Rojo intenso, EN EL AIRE. Rojo opaco, el operador se levanta de la silla y se despereza disimuladamente en su jaula de vidrio; mi compañero y el último columnista retoman con fervor, despidiéndose a la vez, una charla que había quedado trunca al volver de la tanda; la productora apura su café y, caminando hacia mí, tira el vasito de poliestireno expandido blanco en el tacho junto a la puerta.
Ella va a decirme algo, lo sé, pero se me ha negado el don de la palabra. Siempre me siento así al terminar un programa, como si hubiera pronunciado ya todas las combinaciones posibles de sonidos, como si estuviera vacío, y debo hacer fuerza para evitar que el desierto se me escape por la boca. Mastico arena. ¿Qué he hecho de mi vida?
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No llego a adentrarme en el asunto, por suerte: la luz roja se apaga, casi al unísono se retiran los auriculares, se escucha la cortina inundar el estudio, y con movimiento sincopado entra Lara, antes de que todos podamos salir.
—Buenísimo —dice, sin entusiasmo. Siempre dice «buenísimo», o «muy bueno», o algo por el estilo. Yo sé, siento, percibo, tengo la certeza de que me mira, pero esquivo la mirada, hago algo innecesario en el bolso, simulo buscar algo en un bolsillo, tal vez orgullo, o dignidad, o al menos algo de coraje o aplomo.
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Sonrío, un rictus me tuerce la boca, la arena dentro; hago entonces un movimiento leve con la cabeza, miro a Lara y asiento, como en una respuesta tácita que puede ser tanto coincidencia como agradecimiento, saludo de despedida o cualquier otra cosa pertinente. Repito el movimiento varias veces al tiempo que miro a todos en el estudio; cuando considero que todos pueden darse por saludados o respondidos, gano el pasillo con una zancada rápida. Siento las miradas aguijoneándome la nuca, pero tengo que llegar a la calle y no puedo explicarle nada a nadie.
En la vereda, vomito. Vomito arena.
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Son pequeños granitos de arena que fui juntando día tras día, minuto tras minuto, quién sabe cómo, o dónde; o tal vez de cualquier modo, en todos lados. Son partes de mí. Soy yo. Me vomito, de a poco, sin remedio.
A mi alrededor, un mar de nada mira impasible. Los gondolieri de la angustia reman y reman en silencio. Un chasquido me sobresalta. Miro hacia el cielo, y entre un sol oscurísimo y yo se interpone un albatros que da vueltas y me mira muy serio, inmóvil.
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La presencia del ave marina me hace pensar que tal vez no sea el desierto lo que late en mí, lo que se expande dentro de mi cuerpo. Tal vez sea la playa. La playa, lo mismo un páramo; acantilados y rompiente asesina, devoradora, un tronco carcomido, algas putrefactas y peces muertos. Y arena, más arena.
Suena entonces mi teléfono celular. Leo en la pantalla el nombre de Lara. No puedo tomar el llamado, no ahora. Miro el cielo, el sol gris, y, sin pensarlo, arrojo el aparato al albatros, a ese ojo superior. Lo alcanzo, le doy en pleno pecho. Creo que sonrío cuando me increpa el encargado de seguridad de la radio, que ha abandonado su puesto junto a la entrada del edificio y se acerca dando grandes zancadas.
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—Flaco, ¿estás bien? —espeta, con una expresión que varía entre la preocupación y el fastidio, tal vez por haber tenido que levantarse de su silla, tal vez por mi accionar, tal vez por la salud del albatros o porque prefiera la montaña a la playa. No llego a contestar. —¿Qué hacés revoleando las bolsas de basura, estás loco? —dice con tono afectado, demasiado saturado de amarillos para mi gusto.
Evalúo si contestarle o no, y antes de que pueda decidirme, el tipo estira el brazo. Rápido y ágil como un lince, esquivo el ataque y me pongo en guardia, y maldigo la arena que entorpece mis movimientos. El tipo me mira. Yo lo miro. Y entonces, por detrás del tipo, veo a Lara salir de la emisora con cara de pregunta. Me ve.
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Es tarde para todo. Lara viene hacia mí y estoy parado entre bolsas de basura rotas, con arena en las comisuras de la boca y una pose ridícula ante un tipo rígido vestido de azul y blanco. Y amarillo. Ella viene y yo, aún sin palabras, no puedo hablarle. Lara habla, ella sí; construye en el aire formas extrañas con sonidos, chasquidos, sibilancias… Algo como:
—¡Menos mal que te encuentro! En cuanto saliste me di cuenta de que te habías dejado un manojo de llaves sobre la mesa. Te quise llamar, no pude comunicarme y se me ocurrió salir a ver si seguías por acá. Buenísimo —lo dice otra vez—, acá tenés tus llaves. ¿Todas estas son de tu casa? Ay, dejá, no me hagas caso: pregunto de metida, nomás —Ve entonces, recién entonces, al hombre saturado de amarillos—: Hola, Sebastián. Perdoná que no te haya saludado antes, estoy aceleradísima —vuelve a hablarme—: Bueno, te dejo, que quedó todo desparramado en el estudio. Ah, y fijate si no te quedaste sin batería porque se te murió el celu, me parece —Con un leve salto, me besa la mejilla derecha, da media vuelta y se va. Casi tropieza con una bolsa de basura.
Tomo por la calle de las encinas, mirando sólo mis pies patear la nada, uno tras otro, y así. Pienso sólo en Lara, y en qué tonto soy, y en ese beso furtivo. De pronto, con la repentina resolución que todos tenemos en los momentos de desesperación, me doy cuenta de que debo volver a buscarla, de que es la única opción posible. Me paro en seco mientras me doy cuenta de esto y termino de convencerme. En un segundo me hincho de valor, el mundo es mío, nada puede salir mal, volveré por Lara, sin mirar siquiera a Sebastián, y entonces verá qué clase de hombre soy; verá eso y mucho más. Pero entonces, al darme vuelta para desandar el camino, veo una sombra, y miro para arriba sin poder evitarlo, y ahí está el maldito pajarraco, sublime.
La bestezuela clava en mí sus ojos siniestros, torvas pepitas negras que me subyugan. Intento correr, volver a la calidez del estudio, a la rutina tonta, a Lara, pero el ave me tiene bajo su influjo. Las piernas no me responden y, arrobado, sólo puedo sostenerle la mirada al albatros. Algo me despierta entonces del hechizo. Estoy parado en medio de la calle, un auto pasa a pocos centímetros en peligrosa maniobra y el conductor me grita una grosería. Mi boca seca, ya sin arena, se abre por su propia voluntad y le escupe un insulto. Descubro entonces que estoy vivo y deshago a grandes pasos, corriendo sin correr, el camino a la radio. Estoy vivo, aunque de nada me valga, y se lo grito al albatros.
Estoy a dos metros y medio de la puerta de la radio, dispuesto a irrumpir como una tromba, como un violento chubasco de verano, como un buey afiebrado, cegado por el candor de mi espíritu indómito; estoy a dos metros y medio cuando la veo salir a Lara. Me paro en seco, y también ella, al verme.
Abro la boca pero, sin saber qué decir, no llego a responder. Detengo en el aire mi mano derecha, que se preparaba para gesticular una explicación que, finalmente, nadie escuchará. Sin atreverme a voltear, petrificado, siento sobre mí el aleteo del albatros.
—¡Menos mal que te encuentro! En cuanto saliste me di cuenta de que te habías dejado un manojo de llaves sobre la mesa. Te quise llamar, no pude comunicarme y se me ocurrió salir a ver si seguías por acá. Buenísimo —lo dice otra vez—, acá tenés tus llaves. ¿Todas estas son de tu casa? Ay, dejá, no me hagas caso: pregunto de metida, nomás —Ve entonces, recién entonces, al hombre saturado de amarillos—: Hola, Sebastián. Perdoná que no te haya saludado antes, estoy aceleradísima —vuelve a hablarme—: Bueno, te dejo, que quedó todo desparramado en el estudio. Ah, y fijate si no te quedaste sin batería porque se te murió el celu, me parece —Con un leve salto, me besa la mejilla derecha, da media vuelta y se va. Casi tropieza con una bolsa de basura.
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Siento un deseo irrefrenable de abalanzarme sobre ella, tomarla por la cintura en pleno vuelo, rodar juntos en la vereda, aterrizar en la entrada de la radio, y entonces, sin más, besarnos apasionadamente, como si no hubiera nadie (tal vez incluso hacer el amor). Lo refreno, sin embargo. Me hierven las manos y las piernas, ahora es todo rojo, salvo el fulano amarillo, que todavía me mira. Esgrimo la cara más aterradora y amenazante que encuentro y, caminando hacia atrás, me alejo. Cuando llego a la esquina, respiro profundo.Tomo por la calle de las encinas, mirando sólo mis pies patear la nada, uno tras otro, y así. Pienso sólo en Lara, y en qué tonto soy, y en ese beso furtivo. De pronto, con la repentina resolución que todos tenemos en los momentos de desesperación, me doy cuenta de que debo volver a buscarla, de que es la única opción posible. Me paro en seco mientras me doy cuenta de esto y termino de convencerme. En un segundo me hincho de valor, el mundo es mío, nada puede salir mal, volveré por Lara, sin mirar siquiera a Sebastián, y entonces verá qué clase de hombre soy; verá eso y mucho más. Pero entonces, al darme vuelta para desandar el camino, veo una sombra, y miro para arriba sin poder evitarlo, y ahí está el maldito pajarraco, sublime.
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El albatros me sigue, me acecha, como si supiera que ya he muerto. Soy podredumbre de peces muertos y antiguos mares secos. Inútil fluir de siglos.La bestezuela clava en mí sus ojos siniestros, torvas pepitas negras que me subyugan. Intento correr, volver a la calidez del estudio, a la rutina tonta, a Lara, pero el ave me tiene bajo su influjo. Las piernas no me responden y, arrobado, sólo puedo sostenerle la mirada al albatros. Algo me despierta entonces del hechizo. Estoy parado en medio de la calle, un auto pasa a pocos centímetros en peligrosa maniobra y el conductor me grita una grosería. Mi boca seca, ya sin arena, se abre por su propia voluntad y le escupe un insulto. Descubro entonces que estoy vivo y deshago a grandes pasos, corriendo sin correr, el camino a la radio. Estoy vivo, aunque de nada me valga, y se lo grito al albatros.
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El cielo se revuelve en rojo. Rojo intenso, en el aire, sin darme respiro, el plumífero. Maldita bestia, si al menos me dijera qué quiere, quién lo manda, a qué vino. Sólo me mira. Intento pensar, pero sólo logro revolear palabras inconexas. El ojo del infernal ave se me figura azul. Temo escuchar el latir de su corazón, pero no, no hay nada: ni palabras, ni latido, ni aleteo. Planea eternamente, avanza en círculos, me mira sin más.Estoy a dos metros y medio de la puerta de la radio, dispuesto a irrumpir como una tromba, como un violento chubasco de verano, como un buey afiebrado, cegado por el candor de mi espíritu indómito; estoy a dos metros y medio cuando la veo salir a Lara. Me paro en seco, y también ella, al verme.
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—¿Qué pasó, te olvidaste otra cosa? ¿En qué andás, dónde tenés la cabeza? —pregunta con una sonrisa.Abro la boca pero, sin saber qué decir, no llego a responder. Detengo en el aire mi mano derecha, que se preparaba para gesticular una explicación que, finalmente, nadie escuchará. Sin atreverme a voltear, petrificado, siento sobre mí el aleteo del albatros.
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Lara me mira, cada vez más sorprendida, más expectante. Sigue sonriendo, falta nada más que diga «buenísimo». La mirada del plumífero me perfora las entrañas. Si al menos supiera qué pretende, qué se propone. Estoy seguro de que viene a cobrarme todos los errores de mi vida, a ajusticiarme por cada cosa que hice mal, como ese profesor que te mira sin hablar; como ese padre que llega tarde a la noche, que te mira sin decirte nada; como esa madre que te dice: «Hacé lo que quieras», cuando en realidad piensa: «Hacé lo que yo quiero o te mato». Estoy atrapado. ¿Qué he hecho de mi vida?
Sopla una ráfaga de viento gélido, horrible. Tiemblo violentamente por un segundo, y entonces me invade el miedo, el pánico, la certeza de que si no hago algo, lo que sea, moriré, porque esto no es vida. Sin pensar me abalanzo sobre Lara, y de la forma más torpe y tosca que pueda nadie imaginar, como un fullback sobre su enemigo, aterrizo sobre ella, y sin ninguna clase de control sobre mí mismo la abrazo, y la beso en la boca, como si fuera un oasis en el desierto de mi miseria.
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Lara se sorprende y siento en un principio la resistencia de su cuerpo, mi boca que besa sobre la suya que no, hasta que un impulso eléctrico nos recorre de abajo arriba, nuestras pulsaciones cardíacas se disparan, aumentan a la par, y oxitocina, adrenalina y endorfinas hacen el resto: la química de la vida. Estamos vivos. Mejor aún, estoy vivo y Lara lo sabe, lo siente en su cuerpo, y me besa. Ella me besa también.
El albatros, ese ojo superior, enfurece ante nuestra rebeldía y se lanza en picada sobre mí, sobre nosotros. No es un ave: es un arma, un estilete demoníaco, la bayoneta de un soldado redivivo que busca venganza. Su pico me destroza la cabeza; Lara, entre mis brazos, salpicada de mi sangre, de mi carne, grita, se revuelve, se desmaya.
Entonces, por entre el rojo amarronado de la sangre y el rojo carmesí de la pasión, vislumbro una sombra amarilla que se proyecta a mi siniestra, ansiosa.
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Quiero correr, pero el cuerpo me pesa, las piernas me flaquean; quiero volar y batirme a duelo con el infernal engendro, pero no me atrevo a soltar a Lara; quiero entender de qué se trata todo, pero sólo puedo pensar en ese beso; quiero mirarla a los ojos y decirte cuatro cosas, o tal vez seis, pero su cara desmayada no dice ni ve nada. Antes de poder querer nada más llega la segunda embestida, más violenta y con más saña que la anterior, esta vez sobre mi sien derecha.Entonces, por entre el rojo amarronado de la sangre y el rojo carmesí de la pasión, vislumbro una sombra amarilla que se proyecta a mi siniestra, ansiosa.
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El encargado de seguridad de la radio levantó como un guiñapo al hombre que pataleaba entre las bolsas de basura desparramadas en la vereda de la emisora al tiempo que gritaba a viva voz y, con los ojos cerrados, se tomaba la cabeza. Sebastián lo llevó en brazos hasta su puesto, lo acomodó sobre una silla, le ofreció un vaso de agua y, aunque comprobó que no estaba herido, llamó a la empresa de servicios médicos que cubría la radio —un poco por piedad, y otro, por no saber qué hacer—. Minutos antes, la grotesca escena había sido presenciada desde una ventana del edificio por Lara, productora de algunos programas, quien comentó a una compañera:
—Ahí está Bruno otra vez. Hoy tiene un día terrible, no sabés: ya a la mañana anduvo por acá; vino al programa de Ricky y se quedó dando vueltas hasta que terminó. Ojo, no habla, no molesta, vos sabés cómo es; además, ahora está manso por la medicación, pero igual me pone nerviosa que ande pululando porque no sé qué hacer ni cómo manejarlo. Tenemos que ayudarlo, le debemos eso por todos los años que fuimos compañeros, pero yo no sé cómo hacer. No sé. En un momento, cuando bajé a darle unas llaves que se había olvidado en el estudio, estaba pateando basura en la vereda y me clavó una mirada... de loco, mal. Yo, nada, cara de circunstancia, le devolví las llaves y listo, si lo saludé fue mucho; además, Sebastián se estaba encargando. Después pareció que se había tranquilizado y que se iba a ir, pero al ratito apareció y ahí lo tenés, otra vez, nadando en la basura... Ojo, lo prefiero así, de visita y todo; no te voy a negar que es un alivio que ya no tenga el programa, porque en los últimos tiempos nunca se sabía cómo terminaría. Muy inestable. Ahora anda peor, la verdad, y que lo hayan sacado del aire seguro se suma a lo de su mujer, a lo de la hija, a todo, pero bueno, esto es una empresa y Bruno ya no podía estar al frente de un programa, ¿no?
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