Pedro no tenía título. Pedro era Pedro. Tenía la voz gruesa y cascada de whisky, con una base de flema eterna, como las nieves. Hablaba poco, y bajo, y no era novio ni amigo. Era Pedro. No recuerdo que haya hablado conmigo, pero tal vez lo haya hecho. Yo no lo veía casi nunca, pero alguna vez lo vi. Pero no en mi casa (en la casa de mi abuela, que era mi casa). Cuando venía Pedro (que yo creo que olía a medicamentos, pero no lo recuerdo, solo lo creo), yo me tenía que ir. Pedro usaba siempre unos anteojos oscuros tornasol, de marco dorado, y tenía la cara hinchada como los que abusan del alcohol.
Andaba siempre con una pequeña carterita en la que llevaba medicamentos y una caja de metal con la jeringa. Fumaba, también. Yo lo sé porque al otro día se podía sentir todavía el olor a cigarrillo en la casa. Yo no sé si mi abuela sabía que se sentía todavía. Pedro daba inyecciones, y algunas otras cosas, y, en mi memoria, es una versión lumpen de Silvio Soldán. Pedro tenía mujer y dos hijas y, cuando venía a visitar a mi abuela, yo me tenía que ir, porque, a veces, los adultos quieren estar solos y hablar tranquilos cosas de adultos. Tuve yo que ser adulto para, finalmente, comprender el asunto con Pedro.
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Mi abuela guardaba el whisky en un mueblecito que estaba en el living. Nunca la vi tomar, y ahora estoy seguro de que lo compraba solo para Pedro. Las botellas se sucedían, supongo, pero eran siempre la misma, y estaban en el mismo lugar. Me acuerdo de las siestas que pasé mirando la etiqueta: Tarquino, Niágara y Virtuoso. Esa botella tuvo que ver con mi educación, con mi crianza.
Porque me crio mi abuela, viví con ella desde que tengo memoria. Crecí en su casa, en un barrio de Flores, a quince cuadras de la estación de tren. Íbamos siempre a la estación a hacer compras, a la feria, a la mercería, a tomar algún helado. Una vez nos llevó, a mi primo y a mí, a ver una película. Era una de artes marciales, Retroceder nunca, rendirse jamás, se llamaba, y después, en la plaza que estaba frente al cine, andábamos a las patadas voladoras con mi primo mientras mi abuela nos gritaba. Esa fue una de las pocas veces que gritó. Me acuerdo de que estábamos en eso cuando apareció Pedro (creo que fue la única vez que lo vi fuera de casa), nos dio una cajita de maní con chocolate y nos acompañó a casa porque mi abuela tenía un ataque de nervios. Cuando llegamos, nos mandaron a la terraza y Pedro agarró su carterita para atender a mi abuela.
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