El 22 de julio de 1984, a las nueve de la noche, Belisario Argentino Vedoya de la Cruz Arrieta cerró la puerta de su casa con llave, se subió al auto y puso música. Encendió un cigarrillo. Estaba contento porque la chica que le gustaba le había, finalmente, aceptado la invitación. Irían a comer algo, tal vez luego al cine o a pasear un rato. La noche estaba fresca; el cielo, despejado, y el perfume que había estado esperando para estrenar salía finalmente a la cancha.
María Laura Szodric se quemó tres veces mientras intentaba alisarse el flequillo. No estaba ducha en el asunto: hacía mucho que no se arreglaba para salir. Parada frente al espejo, nerviosa, intentaba dominar el par de tacos aguja. Tuvo miedo de no saber ya cómo caminar con tacos tan altos, después de tanto. Había dudado mucho, pero al final había aceptado la invitación —sin compromiso— del muchacho de anteojos y pelo con gel de Contaduría.
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En 1984, Buenos Aires estaba en plena transición democrática. La ciudad cambiaba, la gente recuperaba ciertas libertades y los jóvenes, después de años de miedo e incertidumbre, volvían a salir sin mirar por encima del hombro. En ese contexto, la cita entre Belisario y María Laura no parecía nada fuera de lo común. Eran apenas dos chicos con ganas de pasarla bien. Nadie habría imaginado que, con el tiempo, sus nombres se volverían tema de discusión.
Veinte años después, el caso Vedoya-Szodric sigue generando preguntas. Algunos creen que fue solo una sucesión de hechos desafortunados; otros dicen que hubo algo más, algo que nunca terminó de salir a la luz. Lo cierto es que la historia sigue sin una respuesta clara, algo que procuraremos subsanar con esta investigación exclusiva de Nuestro Tiempo.
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Belisario llegó puntual a la cita. De hecho, unos minutos antes de las nueve y media. No quiso parecer ansioso y se quedó en el auto, con las balizas puestas. El muchacho del kiosco dijo recordarlo porque le compró cigarrillos y un paquete de Gotitas de Amor. Vedoya esperó y, apenas pasados los treinta minutos, se acercó al portero eléctrico, tocó el timbre y se anunció.
María Laura bajó unos pocos minutos después, según el testimonio del encargado del garaje de enfrente, quien no se consideraba amigo pero sí tenía por costumbre prestar atención a los movimientos del barrio, especialmente, los de las chicas lindas. Saludó con un beso, dio la vuelta y subió al auto con Vedoya. En el auto dialogaron brevemente, y en seguida partieron hacia el destino recién acordado: un restaurante tranquilo en la barranca, cerca del río.
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Aún hoy la oscuridad cubre lo ocurrido en el trayecto al restaurante. Se ha especulado con un accidente, mas el Ford Taunus de Vedoya fue hallado a mitad de camino sin un rasguño; con un robo o un secuestro, aunque más tarde se probó que no faltaba nada en el auto ni se encontraron rastros de violencia; con un desperfecto mecánico, pero las pericias posteriores señalaron que todo en el vehículo funcionaba correctamente; hasta con una huida voluntaria, algo cimentado por una vecina de la zona que manifestó haber visto dos jóvenes que corrían de la mano y descalzos, según destacó varias veces. Las hipótesis fueron muchas, incluidas la del crimen pasional o ajuste de cuentas, la del encubrimiento de algo más grande y la del fenómeno paranormal. Esta última se ha establecido como la favorita del gran público dada la zona con historias de desapariciones, mitos urbanos y testimonios extraños, y varios medios hablaron en su momento de una «desaparición inexplicable».
Alberto Norovski, más conocido como Beto Noro, el líder del conjunto de rock La Polenta, fue quien bautizó a Vedoya y Szodric como «Los Tortolitos». En su éxito nacional de 1985, titulado precisamente «Desaparición inexplicable», se apropió del runrún popular asociado a este caso y lo convirtió en una misteriosa historia de amor espacial cuyo estribillo, recordado aún hoy, hablaba de cómo «los Tortolitos volaron / se perdieron en el espacio / María Laura iba despacio / lo seguía a Belisario». A la par del éxito radial y comercial, La Polenta provocó una disputa judicial con la familia Vedoya, aunque todo terminó en un arreglo privado. Por su parte, la familia Szodric jamás se pronunció al respecto.
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A toda hora, en cualquier canal de noticias, alguien hablaba del tema. Sin ninguna novedad ni dato cierto, todo era conjeturas y falsos avances, meros intentos de mantener la atención del público, o incluso de querer desviarla hacia una pareja de jóvenes desaparecidos, mientras en las altas esferas del poder se llevaban a cabo peligrosas y delirantes operetas que no valoraban los ojos indiscretos del periodismo. El propio Hidalgo Salarría, intendente de la ciudad por aquellos días, salía a diario a contar que se estaba realizando todos los esfuerzos y que la investigación daba indicios, pero no podía adelantar más.
El jefe de la policía federal, Crio. Gral. Irineo Pili Cortunza, dijo haber hecho «todo lo humanamente posible», pero no pudo ofrecer resultados concretos y, antes de que la gente pudiera ponerse a juntar erratas, el Gobierno decidió ofrendar su cabeza, retirarlo de oficio, darle una jubilación generosa y aquí no ha pasado nada. Y, mientras tanto, mientras los telediarios seguían explotando las hipótesis paranormales, se enviaban unidades móviles al río y se consultaba a los astros, de Vedoya y Szodric, ni noticias.
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El propio Pili Cortunza, consultado por Nuestro Tiempo para esta investigación especial, arrojó algo de luz acaso sin advertirlo. El antiguo comisario, visitado por este cronista en el hogar para la tercera edad en el que reside, pareció desconectado de la realidad durante toda la entrevista, excepto por un breve instante en el que ofreció el testimonio revelador que Nuestro Tiempo transcribe en exclusiva.
«El 14 de abril de 1994, a las nueve y cuarto de la mañana, Belisario Vedoya entró caminando a la confitería Boston de la avenida Callao como si nada. No había envejecido un solo día. Llevaba puesta la misma camisa celeste con finísimas rayas blancas y el mismo pantalón de gabardina beige que habíamos detallado en la reconstrucción de su última noche. Se sentó en una mesa junto a la vidriera, pidió un café con medialunas y ojeó el diario con la calma de quien ha vivido veinte años en la misma rutina. Cuando el mozo le llevó la cuenta, lo miró con extrañeza —como si el precio de las cosas hubiera subido de golpe— y sacó del bolsillo un billete de mil australes».
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Naturalmente, la primera impresión fue de incredulidad. Las palabras de un hombre deteriorado, perdido, nada más. Sin embargo el personal del hogar —y, eventualmente, su familia— refirió siempre una persona lúcida. Desconectado de la realidad por momentos, por la edad o el mero cansancio, pero no senil ni desvariante. Los colegas, en off, hablaron todos de una persona muy inteligente, sagaz, habitualmente un paso adelante. Quien suscribe se tomó unos días para analizar el asunto y, a falta de más, volvió a visitar al comisario en busca de un silencio, una ausencia, una negación, un desconocimiento; cualquier cosa que permitiera descartar la idea de plano. En cambio, se encontró con un Pili Cortunza más avispado incluso que antes. No solo ratificó sus dichos, sino que agregó que, producto de una obsesión personal, habría logrado ver a Vedoya dos veces. Una de ellas, incluso, con Szodric, de la mano, en el Camino de los Besos, en la costa de Vicente López. Después, dijo, hubo decreto, y tuvo que dejar el asunto por su propia seguridad y la de su familia.
Cualquier periodista que se precie toma por las astas el toro de la revelación y se encamina a la verdad. Y no fue esta la excepción. Este humilde redactor, en persona, se dispuso a investigar el tema de plano, de lleno. Y, sin mucho más con qué avanzar, decidió meterse en el asunto por donde fuera. El punto inicial de esta pista, que tenía por únicos testigos a Pili y a Vedoya (y, tal vez, a Szodric), no podía ser otro que el personal de la Boston. Pero no menor fue la sorpresa al descubrir rápidamente —¡para colmo!— que la confitería Boston de la avenida Callao cerró en abril de 1992, apremiada por la situación económica imperante en la Argentina del uno a uno.
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Lo más curioso, sin embargo, es los encuentros referidos por Pili Cortunza no parecían fortuitos. Respecto de cada uno de ellos, el excomisario afirmaba haberse encontrado con Vedoya en lugares emblemáticos de la ciudad, como si estuviera siguiendo algún tipo de patrón, como si, de algún modo, Vedoya hubiera regresado con un propósito. Incluso mencionó que, en un par de ocasiones, lo vio en diferentes bares, en rincones solitarios donde el ruido de la gente parecía desvanecerse alrededor de ellos, como si ni él mismo creyera en su presencia pero no pudiese evitarlo. «Ya no sé si lo vi o si fue él quien me vio a mí», confesó, con la mirada fija en el suelo. «Pero lo que vi no se olvida».
Ante las recurrentes visitas de este cronista, el personal del hogar para la tercera edad, al principio desconcertado, comenzó a murmurar. Todos los consultados coincidieron en que Pili Cortunza no estaba senil, pero en sus palabras había algo que inquietaba. La obsesión por el caso Vedoya-Szodric parecía haberlo marcado de una manera profunda, hasta el punto de fabricarse visitas a lugares que no existían. Cada vez que repetía el relato de la confitería, por ejemplo, se notaba un brillo en sus ojos, como si el excomisario estuviera intentando convencerse a sí mismo. ¿Y si todo había sido una mentira? No una mentira maliciosa, sino la mentira de un hombre que, tal vez, necesitara aferrarse a algo más que la mera resolución del caso. Una mentira tan desesperada que se hubiese convertido en su propia verdad.
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Pero Pili Cortunza, como bien dijimos, arrojó algo de luz acaso sin advertirlo. Y es que el tono inverosímil de sus dichos y la inequidad fáctica de los hechos obligaron a llevar la investigación más a fondo aún de lo que hasta entonces se había considerado necesario o posible. Y lo que hoy parece una estratagema infantil por parte del excomisario no ha hecho más que allanar el camino hacia la verdad.
La investigación recorrió distintos escenarios y personajes y, eventualmente, llegó a personas claves que no habían hablado en su momento por miedo, por necesidad o, sencillamente, por desconocimiento de que podrían haber aportado información valiosa. De lo primero es ejemplo un compañero de trabajo de Vedoya; de lo anterior es ejemplo el propio Pili Cortunza, en sus días de comisario en ejercicio, y de lo último es ejemplo una joven arquitecta afincada en el oeste de la provincia de Buenos Aires, más precisamente en Henderson, a 30 km de Daireaux. Se trata de Martina Amelie Salaberry Norovski.
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Salaberry Norovski recibió a Nuestro Tiempo en su estudio, un pequeño espacio en el centro de Henderson donde trabaja por cuenta propia. De apariencia sobria y modales reservados, se mostró reticente al principio, como si la mención del caso le generara un cansancio antiguo, algo con lo que había aprendido a convivir sin resolver del todo. «No sé qué puedo aportar», dijo tras una larga pausa, y durante un instante pareció debatirse entre hablar o callar. «Pero si vinieron hasta acá, supongo que algo les interesa saber».
Lo que siguió fue un relato entrecortado, lleno de cautelas y frases que parecían medidas con precisión. Martina evitó hablar de su tío, Beto Noro, con múltiples rodeos. Tampoco dijo conocer detalles del caso Vedoya-Szodric, pero dejó entrever que su familia había estado más involucrada de lo que parecía. Cuando se le preguntó por qué nunca habló del tema, sonrió apenas y desvió la mirada hacia la ventana. «Algunas historias quedan mejor en las canciones», dijo.
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Sin embargo, con el dato cierto, no quedaba más remedio que indagar a fondo. Finalmente, cuando se estaba por terminar el agua del termo y quedaban solamente dos bizcochos en la bandeja de madera, cuando Salaberry Norovski creyó que estaba lista para levantar campamento, llegó la inocente pregunta del millón: «Usted lo conoció a Vedoya, ¿verdad?».
Hubo un silencio y, después, un inaudible suspiro, como si pudiera verse un peso dejar el cuerpo; el cuerpo todo pareció relajarse un poco y sentirse más liviano. «Bueno, más tarde o más temprano iba a pasar. Sí, yo lo conocía a Vedoya. Yo era chica y no prestaba mucha atención a nada. Venía a veces a los asados que se armaban en casa los domingos o en festejos. Era amigo de mi tío. Había tanta gente siempre, mi tío andaba siempre con amigos, con chicas, con gente, que nadie era muy importante. Yo no sabía ni cómo se llamaba, pero sí recuerdo que me llamaba la atención porque usaba mucho gel en el pelo, y era flaco y alto, parecía un fideo. Solamente cuando empecé a ver su cara en la tele y los diarios me acordé del tipo. Le pregunté un día a mi mamá, y me dijo en seguida que no, que estaba equivocada y que me sacara esas cosas de la cabeza. Yo sabía que sí era, pero bueno, hice caso y me las saqué».
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Al darse cuenta de que no podía escapar a las preguntas, la joven se relajó lo suficiente como para soltar algo más. «Después de todo lo que pasó, nunca quise meterme en todo eso, pero...». Su mirada se volvió distante. «Mi tío Beto nunca dejó de hablar de Vedoya. Y no solo de él. Había algo en su forma de actuar... Algo que se le escapaba a mamá, a todos. No sé qué tan involucrado estaba mi tío en todo esto, pero me acuerdo de cómo hablaba de Belisario cuando yo era chica, con una mezcla de admiración y miedo».
Este cronista no pudo evitar notar el cambio en su tono. Salaberry Norovski parecía tener una gran carga emocional al recordar a Vedoya, como si aún le quedara algo pendiente. Ante la pregunta por qué más recordaba de él, ella se quedó en silencio un momento, observando sus manos antes de contestar en voz baja. «Para mí, él no desapareció por accidente. Creo que no era la clase de persona que desaparece sin dejar rastro. Lo supe desde que vi la primera noticia. Y mi tío lo sabía también».
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Entonces este cronista tuvo un rapto, una intuición, y se cansó de ser «este cronista». Apagó el grabador y le pidió al fotógrafo que viera si llovía en la esquina. Entonces la miró fijamente a la arquitecta, profundamente convencido de que sabía mucho más y de que podía conseguirlo en grajeas, pero no tenía pasta ya para eso. «Puede contarme. Le doy mi palabra de que nadie sabrá que salió de usted. Si acaso es la única manera en que nadie pudiera saberlo, tiene mi palabra de que dejaré el caso y no habrá nota ni habrá más preguntas. Pero necesito saber». Asintió con la mirada y reinó el silencio. Se levantó y preparó otro termo. Reabasteció la bandeja de bizcochos y, mientras —probablemente— ordenaba las ideas, terminó de cambiar la yerba. Cuando estuvo lista, se sentó de nuevo, se cebó el primero y puso cara de primer mate. Entonces sí, levantó la vista y empezó:
«Belisario era un buen pibe, era amigo de mi tío, de la familia, y todos sus planes eran los de un joven ambicioso pero sin ninguna maldad. Era un buen contador, y un tipo con suerte, a veces. Y así, con un toque de suerte y sólidos conocimientos contables, descubrió, sin quererlo, un chanchullo fulero. Un desfalco, algo grande. Tuvo la intención heroica de apuntar con el dedo, la justicia, el deber y qué sé yo. Pero resulta que del otro lado del asunto había unos señores muy pesados que no se habían terminado de ir todavía, por más que hubiera llegado la democracia. Gente ligada al Ejército, gente pesada. Tuvo miedo, pero también ganas de ser genial. Y se lo contó a mi tío. Y mi tío, que conocía a mucha gente, tuvo miedo en serio porque sabía qué gente era realmente la que se escondía en las sombras por esos tiempos. Él había esquivado bien todo con la música, pero conocía. Entonces hizo algunas llamadas, habló con algunas personas, no sé detalles. Le dijo a Belisario que dejara el asunto, y este dijo que haría caso. Pero antes de que contara cuatro se enteró de que a Vedoya y a la novia los habían chupado. En seguida habló con su contacto, y quiso interceder, pero el asunto estaba difícil. Además, Vedoya no era nadie (mucho menos la novia) y no costaba nada mandarlos con los peces. Beto movió cielo y tierra entre contactos y conocidos. A Belisario lo tenían todavía, no sé por qué, suponemos que porque tenían miedo de que hubiera hablado con alguien más, que hubiera dejado pruebas, algo. No sabemos qué, pero algo —seguramente otro golpe de suerte— lo mantuvo vivo. Y, entre esos contactos que tocó mi tío, terminó apareciendo alguien que lo conocía a Pili Cortunza. El tipo había estado con los milicos, pero se había pasado de bando con la llegada de la democracia. Siempre se dijo que lo habían desplazado, pero en realidad el tipo se abrió solito porque sabía que se podía poner feo, y él decía que de eso ya no quería saber nada. Entonces, entre mi tío, el comisario y los que tenían que sacarse de encima el paquete, se pusieron de acuerdo, solo Dios sabe cómo. Todo sotto voce, claro, todo rarísimo, pero funcionó. Vedoya y la novia serían enviados a Nicaragua con identidades nuevas y tendrían vigilancia permanente. Serían felices mientras pudieran convencer al mundo de que los había abducido una nave o los había tragado la arena. Si intentaban ponerse en contacto con la familia, o si se despertaba cualquier sospecha, en seguida habría un accidente, un robo o cualquier otro "conveniente" inconveniente».
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Salaberry Norovski soltó la parrafada de un tirón y, de inmediato, pareció aliviada: se había quitado de encima el peso con el que cargaba desde que la niñez. Y no solo eso, aventuré: se había abolido la distancia entre nosotros, había una confianza nueva. La miré, apenas. Todo el tiempo la había mirado sin preguntar nada. Recién cuando hizo esta pausa me atreví a hablar. «Martina», le dije, pero ella me interrumpió: «No digas nada. No hagas preguntas. No te compliques en algo que puede arruinarte la vida. Yo te voy a contar lo que sé, lo que recuerdo, lo que creo, ¡qué sé yo!, y vos te vas a ir cuando termine y no vas a volver a contactarme nunca más».
«En el laburo de Vedoya se decían cosas, pero el único que tenía alguna certeza era un compañero de Belisario; el nombre no lo recuerdo, pero eran muy amigos, y aquel lo llamó desde Nicaragua al poco tiempo de haberse instalado allá con María Laura, de madrugada, algo más que riesgoso, ¿entendés? Al día siguiente, o al par de días, Pili Cortunza los apretó a los dos (al de acá, feo, con matones y todo) y se acabaron los llamados». Sentí entonces la tentación de preguntarle por el excomisario. La detuve con un gesto antes de saber siquiera lo que iba a decirle.
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«Pili Cortunza me dijo que los había visto varias veces, que se aparecían, que la confitería Boston, que Vicente López...», dije, ajeno a los preceptos más básicos del periodismo, convirtiendo la pregunta abierta al entrevistado en una aseveración blanda, vaga, del entrevistador. «¿Desvaría, se hace el tonto, me toma por sonso?».
«El comisario ha hecho siempre todo lo posible por desviar la atención hacia donde fuera, siempre que no llevara a nada conducente. Sin embargo, creo que hoy la farsa ya no tiene sentido. Vedoya y Szodric pueden estar en Kenia, en Brasil o muertos, nadie lo sabe. Y dudo mucho que nadie tenga mucho interés en investigar nada ya», dijo, y en seguida se dio cuenta de que, si había un mortal perdido dispuesto a esto, era el que tenía enfrente. «Es pasado, ya está. Los que estaban en el asunto han de estar ya muertos, incluso. Ya está, terminó».
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Martina acompañó esta última afirmación con un gesto definitivo, final. Yo asentí y, sin más que decir, ella me acompañó hasta la puerta. En la vereda, quise decir un gracias, pero, para cuando pude emitir sonido, ella había vuelto a entrar en su estudio. El cielo, como el silencio, era enorme, de un azul inmenso sin obstáculos, apenas interrumpido por las copas de algunos árboles añosos.
Ya en la redacción de Nuestro Tiempo, casi cinco horas después, seguía sin saber qué hacer con todo esto. Este texto, que había empezado como un simple recordatorio de un caso que marcó a la ciudad, una nota de archivo, poco más que una efeméride, se me había ido de las manos, y era impublicable por varias razones, Martina la más importante. Opté entonces por reescribir, con algunos retoques, el artículo que me habían publicado en 1994, cuando se cumplieron diez años del caso Vedoya-Szodric. El jefe de redacción no se dio cuenta, o acaso no le importó. En cuanto a este texto, lo guardo ahora en un pendrive en el segundo cajón de mi escritorio, que cierro con llave.