Querido Lev

Buenos Aires, 12 de abril de 1950

Querido Lev:

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Escribo estas líneas ni sé cómo, para decirte que estoy bien, que más allá de todo, estoy bien. Me gustaría saber cómo estás vos, me gustaría saber qué está pasando, cómo se va resolviendo todo. O si se va resolviendo. Temo, mientras escribo, que estas líneas caigan en las manos equivocadas. Ruego que no. Escribo, sin embargo, sabiendo que tal vez nunca reciba una respuesta. Escribo sabiendo que tal vez ni siquiera lleguen a vos estas palabras. Escribo porque ¿qué más puedo hacer? Escribo, y espero, y paso el tiempo, y miro por las ventanas, y al cielo, y lo veo como de otro color, aquí, tan lejos.

Aquí es muy difícil obtener información. Los diarios cuentan poco, y nadie sabe demasiado. Ni parece importarle mucho tampoco. Además, honestamente, ya ni sé en quién confiar. La sensación de vivir mirando por sobre el hombro se me ha instalado, y a veces me late el corazón con violencia, inevitablemente, y el aire es más denso. A veces en el tranvía, o caminando por el centro, creo ver entre la gente una cara conocida, uno de los nuestros. Enseguida me digo que no, y suspiro. Tal vez el viento lo llevará hacia allá, con mis afectos.
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¿Has visto a Sacha? Debería haberte contactado ya. Le encargué que te entregase algo, un pequeño paquete. Ojalá lo recibas pronto y te sirva.

Las cosas aquí son raras, pero no puedo escribirte más. Pondré una estampilla a esta carta y la tiraré en el primer buzón que vea.

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Beregi sebya,
W.
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30 de abril de 1950

Lev:
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Me gustaría decirte que el motivo de estas líneas es, sencillamente, que esta ciudad no tiene buzones. Me encantaría, pero no, las cosas son realmente más serias y complejas. O tal vez solo sea todo esto, que no permite pensar claramente. Me gustaría contarte varias cosas, explicarte todo los detalles, como es debido, pero no sería prudente hacerlo por este medio. Sé que comprenderás.

Son esos los mismos motivos que me refrenaron de ensobrar esta carta. Esos, y algunos sucesos inesperados. Antes dudaba de que pudieran llegarte estas líneas, y ahora dudo incluso del bueno de Sacha. Enseguida comprenderás por qué, y por qué escribo estas líneas, ya no por no tener nada más que hacer, ni tampoco con la esperanza de que te llegarán, sino más bien porque me siento obligado a ponerte al tanto de todo, aunque sea lo último que haga.
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Retomo esta carta, entonces, porque quiero quedar en paz con mi conciencia, y también porque ya no tolero su compañía. Quiero que estas hojas manoseadas abandonen el bolsillo de mi saco para cruzar el océano de una vez por todas. Aunque nunca las recibas.

Anoche noté algo extraño al volver a la pensión. Para empezar, doña Consuelo, metomentodo como es, no estaba en la puerta. Tampoco estaban sus hijas adentro, ni don Salvador, ni el doctor Invernizzi, ni la señorita Clotilde, ¡nadie! La pensión, siempre un hervidero, estaba desierta y silenciosa. El bullicio del Once parecía lejano, como de otro mundo, al franquear la puerta de La Madrileña. Tenía la calma de los cementerios.
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Automáticamente salí, mirando para todos lados, temiendo la redada. Sentí el frío de Frunzenskiy en la espina, te juro, pero al salir no vi nada extraño. Me refugié en el bar de la esquina, para poder ver el movimiento, pero después de treinta minutos me ganaron la ansiedad, el torbellino de ideas e imágenes, los recuerdos... ¿Te acordás de aquella florista? Pasó un florista con una canasta de flores de colores, como esas, y yo pensé... No sé ni qué pensé, vos me entendés, son tantos recuerdos... Vos ahí y yo pensando en flores, Lev, te juro... Pero no quiero desviarme, perdoname, es que la mente barrunta (esta la vas a tener que buscar en el diccionario, ¿eh, bribón?).

Después de media hora me levanté y me fui, porque ahí sentado no servía para nada. En el noticiario que escuchaban en la barra no decían nada raro, ningún boletín de último momento. Pensé en ir para la central, pero no podía arriesgarme. Compré tabaco en el kiosco de la cuadra y pregunté al muchacho, como al pasar, si la había visto a Consuelo, o a Salvador, que siempre le compra los sin filtro, pero me dijo que no los había visto. Quise subir a buscar mis cosas, pero no me atreví. Vos habrías subido, estoy seguro, pero yo no pude, Lev, no pude, vos comprendés.
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Pensé entonces que, si me buscaban, lo mejor sería perderme. No sabía adónde ir ni en quién confiar, así que fui a Plaza de Miserere y, como cada vez que necesito pensar, tomé el tren con rumbo Oeste. A la altura de Flores me sentí más tranquilo, anónimo entre toda la gente, y me permití sacarme el sombrero y apoyarlo a mi lado. Me relajé un poco, te lo confieso. Mi corazón se había sosegado y ya no me latía como un trotón de Orlov.

Entonces, con la mirada perdida en el paisaje que se ofrecía por las ventanillas, empecé a darle vueltas al asunto para ver si encontraba la punta de la madeja. Tiene que haber una, siempre la hay. Y pensé en Sacha. Él es el único que sabe. Sospechoso, ¿no? Si te busca, Lev, evitalo, por favor. ¡Por favor! Y no me escribas de vuelta, al menos por ahora. No volveré a La Madrileña, y me instalé en otro sitio que, por motivos evidentes, viejo amigo, no revelaré en esta carta.
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Acá me siento un poco más tranquilo porque me resulta sencillo ser invisible entre los trabajadores y la gente de paso. Soy la carta que, a la vista de todos, escapa de un temible Dupin. Después de la jugada de La Madrileña todos estuvieron de acuerdo en que resultaba conveniente perder el rastro. Me han ayudado con ropa y algunos libros, pero los trabajos están cada vez más espaciados, y a veces hay que apurar el sueño para burlar el hambre. Pero está bien.

Recién ahora, al reparar en el pago del alquiler, caigo en la cuenta de la fecha, ¿te das cuenta? Fijate de nuevo. ¿Ya lo habías notado o solo ahora que lo menciono? Cinco años, Lev... ¿te acordás de dónde estábamos hace exactamente cinco años, cuando llegó la noticia? Estábamos con Sacha, ¿te acordás? Qué ironía...
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El lobo feroz será ya poca cosa más que un hatajo de huesos enterrados en algún lugar de la fría y dura Berlín (y espero que haya disfrutado nuestros obuses). Es el otro lobo, el que tiene piel de cordero, el que me preocupa ahora. Es Sacha. Estoy convencido, los días que pasé acá, lejos de todo y de todos, me dejaron esa certeza. No culpes al sol, al trabajo duro ni al hambre: no deliro, sé lo que sé.

Hace ya más de cinco meses que Sacha se fue. Yo mismo, inocentemente, lo despedí en el puerto de Buenos Aires, de madrugada, después de habernos bebido entera la botella de vodka que me enviaste con él y todas mis reservas de caña (ah, ¡maravillosa bebida que se toma acá! Cuando volvamos a vernos beberemos una a tu salud, lo prometo) en La Madrileña. Ya salíamos rumbo al puerto cuando doña Consuelo nos echó. Estábamos alegres, achispados, y yo confié en él. Ese fue mi error. No, me equivoco: ese fue solo uno de mis errores. Lo peor es que le hablé de los planes de la organización, y de vos, de Olga, de todos allá. Que no se haya puesto en contacto con vos no hace más que confirmar mis sospechas. Él no es como nosotros, no quiere lo mismo. Él nos pone en peligro.

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Pensé en arriesgarme, en enviarte un telegrama, aunque más no fuera breve y cifrado, pero incluso cuando accedí a arriesgarme, no me atreví a poner en riesgo lo tuyo. Para cuando leas estas líneas, quién sabe qué habrá pasado, o estarás pensando, o sabrás o no. Cuando el asunto de La Madrileña, la mudanza, el revuelo, los pensamientos, las conexiones, toda esa vorágine, hubo camaradas conmigo. A ellos les confié mis sospechas, mis ideas, mis primeras negaciones, los puse al tanto con vehemencia, con falsa seguridad, esperando que, tal vez, en sus sinceras defensas pudieran convencerme de lo equivocado que, íntimamente, deseaba estar. Y, sin embargo, no lo lograron. De hecho, apenas lo hicieron. Mis palabras fueron la mecha, encendida por el asunto de la pieza, y más de uno alrededor encontró que también podía ser explosivo. Enseguida quedó claro que cada uno albergaba sus propias —a la vez que, presuntamente, infundadas— sospechas sobre Sacha. Tal vez por no tener motivos de peso, tal vez por miedo, tal vez para evitar herirme o contrariarme, a sabiendas de lo cercanos que siempre fuimos, habían preferido callar. Suelta la rata, enseguida aparecieron los gatos (y te diría que también algunos perros).

A estas alturas, querido Lev, hemos tomado una determinación. (¿Puede que haya escrito todo lo anterior solo para ganar tiempo, para evitar estas líneas, tal vez la verdadera, la ulterior finalidad de esta carta? Te pido me perdones; pero sabés bien que, incluso si así fue, fue solo por protegerte, por la hermandad infinita e irreductible que nos ampara.)
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Perdoname, entonces, hermano, pero tenés que desaparecer por un tiempo. Olga también, por supuesto. Tu casa será vigilada por gente nuestra, y en cuanto el infame Sacha asome la nariz (porque va a hacerlo, de eso no tengo dudas), se encargarán de él.

Iré a la estafeta del pueblo ahora mismo. Espero que todo esto sirva para evitarte un disgusto (en la muerte no me permito pensar) y que algún día puedas perdonarme por ser tan descuidado.

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Всегда до победы,
W.

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