La noche estaba fresca, finalmente, después de un día pesado. Se permitió abrir un rato la ventana para que entrara un poco de aire nuevo. Se sentó, presto a leer, y no llegó a terminar el primer párrafo que se levantó a cerrar, le entró en seguida la odiosa ansiedad. Empezó a cerrar y se frenó. Abrió. Se frenó. Pensó que si se quedaba ahí, mirando por la ventana, entonces nada podía entrar, nada podía pasar, estaría bien. Podría fumar, incluso, pensó, y, rápido, manoteó el atado en el bolsillo del pijama. Se acercó la copa a ventana y entonces sí, ya más tranquilo, miró por la ventana mientras fumaba y disfrutaba de la fresca. Desde el piso alto se veían muchas luces debajo, pero, mirando al frente, la oscuridad.
Rogelio le tenía miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a lo extraño, a la noche, a lo sórdido que se imaginaba que pasaba cuando bajaba el sol. No salía del departamento del último piso después del ocaso si podía evitarlo y, en general, podía evitarlo. Se quedaba leyendo y fumando, escuchando tango o jazz o, a veces, blues del primero. No es que temiera algo en particular, realmente, es que simplemente le tenía miedo a la oscuridad.
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De chico era distinto, recordaba. Intrépido y aventurero, siempre el desobediente, siempre el que daba la nota, había causado todos los disgustos posibles a su mamá, que vivía afligida, asustada o, como ella repetía, «con el corazón en la boca». Su viejo, en cambio, parecía siempre imperturbable; aunque le pegaba para que comprendiese sus errores, las consecuencias de sus actos, lo hacía, eso sí, sin pronunciar palabra. Su mamá le decía que a la noche, cuando llegara su padre, iba a ver y el viejo, sin decir agua va, le hacía ver las estrellas.
Estrellas diferentes a las que se veían esa noche. El cielo nocturno estaba particularmente luminoso y Rogelio, lejos ya de ese pasado remoto, se sintió casi en paz consigo mismo. Conservaba la desazón de no haber podido aceptar el convite de los compañeros de trabajo, que iban a coronar ese viernes con una cena opípara y quién sabe con qué más. Todos los lunes se desgranaban con lujo de detalles esas noches compartidas, y él siempre se sentía en falta. Esa tarde lo habían invitado, como todas las veces, y él, como siempre, había esgrimido una excusa sólida, de esas que pensaba durante la semana para poder estar seguro de que el viernes, cuando lo invitasen, diría que no y explicaría por qué de modo que nadie insistiera. Pero entonces, inesperadamente, se sintió solo, y ni el cigarrillo, ni el tango, ni el libro ni el whisky le sirvieron de nada.
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Era una locura, se dijo. Después se dijo que no, que una locura era otra cosa, no ir a comer con los muchachos. Pero a la vez... ¿qué falta hacía? Ninguna, la verdad. Era una mala noche, eso era todo, se dijo, y se acercó a la ventana de nuevo. Y una ráfaga de aire frío lo golpeó con fuerza, como si el buen Dios le pegara un buen sopapo para sacarlo de su trance. Acusó recibo, se sintió envalentonado. Apuró lo que quedaba de escocés y, entonces sí, se sintió decidido. Iría, ¡qué tanto!
En cuanto salió a la calle prendió un pucho, la luz de la llama lo reconfortó. En el bolsillo del saco había cargado, de todos modos, la linterna, por cualquier cosa. Caminó rápido, esquivando el miedo que sabía latente. Tomaría el colectivo: era mucho mejor que entregarse al sombrío cubículo de un taxi. Las luces de los autos lo hicieron sentirse bien, pero las largas sombras de los transeúntes lo mareaban. Mirando al piso como un niño tímido llegó a la parada. El colectivo llegaba justo, y venía semivacío y bien iluminado. El mismo Dios, una vez más, había ido en su ayuda. El viaje fue rápido y casi placentero. Cuando bajó, en otro barrio, volvió a apretar el paso: había menos luces por allí.
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Dentro del colectivo, bañado por esa luz fría de heladera, protegido por la carrocería, la cuerina, el plástico y el metal, inmóvil y expectante como dentro del útero de su madre; ahí quería estar. O, mejor todavía, en su casa. Pero no. Caminaba rapidito, apurado, por un barrio desconocido. Por suerte, según el vistazo postrero que había dado en su casa a la Filcar, se trataba de alcanzar, nomás, la esquina. Solo eso. Allí estarían los compañeros, los amigos, y acaso el miedo aflojase y él pudiese sentirse un muchacho otra vez. Intrépido, aventurero, todo eso.
En la bocacalle, el espanto lo atenazó. Sintió que se le cerraban los pulmones; en realidad, lo que sintió fue que no le servían, que perdían el aire como el fuelle ajado de un bandoneón de conventillo, con tres teclas menos y el nácar descascarado. El cartel de chapa mostraba el nombre de una calle ignota y comprendió que se había bajado antes o después, si es que no se había equivocado de ramal al tomar el colectivo. Sintió un vahído, las piernas se le aflojaron y se fue al suelo. Llegó a ver un tipo que se le acercaba antes de la negrura total.
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Cuando despertó, intuyó entre sombras la cara de un fulano que, encorvado, lo miraba con duda. En un movimiento rápido, como un latigazo, metió la mano en el bolsillo. El otro reaccionó a la misma velocidad, y se incorporó y, entre esas velocidades, se encontró el fulano con una linterna de poca montan intentando encandilarle las pupilas, y el otro, desde el suelo, escrudiñando la cara de sorpresa de un desconocido con barba de tres días.
Los dos advirtieron en seguida que no había mala vena. «Pero, mi viejo, ¿qué le pasó?», dijo uno estirando la mano, y que «no sé, la verdad no sé, yo...», el otro. El tipo le explicó que lo venía mirando porque lo notó caminar a los tumbos, medio en curda y, cuando se quiso acercar a preguntarle algo, el tipo se desplomó como una bolsa de papas y quedó ahí tirado, pero a los pocos segundos, cuando se acercó para sentirle el aliento (si es que acaso tenía alguno, porque pensó que tal vez se hubiera quedado seco), el ñato había de pronto abierto los ojos, y así la situación de recién. Rogelio le agradeció, sin dar mayores explicaciones de por qué había terminado en el suelo. Se aprestaba a retirarse (sabe quién cómo o a dónde, puesto que, aunque no lo recordara, estaba perdido) cuando el tipo, tras un silencio, lo tomó suavemente del brazo. «Escuche...», dijo, y Rogelio escuchó.
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«Usted no es de acá, eso se ve patente», empezó el tipo. Rogelio lo miraba como quien ve a un fantasma. «Y también es evidente que no está bien y, la verdad, me gustaría ayudarlo. Creo que es lo correcto.» La mano del tipo presionó el brazo de Rogelio. Este se dio cuenta fatalmente de la fuerza de esos dedos. El otro parecía una buena persona, pero…
«No, no, gracias. Perdone, pero me tengo que ir», balbuceó apurado. «Pero ¿a dónde va, amigazo? Dígame, deje que lo oriente, al menos…» La tenaza en el brazo era peor; las piernas de Rogelio se aflojaban de nuevo cuando el tipo, de repente, le soltó el brazo para tenderle la mano: «Mondragón, un gusto. Omar Mondragón, para servirle». Rogelio le dio la mano mecánicamente y, antes de que se diera cuenta, su boca dijo: «Raúl, mucho gusto».
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«Bueno, ahí está, Raúl, déjeme que lo ayude», dijo, sin soltarle la mano. «Hace un minuto estaba en el piso, querido amigo, no se precipite... ¿No le vendría bien una copa? Justamente iba para allí, mire, ¿por qué no viene conmigo?» Y su aspecto, de alguna manera, pensó Rogelio —ahora Raúl—, no parecía el de alguien preparado para aceptar un no. Titubeó, y fue suficiente para que el otro lo rematara: «Vamos, venga, se toma un trago y después ya verá... Que no se diga que no se ocupa Mondragón de los amigos... Vamos...». Y fueron.
Rogelio apretaba todavía la linterna en el bolsillo mientras el tipo le explicaba que era allí, apenas doblar la esquina. Rogelio pensó que tal vez quisiera la providencia, finalmente, que fuera el boliche donde tenían que estar los muchachos y todo fuese una anécdota para reír el lunes, una pavada sin sentido, una minucia opacada completamente por el gran suceso, por el fantástico hecho de que finalmente —¡finalmente!— Rogelio había aceptado venirse a una joda. En eso estaba cuando dieron la vuelta a la esquina y, antes de que pudiera elucubrar mucho más, se toparon con la oscura y sombría entrada de lo que era, a todas luces, un clásico piringundín.
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No estaban los muchachos. No había casi nadie, de hecho. No se trataba de un recinto bien iluminado ni acogedor de ninguna manera. El hombre detrás del mostrador parecía un preso cumpliendo condena, y esto no solo por su cara patibularia. Tenía a sus espaldas un pequeño espejo opacado por cagadas de moscas y varias hileras de botellas indistinguibles. Las lamparitas agonizaban. Las mesas, puestas así nomás, no invitaban a ocuparlas. Las paredes, de un color indefinido, producto de capas y capas de mugres históricas, parecían gritar a quien se atreviese a cruzar el umbral que no era bienvenido. Mondragón entró como si nada, con el paso seguro del habitué. Rogelio-Raúl, detrás, apenas levantaba los pies, la linternita aferrada en el bolsillo.
«Una caña, Guadalupe», dijo Mondragón sin que mediase saludo alguno. El barman, mudo, asintió. «Y para el amigo acá presente... ¿Qué va a tomar, Raúl? Yo invito.» Otra vez la mano presionaba el brazo de Rogelio. «Nada, nada. Gracias», respondió. «Vamos, no me rechace la invitación. ¿Va a despreciar el convite? Mirá, Guadalupe, cómo nos falta el respeto», le dijo Mondragón al otro. Dos pares de ojos duros e inescrutables como los de pescados perforaron a Rogelio. «Un cafecito está bien. Gracias, ¿eh?», dijo lo primero que se le ocurrió, casi en un susurro, mientras relojeaba la puerta y calculaba sus probabilidades.
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Guadalupe no se molestó siquiera en hacer un gesto. Hizo lo que sabía que debía, y en seguida hubo dos tragos servidos: la caña de rigor y una ginebra para el forastero. «Salú, Raúl, beba y olvide», dijo Mondragón, que hablaba más para sí que para nadie. Rogelio soltó la linterna para agarrar el vasito. Inquieto, pero sin más que hacer, bebió. La ginebra le sentó bien, venía al caso. Después de todo, había querido salir y había salido, ¡qué tanto! El segundo sorbo lo tomó ya más decidido: podía salir, y viajar en colectivo y tomar ginebra, ojo. Y desmayarse, también, bueno. Sintió vergüenza. Lo miró al Guadalupe, nada; lo miró al otro, ensimismado en su caña. Bebería su ginebra, pagaría y se iría, qué tanto, ya había hecho bastante. Apuró el resto de la medida y, con innecesaria y fingida suficiencia, apoyó el vaso más fuerte de lo prudente y se empezó a incorporar.
Y estaba por meter la mano en el bolsillo para sacar un billete, y apurar la retirada, cuando el corazón le dio un vuelco y la boca se le llenó de el sabor dulzón de una inesperada adrenalina de primerísima calidad. Una mano firme, confiada, le rodeó el cuello y se posó, suavemente, pero sin dudas, sobre su hombro izquierdo. Apenas pudo controlar el saltito, y giró lo más calmado que pudo en esa dirección. No había nada. Y en seguida, una voz cálida, suave, ronca pero amable, le penetró el oído derecho como un hierro candente: «Hola, mi amor, ¿cómo estás?». Giró como un latigazo, y el aliento a tabaco y el olor a perfume barato le llegaron antes de que pudiera terminar de descifrar el rostro.
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Una mujer. Una mujer real, tangible, cercana. Cierta. Una mujer posible le hablaba, le rozaba el cuello con los dedos, se sumergía en su espacio, parecía querer ser parte de él. No como las compañeras con las que conversaba afablemente en el ascensor o en la hora del almuerzo. No. De noche, con amor y sordidez.
«¿Qué estás tomando? Te acompaño, ¿querés?», ronronéo ella. Rogelio se sintió valiente. Confiado. Y hacía mal, aunque eso lo sabría después.
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No supo qué decir; y no hizo falta. Ella se sentó en el taburete de al lado y se quedó bien pegadita. Le hizo un gesto mínimo a Guadalupe, que en seguida trajo un vaso con lo que simulaba ser ginebra y se quedó parado, sin ninguna sutileza, esperando el billete. Rogelio entendió y sacó un billete, que en seguida desapareció. Por un momento pensó en revolear un cinematográfico «guardate el cambio», pero no había tiempo ni necesidad, Guadalupe ya estaba en otra y vuelto no iba a haber. La fulana seguía con «mi amor», y «qué lindo» y «contame». Rogelio escuchaba y asentía con monosílabos, mientras intentaba, con absurdo disimulo, relojearle las tetas. Era una vieja baqueteada, pero tenía buenas tetas. O eso parecía en la penumbra. Rogelio pensó que si hubiera buena luz, y no esa mierda de penumbra, y en seguida recordó que no le gustaba la oscuridad. Tenía que irse. «Qué rico perfume te pusiste, eh, a ver...», le zampó la mina y, mientras se acercaba al cuello, le apoyó las tetas bien fuerte, con ganas. Se empezaba a olvidar de la oscuridad Rogelio.
Así fue entrando, y no es que no se diera cuenta, pero hay un momento en que el hombre le gana al hombre y se pierde o se deja perder, nadie lo sabe, pero así pasa. Y así le pasó a Rogelio, que se dejó, y en unos minutos la vieja lo había convencido de todo. Cuando le dijo que si quería invitarle otra copa, Rogelio dijo que no, y ella aprovechó y le dijo que si no iban a tomar más tal vez quisiera ir con ella a un lugar más reservado, y tuvo el buen tino —sin saberlo— de no haber dicho «más oscuro», y entonces Rogelio dijo que sí, y cuando se incorporó para seguir las instrucciones de la profesional, se dio cuenta de que Mondragón y Guadalupe lo junaban sin pudor y se cagaban de risa, sin maldad. «¡¿Vio que tenía que venir, Raúl, no le dije que le iba a hacer bien?!», dijo Omar, y se reía, y también Guadalupe se reía, pero sin mostrar los dientes. Cuando le pasaron por al lado, Mondragón aprovechó y le amasó bien el culo a la vieja, que se cagaba de risa, pero sin maldad.
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De nuevo en la calle, Rogelio sintió alivio. Atrás quedaba ese piringundín ranfañoso, ya nunca más Mondragón, ya basta de Guadalupe. Era, por fin, dueño de sí. Y parecía estar a punto de adueñarse también —al menos por unas horas— de una hembra magnífica, una cuyos mejores días tal vez hubiesen pasado, pero que parecía dispuesta a dar batalla esa noche y cualquier otra.
Pero la noche. La oscuridad. Rogelio reprimió un escalofrío. Esas tetas serían su faro.
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Habrían hecho unos cincuenta metros cuando la papusa giró a la izquierda. Franquearon una puerta de madera minúscula y atravesaron un pasillo largo, iluminado solo por la luz de la luna, completamente inoportuna en estos menesteres. Al fondo de todo, una puerta, y una escalerita, y otra puerta y, finalmente, una pieza de pensión con olor a todo junto. Rogelio quiso irse, pero la mina, que lo había llevado siempre anidado en el brazo, cerraba entonces la puerta tras de sí y pasaba, del futuro y las promesas, al imperativo: sentate, ponete cómodo, servite una ginebra si querés, yo quiero, esperá que me saque esto, ponete cómodo, sacate el abrigo, relajate. Y Rogelio no pudo más que obedecer. Si hubiera sido su casa, habría prendido una luz y no se habría conformado con la mortecina luz de ese velador mugriento, pero su casa no era y, después de todo, tenía ginebra y una mina en bolas. Al quitarse el saco sintió, sin querer, la linterna en el bolsillo. Se rio sin quererlo, de buena gana, y la mina, desde el baño, preguntó qué pasa, mi amor, y el dijo que nada, que soy un boludo, y se prendió un pucho, y la luz de la llama le hizo bien.
Cuando salió del baño, la paica apagó el velador mugriento, y por toda iluminación hubo dos brasas de cigarro titilando a destiempo. Y, entre tanta oscuridad, Rogelio vio colores, rayos y centellas, un arcoíris y las estrellas, todo a su debido tiempo. La flaca era una profesional, mucho más que —simplemente— un buen par de tetas.
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Ella dijo un número, ya sin mi amor ni nada. El aceptó de buena gana, incluso sin mi amor ni nada. Mientras se ponía el pantalón, Rogelio rebuscó en los bolsillos. Los billetes cambiaron de mano sin ceremonia alguna. Él terminó de vestirse; ella le dijo que la puerta de calle estaba cerrada solo con un pasador y que la dejase abierta al salir, abrió para él la puerta que daba a la escalerita y, envolviéndose en una bata transparentona, se metió en el baño. Y chau. Encarando la escalera, Rogelio creyó oír flatos largamente contenidos tras las paredes finas, pero no podría asegurarlo. Tampoco tenía ninguna importancia.
En la vereda, distinguió, unas cuadras más adelante, el movimiento de una avenida y hacia ahí se dirigió, confiado en que lograría orientarse. No faltaba tanto para que amaneciera, todo estaba húmedo por el rocío y hacía un tornillo tremendo; se subió entonces el cuello del abrigo y hundió las manos en los bolsillos. En eso, notó con pavor que le faltaba la linterna. ¿Habría quedado en la casa de la mina? Se tranquilizó pronto: el sol iba a salir. Además, eso tampoco tenía ninguna importancia.
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