Esa noche, dos lunas colgaban del cielo. La Antigua Sociedad de Embaucadores y Tarambanas de Grenoble acababa de ser fundada oficialmente y Maurice se asomó a la ventana. En el apartamento, el humo hacía imposible respirar, el batifondo de las copas y de las botellas y de las conversaciones y del fonógrafo impedía oír los propios pensamientos y la penumbra lo volvía todo engañoso, y eso por no mencionar a Monsieur Bataille, quien no había tenido mejor idea que asistir al mitin con Pelon, su monstruo.
Maurice, entonces, se asomó a la ventana con desesperación, ofreciendo medio cuerpo a la noche, y llenó sus pulmones de viento frío. Del cielo colgaban dos lunas, aunque eso no era tan raro como puede parecer hoy.
Tomó entonces la carta, deshizo los trece pliegues, y al chaflán de la ventana, aprovechando la fría luz de lunas, leyó en voz muy baja. Dos veces la leyó, de pe a pa, y la habría leído una tercera y una cuarta, pero una refracción sonora lo previno de que alguien se acercaba y, sin más, plegó y replegó y puso cara de tarabilla.
Por la ventana se veía una única luna, sola de toda soledad.
«¡Maurice!», llegó el aullido, jocoso, por detrás.
No se sabe qué pasó con la Antigua Sociedad de Embaucadores y Tarambanas de Grenoble que fundó y presidía el propio Maurice, pero se cree que el carácter antiguo de esta —con una duración estimada de diez minutos— se hallaba solo en el nombre.
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Metió la mano derecha en el bolsillo trasero del gilet y sacó un florín. Pensó cuánto más conveniente habría sido un escudo. Lo arrojó con fuerza, y por un segundo creyó que llegaría a la luna izquierda, pero no: se quedó unos metros corto. Lo escuchó caer, y después el insulto. Intentó una vez más escuchar sus pensamientos. No, nada. Se mordió el bigote con firmeza, pero ni así.Tomó entonces la carta, deshizo los trece pliegues, y al chaflán de la ventana, aprovechando la fría luz de lunas, leyó en voz muy baja. Dos veces la leyó, de pe a pa, y la habría leído una tercera y una cuarta, pero una refracción sonora lo previno de que alguien se acercaba y, sin más, plegó y replegó y puso cara de tarabilla.
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Era Christophe, el anfitrión, quien le ofrecía champaña. Maurice declinó la oferta con un gesto parecido a un aleteo y se puso a acicalarse concienzudamente con el pico imaginario. Christophe le dedicó una sonrisa, un maullido, y se alejó.Por la ventana se veía una única luna, sola de toda soledad.
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«¡Christophe!», estuvo a punto de aullar, pero en seguida se dio cuenta de que era en vano. Miró de nuevo. Una sola, sí, era cierto. ¿Pudiera ser acaso que...?«¡Maurice!», llegó el aullido, jocoso, por detrás.
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Con el aullido, el empujón. Apenas un trastabilleo bastó para que Maurice se encontrase mirando, cabeza abajo, la luna mientras caía. La luna estaba en su lugar, huelga decirlo: quien caía era Maurice. El monstruo Pelon, impulsivo y torpe, lo había empujado; él estaba junto a la ventana, distraído, y no tuvo más remedio que caerse. (De ahí una de las normas de etiqueta más básicas: no hay que llevar monstruos a las fiestas). Después, lo inevitable: un cuerpo espachurrado sobre los adoquines, con una carta doblada y guardada en el bolsillo del gilet, ahora holgado, y un solitario florín dos o tres metros más allá. Lógicamente.No se sabe qué pasó con la Antigua Sociedad de Embaucadores y Tarambanas de Grenoble que fundó y presidía el propio Maurice, pero se cree que el carácter antiguo de esta —con una duración estimada de diez minutos— se hallaba solo en el nombre.
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