No hay dos sin tres

—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Llewellyn, luchando por reclinar aún más la silla—, puesto que, una vez que el criminal se cree victorioso y empieza a suponerse más inteligente que la policía, empieza a pensar no solo que puede, sino que debe cometer otro delito, y siente que le ronda en la cabeza una danza florida de nombres de sujetos que detesta y desearía sacarse de encima. No haga caras, créalo: sé lo que le digo, he estudiado el asunto. Aunque las gentes no supieran de los avances de la psicología, bien entendían la cuestión cuando decían, sentenciosas, no hay dos sin tres.

Pendleton, que había dejado de hacer caras a regañadientes, liquidó lo que quedaba de ginebra con un violento movimiento de cuello y apoyó el vaso muy suavemente. Respetaba a Llewellyn, sabía de su reputación y su historia y lo sabía honesto y efectivo, pero en ese momento solo quería agarrar del pescuezo a aquel malnacido y golpearlo en la cara hasta que perdiera —él, no el malnacido— el conocimiento. Sintió el impulso de hablar y, para refrenarlo, se sirvió otra ginebra.

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Bebió el vaso de un solo trago y se levantó de su silla con un suspiro pesado, cargado de frustración y cansancio. Miró a Llewellyn con determinación, con el firme convencimiento de que podían desentrañar el enigma que tenían frente a ellos. Llewellyn asintió solemnemente al reconocer la seriedad en la mirada de Pendleton. Sabía que no podía defraudar la confianza de su compañero.

—Tenemos que estar un paso adelante de este tipo —dijo Pendleton en voz baja, pero firme, mientras se dirigía hacia la puerta—. Voy a necesitar su ayuda para armar el rompecabezas.

—Estoy con usted en esto, Pendleton.

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Una vez en la calle Pendleton sugirió ir nuevamente al apartamento de Vera. A falta de una mejor idea, y aprovechando que la noche estaba hermosa para caminar y fumar en pipa, Llewellyn accedió de buena gana. Usarían la caminata para repasar el asunto: tal vez algo se les hubiera escapado. Tal vez alguna idea les permitiera encontrar algo nuevo en el apartamento. Si fuera algo obvio, la policía lo habría encontrado ya, de manera que era cuestión de estar en los detalles. Pendleton quiso empezar a refunfuñar, pero el otro se apuró a pedir que fueran metódicos, que solo era cuestión de tomarse un segundo y reparar en los detalles.

El cuerpo de Vera había sido encontrado por la mañana, cuando la Sra. Mayers había ido a limpiar, como cada miércoles. Pendleton había recibido la noticia pasado el mediodía, cuando encontró el cálido ronronear del teniente Davies del otro lado del teléfono. Había esperado que tuviera un resfriado o, simplemente, un mal día, y explicarle que un detective no es nada sin su secretaria. En cambio, encontró al Suave Davies, que le explicó la situación y le pidió que fuera para allí inmediatamente. Vera había sido estrangulada, y su ropa de noche, los vasos en la mesa y el disco de jazz, rayado, que aún sonaba cuando llegó la policía parecían indicar un crimen pasional.

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Los dispares compañeros sortearon deportivamente el cordón policial. Pendleton se limitó a exhibir aquí y allá, breve, su tarjeta y los oficiales, en su mayoría viejos conocidos, se hicieron a un lado sin peros. No hicieron falta recomendaciones ni concesiones: los polis sabían que él no traicionaría su confianza.

—Menudo Moisés resultó, Pendleton. Cruzamos el mar Rojo como si nada —sonrió Llewellyn.

—No es momento para bromas. Sea serio. No quiero tener que hablar de usted con el teniente Davies.

—Puede decir lo que desee, Pendleton. El Suave sabe de qué madera estoy hecho. 

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El departamento estaba tal cual lo habían visto unas horas antes, pero el cuerpo había sido removido. Ya no había médicos y polis y fotógrafos revoloteando por todos lados, y el olor a noche de hotel había desaparecido. Una cinta dibujaba en el piso todo lo que quedaba ya de Vera: una silueta vacía, mal puesta, inútil. Las copas y los ceniceros habían sido removidos también, seguramente por la gente de dactiloscopía. Lleno de polvo blanco yacía aún sobre la tornamesa el «Mood indigo» de Duke Ellington. No había en toda la ciudad un solo poli capaz de saber que ese disco valía más que todos los cigarros y botellas que se habían ocupado de confiscar.

—Repasemos el asunto una vez más, pero en detalle —pidió Llewelyn, ahora más serio, sin dejar de sobar la pipa con infantil insistencia.

—No hay tanto para repasar, realmente. Alguien estuvo aquí con Vera ayer, y ahora ninguno de los dos está a la vista. Puedo asegurarle que no hay tal crimen pasional, al demonio con eso, que el Suave y sus muchachos escriban historias, si quieren, pero no hay tal cosa. Vera no tenía a nadie en calidad de... —hizo un silencio, porque no logró encontrar la palabra adecuada. —Puede que tuviera un tipo, seguro, pero nada de pasional ni de problemas de estrangulamiento. Si hubiera tenido problemas habría hablado conmigo, sin dudas.

—Puede que así fuere —dijo Llewelyn, sin hacer hincapié en la obviedad de que podía ser también que así no fuera— pero tal vez sería mejor intentar ver si podemos conectar los detalles con el otro crimen, porque si es como le digo, si mis interpretaciones son correctas, si en efecto se trata del mismo tipo... —dijo, y fue perdiendo fuerza en la voz, a medida que se embarcaba en sus propios pensamientos y chupaba fuerte de la pipa.

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El primer crimen había tenido lugar una semana atrás. También pasional en apariencia, los allegados a la joven víctima aseguraban que no podía haber nada de eso. Contratado por la familia, Pendleton se había ocupado de recabar información que completase o, mejor, rectificara la versión policial. Husmeó como un sabueso, sin resultados satisfactorios.

Con ese caso empantanado, las alas negras del ángel de la muerte habían rozado la piel de Vera a continuación, y entonces todo el asunto había pasado a ser personal.

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—Supongamos que tenía un tipo, por ejemplo... porque la puerta no parece forzada, y las copas con la música sugieren que ella le abrió la puerta. Pasaron un rato juntos. Incluso, tal vez, un buen rato... —dijo Llewelyn, mirando sin ver.

—La escena puede estar perfectamente manipulada.

—Por supuesto, pero al no haber signos aparentes de violencia ni pelea... Vera se habría defendido, ¿verdad?

—No sólo se habría defendido, habría intentado dejar una pista, un mensaje... —dijo Pendleton, y frunció el ceño sin querer.

—Eso, ¡un mensaje! —exclamó el otro con renovado entusiasmo. —Hay que estar en los detalles, ya que si hubiera querido dejar un mensaje... Por cierto, ¿faltaba algo?

—Davies dice que no encontraron signos de robo. Está el dinero de la caja, y la bisutería no ha sido molestada. Vera no tenía cosa de valor.

—Comprendo, pero... ¿está usted seguro de que no falta nada?

—Si lo poco que había de valor está aquí, vamos, ¿qué pretende, que le diga si el fulano no se llevó una cuchara, o un vaso de vidrio? —bramó el grandote ya dispuesto a perder la paciencia.

—Cálmese, que arrugando la cara y elevando la voz no va a resolver este entuerto. Sírvase una copa, y otra para mí, a ver si le ayuda a pensar. Le pregunto si algo pudiera faltar, de alguna manera, porque si presta uno atención a los detalles, si busca uno un mensaje, bien pudiera ser que una singular ausencia... —dijo, y rechupó mientras recibía el vaso que le entregaba el de la cara de niebla.

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Durante largos minutos, ambos planearon como aves rapaces, sin tocar tierra jamás, por el apartamento de Vera, los ojos y los sesos en pleno inventario.

Al cabo de un rato, desalentado, Pendleton abandonó los cuidados innecesarios y se dejó caer en el sofá que presidía la sala. Con pensamientos errantes y la mirada perdida, recorrió la mesilla que tenía al lado. Un portarretratos ordinario mostraba a Vera junto a una versión avejentada de sí misma, acaso su madre. En otro se podía ver a tres niños sonrientes, uno de ellos sin uno o dos dientes de leche. Había también una pequeña maceta con una planta de interior moribunda y una escultura de cristal diminuta de lo que parecía ser un perro salchicha. Y una ausencia. Pendleton notó entonces una marca circular bastante nítida entre el polvillo de la gente de Dactiloscopía y el propio de una limpieza no demasiado esmerada. Un círculo perfecto.

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—Lo tengo, vea esto. Observe.

—Ah, muy bien, ¡muy bien! Se lo dije, debíamos estar en los detalles.

—No se alborote. No sabemos de qué se trata, y no sabemos por qué el fulano se lo llevó, y no sabemos cómo demonios nos conecta con el crimen de la joven Adelaine.

—Y no sabemos si el fulano se lo llevó... —dijo Llewelyn sugestivo, sin sonreír. —Cuando le dije que pudiera haber un mensaje, un detalle, pensaba si Vera pudiera habernos dejado algo. Tal vez, precavida, o sospechando algo, pudiera haber querido comunicarnos algo, no dejando una nota o algo claro, puesto que habría sido imposible, sino con una ausencia que para usted pudiera ser evidente, llamativa.

—Si lo que sea que falta en esa mesilla se lo llevó el tipo, estamos faenados; pero si Vera lo quitó, y no lo hemos encontrado aquí, tiene que haber estado entre sus cosas. Vamos, debemos ver al Suave ahora mismo.

Salieron sin decir más, y tomaron un taxi. La jefatura quedaba a unos diez minutos. Llewelyn se dio cuenta de que el Suave no iba a estar disponible a estas horas, pero no dijo nada para no exaltar a Pendleton. Pendleton pensó lo mismo a mitad de camino, pero decidió que su tarjeta debería abrir caminos una vez más, no había tiempo que perder, no podía irse a dormir y esperar hasta mañana.

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