No es bueno que el hombre esté solo

Las puertas de El Talego se abrieron con soltura, y una bocanada de aire húmedo y pegajoso se coló en el boliche. Nadie se inmutó, salvo el olor a fritura y un rayo de sol que pegaba bien al fondo de la barra de fórmica.

Los dos tipos se sentaron en la barra, cerca de la caja. Sin decir nada, miraron los menús durante unos segundos y los dejaron después, casi al mismo tiempo.
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Del otro lado del mostrador, el gallego los miraba de costado, arqueando las cejas, mientras fingía repasar un vaso. El único mozo, un flaco alto de peinado relamido y tez cadavérica con una servilleta blanca colgada de su brazo derecho rígido, en cambio, seguía distraídamente el vuelo de un gordo moscardón y no los había advertido.

Los dos tipos no se conocían, pero pronto lo harían.
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—Yo quiero los ravioles —dijo el de corbata a rayas, sin levantar la vista, al percibir la sombra del gallego acercarse. El gallego frenó, tal vez por la sorpresa, tal vez para evitar caminar más de lo necesario.

—Yo voy a probar la ensalada de César —dijo el de patillas largas, sin percatarse del error, y casi sin pensarlo, como si hubiera tenido que imitar la frialdad del otro y responder inmediatamente. Enseguida se dio cuenta, y miró instintivamente a la izquierda. El de la corbata a rayas mantenía la mirada sobre la barra, inmutable. El gallego hizo un gesto con la cabeza, pero nadie lo vio. El moscardón se acercó a las medialunas de manteca.
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Rápido como un sapo, el mozo lo liquidó con un servilletazo certero y después, como si despertara de un largo sueño, levantó la cabeza y se acercó a la ventana de la cocina, donde repitió mecánicamente los pedidos de los dos tipos. En un santiamén, los platos aparecieron sobre el estante de madera, y de ahí, al mostrador. La rapidez, sospechosa, llamó la atención de los comensales, pero la comida parecía inocente. Los ravioles se veían bien pese a la salsa aguada que sobrenadaban; no obstante, la ensalada, con lechuga algo chamuscada, zanahoria rallada, huevo duro y un fuerte olor a vinagre, motivó un reclamo del tipo de patillas largas, quien le dijo al mozo que no era eso lo que había pedido.

—Es la ensalada de César, lo que usted pidió. ¿Quiere que lo llame a César, el cocinero?
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El tipo dudó un segundo, y en el segundo siguiente empezó a expresar su duda en protopalabras, balbuceando algo cercano a «No, pero, yo, es que» y cosas por el estilo. Fue un segundo nada más. El de calcetines de nailon, sin levantar la vista ni dejar de revolver los ravioles con un tenedor, dijo, en un tono endemoniadamente seco y pausado, marcando cada sonido, para que todos escucharan, pero sin alzar la voz un ápice:

—Dale, por qué no le decís a César, el cocinero, que venga, y de paso me explica cómo se llama esta salsa... —Dejó el tenedor y tomó un pedazo de pan que cortó con la mano. El mozo miró al gallego. El gallego miró al mozo, y después, al tipo. Un fulano miraba la escena desde el fondo mientras simulaba sorber el tintillo. El de las patillas se sintió chiquito, y enseguida, grande, y después, chiquito de nuevo. Una eternidad duró ese silencio, roto sólo por la corteza del pan al quebrarse entre los dientes del de corbata.
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—¡Trae a César, hala! —ordenó el gallego al mozo. Luego se dirigió, lleno de requiebros para ocultar su humor de perros, al tipo de los ravioles—: Señor, este es un sitio tranquilo, hogareño, de familia. Le pido por favor que no levante el tono de voz...

—Yo estoy muy tranquilo —dijo el tipo de la corbata a rayas, hablando en un susurro con el costado de la boca—, gallego de mierda. —Y, sin inmutarse, le partió el plato de ravioles en la cabeza.
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Todos se movieron al unísono, unos para adelante, otros para atrás, y enseguida, todos se frenaron en seco. Nadie sabía qué hacer, y el hecho de que el tipo se hubiera vuelto a sentar, lo más campante, mientras tomaba otro pedazo de pan, no ayudaba. Todos entendieron que algo había que hacer, pero ninguno podía hacerlo.

—¿Qué pasó? —dijo César al atravesar la puerta de la cocina, más pensando en la ensalada que en los ravioles. Enseguida lo vio al gallego en el piso, bañado en salsa, y la escena alrededor, petrificada, a excepción de las mandíbulas del de pelo engominado y prolijo peinado, que trituraban la corteza del pan una vez más.
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El comedero era una postal. No se oía sonido alguno y nadie se había movido de su mesa. El mozo se abalanzó sobre el gallego, despatarrado, mientras el tipo de las patillas largas, dubitativo, seguía con la mirada a César sin atreverse a mencionar el asunto de la ensalada. El otro comensal, viéndolo turbado, tomó la iniciativa una vez más:

—Oiga, cocinero —remarcó—, el compañero acá presente está disconforme con lo que le sirvieron —dijo, sin dejar de masticar pan e incluyendo al otro tipo con un ademán vago. Acto seguido, tomó el plato de ensalada y se lo arrojó a César.
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La derecha de César salió como un resorte, noventa y cinco kilos de puro cocinero santiagueño, directo a la cara del fulano de corbata a rayas. En un solo movimiento, rápido y preciso, el flaco se echó para atrás y a la izquierda, balanceó el cuerpo para mantener el equilibrio sobre la banqueta de cuero, y tragó el pedazo de pan que tenía en la boca, a la vez que tomaba el tenedor con la derecha. Una fracción de segundo después, César aterrizaba sobre el mostrador, la derecha estirada, como quien casi llega. Antes de que pudiera decir «Bruto», el de las medias de nailon lo agarraba de los pelos con la zurda y le acomodaba el tenedor en la nariz con la derecha. Entonces lo miró fijo:

—Gordito, este es un lugar tranquilo, hogareño, de familia; te pido por favor que te comportes. ¿O vos te creés que sos el único que tiene problemas o algo no le gusta? ¿No te acabo de explicar que el caballero estaba disconforme con la ensalada? Y vos, mirá cómo reaccionás... No está bien, ¿te das cuenta?
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El tipo de las patillas largas seguía atornillado a su banqueta. Parecía impávido, pero, si se hubiera atrevido, habría temblado. Tanto el tipo de la corbata a rayas como el cocinero lo miraban, el tiempo detenido, y él se sintió obligado a balbucear:

—Bueno, no es que esté disconforme... Este... Yo quería felicitar al cocinero.
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Se hizo un silencio negro, el aire de repente pesó toneladas. El fulano comprendió demasiado tarde que había elegido jugar en el bando equivocado. Bajo las ropas sudaba como nunca, el corazón latía fuerte. El tipo del tintillo pensó que la cosa se ponía buena. El mozo apretaba fuerte la servilleta, y le pedía a Dios casi sin darse cuenta.

—Ah, ¡felicitarlo, querías! ¡Ahora entiendo! Hombre, hubieras empezado por ahí... Acá lo tenés, che, felicitalo, dale. Decile: «Señor cocinero César, lo felicito por estas buenas verduras», y dale un besito. Vení y dale un besito. Dale —dijo, muy calmado y entusiasmado. Demasiado calmado y entusiasmado. Y esto sin dejar de mirar al fulano ni aflojarle al tenedor.
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—Señor cocinero César —musitó el desdichado, con ojos vidriosos de pez—, lo felicito... ¿Cómo era? Perdone —se dirigió ahora al tipo del tenedor—, no tengo buena memoria... Bueno, lo felicito, César. Lo felicito de corazón. De veras, por todo. Y también a usted, ¿eh? También a usted, señor. Por defender sus ideas... con métodos que no comparto, pero... ¡que valoro!, ¿eh? Que valoro mucho. ¿Qué sería de este país sin gente como usted, sin...?

—Dale —lo interrumpió el otro—, aflojá. Te olvidaste de darle a nuestro amigo César su besito.
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César, ahora, que ya había tenido un minuto para pensar e intentar comprender, tenía miedo. Lo miró al tipo acercarse. Sintió el tenedor pinchar un poco más, sintió que el tirón en el cuero cabelluldo no aflojaba, sintió de pronto los labios del fulano sobre la mejilla. La humedad no venía de sus labios, sino de su cara, transpirada, hirviendo. Con la izquierda, que le colgaba por debajo de la línea del mostrador, palpaba discretamente, buscando quizás encontrar algún objeto que le diera la seguridad suficiente para arremeter de nuevo.

—Ahí está, ¿no ves? Unas palabras lindas y un besito, y se soluciona todo, mirá qué lindo —dijo el de la corbata a rayas, satisfecho—. ¿A quién no le gusta que lo traten bien y le den un besito? —dijo en voz alta, pero más bien reflexionaba para sí—. Veinte veces le dije a Tina que era cuestión de decir las cosas bien, nada más. Qué digo veinte veces, ¡mil veces, un millón de veces! Por ahí era verdad que yo era medio celoso, pero ¿tenía que ponerse así? —siguió, sin darse cuenta. Entonces se dio cuenta—: Tina es... bueno, era mi mujer... Se llama Agostina, pero le dicen Tina... desde chiquita... La madre le puso así, el padre le decía que Tina era feo porque sonaba a bañera, jaja, ella siempre lo cuenta... —dijo mientras miraba alrededor, como quien da un discurso, como quien habla, un tanto desordenadamente, para un grupete de turistas desconcertados. Y esto sin aflojarle al pelo o el tenedor, mientras que las miradas iban cambiando de color, y César no dejaba de pensar en la zurda.
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En la suya, en su siniestra. Y la aclaración es pertinente, porque justo entonces la mano que sujetaba férrea su pelo, la izquierda del tipo, lo soltó y fue a cubrir la cara del hombre de las medias de nailon, que balbuceó algo más y rompió en llanto. Sin decir palabra, César le apoyó una manaza compañera en el hombro y, con la otra, bajó la mano que sostenía el tenedor contra su nariz. Silencio pesado: no había pelea posible.

—¡Jesús! —exclamó el gallego, volviendo en sí con la cara roja de sangre y tomate. Se había sentado sobre la loza rota, la salsa y los ravioles pisoteados. Junto a él, el mozo, en cuclillas, lo miraba con ojos de perro y sonreía, aunque debería haber movido la cola.
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De repente, todos lo miraban al fulano, entre atónitos y azorados, sin saber bien qué hacer. El tipo seguía llorando, con ganas, su cara cubierta ahora con ambas manos. Balbuceaba sonidos sin sentido, y cada tanto podía adivinarse un «Tina» y algún «perdoname». El tipo del tintillo apoyó el vaso sin hacer ruido, y metió la mano en el bolsillo del saco de cuero raído.

—Tráele un vaso de agua, pobre muchacho... y un trapo para limpiar esto... —dijo el gallego, más por sentir que algo tenía que hacer para reafirmar su lugar de autoridad en el lugar que por convicción. Pronto se arrepentiría de haber abierto su ibérica bocota.
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—¿Qué «pobre muchacho» ni qué ocho cuartos? ¡A mí se me respeta, yoyega! —bramó, con la cara roja, el tipo de la corbata a rayas, y se levantó a medias de la banqueta, dispuesto a recomenzar. El gallego alcanzó a parapetarse detrás del mostrador, pero el tipo, súbitamente descorazonado, volvió a derrumbarse.

Al mismo tiempo, el del tintillo, invisible y con cara de nada, se acercaba al teléfono público amurado en el rincón opuesto del salón. Sosteniendo el tubo con el hombro izquierdo, rebuscó un cospel en el bolsillo del pantalón y extrajo del saco de cuero raído un papel con un número de teléfono. Decía: «Señora Agostina».
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Salvo por dos tipos que, con una indiferencia pasmosa, se pusieron el saco y salieron mirando el reloj, y por el del tintillo, estaban ahora todos alrededor del de las medias de nailon, que, lejos de mejorar, lloraba cada vez más. Se miraban unos a otros y lo palmeaban. El de patillas le ofreció unos pañuelitos de papel perfumados, que el fulano rechazó con un alarido que hizo temer lo peor una vez más, aunque a medida que pasaba el tiempo ya todos iban comprendiendo, y se sorprendían menos cada vez.

—¿Señora Ag..? Sí, habl... Sí. Sí. Sí, señora, sí, es que... Señora, si yo... Señora, si me dejara habl... Sí, por supues... Claro, la situación es la siguiente: yo esto... ¡Pero callate un segundo, flaca, por dios, pará un segundo, dejame hablar, la reputa madre que te parió, dejame hablar carajo! —Y estas últimas las palabras las gritó, sin darse cuenta, antes de colgar el teléfono con un zurdazo demoledor. Entonces fue todo silencio, y hasta el que lloraba levantó la vista para mirarlo.
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—Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué miran? ¿Acaso me puse a revolear platos? —Se arrepintió, su plan se iba al garete y ese camino parecía el menos conveniente, por lo que se recompuso y se dirigió al tipo de la corbata a rayas—: Oiga, hombre, disculpe. Todos estamos un poco nerviosos. Pero las cosas se van a arreglar, ya va a ver. Ya va a ver, va a ver —repitió, con tono metálico, tal vez por no saber qué decir.

El tipo de las medias de nailon estalló en llanto. «Oportunamente», pensó el del tintillo. Insertó otro cospel en el teléfono y volvió a discar el número de su clienta. Esta vez se apuró y, apenas oyó que levantaban el tubo del otro lado, escupió:
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—El tipo está destruido, no da más, se terminó. El otro está tranquilo. Basta para mí —dijo seco, muy seco y determinado. Se ve que del otro lado se entendió el mensaje en seguida. Escuchó unos segundos y, entonces, agregó—: Sí, rápido. Sí, a la vuelta, a mitad de cuadra, con cortinas a cuadros —dijo, casi ordenando, y colgó.

De un trago liquidó el tintillo y se acercó decidida y compasadamente, con el aplomo que, sólo él sabía, la situación ameritaba. Estiró un billete sobre la barra con un gesto mínimo. Palmeó al de las medias, tal vez con empatía, tal vez con compasión, tal vez con amistad, repitió algunas palabras similares a las anteriores, y salió.
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Lo que siguió fue un compendio de preguntas, disculpas, solicitudes y lugares comunes, el mozo trapeando el piso, el gallego parloteando y los dos fulanos sentados en sus banquetas: nada importante. Lo importante sucedió, sin embargo, menos de cinco minutos después, cuando una mujer hermosamente enorme, de rasgos fuertes y diabólicos, franqueó las puertas de El Talego, se dirigió sin dudar a la barra y puso su mano derecha sobre el hombro del tipo de las medias de nailon, quien no llegó a darse vuelta antes de que ella dijera:

—Ya está. Ahora va a venir conmigo, tranquilito, a casa. Ya hizo su berrinche, ya se portó mal. No quiero que me haga pasar más estos papelones, ¿entendió? —Lo sacudió por el hombro—. ¿Entendió?
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El tipo, probablemente, habría querido decir algo, pero no había dónde: Tina claramente no había dejado espacio. Se dejó resbalar de la banqueta y, en cuanto estuvo parado, sin levantar la vista, giró y enfiló hacia la puerta, siguiendo la dirección que la mano marcaba en su hombro. La mujer tampoco miró a la audiencia, como si no tuviera nada que explicar o entender, como si no existieran (o, peor aún, como si existieran pero no pudieran resultarle más insignificantes). El vaivén de la puerta al salir despertó al olor a fritura; el rayo de sol pegaba ahora en la mesa cinco. La escena de silencio y estupor se esfumó a manos de César:

—Te hago otra ensalada, ¿querés...?

2 comentarios:

  1. Está muy buena la que mandan locos, salú y saludos...

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  2. ¡Gracias, Dani! Espero que pienses lo mismo cuando terminemos la historia de una patada, je.

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