A mitad del segundo piso ya sintió que le ardían las piernas, y una gota de sudor salado amenazaba con bañarle el ojo izquierdo. Febrero en Buenos Aires puede ser hermoso o tremendo y cruel. O todo eso, como en este caso. Llevaba en las manos una vieja radio de madera que acababa de comprar por dos mangos a un loco típico de la fauna autóctona de San Telmo. Casi se lo lleva puesto y terminan todos en el suelo, la radio incluida. El tipo salía de una casa vieja con la radio en las manos y un pucho en la boca. Cuando se chocaron, el tipo lo miró como se miran en las películas dos que van a terminar casados, solo que sin sonreír y con el humo del pucho entrándole en los ojos. «Tomá —le dijo, sin más—, es tuya. Estaba escrito, oíme, es para vos. Dame quinientos y es tuya». Mateo pensó que la radio era hermosa como objeto y no podía ir a la basura. Seguramente no funcionara, pero tal vez podría arreglarse. Aunque solo fuera como adorno, por quinientos estaba muy bien. Le dio los quinientos y le preguntó si andaba, y el tipo le dijo que sí, que andaba, que por supuesto que andaba, que hasta le había puesto válvulas nuevas. Mateo se rio, dijo que bueno, gracias, y recién entonces, cuando agarró el asunto, se dio cuenta de qué pesado era ese trasto de madera maciza y componentes nobles, como se hacían antes.
La apoyó sobre la mesita ratona y puso el agua para el mate. Pensó dónde la pondría, porque era grande. Pensó que la probaría, pero seguro que no andaba, y andá a saber quién podría arreglar esas cosas. Preparó el mate, se fue al living, enchufó el aparato, se sentó en el sillón y le dio al botón. No pasó nada. Obviamente no andaba. Bueno, no importa, entonces... ¡Ah, una luz! Una pequeña luz amarillenta al costado. Claro, tomaban tiempo las válvulas. Se rio de nuevo, ¿en serio tendría válvulas nuevas? Giró el dial y subió el volumen y tocó todo lo que había, que era poco y nada. Esperó. Nada. Se estiró para desenchufar, y entonces, alto y claro: «Scappaticci, sabemos lo que buscás. Terminal 3, locker 237, sector Lima. 24 horas. No falles, no hay repechaje». Silencio absoluto. Se quedó seco, y quiso imperiosamente pensar que era una invención suya, pero el tono, la seguridad, la mención de su nombre... No podía ser. Además, tenían detalles de la Aduana que solo alguien que conociera podía tener. Chupó el mate y miró el aparato. Nada, solo la diminuta luz amarillenta.
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Mateo se preguntó si aquel loco del cigarrillo sabría más de lo que decía, si aquella compra habría sido, en cierto modo, un pacto. No podía entender nada. Reprimió un escalofrío, anotó el mensaje que le había dado la radio, abandonó el mate junto a la pileta, en la cocina, y salió para San Telmo. Estaba dispuesto a encontrar al tipo.
Caminó cerca de una hora. No lograba dar con la casa vieja de la que había salido el fulano. Estaba casi seguro de que era sobre México, y hasta creía recordar las entrecalles, pero no había rastros de la casa. Y no dejaba de pensar en lo que había dicho la radio. Lo que más lo preocupaba entonces era eso de «24 horas»: ¿a qué se refería? ¿Tenía que ir a las doce de la noche?, ¿o dentro de 24 horas? ¿Podría ser «las 24 horas»? Caía la tarde y Mateo perdía las esperanzas.
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Dio la vuelta sobre Defensa, harto ya, incapacitado, perdido. Desde una pizzería salía el ruido estridente de una radio barata. «If you don’t know me by now, you will never, never, never know me...», aullaba el colorado, y a Mateo de repente se le pegó la frase y, para cuando llegó a la esquina, repetía sin querer «never, never, never». La bocina de un tachero lo sacó de su trance, y de repente creyó comprender, si no todo, al menos algo: era ahora o nunca. «No falles», habían dicho. No podía fallar. Además, sabían lo que buscaba... ¿Qué buscaba? ¿Qué sabían? ¿Era una cuestión filosófica, era una bravata o era que realmente sabían de la investigación que había querido organizar y había quedado en nada? Y, sin embargo, ¿qué estás haciendo, Mateo? ¡Es una voz en la radio! Era demasiado absurdo, pero se podía resolver fácilmente, después de todo. A la mierda todo: iría a la noche al sector Lima. Si eran 24 horas o a las 24 horas daba lo mismo. Iría y punto. Tiró el pucho y aprovechó que venía el 29.
Mientras abría la puerta pensó si al aparato no se le ocurriría hablar de nuevo. Le pidió al barbas que no. Entró y lo miró fijo unos segundos, sin prender la luz. Nada, obvio. Se cambió y salió disparado: si quería estar a medianoche en Lima tenía que entrar antes de que cerraran el garaje.
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Vio que un coche rojo, azul y blanco de la línea 152 abandonaba la parada y, sin tiempo que perder, lo corrió. El calor del día había aflojado y logró alcanzarlo en un semáforo. Golpeó el vidrio de la puerta, pero el chofer miraba al frente, imperturbable como la estatua de un prócer. Insistió, con una moneda esta vez, y, al fin, el colectivero le abrió la puerta, que siseaba todavía mientras Mateo saltaba ya los escalones. Pagó con la moneda grande y guardó en el bolsillo las dos moneditas que le devolvió la máquina junto con el boleto. Se fue al fondo. Se sentó en el último asiento de la derecha y descansó la cabeza contra la frescura del vidrio.
Se quedó dormido, y hasta soñó con una radio celestial que le reprochaba cosas. Se despertó sobresaltado, justo antes de su parada, y bajó del colectivo como un autómata. En la vereda, una inesperada brisa fresca le aclaró la mente y le ordenó las ideas. Corrió las cuadras que lo separaban de la Aduana. Iba a necesitar algo de buena fortuna para colarse en la dependencia y no ser descubierto. Y ese golpe de suerte llegó bajo la forma de un Peugeot 405 de color bordó que ingresaba lentamente por el portón del garaje. Encorvado, Mateo corrió junto al auto que lo ocultaba de la vista del tipo de seguridad y se deslizó a un costado. Ya estaba dentro.
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El edificio estaba desierto, quedaba solamente el de seguridad del garaje y la guardia del centro de cómputos; la gente de limpieza llegaba a la mañana temprano: era zona liberada. Caminó sin apuro hasta Lima, preocupado por que pudieran escucharse los pasos. No había nada, solo las luces de emergencia de los pasillos y palieres. Llegó y, tras asegurarse de que no había nadie en el sector, se fue al locker 237. Se paró frente a la pared infinita de casilleros y en seguida lo invadió un malestar intenso: ¿qué estaba haciendo ahí, estaba loco? Prendió un pucho, descartó el asunto, ya estaba ahí. Enfrentó el locker: estaba cerrado, como todos. Pensó que debería esperar hasta la medianoche, pero entonces algo le llamó la atención. Metió la punta de una de sus llaves para tener con qué hacer palanca y en seguida la puerta cedió. En efecto, había estado solo sostenida a presión con un pequeño pedazo de cartón duro estratégicamente ubicado en el marco.
Dentro había una caja de alfajores Havanna de chocolate. La agarró, cerró la puerta del locker con el cartoncito y se fue como un niño a esconderse al baño de mujeres. Se encerró en el cubículo del fondo y sacó la linterna. La caja estaba apenas cerrada con un pedacito de cinta Scotch. Adentro había: un pequeño y viejísimo plano de la zona portuaria; una foto en blanco y negro en la que apenas podía distinguirse a cuatro hombres posando sonrientes, como si alguien los hubiera interrumpido en su tarea para pedirles una foto (abajo a la derecha, en lapicera, cruzado, «Los locos»); una cajita de cartón corrugado llena de algodón amarillento, dentro del cual dormía una reluciente válvula original 12AX7, y una hoja amarillenta y ajada con anotaciones a máquina:
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No entendía nada. Sintió que alguien le estaba haciendo una broma, pero ¿quién? ¿Una radio vieja?
Dejó aletear ese pensamiento ridículo hasta que se fue. No importaba quién estuviese detrás del asunto: tenía que aprovecharlo, usarlo a su favor. Agarró más fuerte la inesperada caja de alfajores y se deslizó fuera del baño de mujeres. Tenía que salir sin ser descubierto, llegar a su casa y no volverse loco.
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El tipo de seguridad miraba un partido en la portátil. Se acovachó y esperó el momento oportuno y, en cuanto el referí hubo cobrado un córner que no fue, aprovechó y se escabulló. Si no lo veía cruzar estaría afuera. Y así fue. En cuanto salió, tuvo el impulso de tomar un taxi y una repentina paranoia lo detuvo: ¿y si estaba todo preparado y lo estaban esperando? Se fue a tomar el colectivo. Cuando llegó era tarde, y quiso pensar y hacer, resolver todo, entender de una buena vez. Pero el cansancio lo venció y se quedó dormido en el sillón.
Lo despertó la claridad antes de las seis. Tardó en comprender la escena. En el sillón, frente a la mesa ratona, con una caja de alfajores, frente a una radio de madera vieja y apagada, aún vestido y mal dormido, tuvo que convencerse de que no había sido un sueño. Tenía un rato antes de tener que bañarse para ir a trabajar. Otra vez, hizo unos mates y se sentó a mirar el armatoste. Tuvo una idea, y en seguida se sintió idiota por no haberla tenido antes (aunque se reservó lugar para volver a sentirse idiota después, si acaso no funcionara). Buscó un destornillador y le sacó la tapa trasera a la radio. Fue más fácil de lo esperado. Había dos válvulas, claramente nuevas, y, al lado, un hueco. Tomó la 12AX7 y la calzó en el lugar vacío. Nada.
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Se sintió un idiota. Otra vez. Acaso para quitarse de encima la frustración, fue al baño y abrió el agua. El calor empezaba a apretar ya, tan temprano, y pensó que una buena ducha fresca le haría bien.
Comenzaba a enjuagarse la cabeza cuando sintió una voz en el living. Se paralizó. ¿Lo habrían seguido? Tuvo la certeza de que lo vigilaban, pero ¿qué podía hacer? ¿Ir a la comisaría? ¿Buscar un detective privado? ¡Era tarde, ya estaban en su casa! El champú diluido le caía por la cara, le entraba en los ojos vidriosos, cuando reconoció el tono metálico de la voz: era la radio otra vez. «Scappaticci», decía, como si lo llamara, y seguía algo ininteligible. Mateo cerró las canillas sin acabar de enjuagarse, se envolvió en el toallón sin saber por qué y se apuró al living.
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«Scappaticci, ya tenés los alfajores, ¿qué te parece un cafecito ahora? Ya tenés una lista de sucursales, fijate. Acordate de que el café siempre mejor solo, ¿sabés? Venías bien, pero te embalaste con los evangelistas, ahora andá despacio, a ver si todavía pasamos de alfajores a masita...». Se oyó un leve clic, y Mateo notó que la estática, que no había notado antes, se había apagado también, junto con la luz amarilla. Todo era nada de nuevo.
Pero no, nada no, algo estaba claro: sabían del asunto de los evangelistas. El año pasado había estado investigando unas denuncias sobre posibles interferencias en algunas redes, comunicaciones pinchadas o manipuladas, algo raro que parecía jugoso, pero entonces había cambiado el Gobierno, y el director de la división Comunicaciones e Inteligencia, y justo cuando parecía que tenía algo en las manos, la bajada fue clara: «dejalo». Y lo dejó. Estaba por empezar a investigar en detalle dos antenas que habían detectado en edificios de la Iglesia Universal del Señor, pero evidentemente alguien ya se había puesto nervioso. En la Agencia, muchas investigaciones se hacían en solitario, por cuestiones de seguridad y privacidad. ¿Quién podría haber sabido de los evangelistas...?
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Respiró hondo, tragó saliva. Recordó con algo parecido a la nostalgia su vida sencilla de dos días atrás. Esa radio, esa antigüedad que había comprado a ciegas, se había convertido en algo más grande que el propio Mateo.
De la nada, se acordó de Lucas, el Tucumano, un viejo compañero de la Agencia cuyo rastro había perdido. Era bueno Lucas. Y radioaficionado, además. Se le ocurrió que, si alguien podía ayudarlo, ese era el Tucumano. No sabía cómo ubicarlo, pero recordó que solía desayunar en un bar chiquito y bullicioso a una cuadra de la Agencia. Tal vez lo encontrase ahí o, al menos, supieran orientarlo. Se vistió rápido y salió para el bar. Antes de cerrar la puerta, se despidió de la radio sin pensar, casi como un chiste. Para su sorpresa, el aparato habló una vez más: «Scappaticci, cuidadito con involucrar a nadie. Estás solo en esto, pichón..., si sabés lo que te conviene». Sintió que se le helaba la sangre.
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Se quedó inmóvil frente a la puerta, con la mano aún en el picaporte. Lo único que le faltaba era que el armatoste se pusiera amenazante. Tenía que ser todo una joda... Vos me estás jodiendo... Vos me estás jodiendo, la concha de tu madre... Y no, en seguida se respondió que no, que no era joda, era en serio. Lo que fuera que estuviera pasando era en serio. Si sabían de los evangelistas era en serio. Por cuidar la salud, o por aprovechar la posibilidad de resolver el asunto de los evangelistas, lo mejor era tomarlo seriamente, y solo.
Se dio vuelta y volvió al living. Sacó la foto en blanco y negro de la caja de alfajores y la estudió por enésima vez. Había algo en las sonrisas de aquellos cuatro hombres que le resultaba perturbador, como si supieran algo que él todavía no entendía. Entonces sintió que algo se le estaba escapando: ¿para qué esta foto? Se acercó la foto a los ojos y miró y miró, y nada. Entonces, de repente, se dio cuenta: al fondo de la foto, con inusitada claridad, se leía un cartel: La Gloria, Café-Bar.
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Salió del departamento con la foto en el bolsillo y la cabeza embotada. La Gloria, pensó, el nombre le sonaba. Su abuelo le había hablado alguna vez de ese bar, un lugar donde solía reunirse con sus amigos en los años cincuenta. Incluso creía recordar la zona: «por Palermo, cerca de la plaza Armenia», había dicho el viejo en una de esas historias que Mateo escuchaba a medias. Miró su reloj de pulsera: iba a llegar tarde al trabajo, pero no le importaba. No podía concentrarse en otra cosa que no fuera esa foto. Vio un teléfono público. Buscó cambio en el bolsillo, marcó el número desde la cabina y esperó. Cuando lo atendieron, inventó una excusa: «Estoy con fiebre, no sé si voy a poder ir hoy». La voz al otro lado del teléfono refunfuñó, pero aceptó. Mateo colgó con la certeza de que ese día iba a dedicarlo a seguir la pista.
Caminó como un autómata. Cuando llegó, el cartel estaba ahí, apenas legible bajo las capas de polvo y el desdén del tiempo: La Gloria. A Mateo se le erizó la piel. El lugar parecía estar al borde del abandono, pero una luz amarillenta detrás de las cortinas del ventanal anunciaba que seguía funcionando. Empujó la puerta de madera, que crujió a modo de protesta por el esfuerzo. El interior tenía el aroma agrio del café añejo y los ecos de conversaciones que habían quedado suspendidas en el aire. Un hombre de unos setenta años, con un delantal blanco y un diario bajo el brazo, lo miró desde el mostrador con la mirada de quien ya lo ha visto todo. «¿Un cafecito, pibe?», preguntó, señalando una mesa cerca de la ventana. Mateo asintió. Al sentarse, sacó la foto del bolsillo y la dejó sobre la mesa, al lado del servilletero. Dudó un instante, pero, al final, se animó: «¿Usted reconoce a alguno de estos?».
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