El Imparcial

Eliana Colaberardi trabaja en la mesa de entradas de El Imparcial, un pequeño periódico de la ciudad mendocina de Tunuyán. «Mesa de entradas» reza el sello que descansa sobre una almohadilla a su derecha, junto a los teléfonos; en los hechos, Colaberardi es recepcionista, secretaria y ocasional reportera, aunque su anhelo secreto es corregir. 

Eliana Colaberardi es una mujer esbelta, alta, de cabello negro y ojos vivos. Está casada hace dieciséis años con Mateo Trombatti, quien se desempeña como farmacéutico en la Botica Trombatti, una apoteca céntrica ubicada frente a la plaza General San Martín. No han tenido hijos por imposibilidad de Eliana, y en más de una ocasión, durante alguna pelea, Trombatti se lo ha reprochado. La verdad es que ella tampoco quiso ser madre.

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Mateo Trombatti aprovecha cuanta ocasión se le cruza para —como se dice en la jerga— tirar una cana al aire. Y tiene suerte, porque se le cruzan varias, y en Tunuyán (o en Mendoza toda) el viento sopla fuerte. En los pueblos y las pequeñas ciudades las verdades viven bajo una maceta o una alfombra raída. La apoteca sirve a todos, y son todos amigos del dispensario porque uno nunca sabe. En cualquier caso, hay una moral casi tan fuerte como la necesidad humana del chisme y todo puede siempre arreglarse.

Mateo Trombatti es la tercera generación en el rubro y en la zona, y todos los conocen. Eliana Colaberardi es importada de Ensenada, y —también— todos lo saben. A todos les llama un poco la atención que no hayan tenido hijos, pero tienen la deferencia de comentarlo por lo bajo y a sus espaldas, y nada más. El diario debe ser lo único imparcial en esa ciudad.

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El Imparcial es dirigido por el doctor Jorge Zampedri. Aunque solo ha cursado algunas materias de la carrera de Abogacía en Buenos Aires, todo el mundo antepone a su nombre el «doctor», y Zampedri se deja llamar así. Para reforzar la idea, ha adoptado ciertos hábitos de leguleyo que no cuadran bien con la dirección de un diario de provincias, pero que mantiene en todo momento y lugar.

El Imparcial es el gran logro de su vida, si no el único, y el doctor Zampedri lo defiende con uñas y dientes de los embates de la frivolidad, los medios capitalinos y los avances en las telecomunicaciones. El diario es como su hijo, eso dice él, y a nadie en la ciudad le extraña este comentario ni sacan a colación al hijo biológico del doctor Zampedri, que tiene veintitrés años, vive con su madre en Guaymallén y no ve a su padre desde los once años.

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Zampedri, que comparte algunas cuestiones con Trombatti, no ha dejado de enviar los giros ni un solo mes. Primero hubo una promesa excesiva, después, unas visitas furtivas; más luego, una irregularidad y, finalmente, un compromiso. Un buen día, todo cesó, menos los giros, y del asunto no se habló más, salvo entre las gentes.

Un día de octubre, mientras el pueblo se prepara para la llegada del zonda, Eliana sella la correspondencia del día maquinalmente. Siente las manos resecas, piensa que debe recordarle a Mateo que se acabó el sapolán. Por el rabillo del ojo derecho detecta una presencia. Levanta la vista sin dejar de sellar. Una mujer pequeña espera paciente, sin decir palabra, detrás de unos anteojos oscuros. Se produce un vacío incómodo mientras ambas evalúan quién debe hablar primero. Eliana está a punto de abrir la boca, pero el intempestivo tronar del teléfono la sobresalta y la silencia.

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Del otro lado de la línea, Jorge Zampedri (hijo) procura hacerse entender. Pide hablar con el doctor Zampedri, acaso se identifica o dice algo de su madre, pero los ruidos de la redacción ahogan su voz apocada, sus titubeos, su indecisión. Eliana repregunta e intenta enhebrar los retazos de palabras, pero no tiene éxito. La comunicación se corta, en apariencia. Ella se queda con la idea de que fue su interlocutor quien presionó la horquilla.

La mujer da un paso hacia el escritorio. Carraspea, a la vez que se quita los anteojos oscuros y revela un rostro conocido, aunque avejentado. Se presenta como Marta Moronell de Zampedri. Eliana Colaberardi reprime un escalofrío.

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Ha escuchado historias, y sabe quién es Marta Moronell de Zampedri. Sabe, incluso, que «de Zampedri» ya no es, porque están separados hace años; aunque técnicamente todavía es, porque lo que ha unido Dios no ha logrado separar el hombre. Sabe que su presencia no puede ser nada bueno, como no lo fue las otras dos veces que se apersonó en el diario. En ambas ocasiones, por casualidad o providencia divina, Eliana estaba ausente: la primera, con parte de enferma; la segunda cubriendo una fiesta regional en El Sosneado. Al regresar, tuvo el detallado racconto una y otra vez, porque nadie hablaba de otra cosa.

Eliana intenta hacer como si nada, actuar de recepcionista despreocupada, pero antes de que pueda empezar a impostar nada la vieja habla directamente, sin amabilidad ni violencia, con una voz fría y relajada, pero dura y penetrante. Y calma. Es la calma de quien sabe que no hace falta nada más porque su palabra es no solo ley, sino —sencillamente— el augurio del futuro por llegar. Sabe que lo que quiere es, y lo que pide le es dado, y ahora quiere hablar con el doctor, dice, y esgrime una sutil e inconfundible sorna, que Eliana interpreta como un muy mal presagio.

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En su despacho, Jorge Zampedri escruta unas pruebas. Los cilindros de la rotativa están empezando a fallar otra vez; aún no se nota en los diarios impresos, pero el ojo clínico del doctor lo percibe. Como el petricor advierte la lluvia que se desatará inexorable, esos papeles anuncian problemas. Grandes gastos. Quebraderos de cabeza. Zampedri se toma la testa con ambas manos y se presiona las sienes con los dedos. Interrumpe su rumiar el intercomunicador. Eliana Colaberardi le da la noticia: su exmujer se presentó en la redacción y quiere verlo, y pregunta si la hace pasar. Sin escapatoria, el doctor dice que sí.

En ese despacho, Marta Moronell de Zampedri está a sus anchas. Como si los años no hubieran pasado, entra, se sienta sin invitación y enciende un cigarrillo. Jorge Zampedri quiere decir algo, pero no dice nada, y quien dice entonces es Marta. Con voz más ronca que la última vez, habla del hijo de ambos sin que Zampedri preste atención, habla de dinero, comienza un monólogo. El doctor está acostumbrado a dejarla hablar, entiende que ella necesita desahogarse y nada más, pero el nombre oído al pasar captura su atención. En la boca de Marta, el nombre de Mateo Trombatti suena como una blasfemia. El nombre, el hombre y lo que ella dice de él.

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Marta desliza el nombre como al pasar, va a la pesca. Y, cuando ve que hay pique, se queda quieta. Pega una chupada profunda al cigarrillo, se toma todo el tiempo. Zampedri espera también y, con la mirada, le deja ver que ahora sí tiene toda su atención. No quiere hablarle, quiere la mínima interacción posible, que diga lo que deba y se vaya. No será tan fácil, pero aún no lo sabe. Pone las manos en campanario y se reclina en su sillón, que cruje cálido, cómplice.

Marta entiende el gesto y deja salir el humo, sin prisa. Entonces, habla. Le dice que Trombatti es, y siempre ha sido, un picaflor, como él, y que no duda que han compartido, sin saberlo y sin quererlo, más de una mujer en el pueblo. Sin embargo, le dice, eso son solo estimaciones estadísticas porque, para ser honestos, certezas tiene una sola. Pausa. Otra calada. Zampedri, inmóvil. En alguna de esas noches que el doctor andaba quién sabe dónde y por qué —le dice—, su mujer necesitó un decadrón, para el asma; y quién mejor para tomarse la molestia, a la hora de la cena, que el hijo del farmacéutico. Pobre mujer —dice con inocencia, sin una pizca de maldad aparente—, toda la noche le faltó el aire... Otra calada, bien profunda.

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En su escritorio, Eliana Colaberardi procura mantenerse ajena al rumor de voces que escapa del despacho del director. Sella metódicamente, anota con prolijidad y, al fin, se pone a corregir con atención infinita la edición del día anterior. Lo hace por placer y, también, por discreción. Enfrascada en la tarea, intenta abstraerse del hecho de que el zumbido bajo y constante del monólogo de Marta Moronell de Zampedri se haya trocado, con la participación del doctor, en un contrapunto, en un crescendo con staccatos, en una ópera. Las palabras emergen claras bajo la puerta, Colaberardi suprime un gerundio. Justo con el rulo elegante de un deleátur, Eliana escucha el nombre de su marido. En la redacción se ha hecho el silencio.

La campanilla del teléfono la sobresalta. Crispada, Eliana Colaberardi atiende. Quien llama es, otra vez, Jorge Zampedri (hijo). Como quien echa a andar barranca abajo, el muchacho habla con la recepcionista sin ambages. Le dice que su madre va a ir a la redacción y que deben evitar que hable con su padre. Le aclara que ella no está bien. Le advierte que puede ser peligrosa. Eliana va a hablar, pero no hace falta. Jorge Zampedri (hijo) se despide sin ceremonias y cuelga.

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Aún con el tubo en la mano, Eliana intenta entender no solo qué sucede, sino —especialmente— qué debe hacer. Como recepcionista, nada; como secretaria, tal vez debería llamar a su jefe, golpear la puerta o entrar directamente (o, con sencillez, ignorar el llamado de un desquiciado); como reportera, debería pensar de qué se trata esta crónica. Recuerda el prontuario de Marta. Recuerda que el apellido de su marido es ahora parte del asunto. Mira con poco disimulo la redacción, un rejunte de cabezas gachas, cada uno en silencio, fingiendo trabajar, escuchando sin tapujos lo que son ya gritos sin más. Marta es un torrente, verborragia incesante, que no suena fuerte, sino infinita; no es lo que grita, es lo que avanza, como la marea; el doctor produce, con cierto ritmo, frases cortas y categóricas que, claramente, logran poco y nada.

Eliana cuelga el teléfono y, casi sin darse cuenta, toma el tubo nuevamente y comienza a discar el número de la apoteca. Le faltan dos dígitos cuando repara en que no tiene sentido lo que hace, pero es su marido, y punto. Hay un segundo de silencio y, en seguida, el tono de ocupado. El corazón le da un vuelco: el único plan, muerto antes de nacer. Cuelga sin soltar el tubo, y disca de nuevo, y hay un segundo de silencio y, en seguida, el tono de llamada y, antes de que pueda sentir que le vuelve el alma al cuerpo, un estruendo sordo y, de pronto, silencio total. Del otro lado de la línea, alguien dice «hola», «hola», pero no hay respuesta.

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En el despacho, Jorge Zampedri se mira, incrédulo, la mano derecha. Empuña un vetusto Webley Mk IV, con cañón basculante, que dormía el sueño de los justos en el último cajón de su escritorio. El revólver humea, los ojos del doctor están anegados y los de su mujer, derrumbada entre dos sillones, abiertos para siempre.

En el silencio atronador de su despacho, Jorge Zampedri siente más fuertes los ruidos de afuera, los ruidos de la vida cotidiana. En la calle, un camión pasa ahogado y los pájaros cantan indiferentes; se oyen palabras de transeúntes y, a lo lejos, un vendedor ambulante vocea sus bienes. El doctor se siente fuera de sí. Son los ruidos más próximos, en la redacción, lo que lo trae de regreso. Ruido de sillas, de pasos; voces indistintas; alguien corre hacia la puerta del despacho y mueve ya el picaporte. El doctor apunta a la puerta. Eliana Colaberardi, demudada, abre.

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Eliana se frena en seco no bien la imagen le empapa la retina. Miedo, sorpresa, adrenalina, confusión, mucha confusión: si a alguien esperaba ver en el piso, ese era el doctor; y si alguien debía, todavía, empuñar un arma, era Marta, la vieja loca, la del prontuario, la que gritaba mares de sandeces, la que todavía se hacía llamar «de Zampedri», pese a todo. En cambio, quien empuña aún el arma es el doctor, ¡el doctor! Para sumar a la confusión, es este doctor el que, como un niño sorprendido in medias res, mira atónito y suelta, de repente, el Webley, como si al soltar el objeto negara la acción, como quien cierra los ojos para negar la realidad. El fierro cae, muerto, y un sonido seco, apagado por la alfombra, cierra la escena.

Detrás de Eliana, que continúa bloqueando la entrada, se amucha ahora la redacción entera. Algunos pocos ven por sobre el hombro de alguien más, pero poco hay para ver más que un hombre, el cuerpo de la vieja visible solamente para Eliana, que sigue ahí parada, sin querer entrar y sin poder volver, aguantando el suave empujar de las gentes. Suena entonces el conocido tintineo de las esquilas de la puerta de entrada. Las caras se vuelven al unísono, y al ver al ingresante, reculan sin quererlo, como en una coreografía natural. Sudoroso, con la cara transfigurada, petrificado en el medio de un movimiento asnal, Jorge Zampedri (hijo) escruta el escenario.

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Jorge Zampedri (hijo) se abre paso entre la gente. Alguien intenta detenerlo, hay quien trata de advertirle acerca del cuadro dantesco. No ve a nadie, no repara en nada: agacha la testuz y embiste, decidido, hacia el despacho del doctor.

Jorge Zampedri (padre) ve, a un costado de Eliana Colaberardi, a un muchacho granujiento, alto, reseco y enjuto que aparece de súbito y lo mira con ojos de pescado. El doctor no ve a su hijo; lo mira, pero no lo reconoce. De pronto, una analepsis le revela el parentesco. Jorge Zampedri va a decir algo, lo intenta, pero su boca es un desierto de sal.

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Con un certero empujón, Zampedri logra abrirse paso. Eliana lo ve pasar, lo siente decidido y solo atina a pegarle un grito, no de terror, sino marcial, final: «¡No!». Y, para sorpresa de todos, funciona, y el muchacho se frena inmediatamente. Ha quedado a centímetros del cuerpo de la madre, a quien recién ahora nota, y lo mismo pasa con la Webley, que yace un poco más allá. Con la misma decisión con la que impuso el orden, Eliana se agacha y recoge el revólver. Mira intermitentemente a uno y otro mientras blande el «bufoso» para indicarles que esto está terminado, que ahora ella está al mando.

El rechinar de unos neumáticos los trae a la realidad y, una vez más, todos se enfocan en la puerta. Trombatti ha salido de raje tras la llamada telefónica. Seguro de que era su mujer quien llamaba al número de la oficina, seguro de que eso había sido un tiro y preocupado porque en la redacción la línea diera siempre ocupado, había salido sin más: en tres minutos podía estar ahí y cerciorarse. Y aquí está, efectivamente, irrumpiendo en la redacción de El Imparcial, la bolilla que faltaba.

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Las esquilas resuenan una vez más, en el silencio más absoluto, como un réquiem. Nadie repara en ellas. Tampoco en Mateo Trombatti, paralizado ante la visión del escritorio desierto de Eliana Colaberardi, caída la silla vacía, colgando del cable el tubo del teléfono. Cuando divisa a su esposa en la muchedumbre, el alma le vuelve al cuerpo. Se acerca entonces.

Eliana, decidida a restaurar la calma, rompe el hielo: «Ya es suficiente», ordena, apuntando al suelo con el revólver. «Todos a sus lugares y que alguien llame a una ambulancia». La redacción, como si despertara de un trance, se pone en movimiento otra vez, todos como hormigas. Mientras el cadete levanta el tubo, acomoda el teléfono y disca el número del hospital, la mirada de Trombatti, el rostro lleno de desconcierto, se cruza con los ojos firmes de Eliana. Minutos después, la ambulancia se acerca y la realidad en El Imparcial aprieta el paso.

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«Será mejor que hable mientras pueda, la policía llegará pronto», dice Zampedri, vencido, pero íntegro, al mando nuevamente. Con un gesto, indica a uno de los muchachos que franquea la puerta que la cierre, que está bien, que, cuando deba salir y entregarse, lo hará. El doctor no va a fugarse ni a degradarse, aquí estará cuando lo busquen, y sin más se pondrá a disposición. El muchacho parece entender todo esto y cierra la puerta, obediente, confiado. El doctor hace un gesto con la mano, y Eliana Colaberardi y Mateo Trombatti se sientan. También el doctor. Marta yace aún sobre la alfombra. Eliana empuña todavía el revólver, sin siquiera notarlo.

«Hace muchos años, cuando cursaba en Buenos Aires, cuando era joven y estaba lejos, cuando todo parecía empezar y terminar en el día, cometí un error. Era joven y tonto, si me permiten la redundancia, y cometí un error. En una reunión conocí a una chica, unos años más grande que yo —que apenas cursaba el primer año de la facultad con los pesos que habían ahorrado mis padres—, que había venido a hacer unos trámites por unas semanas. Mantuvimos un amorío breve pero intenso, una fantasía, una entelequia. Un delito, casi, también, porque ella tenía quien la esperara para casarse en su provincia. Cuando ella tuvo que volver, todo terminó. Poco después, recibí una carta sin remitente en el mismo departamento donde habíamos pasado más de una noche. Me decía que estaba ya de vuelta, y pronta a casarse y encinta. Y que sabía que ese fruto era mío, sin dudas, pero que sabía —también— que así habían pasado las cosas, y nada podía —ni debía— hacerse. Quería que yo lo supiese, y solo eso. Nunca volveríamos a vernos o escribirnos. Fue un golpe en todos lados. Tenía un hijo, o una hija, y no sabía ni siquiera dónde, y no podía reclamar ni intentar nada. Me sentí pequeño e impotente, y por dentro sentí rabia y tristeza, y mucha impotencia; pero yo era responsable también y, finalmente, acepté. Me enfrasqué en mis estudios para olvidar, y así fue. Después, la vida dio vueltas, como siempre, y cuando enfermó mi padre volví a Realicó. Cuando se presentó la oportunidad de hacerme cargo de El imparcial, tras la muerte de mi madre, acepté sin dudarlo, esperanzado de que encontraría, en un nuevo empleo y lugar, una vida nueva para mí, un nuevo aire. Cómo podía imaginarme que en ese pueblo de treinta mil habitantes me encontraría un día, vendiéndome medicamentos para la jaqueca, a la madre de mi hijo».

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El silencio es denso. El bullicio de afuera es poco más que un zumbido ahogado en agua caliente. El doctor mira a Mateo Trombatti con ojos paternales. Eliana Colaberardi tiene la vista clavada en el piso alfombrado. Marta Moronell de Zampedri, los ojos bien abiertos, no mira nada nunca más.

En la calle, una ambulancia exprime su sirena. Por la ventana se cuela una radio policial a lo lejos. Jorge Zampedri sabe que su tiempo se acaba y que le quedan explicaciones por dar. Se afloja la corbata, carraspea y retoma el hilo.

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«Hubo un acuerdo tácito, un silencio respetuoso, un profundo entendimiento. Y así quedó el asunto, mucho tiempo. Fue duro, pero fue. Me prometí no hablar, jamás hacer nada, y aceptar lo que siempre sentí que era un castigo por haber pecado con una mujer comprometida. Pasó el tiempo, entre diarios y papeles, y un día apareció Marta. Creí que funcionaría, torpemente; equiparé en mi cabeza el amor que alguna vez sintiera con la relación que entonces se me presentaba, y me embarqué. Me equivoqué una vez más, y la verdadera Marta —y el verdadero color de las cosas— se me reveló prontamente, pero no supe o no quise salir a tiempo, y cuando sí quise, ya no pude: teníamos un hijo. Pensé que el buen Dios me daba una segunda oportunidad. Las cosas con Marta empeoraban cada día más. Se mudó a Guaymallén con el niño, y yo aduje cuestiones laborales para estar aquí, que el periódico y cualquier cosa; Marta no opuso resistencia, mi ausencia le servía, y también a mí. Al niño tal vez no, pero todos aprendimos a vivir así, y a Marta no le costó mucho volverlo contra mí. Y así pasó el tiempo, y se gestó la historia que todos comentan por lo bajo luego de decir "buenos días, doctor"».

«Y así funcionó todo hasta hoy. Todos supimos, de alguna manera, actuar nuestros papeles, a gusto o no tanto, pero para el bien de todos. Hasta hoy. Hasta esta fatídica tarde en que, una vez más, Marta se molestó hasta el diario para hacer alguna de las suyas. Pensé que sería otra de aquellas, que dinero, que esto o aquello. Todo se desenvolvió como siempre hasta que se deschavetó, tal vez al ver que sus artimañas no surtían efecto, y fue más allá. Dijo, a viva voz, que ese hijo, ese Jorge que espera afuera, era fruto de una relación impropia, de una aventura de una noche. Pero no fue eso, porque yo conocía sus atrevimientos y ella, los míos. No fue eso, sino que me explicó, sin más, que ese hijo, Jorge, era fruto de una noche de pecado con Mateo, mi primer hijo, el que engendrara en Buenos Aires con Juana, la esposa de Trombatti, el apotecario». 

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Eliana Colaberardi mira ora a un hombre, ora al otro y sopesa el revólver que le quema la mano derecha. Dos disparos paralizan el enjambre humano en El Imparcial. Como una reacción natural, los oficiales de policía que pasaban ya  junto al escritorio desierto de Eliana apuran el paso, corren luego, desenfundan sus armas y abren bruscamente la puerta de la oficina del director.

Eliana Colaberardi se hace responsable de las tres muertes y se deja esposar sin más. El Webley humea, ahora mudo, sobre la alfombra embebida de sangre. Al salir, Eliana solo tiene palabras para Jorge Zampedri (hijo): «Lo siento tanto. Hay errores imposibles de corregir».