Una de más

Soy un pelotudo, siempre me la mando. No sé cerrar el orto, siempre hago una de más. Qué pelotudo a cuerda.

La de recién te la tengo que contar porque es mundial. Resulta que estoy en el gimnasio, en el vestuario, y veo que me relojea un tipo. Yo primero me hago el boludo, viste que no me cuesta nada, pero al final lo miro y le veo cara conocida. Cara de boludo. Le digo: «¿Vos no sos el de tal lado?». Me dice que no. Insisto, viste cómo soy cuando se me mete algo en la cabeza: «Sí, seguro que sí, tenés la misma cara». Y no va que el tipo, sin mirarme, me dice: «Soy el marido de tu prima». Nos vimos el domingo. Y el fin de semana anterior. Pero viste cómo es.

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«Jaja, sí, boludo, te estaba jodiendo», le digo, pero el flaco no se la comió ni en pedo. Y ahí había que jugar callado, amigo, estaba fácil. Pero no es tan fácil si uno es un boludo. «¿Y hace mucho que venís acá? ¡No te vi nunca!», le digo, todo entusiasmado, mientras me secaba el sobaco. «Hará un mes, más o menos», tira el loco, mientras se va para la ducha. Si la cara es de boludo, ni te digo la toalla. Bueno, cuestión que se mete al cosito y cierra la cortina. Medio afeminado eso de cerrar la cortinita, pero bueno, qué sé yo. Más que nada, porque a esa hora no había nadie en el gimnasio; estábamos nosotros dos, no sé. Mejor, igual.

Cuestión que tengo que cerrar el orto, pero no puedo, soy un boludo, entonces sigo: «No me dijo nada Adriana, le voy a escribir, me tendría que haber dicho». El flaco hace un ruido, como que sí pero qué mierda me importa. Está bien, tiene razón, yo no lo conocí, quedó dolido, está bien. Y yo, mientras me estoy mandando el rolón en el sobaco derecho, y viste que con la zurda, no sé, se complica, y el vapor, y la charla, y no va que sale volando a la mierda el Rexona y va y cae derechito, así, como si lo hubieran puesto con la mano, en el medio del bolso del tío este. Yo te juro que quería agarrar el desodorante, nada más; te juro que fui con esa intención solamente. Pero bueno, agarro el desodorante y ahí, sin querer, te juro, lo veo.

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Un paquetito, bah, una especie de bolsita, un coso como de celofán, con moñito, con todo, y ¿a que no sabés qué había adentro? Ropa interior, boludo. De mina. Yo seguí haciendo ruidos, hice como que me terminaba de vestir por si el otro paraba la oreja, pero, la verdad, me ganó la curiosidad. Me pongo a ver. Una tanguita toda calada, un corpiñito que no sabés... Y vos conocés a mi prima, Adri es un tanque australiano, ni en pedo eran para ella. Me estalló la cabeza. En eso, siento que el otro cierra la canilla, así que manoteo el Rexona y me lo meto en la mochila, me pongo rápido la remera y salgo cagando del vestuario. Llego a ver a mi cuñado abriendo la cortinita, lo saludo con la mano y me rajo.

En la calle, pienso qué hago con Adri, quién es este tipo en realidad, ¿viste? Tan correcto que parecía, con esa cara de boludo. ¿Qué se hace? Y en eso estoy cuando abro la mochila para buscar la SUBE y lo veo. Me quiero matar, boludo. En el apuro, con el desodorante y eso, metí el paquete de la ropa interior en la mochila. La puta que me parió.

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En el bondi voy pensando como un boludo, porque al final al pedo, la tanga ya me la traje, y el flaco ya se dio cuenta de todo, seguro. Igual, no me vio llevármela ni nada, capaz piensa que la perdió, que se la dejó en algún lado, la perdió, no sé. Me hago el boludo y no hay manera de probarlo, ya fue. No digo nada y listo, y quiera el barbas que no me lo cruce de nuevo ni me tenga que preguntar nada. En todo ese quilombo se me pasa el viaje. Llego al laburo, quilombos como siempre, uno que no está, el otro que tiene no sé qué mierda con el perro, la madre, la misma boludez de siempre. Bueno, no importa, me pongo a hacer cosas y me olvido de todo.

Llego a casa, tarde, cansado, cagado de hambre, más vale, y me apuro a meter una ducha a ver si puedo morfar y a dormir (o capaz tengo suerte, pero no creo, ¡está dura la mano, ¿viste?!). Me estoy pasando el jabón por la raya del culo (te lo juro, boludo, metido el Rexona Cotton Fresh Tuvieja en el medio de la raya del culo) cuando escucho, nítido: «Gordo...», y el tono de duda, y en seguida me doy cuenta. Se me paraliza el brazo, te juro, apretando el jabón y los cantos, y la reputa madre que te remil parió, me olvidé de sacar la tanga del bolso. «Gordo... ¿dónde fuiste hoy...?».

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Era domingo

Llovía. El viejo estacionó en la calle de tierra, bajó del auto con dificultad y, con la mano que le quedaba libre, abrió apenas el portón corredizo y entró. En la otra mano llevaba un recipiente de vidrio con ensalada de papa, huevo duro y mayonesa. Los perros le hicieron fiestas. Era domingo al mediodía y lo habían invitado a comer un asado.

El asador siempre era Maxi, quien disfrutaba de sentirse un héroe parado junto a la parrilla bajo la lluvia. Teo, su hijo, lo ayudaba a veces. Paula era la hija del viejo, seguro que ella lo había invitado. Era la primera vez que el viejo iba a esa casa. Se habían mudado hacía cinco años y yo, al menos, nunca lo había visto.

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Paula se acercó y agarró la ensalada a la vez que le daba un beso. El viejo miraba todo con marcado disimulo. En seguida llegó Teo. No corrió, fue caminando, tranquilo. Estaba comiendo algo. Maxi hizo señas desde el fondo, pero no se despegó de la parrilla. Se metieron los tres al quincho. Uno de los perros —el más peludo— quiso entrar también, pero no pudo: el monosílabo de Maxi lo frenó en seco.

Me metí todo lo que quedaba del sándwich en la boca. No hacía frío. Yo habría preferido que hiciera frío si llovía, pero no hacía frío. Había cada tanto alguna ráfaga de viento sur, y las copas de los árboles se zarandeaban y revoleaban agua para todos lados. Me dio sed, pero me la aguanté porque no quería alejarme de la ventana. Agarré el último triple. Queso y aceitunas. Maxi estaba empapado, no despegaba la vista de la parrilla. Movía la brasa sin parar, innecesariamente. Por la chimenea se perdía el humo. Llovía con ganas y el humo no se mojaba. Me pareció una gran metáfora de algo.

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Volví a mirar al viejo. Había retrocedido hasta el umbral del quincho y estaba parado ahí. Tenía los zapatos mojados y las botamangas, salpicadas casi hasta las rodillas. En un momento, el viento hizo que lloviera un poco más de costado y se le empezaron a mojar los hombros de la campera marrón. Recién entonces se puso en movimiento y terminó de entrar. Me pareció que estaba solo en el quincho. Maxi, en la parrilla, no lo miraba; Paula y Teo no estaban a la vista. El viejo se acercó a una silla, pero no llegó a sentarse. Vio una reposera de lona que estaba plegada junto a la pared del fondo, la abrió con dificultad y se dejó caer en ella. Miraba, supongo, el jardín. La lluvia dibujaba circulitos en el agua verde de la pileta.

Rápido, agarré un vaso, lo enjuagué apenas y lo llené de agua. Tomé tres vasos, uno tras otro. Me gusta que los triples tengan aceitunas, pero siempre me dan sed.

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La escena empezó a aburrirme y, sin darme cuenta, me encontré perdido en el ondular del humo seco que seguía su camino sin más. Era fácil. Tal vez fuera así de fácil. Cuando me quise dar cuenta, estaba pensando en Andy de nuevo. Bueno, no era tan fácil. Me pareció, de repente, el momento oportuno. Fui hasta la heladera y busqué una cerveza. El «pop» de la chapita me hizo bien. Le pegué un sorbo largo mientras volvía a la ventana.

La lluvia parecía haber amainado un poco, pero el viento estaba bien recio. Los árboles se doblaban y el agua caía de costado, primero para acá, después para allá. El quincho estaba vacío ahora. Maxi seguía firme junto al pueblo, se había puesto un gorro de pescador y había dejado de jugar con las brasas. El humo se perdía tan rápido que apenas llegaba a verse.

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Teo salió de la cocina con una pila de platos de madera en una mano y cuatro vasos en la otra. Llevaba los platos como la bandeja de un mozo y los vasos, con los dedos dentro. Paula salió después, con una panera, un sifón y una botella de vino. Detrás de ellos, el viejo asomó apenas la cabeza, sin terminar de decidirse. Yo no los veía, pero ponían la mesa. Teo volvió adentro y el viejo tuvo que acabar de salir para dejarlo pasar. Lento, caminó hacia la parrilla. Paula volvía también y lo esquivó apurada. Él intentó tocarle el hombro al pasar, pero no llegó.

Se paró al lado de Maxi. Ni lo miró, pero el viejo le hablaba y señalaba la parrilla. El asador lo miró entonces como si no estuviera ahí, como si pudiera ver a través. El viejo iba a decir algo más, pero Maxi se sacó el gorro, lo tiró al piso y se fue. Me acordé de Andy otra vez. Del portazo.

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El viejo se quedó seco. Después de un minuto, agarró el atizador y removió un poco las brasas. Dio vuelta un pedazo de carne y buscó con la mirada algo que no encontró. Se me terminó la cerveza y el viejo seguía ahí. No vino nadie más. No había movimiento en ningún lado, salvo los árboles y el humo.

Fui a buscar otra cerveza. Pop. Sorbo. La parrilla sola, sin vigía. Me quedé mirando. Pensé en la entraña, iba a quedar dura. Nada. Después de un rato, la vi a Paula con una bandeja, retirar todo, apurada. Por detrás de ella pasó el viejo. Lo seguí con la mirada. Lo vi salir, cerrar el portón detrás de sí y meterse en el auto. Me quedé mirando y tomando la cerveza, pero el auto nunca arrancó. Volví a la parrilla y al humo. Y a Andy, también.

Criadores

Pedro no tenía título. Pedro era Pedro. Tenía la voz gruesa y cascada de whisky, con una base de flema eterna, como las nieves. Hablaba poco, y bajo, y no era novio ni amigo. Era Pedro. No recuerdo que haya hablado conmigo, pero tal vez lo haya hecho. Yo no lo veía casi nunca, pero alguna vez lo vi. Pero no en mi casa (en la casa de mi abuela, que era mi casa). Cuando venía Pedro (que yo creo que olía a medicamentos, pero no lo recuerdo, solo lo creo), yo me tenía que ir. Pedro usaba siempre unos anteojos oscuros tornasol, de marco dorado, y tenía la cara hinchada como los que abusan del alcohol.

Andaba siempre con una pequeña carterita en la que llevaba medicamentos y una caja de metal con la jeringa. Fumaba, también. Yo lo sé porque al otro día se podía sentir todavía el olor a cigarrillo en la casa. Yo no sé si mi abuela sabía que se sentía todavía. Pedro daba inyecciones, y algunas otras cosas, y, en mi memoria, es una versión lumpen de Silvio Soldán. Pedro tenía mujer y dos hijas y, cuando venía a visitar a mi abuela, yo me tenía que ir, porque, a veces, los adultos quieren estar solos y hablar tranquilos cosas de adultos. Tuve yo que ser adulto para, finalmente, comprender el asunto con Pedro.

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Mi abuela guardaba el whisky en un mueblecito que estaba en el living. Nunca la vi tomar, y ahora estoy seguro de que lo compraba solo para Pedro. Las botellas se sucedían, supongo, pero eran siempre la misma, y estaban en el mismo lugar. Me acuerdo de las siestas que pasé mirando la etiqueta: Tarquino, Niágara y Virtuoso. Esa botella tuvo que ver con mi educación, con mi crianza.

Porque me crio mi abuela, viví con ella desde que tengo memoria. Crecí en su casa, en un barrio de Flores, a quince cuadras de la estación de tren. Íbamos siempre a la estación a hacer compras, a la feria, a la mercería, a tomar algún helado. Una vez nos llevó, a mi primo y a mí, a ver una película. Era una de artes marciales, Retroceder nunca, rendirse jamás, se llamaba, y después, en la plaza que estaba frente al cine, andábamos a las patadas voladoras con mi primo mientras mi abuela nos gritaba. Esa fue una de las pocas veces que gritó. Me acuerdo de que estábamos en eso cuando apareció Pedro (creo que fue la única vez que lo vi fuera de casa), nos dio una cajita de maní con chocolate y nos acompañó a casa porque mi abuela tenía un ataque de nervios. Cuando llegamos, nos mandaron a la terraza y Pedro agarró su carterita para atender a mi abuela.

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En esa época, el barrio todavía era barrio, y la gente, vecinos. Todos sabían de todos, y primaba el decoroso silencio sobre las miserias ajenas. Hasta cierto punto, al menos. A Pedro lo conocían todos en el barrio, y a mi abuela también. A mí también, claro. A mi primo no, porque vivía en provincia y venía poco a visitar. A las hijas de Pedro también las conocían todos, pero yo no. Recién de grande las conocí.

A la mujer de Pedro la conocían todos, de nombre. Pocos la habían visto. No salía de su casa, y la historia era siempre contada por partes, con ese decoro de ponzoña y regocijo. Había pasado algo, estaba muy enferma. Dependiendo de quién contara la historia, estaba postrada, o loca o cualquier cosa en el medio. Dependiendo de quién la contara, Pedro era un mártir o un inmoral. Como fuera, era el enfermero del barrio y la mujer no salía nunca de la casa. Creo que muchos (los más jóvenes) habrán terminado de convencerse de que sí existía el día que vieron el coche fúnebre cargar el cajón, un domingo por la tarde.

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Después de lo de la mujer de Pedro, del entierro, las visitas se hicieron más frecuentes. La botella se vaciaba más rápido, había olor a cigarrillo, e incluso humo, casi siempre. Me acuerdo perfecto de eso, de la luz del sol que atravesaba, marrón, las cortinas del living y el humo. Todo pesado y marrón. Pedro llegaba a diferentes horas y se quedaba hasta más tarde. A veces, hasta la noche. En la terraza yo no la pasaba mal. Había un cuartito con cachivaches y cosas viejas, y yo estudiaba todo. Leía revistas de historietas amarillentas que habían sido de mi viejo, libros de escuela, diarios; desarmaba electrodomésticos rotos que nunca lograba armar de nuevo sin que me sobrara alguna pieza o un par de tornillos; qué sé yo, hacía mis cosas. Una vez, una tarde, encontré caca de rata y me la pasé buscando al bicho. Otras veces, tiraba venenitos de los paraísos a las personas que pasaban por la vereda o practicaba puntería con la gomera y unas latas del cuartito.

Una vez sentí música abajo. Habían puesto un disco de Sandro. Cuando por fin me llamó mi abuela, Pedro ya se había ido, pero en la mesa había dos vasos y ella estaba, digamos, alegre. Yo me fui derecho a mi cuarto, pero, al pasar por el de ella, la puerta estaba abierta y la colcha, arrugada.

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Un día, Pedro dejó de venir. Yo no pregunté nada porque no necesitaba que Pedro viniera. No necesitaba el olor a cigarrillo ni los anteojos tornasol, ni tampoco tener que irme a la terraza. En lugar de Pedro empezaron a venir, de a una, algunas amigas del barrio. Cata, la modista; Chuna, la de la esquina; Cristina, la que terminó presa; Guadalupe, la que vivía lejos; Marta, la madre de la chica que después se casó con el del noticiero. La botella quedó ahí, en el mueblecito, petrificada. Un día, más grande, estuve a punto de animarme, y después se me vino la cara hinchada de Pedro y no me animé.

Cuando murió la abuela pasó lo que siempre pasa, y eventualmente hubo que ocuparse de la casa y las cosas. El mueblecito fue lo primero que busqué, disimuladamente, cuando entré. Ahí estaba la botella, tal como la había visto la última vez. Sobre la parte alta de la botella, una gruesa capa de polvo y la grasa del tiempo. Mientras los demás peleaban por cualquier cosa, me hice invisible, la agarré y me mandé a la terraza.