Soledad

Volvió a mirarse al espejo. Se arregló el pañuelito sin ninguna necesidad. Volvió a mirar el botón iluminado, para cerciorarse de que había marcado el número correcto. Piso 17, efectivamente. Se volvió a mirar al espejo, para revisar el peinado. Estaba bien; la hebilla estaba medio torcida..., pero estaba bien. Miró los números rojos cambiar. Siete. Ocho. Se miró las puntas de los zapatos. Brillaban. Igualmente, habría preferido darles otra pasadita. Buscó en la cartera con manos sudorosas el celular. Lo puso en vibrador. Lo guardó. Respiró profundo. Se miró al espejo nuevamente y se acomodó el pañuelito. Miró las puertas cerradas.

Piso diecisiete, dijo la voz femenina y claramente europea de la grabación del ascensor. Se abrieron las puertas. Dio dos pasos y frenó, rígida y tensa. Respiró hondo. Exhaló. Y al tiempo que empezaba a avanzar de nuevo, volvió a escuchar a la gallega: Se cierran las puertas.
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"No hay vuelta que darle. Ya estás acá, Soledad", se dijo, buscando coraje. Trataba de ser valiente, pero la verdad es que tampoco le quedaba otra alternativa. Estaba jugada.

De repente, el miedo. "¿Y si me voy? Si doy media vuelta ahora, ¿quién me va a decir algo? Nadie sabe que vine. Ni él sabe que estoy acá." El miedo, siempre.
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Había tenido miedo siempre, desde siempre, todo el tiempo. Eso sentía. Si cruzaba la calle, tenía miedo de no haber visto un auto; si salía de la casa, temía haber dejado prendida una hornalla. Tanteaba el bolsillo de la cartera dos veces por cuadra, porque temía que, sin que se diera cuenta, le hubieran robado. Si tenía que comprar algo, ensayaba mentalmente antes de entrar al negocio, por miedo a no saber qué decir, o a equivocarse. Al sacar la llave, empujaba siempre la puerta para comprobar que estaba cerrada, porque temía haber cerrado mal. Llevaba siempre un tanto de papel higiénico enrollado en la cartera, por las dudas de que no hubiera, y siempre al levantarse, antes de tirar la cadena, miraba. Por las dudas.

No había terminado de preguntarse nada, ni de dar el segundo paso, cuando se apagó la luz. Puteando en el más prístino de los silencios rebuscó rápidamente con un barrido de la mirada en busca del redondelito rojo. Lo vio a la distancia, sobre la izquierda. Se atolondró para alcanzarlo, porque —obviamente— le tenía miedo a la oscuridad. Estaba con la mano estirada, a unos cincuenta centímetros del interruptor y, entonces, un movimiento violento, y una puerta que se abre de par en par, y el foco que apunta directamente a su cara ahora petrificada.
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Un hombre salía, pero al toparse con ella gritó y, asustado, cerró la puerta con violencia.

Soledad no entendió qué había pasado, pero se sentía morir y los nervios le aflojaban las piernas. Encendió entonces la luz de un manotazo, se acomodó maquinalmente la hebilla en la cabeza y aflojó el pañuelo de su cuello, en un intento de franquear el paso al aire que le faltaba en los pulmones. Sentía latidos en las sienes y un sudor frío le corría por la piel; febrilmente, se lo secó con el dorso de la mano. Y entonces comprendió el horror de ese hombre. Su propia cara le era ajena, sus rasgos habían desaparecido.
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Aterrada por la sensación de no tener más que una superficie mucho más llana de lo deseable, comenzó a tocarse locamente con ambas manos, buscando nariz, ojos, párpados, cejas, incluso el lunar de al lado de la comisura izquierda de la boca, que tenía —o había tenido— un tamaño mayor a lo que le habría gustado, y que le había hecho temer que tal vez pudiera ser cancerígeno o alguna de esas cosas, porque siempre le decían que había que tener cuidado con los lunares. Ahora, hasta ese lunar parecía haber desaparecido. Se puso bizca en busca de la nariz, pero no la encontró.

Con el corazón latiendo rápido y fuerte, las manos sudadas y temblorosas, y las piernas por flaquear, atinó a pensar en el espejo. Atolondrada, abrió la cartera y revolvió frenéticamente en busca del espejito. Entonces, la luz volvió a apagarse.
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Con otro manotazo al botón que brillaba cerca de su mano derecha, anaranjado y burlón, en un mar de oscuridad, Soledad hizo la luz. En ese mismo movimiento, el espejito, junto con todo lo que su cartera contenía, fue a parar al suelo. Y se rompió.

Llorando, ya fuera de sí, Soledad se agachó a juntar todo con ademanes torpes. Antes de que pudiera evitarlo, sintió que alguien, en cuclillas, se ponía a recoger cosas, sus cosas.
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"Es tremenda, la luz esta... No dura nada... Antes de que te des cuenta se apaga, es tremenda." Dijo esto mientras miraba las cosas que levantaba, despreocupadamente, mientras Soledad la miraba entre lágrimas, sin terminar de comprender.

Quiso hablar, contestar, o al menos decir algo, cualquier cosa, pero no pudo. Durante el infinitamente corto tiempo que le tomó componerse, prepararse para hablar, la chica habló, pero nadie sabe qué dijo. Cuando Soledad, mirándola fíjamente, estuvo a punto de abrir la boca para hablar (el llanto había amainado), la chica levantó la vista, la vio, y con total soltura, con una sonrisa amigable, cómplice, preguntó: "¿Qué te pasó en la cara...?".
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Soledad la miró pero no la vio, perdida como estaba en sus pensamientos. Ni siquiera la escuchaba hablar. "¿Cómo me pasó esto a mí?", se preguntó miles de veces, antes aun de darse cuenta. "¿Cómo puede ser que sea tan precavida, tan prudente, que tenga todo bajo control siempre y que esta vez, por miedo o por quién sabe qué, haya tardado tanto en venir? Me acaba de pasar lo mismo que a mamá, y seguro que habría podido evitarlo viniendo a verlo antes, a tiempo, sin dar tantas vueltas."

Como si hubiera escuchado esos pensamientos, la chica le dijo: "Qué tonta, ¿cómo no me di cuenta? Perdoná que te haya preguntado. Venís a ver al doctor Rey, ¿no?". Segura, sonrió y le ofreció a Soledad un pañuelo de papel al tiempo que agregó: "Dejá de llorar y no te hagas problema, que el doctor te va a ayudar". "Eso sí —añadió, acercándole un espejito—, arreglate un poco el maquillaje, que lo tenés corrido y Franco es... muy especial."
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Franco era particularmente puntilloso y detallista, por no mencionar su perfeccionismo. Esto había sido también motivo de que Soledad dudara. O más bien dicho, temiera. Porque tenía que haber ido antes, eso era obvio (había sido obvio desde el episodio en la casa de la tía Zulma, cuando había descubierto que al usar el pretérito pluscuamperfecto le hormigueaba la pierna izquierda), pero había tenido miedo. El doctor Rey iba a preguntar muchas cosas, iba a querer precisiones, respuestas claras, avispadas, y después iba a prescribir una medicación o un tratamiento, todo con instrucciones muy claras, inalterables, y ella había tenido miedo. Se había decidido finalmente después del asunto del ombligo, porque ahí sí ya tuvo miedo, y ahora, como si no faltara nada, quedarse sin cara...

"Gracias", dijo. De tantas cosas que quiso decir, quedó solo "gracias", y una cara cómplice de profundo agradecimiento hacia la desconocida. Cara que no fue más que una intención en la mente de Soledad. "No, no es nada, quedate tranquila. Vení", dijo gentilmente, acompañando las palabras con una mano en el codo derecho de Soledad, casi al tiempo que la luz se apagaba de nuevo. En seguida un manotazo despreocupado, y hubo luz de nuevo. "Bueno, es acá. Tranquila, va a andar todo bien. ¡Suerte!", dijo, y con un suave apretoncito en el hombro, se fue, y la dejó a Soledad mirando el 1719 clavado en la puerta de madera negrísima. Temiendo que la luz pudiera volver a apagarse, tocó el timbre, muy cortito.
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El Franco Rey que abrió la puerta tenía muy poco de aquel ilustrísimo doctor Rey que llenaba las conversaciones de las mujeres en la casa materna, de aquel dios pagano a quien su madre, su abuela y sus tías veneraban con tanto fervor. El anciano que Soledad tenía ante sí parecía recién salido de una vasija egipcia, momificado, aunque sus ojos celestes y profundísimos revelaban la vida que latía en ese cuerpo, bajo esa piel acartonada, y un fuego interior avasallante.

Sin decir nada, Rey se apartó y con un gesto difuso, que podía abarcar tanto las penumbras que se cernían tras de sí como las lunas de Marte, invitó a Soledad a pasar. Ella tuvo miedo, pero a la vez se sentía hipnotizada por la mirada del viejo y no pudo hacer más que obedecer. Una vez traspuesto el umbral se sintió mucho más tranquila. El doctor Rey vio eso en sus ojos —la última reserva expresiva en la cara de Soledad— y le dijo: "Me llamo Franco Rey, aunque eso ya lo sabés. Vos sos la hija de Emilia, ¿cierto?", palabras que subrayó con un furibundo pisotón sobre el pie derecho de la chica.
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Soledad tuvo miedo de importunarlo, y se calló. Se encontró en lo que bien podía ser un consultorio o un museo de arte decorativo ucraniano. Un gesto de la mano de Rey que quiso decir "sentate" le dio a entender a Soledad "pasá". Al ver que no se sentaba, la miró fijo con los ojos bien abiertos, y rápida y directamente preguntó con voz firme: "¿Vos sos estúpida?". Casi sin querer, sin darse cuenta, al tiempo que movía la cara nerviosa, ella murmuró: "No...". "¡Ah, menos mal...! —dijo Rey, honestamente aliviado—. Bueno, siendo así entonces, veamos..." Y mientras rebuscaba en unos papeles que descansaban sobre una especie de escritorio, repitió el gesto. Esta vez Soledad se sentó. Entonces él le pidió, como cualquier médico hace, que le contara cómo había empezado todo. Soledad hizo un racconto lo más detallado y preciso que pudo, se puso muy nerviosa, tartamudeó por momentos, y hasta sintió que entre el episodio de llanto y la sudoración se le volvía a correr el maquillaje sobre una cara que ya no sabía si tenía (no se animó a tocarse para comprobarlo).

Rey escuchó atentamente. O tal vez no, pero al menos no interrumpió. Una vez que hubo terminado, él hizo el segundo de silencio de rigor, puso la cara de circunstancia de rigor, y dijo, ya sin tutearla: "Para serle franco...". Esperó un segundo, pero Soledad no se sonrió porque no encontró motivos. Al ver que no funcionaba, cambió de rumbo. "A ver qué opina de esto", dijo, y entonces hizo una pausa, y luego hizo un gesto con la mano, la boca, y casi el cuerpo entero, como si fuera a empezar a hablar. Entonces, con total violencia y determinación, lanzó un flato magnífico que repiqueteó en muebles y paredes.
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Soledad sintió un malestar. Un tremebundo olor lo invadía todo y abrió la boca como una carpa del Jardín Japonés, pero no quiso decir nada —para que el doctor no pensara mal— y se limitó a respirar con una improvisada cara de disimulo. Rey la miraba, pero había algo en su expresión, un cierto extravío, como si en realidad estuviera mirando a través de ella. Después de cinco incómodos minutos de contemplación (durante los cuales Soledad se mantuvo incólume; sin saber qué hacer, terminó por no hacer nada), Rey se acercó y, con un gesto pícaro, pasó su mano derecha por la cara de Soledad; luego la alejó y mostrándole el puño cerrado, con el dedo pulgar atrapado, sobresaliendo entre el índice y el mayor, le dijo, tutéandola otra vez: "¡Te saqué la nariz!". Instintivamente, Soledad se llevó la mano a la cara. Había sido víctima de ese juego mil veces cuando era chica, y aunque sabía que no era cierto, que nunca era cierto, que las narices no se sacaban así como así, jamás había podido evitar comprobarlo. Se tocó, entonces, la nariz. ¡Se tocó la nariz!

"Así es, querida —dijo Rey, súbitamente paternal—. Tu nariz estaba por reaparecer, lo vi en cuanto entraste. Pero tenías miedo y no lo permitías, así que tuve que hacer un esfuercito para 'motivarte'." Como subrayando esto último, se rió solo, convencido de haber dicho algo hilarante; al mismo tiempo, levantó un pesado volumen encuadernado en cuero, con caracteres cirílicos estampados en dorado, y lo descargó con fuerza sobre su mano izquierda, apoyada sobre la mesa. La risa paró de inmediato. Enjugándose algunas lágrimas de risa, de dolor o de ambas cosas, Rey continuó la explicación: "A tu boca le faltaba muy poco, también. No era una boca propiamente dicha, pero por ahí cantaba Garay. Con el pisotón traté de que la sacaras y no anduvo; por suerte, el método para la nariz demostró ser igualmente efectivo en este caso". Empezando a reírse otra vez, agregó: "Ya estás completita, m'hija. Eso sí, arreglate un poco: tenés la boca pintada a medias y el rímel corrido, y yo soy una persona muy formal".
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Soledad sonrió y se ruborizó, casi al mismo tiempo. Mientras buscaba los cosméticos en la cartera —y al tiempo que recordaba que el espejito se había hecho pedazos—, preguntó sobre el tema de la pierna y otras cuestiones menores. Franco le dio una explicación magistral y muy detallada de cómo saber dónde estaba el Norte usando solo un reloj analógico. Soledad agradeció, y quiso pagar, pero Rey se negó: "No, no y no. Yo después arreglo con Emilia...", dijo, con un tono que no es prudente explicar. Soledad sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero antes de que pudiera llegar a los riñones Franco lo agarró al vuelo y lo estroló contra la pared. Soledad agradeció, y se apresuró a despedirse, temerosa de lo que pudiera pasar. Rey le abrió la puerta y aprovechó para mirarle las nalgas; en seguida se arrepintió de haberla ayudado.

Ya en el palier, Soledad encendió la luz y llamó al ascensor. Mientras buscaba el celular, la luz volvió a apagarse, la puerta del ascensor se abrió, y algo o alguien salió. Soledad levantó la vista, y la apartó de inmediato, con un gesto tremendo que quiso reprimir pero no pudo. Mientras se metía en el ascensor atinó a decir, acompañando las palabras con un gesto, "El doctor Rey es ahí a la derecha".

3 comentarios:

  1. Excelente chicos...por un momento tuve la sensación de que se había desvirtuado el texto, pero finalmente retomaron cada punto que habian tocado.
    Abrazos!

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  2. ¡Gracias, Pompier!
    En efecto, el texto se nos fue y lo trajimos como pudimos, medio a las patadas. Por suerte pudimos domarlo, al muy chúcaro, pero nos hizo sudar.

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