A veinte años de «Los Tortolitos»: el caso Vedoya-Szodric

El 22 de julio de 1984, a las nueve de la noche, Belisario Argentino Vedoya de la Cruz Arrieta cerró la puerta de su casa con llave, se subió al auto y puso música. Encendió un cigarrillo. Estaba contento porque la chica que le gustaba le había, finalmente, aceptado la invitación. Irían a comer algo, tal vez luego al cine o a pasear un rato. La noche estaba fresca; el cielo, despejado, y el perfume que había estado esperando para estrenar salía finalmente a la cancha.

María Laura Szodric se quemó tres veces mientras intentaba alisarse el flequillo. No estaba ducha en el asunto: hacía mucho que no se arreglaba para salir. Parada frente al espejo, nerviosa, intentaba dominar el par de tacos aguja. Tuvo miedo de no saber ya cómo caminar con tacos tan altos, después de tanto. Había dudado mucho, pero al final había aceptado la invitación —sin compromiso— del muchacho de anteojos y pelo con gel de Contaduría.

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En 1984, Buenos Aires estaba en plena transición democrática. La ciudad cambiaba, la gente recuperaba ciertas libertades y los jóvenes, después de años de miedo e incertidumbre, volvían a salir sin mirar por encima del hombro. En ese contexto, la cita entre Belisario y María Laura no parecía nada fuera de lo común. Eran apenas dos chicos con ganas de pasarla bien. Nadie habría imaginado que, con el tiempo, sus nombres se volverían tema de discusión.

Veinte años después, el caso Vedoya-Szodric sigue generando preguntas. Algunos creen que fue solo una sucesión de hechos desafortunados; otros dicen que hubo algo más, algo que nunca terminó de salir a la luz. Lo cierto es que la historia sigue sin una respuesta clara, algo que procuraremos subsanar con esta investigación exclusiva de Nuestro Tiempo.

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Belisario llegó puntual a la cita. De hecho, unos minutos antes de las nueve y media. No quiso parecer ansioso y se quedó en el auto, con las balizas puestas. El muchacho del kiosco dijo recordarlo porque le compró cigarrillos y un paquete de Gotitas de Amor. Vedoya esperó y, apenas pasados los treinta minutos, se acercó al portero eléctrico, tocó el timbre y se anunció.

María Laura bajó unos pocos minutos después, según el testimonio del encargado del garaje de enfrente, quien no se consideraba amigo pero sí tenía por costumbre prestar atención a los movimientos del barrio, especialmente, los de las chicas lindas. Saludó con un beso, dio la vuelta y subió al auto con Vedoya. En el auto dialogaron brevemente, y en seguida partieron hacia el destino recién acordado: un restaurante tranquilo en la barranca, cerca del río.

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Aún hoy la oscuridad cubre lo ocurrido en el trayecto al restaurante. Se ha especulado con un accidente, mas el Ford Taunus de Vedoya fue hallado a mitad de camino sin un rasguño; con un robo o un secuestro, aunque más tarde se probó que no faltaba nada en el auto ni se encontraron rastros de violencia; con un desperfecto mecánico, pero las pericias posteriores señalaron que todo en el vehículo funcionaba correctamente; hasta con una huida voluntaria, algo cimentado por una vecina de la zona que manifestó haber visto dos jóvenes que corrían de la mano y descalzos, según destacó varias veces. Las hipótesis fueron muchas, incluidas la del crimen pasional o ajuste de cuentas, la del encubrimiento de algo más grande y la del fenómeno paranormal. Esta última se ha establecido como la favorita del gran público dada la zona con historias de desapariciones, mitos urbanos y testimonios extraños, y varios medios hablaron en su momento de una «desaparición inexplicable».

Alberto Norovski, más conocido como Beto Noro, el líder del conjunto de rock La Polenta, fue quien bautizó a Vedoya y Szodric como «Los Tortolitos». En su éxito nacional de 1985, titulado precisamente «Desaparición inexplicable», se apropió del runrún popular asociado a este caso y lo convirtió en una misteriosa historia de amor espacial cuyo estribillo, recordado aún hoy, hablaba de cómo «los Tortolitos volaron / se perdieron en el espacio / María Laura iba despacio / lo seguía a Belisario». A la par del éxito radial y comercial, La Polenta provocó una disputa judicial con la familia Vedoya, aunque todo terminó en un arreglo privado. Por su parte, la familia Szodric jamás se pronunció al respecto.

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A toda hora, en cualquier canal de noticias, alguien hablaba del tema. Sin ninguna novedad ni dato cierto, todo era conjeturas y falsos avances, meros intentos de mantener la atención del público, o incluso de querer desviarla hacia una pareja de jóvenes desaparecidos, mientras en las altas esferas del poder se llevaban a cabo peligrosas y delirantes operetas que no valoraban los ojos indiscretos del periodismo. El propio Hidalgo Salarría, intendente de la ciudad por aquellos días, salía a diario a contar que se estaba realizando todos los esfuerzos y que la investigación daba indicios, pero no podía adelantar más.

El jefe de la policía federal, Crio. Gral. Irineo Pili Cortunza, dijo haber hecho «todo lo humanamente posible», pero no pudo ofrecer resultados concretos y, antes de que la gente pudiera ponerse a juntar erratas, el Gobierno decidió ofrendar su cabeza, retirarlo de oficio, darle una jubilación generosa y aquí no ha pasado nada. Y, mientras tanto, mientras los telediarios seguían explotando las hipótesis paranormales, se enviaban unidades móviles al río y se consultaba a los astros, de Vedoya y Szodric, ni noticias.

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El propio Pili Cortunza, consultado por Nuestro Tiempo para esta investigación especial, arrojó algo de luz acaso sin advertirlo. El antiguo comisario, visitado por este cronista en el hogar para la tercera edad en el que reside, pareció desconectado de la realidad durante toda la entrevista, excepto por un breve instante en el que ofreció el testimonio revelador que Nuestro Tiempo transcribe en exclusiva.

«El 14 de abril de 1994, a las nueve y cuarto de la mañana, Belisario Vedoya entró caminando a la confitería Boston de la avenida Callao como si nada. No había envejecido un solo día. Llevaba puesta la misma camisa celeste con finísimas rayas blancas y el mismo pantalón de gabardina beige que habíamos detallado en la reconstrucción de su última noche. Se sentó en una mesa junto a la vidriera, pidió un café con medialunas y ojeó el diario con la calma de quien ha vivido veinte años en la misma rutina. Cuando el mozo le llevó la cuenta, lo miró con extrañeza —como si el precio de las cosas hubiera subido de golpe— y sacó del bolsillo un billete de mil australes».

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Naturalmente, la primera impresión fue de incredulidad. Las palabras de un hombre deteriorado, perdido, nada más. Sin embargo el personal del hogar —y, eventualmente, su familia— refirió siempre una persona lúcida. Desconectado de la realidad por momentos, por la edad o el mero cansancio, pero no senil ni desvariante. Los colegas, en off, hablaron todos de una persona muy inteligente, sagaz, habitualmente un paso adelante. Quien suscribe se tomó unos días para analizar el asunto y, a falta de más, volvió a visitar al comisario en busca de un silencio, una ausencia, una negación, un desconocimiento; cualquier cosa que permitiera descartar la idea de plano. En cambio, se encontró con un Pili Cortunza más avispado incluso que antes. No solo ratificó sus dichos, sino que agregó que, producto de una obsesión personal, habría logrado ver a Vedoya dos veces. Una de ellas, incluso, con Szodric, de la mano, en el Camino de los Besos, en la costa de Vicente López. Después, dijo, hubo decreto, y tuvo que dejar el asunto por su propia seguridad y la de su familia.

Cualquier periodista que se precie toma por las astas el toro de la revelación y se encamina a la verdad. Y no fue esta la excepción. Este humilde redactor, en persona, se dispuso a investigar el tema de plano, de lleno. Y, sin mucho más con qué avanzar, decidió meterse en el asunto por donde fuera. El punto inicial de esta pista, que tenía por únicos testigos a Pili y a Vedoya (y, tal vez, a Szodric), no podía ser otro que el personal de la Boston. Pero no menor fue la sorpresa al descubrir rápidamente —¡para colmo!— que la confitería Boston de la avenida Callao cerró en abril de 1992, apremiada por la situación económica imperante en la Argentina del uno a uno.

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Lo más curioso, sin embargo, es los encuentros referidos por Pili Cortunza no parecían fortuitos. Respecto de cada uno de ellos, el excomisario afirmaba haberse encontrado con Vedoya en lugares emblemáticos de la ciudad, como si estuviera siguiendo algún tipo de patrón, como si, de algún modo, Vedoya hubiera regresado con un propósito. Incluso mencionó que, en un par de ocasiones, lo vio en diferentes bares, en rincones solitarios donde el ruido de la gente parecía desvanecerse alrededor de ellos, como si ni él mismo creyera en su presencia pero no pudiese evitarlo. «Ya no sé si lo vi o si fue él quien me vio a mí», confesó, con la mirada fija en el suelo. «Pero lo que vi no se olvida».

Ante las recurrentes visitas de este cronista, el personal del hogar para la tercera edad, al principio desconcertado, comenzó a murmurar. Todos los consultados coincidieron en que Pili Cortunza no estaba senil, pero en sus palabras había algo que inquietaba. La obsesión por el caso Vedoya-Szodric parecía haberlo marcado de una manera profunda, hasta el punto de fabricarse visitas a lugares que no existían. Cada vez que repetía el relato de la confitería, por ejemplo, se notaba un brillo en sus ojos, como si el excomisario estuviera intentando convencerse a sí mismo. ¿Y si todo había sido una mentira? No una mentira maliciosa, sino la mentira de un hombre que, tal vez, necesitara aferrarse a algo más que la mera resolución del caso. Una mentira tan desesperada que se hubiese convertido en su propia verdad.

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Pero Pili Cortunza, como bien dijimos, arrojó algo de luz acaso sin advertirlo. Y es que el tono inverosímil de sus dichos y la inequidad fáctica de los hechos obligaron a llevar la investigación más a fondo aún de lo que hasta entonces se había considerado necesario o posible. Y lo que hoy parece una estratagema infantil por parte del excomisario no ha hecho más que allanar el camino hacia la verdad.

La investigación recorrió distintos escenarios y personajes y, eventualmente, llegó a personas claves que no habían hablado en su momento por miedo, por necesidad o, sencillamente, por desconocimiento de que podrían haber aportado información valiosa. De lo primero es ejemplo un compañero de trabajo de Vedoya; de lo anterior es ejemplo el propio Pili Cortunza, en sus días de comisario en ejercicio, y de lo último es ejemplo una joven arquitecta afincada en el oeste de la provincia de Buenos Aires, más precisamente en Henderson, a 30 km de Daireaux. Se trata de Martina Amelie Salaberry Norovski.

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Salaberry Norovski recibió a Nuestro Tiempo en su estudio, un pequeño espacio en el centro de Henderson donde trabaja por cuenta propia. De apariencia sobria y modales reservados, se mostró reticente al principio, como si la mención del caso le generara un cansancio antiguo, algo con lo que había aprendido a convivir sin resolver del todo. «No sé qué puedo aportar», dijo tras una larga pausa, y durante un instante pareció debatirse entre hablar o callar. «Pero si vinieron hasta acá, supongo que algo les interesa saber».

Lo que siguió fue un relato entrecortado, lleno de cautelas y frases que parecían medidas con precisión. Martina evitó hablar de su tío, Beto Noro, con múltiples rodeos. Tampoco dijo conocer detalles del caso Vedoya-Szodric, pero dejó entrever que su familia había estado más involucrada de lo que parecía. Cuando se le preguntó por qué nunca habló del tema, sonrió apenas y desvió la mirada hacia la ventana. «Algunas historias quedan mejor en las canciones», dijo.

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Sin embargo, con el dato cierto, no quedaba más remedio que indagar a fondo. Finalmente, cuando se estaba por terminar el agua del termo y quedaban solamente dos bizcochos en la bandeja de madera, cuando Salaberry Norovski creyó que estaba lista para levantar campamento, llegó la inocente pregunta del millón: «Usted lo conoció a Vedoya, ¿verdad?».

Hubo un silencio y, después, un inaudible suspiro, como si pudiera verse un peso dejar el cuerpo; el cuerpo todo pareció relajarse un poco y sentirse más liviano. «Bueno, más tarde o más temprano iba a pasar. Sí, yo lo conocía a Vedoya. Yo era chica y no prestaba mucha atención a nada. Venía a veces a los asados que se armaban en casa los domingos o en festejos. Era amigo de mi tío. Había tanta gente siempre, mi tío andaba siempre con amigos, con chicas, con gente, que nadie era muy importante. Yo no sabía ni cómo se llamaba, pero sí recuerdo que me llamaba la atención porque usaba mucho gel en el pelo, y era flaco y alto, parecía un fideo. Solamente cuando empecé a ver su cara en la tele y los diarios me acordé del tipo. Le pregunté un día a mi mamá, y me dijo en seguida que no, que estaba equivocada y que me sacara esas cosas de la cabeza. Yo sabía que sí era, pero bueno, hice caso y me las saqué».

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Al darse cuenta de que no podía escapar a las preguntas, la joven se relajó lo suficiente como para soltar algo más. «Después de todo lo que pasó, nunca quise meterme en todo eso, pero...». Su mirada se volvió distante. «Mi tío Beto nunca dejó de hablar de Vedoya. Y no solo de él. Había algo en su forma de actuar... Algo que se le escapaba a mamá, a todos. No sé qué tan involucrado estaba mi tío en todo esto, pero me acuerdo de cómo hablaba de Belisario cuando yo era chica, con una mezcla de admiración y miedo». 

Este cronista no pudo evitar notar el cambio en su tono. Salaberry Norovski parecía tener una gran carga emocional al recordar a Vedoya, como si aún le quedara algo pendiente. Ante la pregunta por qué más recordaba de él, ella se quedó en silencio un momento, observando sus manos antes de contestar en voz baja. «Para mí, él no desapareció por accidente. Creo que no era la clase de persona que desaparece sin dejar rastro. Lo supe desde que vi la primera noticia. Y mi tío lo sabía también».

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Entonces este cronista tuvo un rapto, una intuición, y se cansó de ser «este cronista». Apagó el grabador y le pidió al fotógrafo que viera si llovía en la esquina. Entonces la miró fijamente a la arquitecta, profundamente convencido de que sabía mucho más y de que podía conseguirlo en grajeas, pero no tenía pasta ya para eso. «Puede contarme. Le doy mi palabra de que nadie sabrá que salió de usted. Si acaso es la única manera en que nadie pudiera saberlo, tiene mi palabra de que dejaré el caso y no habrá nota ni habrá más preguntas. Pero necesito saber». Asintió con la mirada y reinó el silencio. Se levantó y preparó otro termo. Reabasteció la bandeja de bizcochos y, mientras —probablemente— ordenaba las ideas, terminó de cambiar la yerba. Cuando estuvo lista, se sentó de nuevo, se cebó el primero y puso cara de primer mate. Entonces sí, levantó la vista y empezó:

«Belisario era un buen pibe, era amigo de mi tío, de la familia, y todos sus planes eran los de un joven ambicioso pero sin ninguna maldad. Era un buen contador, y un tipo con suerte, a veces. Y así, con un toque de suerte y sólidos conocimientos contables, descubrió, sin quererlo, un chanchullo fulero. Un desfalco, algo grande. Tuvo la intención heroica de apuntar con el dedo, la justicia, el deber y qué sé yo. Pero resulta que del otro lado del asunto había unos señores muy pesados que no se habían terminado de ir todavía, por más que hubiera llegado la democracia. Gente ligada al Ejército, gente pesada. Tuvo miedo, pero también ganas de ser genial. Y se lo contó a mi tío. Y mi tío, que conocía a mucha gente, tuvo miedo en serio porque sabía qué gente era realmente la que se escondía en las sombras por esos tiempos. Él había esquivado bien todo con la música, pero conocía. Entonces hizo algunas llamadas, habló con algunas personas, no sé detalles. Le dijo a Belisario que dejara el asunto, y este dijo que haría caso. Pero antes de que contara cuatro se enteró de que a Vedoya y a la novia los habían chupado. En seguida habló con su contacto, y quiso interceder, pero el asunto estaba difícil. Además, Vedoya no era nadie (mucho menos la novia) y no costaba nada mandarlos con los peces. Beto movió cielo y tierra entre contactos y conocidos. A Belisario lo tenían todavía, no sé por qué, suponemos que porque tenían miedo de que hubiera hablado con alguien más, que hubiera dejado pruebas, algo. No sabemos qué, pero algo —seguramente otro golpe de suerte— lo mantuvo vivo. Y, entre esos contactos que tocó mi tío, terminó apareciendo alguien que lo conocía a Pili Cortunza. El tipo había estado con los milicos, pero se había pasado de bando con la llegada de la democracia. Siempre se dijo que lo habían desplazado, pero en realidad el tipo se abrió solito porque sabía que se podía poner feo, y él decía que de eso ya no quería saber nada. Entonces, entre mi tío, el comisario y los que tenían que sacarse de encima el paquete, se pusieron de acuerdo, solo Dios sabe cómo. Todo sotto voce, claro, todo rarísimo, pero funcionó. Vedoya y la novia serían enviados a Nicaragua con identidades nuevas y tendrían vigilancia permanente. Serían felices mientras pudieran convencer al mundo de que los había abducido una nave o los había tragado la arena. Si intentaban ponerse en contacto con la familia, o si se despertaba cualquier sospecha, en seguida habría un accidente, un robo o cualquier otro "conveniente" inconveniente».

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Salaberry Norovski soltó la parrafada de un tirón y, de inmediato, pareció aliviada: se había quitado de encima el peso con el que cargaba desde que la niñez. Y no solo eso, aventuré: se había abolido la distancia entre nosotros, había una confianza nueva. La miré, apenas. Todo el tiempo la había mirado sin preguntar nada. Recién cuando hizo esta pausa me atreví a hablar. «Martina», le dije, pero ella me interrumpió: «No digas nada. No hagas preguntas. No te compliques en algo que puede arruinarte la vida. Yo te voy a contar lo que sé, lo que recuerdo, lo que creo, ¡qué sé yo!, y vos te vas a ir cuando termine y no vas a volver a contactarme nunca más».

«En el laburo de Vedoya se decían cosas, pero el único que tenía alguna certeza era un compañero de Belisario; el nombre no lo recuerdo, pero eran muy amigos, y aquel lo llamó desde Nicaragua al poco tiempo de haberse instalado allá con María Laura, de madrugada, algo más que riesgoso, ¿entendés? Al día siguiente, o al par de días, Pili Cortunza los apretó a los dos (al de acá, feo, con matones y todo) y se acabaron los llamados». Sentí entonces la tentación de preguntarle por el excomisario. La detuve con un gesto antes de saber siquiera lo que iba a decirle.

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«Pili Cortunza me dijo que los había visto varias veces, que se aparecían, que la confitería Boston, que Vicente López...», dije, ajeno a los preceptos más básicos del periodismo, convirtiendo la pregunta abierta al entrevistado en una aseveración blanda, vaga, del entrevistador. «¿Desvaría, se hace el tonto, me toma por sonso?».

«El comisario ha hecho siempre todo lo posible por desviar la atención hacia donde fuera, siempre que no llevara a nada conducente. Sin embargo, creo que hoy la farsa ya no tiene sentido. Vedoya y Szodric pueden estar en Kenia, en Brasil o muertos, nadie lo sabe. Y dudo mucho que nadie tenga mucho interés en investigar nada ya», dijo, y en seguida se dio cuenta de que, si había un mortal perdido dispuesto a esto, era el que tenía enfrente. «Es pasado, ya está. Los que estaban en el asunto han de estar ya muertos, incluso. Ya está, terminó».

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Martina acompañó esta última afirmación con un gesto definitivo, final. Yo asentí y, sin más que decir, ella me acompañó hasta la puerta. En la vereda, quise decir un gracias, pero, para cuando pude emitir sonido, ella había vuelto a entrar en su estudio. El cielo, como el silencio, era enorme, de un azul inmenso sin obstáculos, apenas interrumpido por las copas de algunos árboles añosos.

Ya en la redacción de Nuestro Tiempo, casi cinco horas después, seguía sin saber qué hacer con todo esto. Este texto, que había empezado como un simple recordatorio de un caso que marcó a la ciudad, una nota de archivo, poco más que una efeméride, se me había ido de las manos, y era impublicable por varias razones, Martina la más importante. Opté entonces por reescribir, con algunos retoques, el artículo que me habían publicado en 1994, cuando se cumplieron diez años del caso Vedoya-Szodric. El jefe de redacción no se dio cuenta, o acaso no le importó. En cuanto a este texto, lo guardo ahora en un pendrive en el segundo cajón de mi escritorio, que cierro con llave.

Eli

Eli vivía en algún hotel, nunca se sabía en cuál porque cambiaba cada dos meses o dos semanas. Había problemas con los pensionistas, con el dueño o la dueña, con el pago, con la limpieza o cualquier cosa. Los del barrio los conoció todos, y en el que más duró estuvo tal vez dos años. Después se empezó a alejar y, de a poco, le fuimos perdiendo el rastro. La última vez que yo recuerdo haberla ido a visitar estaba en Avellaneda. Creo que después volvió para el barrio, pero ya no recuerdo haber ido. Los hoteles, en ese sentido, son todos iguales: habitaciones, ruidos, olor a comida, música, discusiones, peleas, gritos, golpes en la pared, baños compartidos mal aseados, en la cocina siempre hay alguien y alguien está cocinando, no importa qué hora sea. En los pasillos, la gente anda recontraproducida si va a salir o a trabajar o completamente zaparrastrosa si está de entrecasa. Y todo junto, siempre. Las luces son mortecinas; las decoraciones, siempre viejas, neutras, sin vida. Las habitaciones tienen tal vez una ventana, tal vez un baño, pero son habitaciones. Siempre hay una escalera y, en algún lado, siempre alguien ubicó un potus.

Con los trabajos era lo mismo. Recuerdo haberla ido a visitar a unas oficinas enormes, a las que no se podía acceder, un domingo. Trabajaba de seguridad ahí. También la recuerdo repartiendo correspondencia, atendiendo una farmacia y vendiendo perfumes. Después de varios intentos, casi todos los trabajos eran de seguridad. Se peleaba con alguien, tenía algún problema o algo no le gustaba o pasaba alguna cosa que nunca quedaba clara y adiós el trabajo. Tenía suerte, de algún modo, porque siempre aparecía algo y, al final, conseguía otro. Y lo perdía o lo dejaba, como fuera. Un mes, dos meses, una semana, un semestre y chau. En cierto modo, los trabajos también son todos iguales: hacés algo y te pagan un dinero, que es poco, y siempre hay uno que es garca; otro, pelotudo; otro, ambas cosas; uno copado o que parece; uno medio idiota; uno que te tira onda y otro que te odia sin motivo; el jefe casi siempre es un tarado, y casi nadie quiere estar ahí.

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Nos conocíamos del barrio, con Eli. Del colegio, también: ella estaba en tercero cuando yo empecé la secundaria, y la tenía de vista, nomás, pero repitió dos veces y terminamos siendo compañeros. Durante un año nos sentamos juntos; yo la ayudaba en las pruebas y ella, tal vez a cambio, me reveló el mundo femenino. Yo apenas había empezado a afeitarme, vale aclarar, y Eli era ya una mujer hecha y derecha.

Después repitió otra vez y, a la mitad de su cuarta cursada de tercer año, largó el colegio. Estaba embarazada, nunca supimos de quién. No lo tuvo, pero el viejo la rajó de la casa y le perdimos el rastro por un par de años, hasta que nos encontramos en la calle, por el centro, y resultó que estaba viviendo en un hotel en la otra cuadra de casa, aunque iba a dormir, nomás, y no siempre.

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Siempre había sido un desastre, esa es la verdad, pero ¿no somos todos un desastre en algún lado? Ella tenía primera fila, eso es todo. La querías o la odiabas, como se dice. Yo le tenía cariño, aunque no sabía por qué, ni tampoco me dediqué mucho a averiguarlo. Seguramente porque me había ayudado cuando era chico, o porque estaba tan sola y perdida que merecía que alguien, aunque no fuera más que yo, la quisiera al menos un poco.

El padre tenía un taller de lavarropas y heladeras, lo conocía todo el barrio. A mí siempre me pareció raro que, teniendo todas las opciones, ella hubiera elegido volver y quedarse siempre cerca. Con el padre no se hablaban, estaban muerto el uno para el otro, y yo siempre pensé que, en el fondo, ambos estarían malsanamente contentos de estar cerca e ignorarse. El viejo tomaba fuerte, pero siempre después de cerrar el negocio. Si era alcohólico, era disciplinado. Todos lo habíamos visto borracho, peleando, gritando, y sabíamos que a la mujer no la había matado solamente la neumonía, pero de día, en el negocio, un señorito. Si podía te cagaba con el arreglo o te fajaba con el precio, pero sobrio. Todos pensábamos que a Eli también la fajaría, pero ella nunca hablaba de eso. Ella nunca hablaba de nada con nadie, realmente. Tal vez por eso también le tenía cierto cariño, porque hablaba conmigo.

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La última vez que la fui a visitar, esa del hotel de Avellaneda, fue bastante incómoda. Peor que eso. Me había peleado con mi novia y pensé que Eli, con su experiencia, con su cancha, me ayudaría a poner las cosas en perspectiva. Fui también —por qué no decirlo— porque ver a alguien que está peor que vos cuando estás en la mala es reconfortante, de algún modo. Y Eli siempre estaba peor que yo. Ella era la peor de todos nosotros.

El hotelito estaba en pleno centro de Avellaneda, pero sobre una cortada por la que no pasaba un alma. Tenía la intención de ir al cuarto de Eli, pero ella me atajó en la calle. «Está todo mal con la vieja», me dijo. «No subamos. Ya me dijo que la próxima vez que suba con un tipo me raja. Y, la verdad, no estoy para más quilombos ahora». «Yo no soy "un tipo", che», me salió decirle. «¿Quién te hizo creer eso?», me miró de costado. Tenía una cara rarísima.

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Dijo que mejor camináramos. Yo dije que quería hablar un rato. Ella dijo que no había buenos bares por ahí. Yo me di cuenta de que era por el dinero, y le dije que cualquiera estaría bien, que yo invitaba. «Bueno, no sé, si querés, acá a dos cuadras hay uno que está bien, se llena un poco de tacheros, pero es barato y nadie te jode», dijo, como un niño que se olvida enseguida de sostener una mentira. Yo pedí una Coca y ella pidió un vaso de vino. Me dio vergüenza y cambié rápidamente de opinión, y pedí una cerveza, aunque yo, por regla general, no tomaba antes de las ocho. De las seis tampoco, en general; mucho menos al mediodía. Quise hablar de mis problemas enseguida, pero me pareció descortés y le pregunté cómo andaba. Como siempre, me dijo que muy bien, que todo bien, que tenía un trabajo nuevo, que estaba bueno, que le servía y que no sé qué: el mismo cuento chino de siempre.

Finalmente, le dije que tenía quilombos, que mi novia, que no sé qué, y me escuchó, dos minutos, y enseguida se impacientó. «Vos le das mucha vuelta, la verdad, eso pasa. Si la mina no va, no va, loco. Corta», dijo. Apuró el tintillo y le hizo un gesto al mozo que este casi pareció estar esperando. «Igual, lo de las parejas es un tema, la verdad. Puro quilombo. Yo por eso estoy solari, ¿viste?, mejor sola que mal acompañada», dijo, y siguió, y cuanto más le daba, más se notaba la impostura. Sentí un deseo de ayudarla y un golpe seco en la nuca que me dijo que eso no se podía. «Ahora estoy pensando en juntar plata para irme a Córdoba, que tengo un amigo», dijo, y el mozo trajo otro vaso, y yo la miré y sentí que tenía la mirada completamente vacía, perdida en su propia fantasía.

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«¿Para qué irte tan lejos si tenés un amigo acá, tonta?», le solté, deseoso de abolir la distancia que sentía crecer entre nosotros. «Vos estás en la tuya, Martín, en la misma de todos ustedes. Y yo, en la mía. Es la verdad», sentenció, y se bajó el segundo vaso sin mirarme. No supe en qué bolsa me estaba metiendo, no entendí del todo, pero igualmente me dolió. «¿Qué decís, Eli? Cualquiera». «No, cualquiera no. Ustedes no saben lo que es ser yo. Ustedes no tienen ni la menor idea. Andan por la vida con sus problemitas y...». No continuó, no sé si porque no supo cómo seguir o, más probablemente, porque no quiso. Tenía la cara dura, petrificada en una mueca feroz, y yo elegí mirar por la ventana. Fue lo único que pude hacer.

Una nena sucia apareció entonces junto a nuestra mesa. Vendía flores. «¿Un ramito para su novia, señor?», propuso inoportunamente. Pispeé de reojo a Eli. Me sorprendieron los ojos clavados en mí, la sonrisa amplia. «Eh... ¿Vos querés?», dudé. No solo no me revoleó el servilletero, sino que, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza. Sin volver a mirarla —por las dudas—, agarré el ramo que me ofrecía la nena, le pagué y me quedé con las flores en la mano sin saber qué hacer.

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Eli tomó el ramo de flores con una delicadeza que no le conocía, como si fuera algo frágil, algo que no mereciese tocar. Las olfateó brevemente, con una sonrisa vacía que no le llegaba a los ojos, y las dejó sobre la mesa, como si ya no supiera qué hacer con ellas. «Gracias», dijo, mirando la mesa, pero no parecía dirigirse a mí. Supongo que no quería las flores, sino que alguien pudiera comprarle flores. El silencio se hizo incómodo y yo no sabía cómo mejorarlo, así que preferí no romperlo. El murmullo y la tele de fondo, y los gritos de los tacheros, no hacían más que amplificar ese silencio. Al final, no aguanté más. «¿Y tu amigo de Córdoba, qué onda?», pregunté. Eli levantó la mirada como si hubiera olvidado que yo seguía ahí. «Ah, sí...», dijo, y se calló de nuevo. «Bueno, me tengo que ir», dijo, decidida, y no hubo nada más que hacer. El mozo, que a la distancia relojeaba todo, se apresuró a venir sin que nadie lo llamase.

Caminamos hasta la esquina y, antes de que dobláramos en dirección al hotel, se paró para saludarme. «Bueno, che, gracias por la invitación, qué bueno verte», dijo. «¿Y vos? ¿Vas a estar bien?», pregunté sintiendo que la pregunta sonaba ridícula, pero necesaria. «Obvio que voy a estar bien», dijo, y esa frase, que había repetido tantas veces, sonó distinta. O me pareció a mí. Me dio un abrazo rápido, casi furtivo, y se fue al hotel. Esperé que entrara y sentí que no sabía qué tenía que hacer. Doblé la calle, busqué un escalón apropiado y me senté enfrente del hotel, como en un vaho. Habré pasado una media hora ahí, absorto en ningún pensamiento, cuando la vi a Eli salir, decidida.

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Estaba distinta. Arregladísima como nunca la había visto. Parecía mayor y, al mismo tiempo, de un modo difícil de explicar, una nena. Estuve por llamarla, pero me quedé callado, no sé por qué. Eli, esa Eli nueva, caminó a paso firme. Pensé que iría lejos, pero se quedó en la esquina, nomás, antes de llegar a la avenida. Parada, como esperando a alguien, o algo, o nada en particular.

Unos minutos después, un auto gris paró en esa esquina. El conductor puso las balizas y, pese a los vidrios oscuros, lo vi estirarse sobre el asiento del acompañante en dirección a Eli, que se acercó a la ventanilla baja y se inclinó hacia el auto. Ella hablaba, supongo que cambiaron algunas palabras. Yo trataba de entender, pero no escuchaba nada. Eli hizo que no con la cabeza y señaló la cortadita del hotel; después se subió al auto, que dobló la esquina y circuló despacio hasta el final de la calle. Estacionó detrás de un contenedor de basura y se quedaron ahí unos minutos que se me hicieron eternos, pero no habrán sido más de diez. Preocupado por mi amiga, estaba por ir a ver qué pasaba cuando la vi bajar del auto. Con la mano izquierda se alisaba la pollera y se acomodaba el pelo, con la derecha guardaba unos billetes arrugados en la cartera.

Café café y un sol indiferente

El primer día fue el más difícil, después mejoró rápidamente. Al cabo de unas dos semanas, todo era rutina. Se había ganado ese espacio que había sentido primero usurpado, y hasta la letanía le salía ya sin pensar. «Café café, hay café café...». Ya no sentía tanta vergüenza ni agachaba tanto la cabeza. Que sus planes de estudios y doctorado se hubieran truncado tan pronto era una cosa, tener que salir a vender café, otra. Pero era laburo y era honesto, qué tanto. «Hay café café, medialunas café». El microcentro no era fácil, pero esa esquina no parecía pertenecer a nadie y había buen tránsito. Y entre tanta gente que pasaba, nadie lo conocía, eso era bueno. En ese mar de gente el anonimato era cantado, así era más fácil. Además, en el centro se mezcla todo, realmente. Oficinistas, repartidores, cadetes, personas haciendo trámites, laburantes, cobradores, operarios, cualquier cosa. Hasta cafeteros.

Y en esa estaba, tranquilo, una mañana fresca, cansado y bien mufado porque no pasaba nada, cuando lo vio a Colo Falcón cruzar en diagonal, absorto en sus pensamientos. Jeremías Colo Falcón en persona. Lo miró todo el camino, listo para desviar la mirada, pero no hizo falta. ¿Qué hacía ahí? Lo mismo que cualquiera de los demás, claro, el microcentro es así. Quién lo hubiera dicho, ¿no? Un flaco hambriento y maloliente lo sacó de su sopor para pedirle un café con leche y dos medialunas de manteca. «Setenta», dijo, y cobró y «Café café, hay café café...», pero seguía pensando sin querer.

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Colo Falcón lo había fastidiado durante los primeros años de la secundaria. La cosa se terminó cuando se fueron a las manos. No importa quién salió ganador del enfrentamiento ni quién perdió: fue un parteaguas, y listo. Justo después sobrevino la paz y, con el tiempo, lograron ignorarse con cierta cordialidad. Y él se había quedado con Marisa.

Entregó un vasito a un viejo de boina y se las arregló para cobrarle sin perder demasiado tiempo. Ni el hilo de sus pensamientos. Marisa Nuzzolese. Las mejores tetas de todo el colegio. Ni idea de qué habrá sido de ella, ¿se habrá metido a trabajar con el padre? ¿Estará de secretaria en alguna oficina por ahí? La idea de Marisa metida en una blusa blanca y enfundada en un trajecito corto se le presentó con la fuerza de un terremoto, lo aplastó como un elefante. Aplastado, vio entonces a Marisa cruzar en diagonal, como Colo Falcón antes, y se dio cuenta de que era verdad. Marisa estaba ahí, estaba pasando.

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Se quedó el resto de esa mañana imaginando cómo y por qué. Desde la más absoluta casualidad hasta la familia perfecta, o la dupla jefe-secretaria, pasando por el juicio de divorcio, abogados y todo el asunto, sopesó todas las opciones. Ese día y los siguientes. Seguía su vida, y siempre esa duda. Los momentos de espera eran los peores, no había clientes y no podía parar de mirar a cada uno que pasara. Quería verlos de nuevo. Quería verla a ella, quería verlo a él. Quería que no estuvieran juntos, pero temía que estuvieran juntos. Quería que lo miraran, pero sabía que era mejor que no, pero temía que sucediera, que lo vieran. Pensaba todas las opciones, oscilaba entre una y la opuesta, y todas eran igualmente malas, buenas, estúpidas, imposibles, absurdas. Los días de lluvia, o cuando había muchos motoqueros desayunando, eran difíciles también: no se podía ver bien, tenía miedo de que pasaran y no verlos. Así habrá estado unos diez días.

Y todo por dos fulanos que habían formado parte de su vida por un momento, nada más. Era una tontería y lo sabía, y el pensamiento se le cruzaba, pero lo despachaba rápido porque más triste que aceptar que ocupaba su tiempo y su mente en estas tonterías era tener que admitir que no tenía nada mejor en qué ocuparlos. Era una estúpida distracción, por supuesto, pero no quería decirlo en voz alta, ni siquiera en la voz de su mente. No hacía mal a nadie obsesionado con volver a ver, con comprender, con poder ser testigo de las vidas de Marisa Nuzzolese y Jeremías Colo Falcón.

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El undécimo día, por fin, los vio. Cruzaban juntos esta vez. Él tenía menos pelo y acaso más panza, aunque era difícil de precisar debido a su traje a medida, y seguía resultando imponente. Era una mole, una inmensidad de Colo Falcón, y desde su cumbre miraba el mundo que lo rodeaba y perdonaba la vida de quienes se cruzaban en su camino. Ella iba a su lado, aparentemente suelta, aunque los unía un evidente lazo invisible. Marisa no había envejecido ni un día, irradiaba seducción y juventud, y su cuerpo elástico vestía el tailleur como antes el jumper. Caminaban juntos, apurados, y hablaban de cosas importantes.

Se detuvieron frente a él. Colo Falcón, sin mirarlo, pidió dos cafés. «Rapidito», exigió. La voz era la misma. Marisa sí lo miró. Al carajo el orgullo, a la mierda la vergüenza, ¡tenía que volver a hablar con Marisa! Juntó coraje y, sin pensarlo más, se presentó. Colo Falcón no parecía escucharlo, pero ella sí. Lo miró de arriba abajo, entreabrió los labios, esos labios, y le dijo: «Disculpá, no te conozco».