Epístola

Querida Marlene:

Escribo estas líneas ni sé cómo y, si me lo pregunto dos veces, no sé tampoco para qué. Pero las escribo y ya está. Lamento molestarte, y lamento lamentarme, después de todo, y después de tanto, pero así es, así soy. ¿Te llegarán estas líneas? Me pregunto todo y no sé qué responderme. Pero perdoname que te dé tantas vueltas, es que me cuesta y doy vueltas, mirá todo el escándalo que hice para nada. Ricardo ya estaría con los pelos de punta...

Te escribo no sé si por valor o por cobardía; si porque he juntado el valor, finalmente, para enfrentar los designios o por el temor de que un día me toque partir y estas verdades se me claven en el alma por siempre y nunca pueda liberarme. Tal vez sean la cobardía del acto y el valor de enfrentar el futuro. No lo sé. Te diría que esta es la tercera o la quinta vez que intento escribir estas líneas, pero no, la verdad es que nunca pensé siquiera que lo haría hasta ayer. Y ayer, cuando decidí que lo haría, me prometí que no daría ni un solo paso atrás cuando hubiera comenzado. Y aquí estoy.

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Marlene, vos tenés que entenderme. Como mujer, te digo. No me voy a hacer la mosquita muerta, sé que hemos tenido nuestras diferencias... ¡Yo me enojé tanto con vos, Marlene! ¡No podés hacerte una idea de cuánto te odié cuando fue lo de Ricardo! ¡Lo que lloré! Mirá que yo siempre fui una persona calma, racional, de pensar mucho... Sin embargo, ahora mismo me acuerdo y me dan ganas de matarte.

Pero quedate tranquila: lo pasado, pisado. Como dicen, pasó mucha agua bajo el puente. Además, la familia es lo principal, y yo jamás haría nada que dañase esa hermosa familia que formaste. Yo no tuve tanta suerte, o mañas o como quieras verlo. Que cada quien piense lo que quiera. Y, además, como dicen las Sagradas Escrituras, «Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano». ¿Qué te voy a decir, entonces?

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Ayer por la tarde, a la hora de las masitas, volvía de la visita de cada domingo y al cruzar la plaza, cosa que nunca, una imagen me tomó por asalto, no pude refrenarla ni contenerla. Maldito el momento en que decidí cruzar la plaza, porque yo siempre prefiero tomar por Berardi, pero ayer, no sé, no me preguntes, cuando me di cuenta ya cruzaba la plaza. Y allí, bajo un tilo, un padre y un hijo reían sin más. Eran claramente pobres, y no tenían ni un juguete, ni un mantel con comida, no tenían nada, pero se reían de buena gana, ¡vieras, Marlene, cómo se reían!

Me quedé mirando sin querer, el corazón hecho un nudo, y no sé si de rabia o de pena, de ternura o de odio, pero no pude evitarlo y me puse a llorar. Me senté en un banco del costado y, mientras lloraba —la cara oculta burdamente con la capelina—, miraba y pensaba, y no paraba de llorar. Tuve suerte de que nadie me viera, o quisiera verme, porque nadie se acercó. Hacían comentarios que no escuchaba, y jugaban de manos, y se ensuciaban al rodar por el piso, pero no les importaba, eran pobres. Pero también eran libres; y yo, que lloraba en el banco, no. Después de un rato se fueron, y hacía rato se habían perdido de vista cuando logré levantarme y volver. Pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo.

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Vos sabés lo que yo sentí por Ricardo. Y digo que vos lo sabés aunque nunca lo hayamos hablado porque, mal que me pese, lo sabía todo Coronel Mendizábal. Y el sentimiento era mutuo, te lo garantizo. Las cosas que él me dijo, estoy segura, no se las dijo a nadie más. Los planes que hicimos. ¡Las locuras que soñamos! 

Una vez estuvimos a punto de escaparnos al Brasil. ¡Qué justo!, ¿no? Pero, a último momento, mi papá apareció en la terminal de ómnibus y tuvimos que hacernos los desentendidos. Me llevó de las pestañas hasta casa, igual, y no me dirigió la palabra por una semana. Fue más o menos para los días en que llegaste vos de Ouro Preto, estoy segura.

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Lo nuestro duró un tiempo más, pero él tuvo que viajar a prestar servicio en el Norte unos meses, y yo tuve que ocuparme del hogar y de la tía, que estaba cada vez peor, y ese tiempo pasó como un torbellino y, cuando él volvió, era otro, y también yo. Hoy pienso que no, que éramos los mismos y podríamos haber capeado cualquier obstáculo, pero no entonces. Éramos jóvenes, vos sabés, y se nos metió alguna basurita en el ojo y dejamos de ver claramente, qué sé yo. Nos distanciamos sin querer, no mucho, pero lo suficiente, y entonces apareciste vos. Era lógico.

Yo lo supe porque en el pueblo todo se sabe, pero también porque una sabe, las mujeres siempre sabemos. Y yo no dije nada, y él no dijo nada, y yo quería que él dijera algo, pero no decía nada, y así pasamos, ¿cuánto tiempo fue?, vos tenés que saberlo mejor que yo. Pero cuando se empezó a hablar de formalizar el asunto fue distinto. Eso sí me dolió, y quise escucharlo de él. Lo esperé a la vuelta del boliche de Salutto. Venía con los muchachos y, en cuanto me vio, le cambió la cara. Me hizo señas, y yo —que estaba que volaba, te digo la verdad— entendí y no dije nada. Él dejó pasar a los muchachos y volvió; me pidió que no hiciera escándalo, y a mí ganas no me faltaban (¡tan dolida estaba!), pero accedí. Quedamos en que después de la cena vendría para la casa, daría los tres toques en la ventana y me esperaría en el galponcito como otrora.

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En mi cuarto, después de la comida, estaba que no podía más. Trataba de leer, pero era imposible; procuraba avanzar con el bordado, aunque sin éxito; no escuchaba la radio porque me entraba por una oreja y me salía por la otra. Toda mi atención estaba puesta en los tres golpecitos en el postigo, pero se hacían rogar. Ya no sabía qué más hacer, ¡hasta pensé en ir a buscarlo! ¿Te imaginás lo que habría sido eso? ¡Hasta hoy se seguiría comentando!

Sin embargo, como Dios aprieta pero no ahorca, cuando estaba por perder toda esperanza resonaron los toques. Yo, más que correr, volé al galponcito. En el apuro, incluso, salí descalza, y pronto estuve completamente embarrada porque, sin darme cuenta, crucé a través de la huerta de mi abuelo. Al margen, no sabés lo difícil que fue disimular al día siguiente, cuando, con el puchero, el viejo —que Dios lo tenga en la gloria— detallaba los destrozos. Pero, en fin, el asunto es que llegué rapidísimo al galponcito, acaso más rápido de lo que él esperaba, porque lo encontré fuera de sí. Enseguida cambió la cara y se compuso, encantador como siempre. Pero yo noté que algo se le estaba escapando de las manos. Era un hombre roto.

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Quiso disimular, quiso hablar solo lo necesario, solo lo que quiso, pero yo (porque fui yo) no podía parar, quería todo, pero todo junto: quería que me dijera las cosas en la cara, pero quería que se quedara conmigo, que quisiera volver; pero no, si para qué, si tu corazón está con Marlene andate con ella, pero todo lo que planeamos, lo que imaginamos, las cosas que dijimos —¡las cosas que dijimos, Ricardo!—, pero hablame, pero para qué, no me digas nada, dejá. Yo era una tromba, y él, pobrecito, no sabía qué hacer, qué decir. Pero hablamos. Me dijo que sí, que vos, y me dijo muchas cosas que yo no quiero repetir, Marlene, pero solamente te digo que las dijo. Y me dijo que él, conmigo, y qué cómo nos había pasado esto, y que ya estaba, y que él —perdoname, Marlene— sabía que se había mandado una macana, pero que ahora la cosa estaba hecha, y que él sabía que vos eras de una pieza, y que haría lo que había que hacer, porque él había creído que yo ya no tenía sentimientos como aquellos por él, y entonces se casaría con vos porque ya estaba así decidido y, además, que vos no te merecías nada malo. Y se quebró, y lloró, y lloramos los dos, y yo comprendí, a mi pesar (a mi tremendo pesar), que él tenía razón en todo.

Y en ese galponcito, Marlene, mientras los dos llorábamos y nos abrazábamos, en esa mezcolanza, en esa noche quieta y silenciosa de Coronel Mendizábal, al darnos cuenta de que sería esa la última vez que nos veríamos, mientras nos abrazábamos y llorábamos, bajamos la guardia apenas un momento y el diablo metió la cola.

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Lo que yo hice no tiene perdón, Marlene. Lo que te hice a vos. Porque Ricardo —que Dios lo tenga en la gloria— era entonces un muchacho, un hombre, que tenía necesidades, urgencias, tentaciones y, con vos en esa situación, todo era muy delicado, pero yo era ya una mujer, qué tanto. Como dice el dicho, el hombre es fuego y la mujer, estopa...

Yo debí resistirme. No puedo decir otra cosa, sé que debí hacer lo que no hice y que tuve que evitar lo que terminó pasando. También sé que, después de estas letras, me vas a hacer la cruz, y lo peor es que vas a tener razón. Solo espero que, en lo profundo de tu corazón, el amor de Cristo te insufle algo de misericordia; si no hacia mí, al menos hacia Beatriz, el fruto de esa noche y la razón de mi huida intempestiva de Mendizábal.

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Perdoname que te lo largue así, sin más, pero creo que Ricardo habría querido que vos lo sepas, si él hubiera sabido... Cuando tuve los primeros síntomas, y temí lo peor, aproveché un viaje a El Chasqui y me hice ver por un médico de ahí. No puedo explicarte el estado en el que volví, lloraba y oraba y me preguntaba cómo, y todo era un torbellino feroz, pero nunca —te digo honestamente— nunca dudé si tenía que decirle a Ricardo. Sabía que no. Sabía que sería el fin de lo de ustedes, y pensé siempre que él no se merecía nada malo. Y sabía también, por supuesto, del escarnio brutal que tendría que afrontar en el pueblo. Era imperativo decidir rápidamente, porque en breve el asunto sería evidente y no habría vuelta atrás. Entonces, una noche, llorando en el galponcito, apretando fuerte los puños, me decidí (y, cuando yo me decido, soy inquebrantable: es la verdad).

Aproveché la salida de un grupo misionero para irme al Sur, donde la gente necesita de todo. Llevé mi dolor y mi desesperanza, y la convicción de que el Señor no me abandonaría, pero fui sin saber realmente qué hacer. Vos sabés todas las cosas que una piensa, claro, pero tenía una tormenta infernal en la cabeza, solo quería escapar, esconderme en un rincón, hacerme invisible. Un día de frío, antes del amanecer, me encontró una monja llorando en la cocina del convento. No me preguntes por qué, pero no pude aguantar más y le conté todo. Era una desconocida, sería incluso más liviano que una confesión con el padre. Me escuchó, y me recordó que todos somos pecadores y que la gracia del Señor estaría siempre conmigo si abría mi corazón, si recibía a Jesús; y yo a Jesús lo tenía conmigo, pero entonces estaba por recibir otra cosa, y no podía más. Me dijo que hablaríamos al día siguiente, que me ayudaría, y así fue. Al otro día, antes del amanecer, de nuevo en la cocina, me explicó que había una señora que podría ayudarme, que estaría interesada, me dio unos pocos detalles y yo —entonces sí— me decidí porque entendí que sería lo mejor: daría a mi hijito a alguien que pudiera quererlo y cuidarlo.

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La gravidez siguió su curso, y yo, cargando con esa cruz, también continué sirviendo en la misión. Después de haber abierto mi corazón a la hermanita me sentía capaz de todo, o más que eso: me sentía casi una mártir. Parece una exageración, ya sé, pero sentía que el Señor me había sometido a esa prueba para que yo probase mi valía, mi fortaleza, y, preñada y todo, ayudé todo lo que el cuerpo me lo permitió, sin flaquear, sin arrepentirme jamás. Puse todo de mí, lo di todo a los demás.

Poco tiempo después, también di a mi beba. Desinteresadamente, porque nada era mío en este mundo. Sé que la señora que la recibió la llamó Beatriz. Estaba casada con un señor de muy buena posición, que tenía campos por el lado de Arroyo Pehuén, y creo que para allá se fueron. Tengo la certeza de que ese matrimonio le habrá dado todo lo que yo no pude. Sin embargo, cada tanto —como la tarde aquella en la plaza que te conté— dudo. No de ellos, sino de mí. Tal vez hubiera podido. Tal vez, incluso, con Ricardo a mi lado (otra vez, perdoname, Marlene).

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Tuve oportunidad de saber más, es cierto, pero no quise porque lo hecho, hecho está, y el pasado, pisado, pensé, siempre pensé. Y pasó el tiempo, y no fue tan malo. Momentos malos tenemos todos, pero pasó. Y me consoló siempre saber que Beatriz estaría mejor, y que todos estaríamos mejor, así. Y siempre lo sentí así, hasta el día de la plaza. Entonces, no me preguntes por qué (¿por su ausencia, tal vez, por tanto tiempo, por el solo pensamiento de la mujer adulta que será hoy mi Beatriz?) todo se desmoronó. Vi en ese padre a Ricardo, y en ese niño a nuestra pobre niña, y pensé en esa mujer de la que hoy no sé nada, porque no quise saber, no quise escuchar de nadie, ni recibir cartas, ni intentar averiguar; vi en ese pobre tilo una calma falsa, impura, falaz, triste (muy triste), y los vi riendo en su pobreza, juntos, sin más, sin pícnic ni juguetes, el uno con el otro, nada más, y esa felicidad me aniquiló, y el recuerdo de Ricardo me atravesó en todas direcciones, y me di cuenta de que todo estaba terminado.

Y caminé, y caminé, aún llorando, y pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo. Y yo, cuando me decido, soy inquebrantable. Pero aun si quisiera, Marlene, nada habría ya para quebrar porque estoy toda rota, y ahora sé que no es desde ahora, sino desde ese día y que, mientras tanto, todo fue una fantasía, hacer de cuenta que sí, pero no. No había suerte ni maña ni nada, si yo había entregado con Ricardo y con Beatriz el alma completa. Fue un cuerpo lo que siguió, ahora sé, tanto tiempo. En esa plaza, a Dios gracias, ese día comprendí, Marlene. Y ahora, que el sueño terminó, siento que no podía irme sin despedirme. Quiera Dios que estas palabras te encuentren, y te encuentren bien.

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Ojalá también Beatriz y vos puedan encontrarse, en la vida y acaso en los corazones. Por favor, no le guardes rencor: ella es tu sangre.

En cuanto a mí, yo llegué al final. No queda más nada. Espero que al menos vos, Marlene, seas capaz de perdonarme por lo que hice, porque sé que Dios no perdonará lo que voy a hacer.

Con profundo dolor y mi afecto siempre,

tu prima

El hombre que le tenía miedo a la oscuridad

La noche estaba fresca, finalmente, después de un día pesado. Se permitió abrir un rato la ventana para que entrara un poco de aire nuevo. Se sentó, presto a leer, y no llegó a terminar el primer párrafo que se levantó a cerrar, le entró en seguida la odiosa ansiedad. Empezó a cerrar y se frenó. Abrió. Se frenó. Pensó que si se quedaba ahí, mirando por la ventana, entonces nada podía entrar, nada podía pasar, estaría bien. Podría fumar, incluso, pensó, y, rápido, manoteó el atado en el bolsillo del pijama. Se acercó la copa a ventana y entonces sí, ya más tranquilo, miró por la ventana mientras fumaba y disfrutaba de la fresca. Desde el piso alto se veían muchas luces debajo, pero, mirando al frente, la oscuridad.

Rogelio le tenía miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a lo extraño, a la noche, a lo sórdido que se imaginaba que pasaba cuando bajaba el sol. No salía del departamento del último piso después del ocaso si podía evitarlo y, en general, podía evitarlo. Se quedaba leyendo y fumando, escuchando tango o jazz o, a veces, blues del primero. No es que temiera algo en particular, realmente, es que simplemente le tenía miedo a la oscuridad.

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De chico era distinto, recordaba. Intrépido y aventurero, siempre el desobediente, siempre el que daba la nota, había causado todos los disgustos posibles a su mamá, que vivía afligida, asustada o, como ella repetía, «con el corazón en la boca». Su viejo, en cambio, parecía siempre imperturbable; aunque le pegaba para que comprendiese sus errores, las consecuencias de sus actos, lo hacía, eso sí, sin pronunciar palabra. Su mamá le decía que a la noche, cuando llegara su padre, iba a ver y el viejo, sin decir agua va, le hacía ver las estrellas.

Estrellas diferentes a las que se veían esa noche. El cielo nocturno estaba particularmente luminoso y Rogelio, lejos ya de ese pasado remoto, se sintió casi en paz consigo mismo. Conservaba la desazón de no haber podido aceptar el convite de los compañeros de trabajo, que iban a coronar ese viernes con una cena opípara y quién sabe con qué más. Todos los lunes se desgranaban con lujo de detalles esas noches compartidas, y él siempre se sentía en falta. Esa tarde lo habían invitado, como todas las veces, y él, como siempre, había esgrimido una excusa sólida, de esas que pensaba durante la semana para poder estar seguro de que el viernes, cuando lo invitasen, diría que no y explicaría por qué de modo que nadie insistiera. Pero entonces, inesperadamente, se sintió solo, y ni el cigarrillo, ni el tango, ni el libro ni el whisky le sirvieron de nada.

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Era una locura, se dijo. Después se dijo que no, que una locura era otra cosa, no ir a comer con los muchachos. Pero a la vez... ¿qué falta hacía? Ninguna, la verdad. Era una mala noche, eso era todo, se dijo, y se acercó a la ventana de nuevo. Y una ráfaga de aire frío lo golpeó con fuerza, como si el buen Dios le pegara un buen sopapo para sacarlo de su trance. Acusó recibo, se sintió envalentonado. Apuró lo que quedaba de escocés y, entonces sí, se sintió decidido. Iría, ¡qué tanto!

En cuanto salió a la calle prendió un pucho, la luz de la llama lo reconfortó. En el bolsillo del saco había cargado, de todos modos, la linterna, por cualquier cosa. Caminó rápido, esquivando el miedo que sabía latente. Tomaría el colectivo: era mucho mejor que entregarse al sombrío cubículo de un taxi. Las luces de los autos lo hicieron sentirse bien, pero las largas sombras de los transeúntes lo mareaban. Mirando al piso como un niño tímido llegó a la parada. El colectivo llegaba justo, y venía semivacío y bien iluminado. El mismo Dios, una vez más, había ido en su ayuda. El viaje fue rápido y casi placentero. Cuando bajó, en otro barrio, volvió a apretar el paso: había menos luces por allí.

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Dentro del colectivo, bañado por esa luz fría de heladera, protegido por la carrocería, la cuerina, el plástico y el metal, inmóvil y expectante como dentro del útero de su madre; ahí quería estar. O, mejor todavía, en su casa. Pero no. Caminaba rapidito, apurado, por un barrio desconocido. Por suerte, según el vistazo postrero que había dado en su casa a la Filcar, se trataba de alcanzar, nomás, la esquina. Solo eso. Allí estarían los compañeros, los amigos, y acaso el miedo aflojase y él pudiese sentirse un muchacho otra vez. Intrépido, aventurero, todo eso.

En la bocacalle, el espanto lo atenazó. Sintió que se le cerraban los pulmones; en realidad, lo que sintió fue que no le servían, que perdían el aire como el fuelle ajado de un bandoneón de conventillo, con tres teclas menos y el nácar descascarado. El cartel de chapa mostraba el nombre de una calle ignota y comprendió que se había bajado antes o después, si es que no se había equivocado de ramal al tomar el colectivo. Sintió un vahído, las piernas se le aflojaron y se fue al suelo. Llegó a ver un tipo que se le acercaba antes de la negrura total.

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Cuando despertó, intuyó entre sombras la cara de un fulano que, encorvado, lo miraba con duda. En un movimiento rápido, como un latigazo, metió la mano en el bolsillo. El otro reaccionó a la misma velocidad, y se incorporó y, entre esas velocidades, se encontró el fulano con una linterna de poca montan intentando encandilarle las pupilas, y el otro, desde el suelo, escrudiñando la cara de sorpresa de un desconocido con barba de tres días.

Los dos advirtieron en seguida que no había mala vena. «Pero, mi viejo, ¿qué le pasó?», dijo uno estirando la mano, y que «no sé, la verdad no sé, yo...», el otro. El tipo le explicó que lo venía mirando porque lo notó caminar a los tumbos, medio en curda y, cuando se quiso acercar a preguntarle algo, el tipo se desplomó como una bolsa de papas y quedó ahí tirado, pero a los pocos segundos, cuando se acercó para sentirle el aliento (si es que acaso tenía alguno, porque pensó que tal vez se hubiera quedado seco), el ñato había de pronto abierto los ojos, y así la situación de recién. Rogelio le agradeció, sin dar mayores explicaciones de por qué había terminado en el suelo. Se aprestaba a retirarse (sabe quién cómo o a dónde, puesto que, aunque no lo recordara, estaba perdido) cuando el tipo, tras un silencio, lo tomó suavemente del brazo. «Escuche...», dijo, y Rogelio escuchó.

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«Usted no es de acá, eso se ve patente», empezó el tipo. Rogelio lo miraba como quien ve a un fantasma. «Y también es evidente que no está bien y, la verdad, me gustaría ayudarlo. Creo que es lo correcto.» La mano del tipo presionó el brazo de Rogelio. Este se dio cuenta fatalmente de la fuerza de esos dedos. El otro parecía una buena persona, pero…

«No, no, gracias. Perdone, pero me tengo que ir», balbuceó apurado. «Pero ¿a dónde va, amigazo? Dígame, deje que lo oriente, al menos…» La tenaza en el brazo era peor; las piernas de Rogelio se aflojaban de nuevo cuando el tipo, de repente, le soltó el brazo para tenderle la mano: «Mondragón, un gusto. Omar Mondragón, para servirle». Rogelio le dio la mano mecánicamente y, antes de que se diera cuenta, su boca dijo: «Raúl, mucho gusto».

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«Bueno, ahí está, Raúl, déjeme que lo ayude», dijo, sin soltarle la mano. «Hace un minuto estaba en el piso, querido amigo, no se precipite... ¿No le vendría bien una copa? Justamente iba para allí, mire, ¿por qué no viene conmigo?» Y su aspecto, de alguna manera, pensó Rogelio —ahora Raúl—, no parecía el de alguien preparado para aceptar un no. Titubeó, y fue suficiente para que el otro lo rematara: «Vamos, venga, se toma un trago y después ya verá... Que no se diga que no se ocupa Mondragón de los amigos... Vamos...». Y fueron.

Rogelio apretaba todavía la linterna en el bolsillo mientras el tipo le explicaba que era allí, apenas doblar la esquina. Rogelio pensó que tal vez quisiera la providencia, finalmente, que fuera el boliche donde tenían que estar los muchachos y todo fuese una anécdota para reír el lunes, una pavada sin sentido, una minucia opacada completamente por el gran suceso, por el fantástico hecho de que finalmente —¡finalmente!— Rogelio había aceptado venirse a una joda. En eso estaba cuando dieron la vuelta a la esquina y, antes de que pudiera elucubrar mucho más, se toparon con la oscura y sombría entrada de lo que era, a todas luces, un clásico piringundín.

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No estaban los muchachos. No había casi nadie, de hecho. No se trataba de un recinto bien iluminado ni acogedor de ninguna manera. El hombre detrás del mostrador parecía un preso cumpliendo condena, y esto no solo por su cara patibularia. Tenía a sus espaldas un pequeño espejo opacado por cagadas de moscas y varias hileras de botellas indistinguibles. Las lamparitas agonizaban. Las mesas, puestas así nomás, no invitaban a ocuparlas. Las paredes, de un color indefinido, producto de capas y capas de mugres históricas, parecían gritar a quien se atreviese a cruzar el umbral que no era bienvenido. Mondragón entró como si nada, con el paso seguro del habitué. Rogelio-Raúl, detrás, apenas levantaba los pies, la linternita aferrada en el bolsillo.

«Una caña, Guadalupe», dijo Mondragón sin que mediase saludo alguno. El barman, mudo, asintió. «Y para el amigo acá presente... ¿Qué va a tomar, Raúl? Yo invito.» Otra vez la mano presionaba el brazo de Rogelio. «Nada, nada. Gracias», respondió. «Vamos, no me rechace la invitación. ¿Va a despreciar el convite? Mirá, Guadalupe, cómo nos falta el respeto», le dijo Mondragón al otro. Dos pares de ojos duros e inescrutables como los de pescados perforaron a Rogelio. «Un cafecito está bien. Gracias, ¿eh?», dijo lo primero que se le ocurrió, casi en un susurro, mientras relojeaba la puerta y calculaba sus probabilidades.

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Guadalupe no se molestó siquiera en hacer un gesto. Hizo lo que sabía que debía, y en seguida hubo dos tragos servidos: la caña de rigor y una ginebra para el forastero. «Salú, Raúl, beba y olvide», dijo Mondragón, que hablaba más para sí que para nadie. Rogelio soltó la linterna para agarrar el vasito. Inquieto, pero sin más que hacer, bebió. La ginebra le sentó bien, venía al caso. Después de todo, había querido salir y había salido, ¡qué tanto! El segundo sorbo lo tomó ya más decidido: podía salir, y viajar en colectivo y tomar ginebra, ojo. Y desmayarse, también, bueno. Sintió vergüenza. Lo miró al Guadalupe, nada; lo miró al otro, ensimismado en su caña. Bebería su ginebra, pagaría y se iría, qué tanto, ya había hecho bastante. Apuró el resto de la medida y, con innecesaria y fingida suficiencia, apoyó el vaso más fuerte de lo prudente y se empezó a incorporar.

Y estaba por meter la mano en el bolsillo para sacar un billete, y apurar la retirada, cuando el corazón le dio un vuelco y la boca se le llenó de el sabor dulzón de una inesperada adrenalina de primerísima calidad. Una mano firme, confiada, le rodeó el cuello y se posó, suavemente, pero sin dudas, sobre su hombro izquierdo. Apenas pudo controlar el saltito, y giró lo más calmado que pudo en esa dirección. No había nada. Y en seguida, una voz cálida, suave, ronca pero amable, le penetró el oído derecho como un hierro candente: «Hola, mi amor, ¿cómo estás?». Giró como un latigazo, y el aliento a tabaco y el olor a perfume barato le llegaron antes de que pudiera terminar de descifrar el rostro.

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Una mujer. Una mujer real, tangible, cercana. Cierta. Una mujer posible le hablaba, le rozaba el cuello con los dedos, se sumergía en su espacio, parecía querer ser parte de él. No como las compañeras con las que conversaba afablemente en el ascensor o en la hora del almuerzo. No. De noche, con amor y sordidez.

«¿Qué estás tomando? Te acompaño, ¿querés?», ronronéo ella. Rogelio se sintió valiente. Confiado. Y hacía mal, aunque eso lo sabría después.

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No supo qué decir; y no hizo falta. Ella se sentó en el taburete de al lado y se quedó bien pegadita. Le hizo un gesto mínimo a Guadalupe, que en seguida trajo un vaso con lo que simulaba ser ginebra y se quedó parado, sin ninguna sutileza, esperando el billete. Rogelio entendió y sacó un billete, que en seguida desapareció. Por un momento pensó en revolear un cinematográfico «guardate el cambio», pero no había tiempo ni necesidad, Guadalupe ya estaba en otra y vuelto no iba a haber. La fulana seguía con «mi amor», y «qué lindo» y «contame». Rogelio escuchaba y asentía con monosílabos, mientras intentaba, con absurdo disimulo, relojearle las tetas. Era una vieja baqueteada, pero tenía buenas tetas. O eso parecía en la penumbra. Rogelio pensó que si hubiera buena luz, y no esa mierda de penumbra, y en seguida recordó que no le gustaba la oscuridad. Tenía que irse. «Qué rico perfume te pusiste, eh, a ver...», le zampó la mina y, mientras se acercaba al cuello, le apoyó las tetas bien fuerte, con ganas. Se empezaba a olvidar de la oscuridad Rogelio.

Así fue entrando, y no es que no se diera cuenta, pero hay un momento en que el hombre le gana al hombre y se pierde o se deja perder, nadie lo sabe, pero así pasa. Y así le pasó a Rogelio, que se dejó, y en unos minutos la vieja lo había convencido de todo. Cuando le dijo que si quería invitarle otra copa, Rogelio dijo que no, y ella aprovechó y le dijo que si no iban a tomar más tal vez quisiera ir con ella a un lugar más reservado, y tuvo el buen tino —sin saberlo— de no haber dicho «más oscuro», y entonces Rogelio dijo que sí, y cuando se incorporó para seguir las instrucciones de la profesional, se dio cuenta de que Mondragón y Guadalupe lo junaban sin pudor y se cagaban de risa, sin maldad. «¡¿Vio que tenía que venir, Raúl, no le dije que le iba a hacer bien?!», dijo Omar, y se reía, y también Guadalupe se reía, pero sin mostrar los dientes. Cuando le pasaron por al lado, Mondragón aprovechó y le amasó bien el culo a la vieja, que se cagaba de risa, pero sin maldad.

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De nuevo en la calle, Rogelio sintió alivio. Atrás quedaba ese piringundín ranfañoso, ya nunca más Mondragón, ya basta de Guadalupe. Era, por fin, dueño de sí. Y parecía estar a punto de adueñarse también —al menos por unas horas— de una hembra magnífica, una cuyos mejores días tal vez hubiesen pasado, pero que parecía dispuesta a dar batalla esa noche y cualquier otra.

Pero la noche. La oscuridad. Rogelio reprimió un escalofrío. Esas tetas serían su faro.

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Habrían hecho unos cincuenta metros cuando la papusa giró a la izquierda. Franquearon una puerta de madera minúscula y atravesaron un pasillo largo, iluminado solo por la luz de la luna, completamente inoportuna en estos menesteres. Al fondo de todo, una puerta, y una escalerita, y otra puerta y, finalmente, una pieza de pensión con olor a todo junto. Rogelio quiso irse, pero la mina, que lo había llevado siempre anidado en el brazo, cerraba entonces la puerta tras de sí y pasaba, del futuro y las promesas, al imperativo: sentate, ponete cómodo, servite una ginebra si querés, yo quiero, esperá que me saque esto, ponete cómodo, sacate el abrigo, relajate. Y Rogelio no pudo más que obedecer. Si hubiera sido su casa, habría prendido una luz y no se habría conformado con la mortecina luz de ese velador mugriento, pero su casa no era y, después de todo, tenía ginebra y una mina en bolas. Al quitarse el saco sintió, sin querer, la linterna en el bolsillo. Se rio sin quererlo, de buena gana, y la mina, desde el baño, preguntó qué pasa, mi amor, y el dijo que nada, que soy un boludo, y se prendió un pucho, y la luz de la llama le hizo bien.

Cuando salió del baño, la paica apagó el velador mugriento, y por toda iluminación hubo dos brasas de cigarro titilando a destiempo. Y, entre tanta oscuridad, Rogelio vio colores, rayos y centellas, un arcoíris y las estrellas, todo a su debido tiempo. La flaca era una profesional, mucho más que —simplemente— un buen par de tetas.

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Ella dijo un número, ya sin mi amor ni nada. El aceptó de buena gana, incluso sin mi amor ni nada. Mientras se ponía el pantalón, Rogelio rebuscó en los bolsillos. Los billetes cambiaron de mano sin ceremonia alguna. Él terminó de vestirse; ella le dijo que la puerta de calle estaba cerrada solo con un pasador y que la dejase abierta al salir, abrió para él la puerta que daba a la escalerita y, envolviéndose en una bata transparentona, se metió en el baño. Y chau. Encarando la escalera, Rogelio creyó oír flatos largamente contenidos tras las paredes finas, pero no podría asegurarlo. Tampoco tenía ninguna importancia.

En la vereda, distinguió, unas cuadras más adelante, el movimiento de una avenida y hacia ahí se dirigió, confiado en que lograría orientarse. No faltaba tanto para que amaneciera, todo estaba húmedo por el rocío y hacía un tornillo tremendo; se subió entonces el cuello del abrigo y hundió las manos en los bolsillos. En eso, notó con pavor que le faltaba la linterna. ¿Habría quedado en la casa de la mina? Se tranquilizó pronto: el sol iba a salir. Además, eso tampoco tenía ninguna importancia.