Lo único que puede hacerse en días así

Pernía juntó la nieve como todas las mañanas. El rastrillo de jardinería con la madera adosada dejaba caminos mojados sobre el pasto mustio y despejado. Esos caminos, Pernía lo tenía claro, eran peores que la nieve, mucho más traicioneros. La humedad se hacía escarcha y formaba una película muy fina de hielo. Ella prefería caminar enterrándose en la nieve antes que resbalarse y romperse un hueso. Pero era su trabajo, y lo hacía y sanseacabó.

Tenía las manos cuarteadas por el frío, pero los guantes viejos se endurecían mucho y los nuevos, que había cometido el error de pedir al patrón, eran finos y se humedecían enseguida. Ninguno servía para nada, así que seguía sin guantes ni nada. Al fin y al cabo, trabajar es lo único que puede hacerse en días así.

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A media cuadra lo vio salir al doctor: o se había adelantado, o ella venía retrasada. Consultó el reloj y vio que, en efecto, venía retrasada unos cuatro minutos. Pensó en apurarse, pero en seguida desistió. Desde la ventana de la casa de las piedras Dora le hizo señas. De saludo, pensó, y las devolvió, pero en seguida vio que la estaba llamando. Asintió, y emprendió la subida. Ojalá fuera una taza de chocolate caliente, pensó.

No era chocolate: Dora quería saber si le podía comprar unas cosas en la tienda, porque el clima estaba bravo. Pernía dijo que podía, pero cuando terminara el turno, y Dora dijo que bueno, pero que por favor, que era importante. Pernía dijo que sí, y que volvería entonces, y Dora dijo que sí. Pernía volvió al rastrillo, y la vieja cerró la ventana, y se quedó mirando un rato largo.

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Bajar por esos caminos era todavía peor que subirlos. Pernía se concentró en el descenso, se echó el rastrillo al hombro del que colgaba ya el bolsito con sus herramientas y bajó despacio, medio de costado; aun así, dos veces estuvo por caerse. No se acostumbraba a la nieve, al piso casi siempre helado, duro y hostil ni a esa ciudad que tenía flores y verde durante un mes y era, el resto del año, una mortaja sin color, mojada y gélida para los árboles desnudos y las hojas mustias, como podridas en las ramas de los arbustos espinosos. Seis años, ya, y no se acostumbraba.

Terminó de bajar y, como el doctor ya se había ido, decidió volver a la municipalidad caminando a la vera de la ruta provincial. Allí dejaría sus herramientas de trabajo, se tomaría un mate cocido que le hirviese las tripas y, recién entonces, iría a la tienda a buscar lo de Dora. La sacó de sus pensamientos la bocina del camión de Sandro, quien la saludaba al pasar. Pernía trató de levantar la mano derecha, pero sostenía el rastrillo, demoró en sacar la izquierda, apretada en el bolsillo de la campera, y terminó moviendo la cabeza, nomás, e improvisando una sonrisa para nadie cuando el camión ya estaba tomando la rotonda, un kilómetro más allá. La sonrisa se le deformó entonces por un acceso de tos que la dobló. Mezclada con la nieve sucia del costado de la ruta, la sangre que escupió se congeló casi de inmediato.

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«¿Estás bien?» La sorprendió la pregunta de una vecina que, desde enfrente, le preguntaba con honesta preocupación. Dijo que sí, rápidamente, y agradeció, y se apuró a seguir con lo suyo. No sabía quién era, pero por esos lares todos eran de por ahí, no quedaba otra. Sintió vergüenza por el escupitajo, y preocupación: ¿habría notado el detalle la vecina? Una vez más, anduvo todo el camino de infinitas preguntas sin respuesta, tribulaciones y desazones. Llegó, como siempre, a nada, pero esa vez sintió más culpa que las anteriores, tal vez, y se dijo que vería al doctor. Casi seguro que vería al doctor. La mañana próxima, si lo cruzaba, hablaría con el doctor, si no estaba ocupado. Y si no había mucha nieve, porque, si hubiera mucha nieve, entonces lo primero sería limpiar bien los caminos, porque, a fin de cuentas, es el trabajo, y hay que hacer bien el trabajo y ser responsable.

En la municipalidad no había nadie, los viernes son días de éxodo tempranero. Menos mal que no necesitaba nada. Dejó las cosas, se cambió y firmó; y aunque se preguntó para qué firmaba, y no supo responderse, firmó, y puso la hora real. Con el mate cocido humeando en la mano todavía, salió. En dos minutos o tres se tomó un descanso, y el mate cocido, y entonces sí encaró para la casa de Dora.

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Tener que caminar otra vez hasta la casa de Dora la puso de mal humor. El clima está bravo para todos, pensó Pernía, y, si bien ella era bastante más joven que la viuda, también cargaba con lo suyo. Y en ese momento no pensaba en la tos ni en la sangre.

El señor Pernía, Ernesto, el Ingeniero, a quien había seguido enamorada hasta esa ciudad inhóspita, se había esfumado hace tiempo. Cuando la empresa que trasladó al matrimonio Pernía allí cerró su planta (los números eran insuficientes, los geólogos se habían equivocado o quién sabe qué, pero el lugar no servía para nada), él se subió a un micro y desapareció sin mayores explicaciones. A ella le quedó la casita con un cuadrado de tierra yerma y muchísimo tiempo sin futuro por delante, además de un matrimonio legalmente constituido con un señor que no estaba en ningún lado. Y el apellido, tan de él, que fue por poco tiempo el de ambos y que todo el mundo en esa ciudad seguía adosándole a ella. Ella era Pernía como si todo lo anterior jamás hubiese sido, como si hubiese brotado una mañana ahí, entre las piedras.

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Cuando llegó a la casa de las piedras se encontró una nota pegada en la puerta. Dora había tenido que salir (no daba más detalles) y le había dejado una lista en un sobre en el buzón. El chico de la tienda ya sabía, si ella pudiera ir a buscar estas cosas y traérselas le estaría eternamente agradecida. Que perdón y que, desde ya, muchas gracias, decía. Pernía quiso enojarse, pero no pudo. Esta vieja, mirá vos... Bueno, qué se le va a hacer... Y agarró el sobre del buzón con forma de casita. Estaba cerrado y Pernía se preguntó si debía abrirlo. El debate interno sobre la moral y las buenas costumbres derivó en seguida en posibles motivos por los que el sobre estaba cerrado, y, de ahí, a los posibles motivos por los que la vieja se había ido y, entonces, qué haría con el sobre una vez en la tienda. ¿Debía abrirlo o entregarlo así? Si el chico ya sabía...

Tan absorta en estas cosas venía que solo cuando sintió el resbalón entendió que había caído en la trampa del hielo. Cayó con fuerza, con bronca, sin siquiera la gracia que habría hecho reír al espectador. No había nadie, por suerte, pero eso no aplacó su ira. Sintió fuego en el pecho y, mientras intentaba recomponerse, puteó y puteó, y gritó fuerte, y con los gritos ahogó el llanto que la acogotaba; y tanto gritó que le vino la tos, y otro gargajo morado.

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Se levantó como pudo, con cautela, temiendo volver a caerse; se enderezó de a poco, la cabeza latiente, el cuello tenso, los ojos húmedos, el culo empapado. Pueblo de mierda. La puta que te parió, Ernesto.

Volvió a sentir el gusto de la sangre en la boca. Discreta, después de mirar a todos lados escupió a un costado, a la nieve esponjosa. La mancha era esta vez de un rojo subido. Tendría que ver al doctor, pensó, sin falta; ojalá el clima aflojara un poco, porque con tanta nevada nunca le quedaba tiempo. Pero, primero, lo primero: la tienda. De nuevo se dirigió a la ruta, otra vez se cruzó con Sandro, que entonces iba en dirección al centro. Él la invitó a subir y ella, por primera vez en tantos años, accedió.

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—No lo puedo creer, me va a dar algo... Te diría que va a llover, pero... —dijo, nervioso,  Sandro porque, entre la mezcla de simples emociones que tenía, se le enroscaban las palabras.

—¿Por qué? —preguntó Pernía, aún en lo suyo.

—porque, oíme, ¿cuántas veces te ofrecí acercarte, y nunca quisiste? —dijo, mientras intentaba poner la calefacción más fuerte (cosa que era en vano).

—Ah, sí, perdoname, tenés razón... pero hoy... Hoy es un día así... —sentenció ella, todavía en lo suyo, disimulando malamente el malhumor, ajena a la adolescente felicidad del muchacho.

Hablaron algunas cosas (más él que ella), y en seguida llegaron, porque esos caminos, que parecen eternos cuando uno patea la nieve y empuja el rastrillo, son un tris a bordo de un camión. Sandro frenó en la puerta de la tienda y dejó el motor en marcha.

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El trámite en la tienda fue breve. Pernía entró, saludó apenas con un movimiento de cabeza y entregó —mientras murmuraba algo acerca de Dora— el sobre al chico detrás del mostrador. Este se secó las manos en las perneras, lo abrió y escrutó la nota con cara de profunda dificultad. Después de ir y venir por el local como una mosca atrapada, reuniendo ítems de lo más disímiles, armó un prolijo paquete de papel madera y lo ató con hilo choricero. Después de un momento eterno, se lo acercó a Pernía, quien lo agarró y salió sin saludar. Sandro la miraba desde el camión y, en cuanto ella puso un pie fuera, él le abrió la puerta. Le faltaba mover la cola, nomás.

—¿Y? ¿Qué tal está todo en el mundo exterior?

—No tengo idea. Disculpá, ¿vos podrías llevarme al consultorio del doctor Maltusi? Me lo crucé a la mañana, cuando se iba.

—Puedo, pero ahora no lo vas a encontrar. A Dora tampoco.

—¿A Dora?

—¿Cómo? ¿Me vas a decir que no sabés lo que pasó?

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No llegó a decirle que no sabía lo que había pasado porque su cara lo expresó simple y honestamente, y a esta sorpresa sobrevino la de Sandro; y la seriedad que no había tenido él (convencido de que ella sabía) la había tenido ella al ver la soltura con la que él preguntaba y, entonces sí, él se había sorprendido. Fue un segundo de confusiones y rápidas interpretaciones y, en seguida, la palabra ahogó esa maldita incertidumbre. Y menos mal, porque Pernía no tenía un día para adivinanzas.

—La encontraron en la lomada, colgada de un abedul —dijo el muchacho ya sin gracia, imitando la seriedad que reflejaba el ceño de Pernía—. El tordo fue para allá a ver qué pasó, lo llamaron de urgencia... Saben todos en el pueblo, yo pensé que sabías... —dijo con culpa.

—Pero... —dijo, honestamente confundida, Pernía mientras miraba el paquete.

—Yo pensé que sabías... Pero... ¿qué pasa? —preguntó con cierto miedo.

—No sé qué pasa —dijo ella mientras empezaba a abrir el paquete—, pero... —y ya no pudo decir nada más.

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En el paquete había un par de guantes gruesos que llamaron inmediatamente su atención. Debajo, un portarretratos chino, una vela aromática y un whisky bueno, junto con prácticamente todos los módicos manjares que podían hallarse en esa ciudad olvidada. En el contenido del paquete, impropio de Dora, Pernía entendió el mensaje, la despedida, el lazo invisible que la había unido a esa mujer en vida y que acababa de cortarse.

—¿Querés ir a la lomada? ¿Qué puedo hacer? —preguntó, movilizado, Sandro.

—Lo único que puede hacerse en días así. Llevame a tu casa —resolvió ella.

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