás de sí y meterse en el auto. Me quedé mirando y tomando la cerveza, pero el auto nunca arrancó. Volví a la parrilla y al humo. Y a Andy, también.

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