Desesperanza

—¡La puta que te parió, Martegani! ¡Pasala, morfón! ¿Qué querés inventar, la concha de tu madre? ¡En tu puta vida la vas a meter desde ahí!

Luciano grita frente al televisor. Grita como si los jugadores pudieran oírlo, se pone rojo y se le hincha una vena en la frente. Marisa, en la cocina, de pie junto a la mesada, toma un mate lavado y piensa de repente que no da para más.

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Sale decidida, va al living, como tantas otras veces. Se siente segura, impetuosa, es ahora, no sabe por qué, pero es ahora.

—Me voy —dice, seca, nada más. En seguida se da cuenta de su error, pero las palabras no se pueden recuperar.

—¿Qué? Vos no te vas a ningún lado, casi medio partido y la comida, ¿dónde está? Dale, dale, que me estoy cagando de hambre. ¡Corré, la reconcha de tu madre, boliviano hijo de remil putas! Dale, cociná, no me hagas calentar que ya con este partido de hijos de puta tengo bastante, dale. Traeme una cervecita —ordena, y vuelve al partido.

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Marisa vuelve a la cocina. Cabizbaja, se ceba otro mate. El sol del mediodía entra por la ventana y, por un momento, ella se deja entibiar mientras mira el polvo que baila en la luz.

Maquinalmente, va hasta la heladera, la abre y agarra una de las latas que están en la puerta. Siempre odió la cerveza, piensa en ese momento, o se da cuenta: es lo mismo. El frío del aluminio le molesta en la mano. Abre la lata, la deja en una bandejita con un vaso grande y un platito con maní y camina con todo hacia el living. Al pasar junto al lavaderito piensa en el matarratas. Sonríe y se siente una tonta.

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Lo veníamos diciendo, lo que le falta al Carnicero es definición, profundidad, dice el coso de la tele. Dale, la reputa que te parió, dice Luciano. Marisa deja la bandeja, y se lleva la lata vacía que, estrujada como trapo de piso, yace sobre la mesita ratona, síntoma irrefutable de que el resultado se hace desear. La agarra con liviandad, con la cabeza todavía en esas cosas, y en seguida siente la dura caricia del aluminio: una de las puntas, producto de la estrujada, se le clava en la palma de la mano. Evita la queja, para evitar.

Vuelve a la cocina, tira la lata al tacho, agarra el mate y recién entonces repara en el ahora evidente corte que se hizo con la lata. Es apenas una gotita de nada, la savia carmesí de la vida apenas aflorando, pero... otra sonrisa se le dibuja sin querer. ¿Cómo puede ser que una lata, tan inocente, en un segundo...? Rechupa el mate lavado y la sonrisa se le diluye.

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Nunca pensó en sí misma como alguien inocente. Sí buena, una buena persona, con momentos mejores y peores, como todos, pero incapaz de matar una mosca.

La gotita de nada crece en la palma de su mano hasta formar una gota irreprochable. Una gota de sangre, que cae finalmente al piso y deja una mancha mínima sobre las baldosas de color gris sucio. El contraste impresiona, y Marisa no puede evitar un sofoco. Coincide con un grito de gol.

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Luciano entra en la cocina todavía festejando el gol, agitando el brazo, dispuesto a arreglar el asunto de la comida, carajo, no puede ser que uno tenga que ver el partido sin una picadita, algo, ¿para qué trabajo todo el día como un negro, la puta madre...? Pero algo lo sosiega, ya sea el sol, ya sea el gol de cabeza, ya sea el perfil de Marisa, que se da vuelta al escucharlo acercarse. Le ofrece, sin quererlo, tanto una buena porción de culo como el perfil de unos pechos turgentes sin corpiño. Luciano siente en seguida un fuego llegar. Este gol hay que festejarlo.

Mirá cómo estás vos, vení un poquito, mirá, hija de puta, le amasa el culo con ganas, mirá lo que es esto, boluda, vení, y la besa y la empuja contra la heladera. Le masajea las tetas, le aprieta los pezones, se empalma completamente. Hija de puta, me vas a chupar la pija, vení, y ya se está bajando el short como puede, con una mano, con la otra sigue manoseando a su mujer torpemente, como un animal rabioso. Marisa se deja hacer. Se excita un poco, y en seguida siente culpa. Al rechazo intelectual le corresponde un instinto animal, y se moja sin quererlo.

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La cabeza de Marisa va a mil por hora. A la misma velocidad que su sexo, aunque por otro carril. Luciano la manosea y ella lo deja, pero sin abandonarse del todo. Deja que le levante la musculosa y le chupe las tetas. Deja que, casi inmediatamente, la tome de los hombros y la empuje para lograr que se arrodille. En cuclillas sobre las baldosas de color gris sucio con una mancha mínima de sangre, se encuentra con una pija a centímetros de la nariz, y entiende que debe chupar y nada más, y se pone. Él jadea como un cerdo.

—El de la despedida, Luciano —dice, a media voz. Él no la escucha. En la televisión, alguien grita algo acerca de un Carnicero, de la presión, del buen juego asociado. Luciano parece excitarse más.

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Vamos, vamos, dice la voz, excitada, y se acerca el desenlace. Dos, tres, cuatro toques, y hace falta solo empujarla, y está hecho. Luciano acompaña, con lo que le queda, le tiemblan las piernas ya. La agarra de los pelos y le empuja la verga hasta el fondo. Siente entonces el aliento de la hinchada, llega el gol. Marisa ahoga una arcada, y se la traga toda, porque no le queda otra.

Grita el relator, grita la gente, y como puede, a su manera, grita Luciano. Qué puta divina que sos, qué rico, la puta que te parió, tenía los huevos llenos de leche, hija de puta, ah, aguante el Carnicero, carajo, la puta que te parió, ah, dale, limpiala toda. Y cierra los ojos y mira al cielo, le da gracias a Dios. Marisa le relame la poronga de pe a pa y, con la diestra, lo pajea con amor. Con la izquierda, sutilmente, busca en el tacho la lata de cerveza.

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Club Deportivo Guzmán, el Carnicero, se coronó campeón por primera vez en sus 86 años de historia con un gol del resistido David Martegani en el minuto 94. Luciano se enteró a medias, preocupado como estaba en frenar la sangre que le brotaba del corte profundo y todo a lo largo de la pija. Le gritó algo a Marisa.

Desde la vereda, ella no lo escuchó. Los bocinazos lo tapaban todo. Se prendió un pucho y se perdió en las calles, que ya empezaban a poblarse de hinchas embanderados y exultantes.

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