No hay que calentarse

Saporitti está sentado en uno de los sillones de la recepción, tan cómodo como puede. Lo cual es prácticamente nada. Está tenso, apenas apoyado en el sillón, casi levita. Hay un silencio molesto, y la persona que, a unos cinco metros, trabaja (o hace como sí) como si nada pasara lo pone más nervioso aún. Una muchacha hermosa, de rasgos muy filosos, que exuda temible aire a «no me jodas, ni siquiera lo pienses». Fue muy amable, sí, pero maquinal, fría como el gélido viento sur. «Tome asiento, por favor». No fue una invitación, fue una orden.

Atento a no parecer nervioso, hace un esfuerzo que solo logra convertirlo en una marioneta de sí mismo. Y se da cuenta. Es todo un tremendo círculo vicioso. Cuando llegue Sagasti (o tal vez Salusttro, pero Saporitti tiene el presentimiento de que será Sagasti) la cosa seguramente empeorará, pero en cierto modo será mejor, porque no habrá ya que pensar tanto. El problema es pensar, y no puede dejar de pensar. Tiene miedo, y piensa que no es bueno tener miedo. Cagado en las patas, está, y lo sabe, y se lo dice, y al escucharse se caga más de miedo aún. Y así, espera, mientras la muchacha trabaja como si nada.

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