Las cosas como son

Esteban había nacido para correr, eso pasaba. Lo suyo era correr, claramente, más allá de que no fuera a admitirlo ni por casualidad. Iba detrás de cualquier hueso, no tenía más miramientos. Habíamos discutido el asunto varias veces en la plaza, bajo el poncho de los pobres, entre el bullicio de los chicos. Que, dicho sea de paso, a Esteban le gustaban y a mí, ni pizca. Él no tenía problema con que le anduvieran encima, lo cargosearan, le ofrecieran cosas que no iban a darle, lo llamaran... y él, no te digo, salía disparado... Yo, en cambio, era más calmo; aburrido, decía él. Viejo, amargado, qué sé yo cuántas cosas decía Esteban. Claro que la historia me toca contarla a mí, así que... Igual no tiene nada que ver ser distintos; para ser amigos no es necesario ser iguales ni compartir los mismos gustos. Basta, en todo caso, con no perseguir las mismas presas...

La primera vez que nos cruzamos fue en la plaza, justamente. En la plaza Juramento, que todavía no tenía rejas, de eso me acuerdo patente. Como una mueca del destino, me topé con Esteban mientras corría. Él corría, yo estaba al solcito, lo más campante, hasta que me llevaron impunemente por delante. La primera reacción fue violenta, pero verlo deshacerse en disculpas, todo sudado, agitado y con los pelos que ni te cuento terminó por darme risa. Esa fue también la primera vez que la vi a Daisy, que, a unos metros, lo miraba con tierna desaprobación mientras disimulaba una sonrisa. Aunque eso no influyó en modo alguno en mi humor, es claro.
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Yo me crié en la calle. No tuve padres ni, hasta donde yo sé, tampoco hijos. Sí tuve un hermano, aunque dejé de verlo cuando era chico. Era más o menos como Esteban cuando lo conocí.

Mi hermano, decía, no tenía nombre y desapareció una noche. Era Año Nuevo, me acuerdo patente, y estábamos bastante alterados. Esas fechas nos ponían mal. Ahora veo las cosas de otra manera, pero en aquella época éramos jóvenes; enseguida nos hervía la sangre y hasta el asunto más mínimo era de vida o muerte. En fin, esa noche andábamos como bola sin manija los dos, dando vueltas juntos, yirando por la plaza Juramento, justito, mirá, y en una de esas me di vuelta y él ya no estaba. Íbamos en silencio, nos gustaba eso, y de repente me encontré solo y sin saber qué hacer. Al principio me desesperé, pero después de esa noche acepté la posibilidad de no verlo más. No con miedo, ¿eh?, porque él era cachorrón pero sabía lo que hacía..., pero sí con tristeza. Supe que lo extrañaría.
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Recién ahora me doy cuenta de qué parecido es el asunto con Esteban, realmente. En cierto modo culpo a Daisy, pero en el fondo sé que no fue su culpa... Si tengo que ser sincero —y creo que a esta altura sí tengo que— yo sé bien cuánto lo quería ella. Cuánto lo quiere, supongo. Sin embargo, no dejo de pensar que en cierto modo le dio mucha soga, le soltó la correa justo cuando Esteban más necesitaba alguien que le pusiera límite. Yo intenté por esos días hablar con ella, pero no me entendió.

Ahora me doy cuenta de qué difícil se me hace contar una historia tan simple, algo tan sencillo. Vengo a este rincón a hablar de Esteban y termino hablando de mí, de mi hermano, de Daisy (y no sé cómo hice para no mencionar a Tommy). Tal vez en el fondo solo quiera recordarlo, o tal vez imaginarme por dónde andará. O tal vez este viejo lobo de... ¿plaza? solo quiera hablar de sí mismo. En tercera persona, parece...
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No es que me importe ya. Nada importa demasiado, en realidad. Yo hablo —o pienso, pero es como si hablara— mientras un viento intempestivo se lleva las hojas y la tierra deja subir ese aromita a tormenta que tiene guardado, y la gente apura el paso; todos pasan, nadie me ve. Supongo que están acostumbrados a mi presencia.

Con Esteban era distinto. Todo le interesaba y todo el mundo reparaba en él. El problema de eso era que no podía estar atento a nada durante mucho tiempo. Estaba a la vez en todos lados y en ninguno. En eso sí se diferenciaba de mi hermano y de Tommy. Pucha, ahí está: lo mencioné, finalmente. Esteban era... ¿cómo decirlo? Fluctuaba. Esteban fluctuaba, eso. Daisy también; por eso, supongo, se complementaban tan bien. Por eso yo vi el auto doblando la esquina y supe que Esteban iba a cruzar corriendo antes de que el conductor, Daisy y él mismo lo supieran.
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Increíblemente, lo que más recuerdo es a Daisy gritando desesperada, pidiendo un médico, alguien que trajera ayuda, y a Tommy abrazándola fuerte, mirando de reojo un Esteban que pegaba unos alaridos insoportables. El del auto, desesperado, gritaba entre sollozos ahogados que cómo va a cruzar así, y la gente se iba agolpando. Yo, como tonto, miraba sin saber qué hacer. Cuando volví en mí, me acerqué a Esteban. No se enteró de que yo estaba ahí ni de que intentaba consolarlo. Gritaba y evitaba mirarse las piernas, y con cada grito te desgarraba el alma. Vino un policía que andaba por ahí, pero no hizo nada más que mirar. Finalmente, alguien dijo que había que ponerlo en un taxi y llevarlo al hospital. Ahí Daisy se calmó un poco, o tal vez fuera que el abrazo de Tommy terminaba sirviendo... Llegué a hacerle una caricia inocente y disimulada antes de que subiera al taxi, pero iba tan concentrada que creo que ni se enteró. Cuando el auto se perdió de vista, la gente se dispersó, y yo también.

A los quince días, Esteban paseaba junto a Daisy de nuevo. Al mes, corría en la plaza, o donde fuere.
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El que no apareció más fue Tommy. No me caía bien, así que tampoco me preocupé ni traté de averiguar qué pasaba. Esteban lo mencionaba, al principio bastante y después cada tanto, pero yo trataba de distraerlo para cambiar de tema y no levantar la perdiz. Y también porque los veía tristes, tanto al chico como a Daisy, y no quería que estuvieran mal.

Además, me tenían a mí. Y yo no iba a borrarme.
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En cierto modo me venía bien, porque no habiendo Tommy, Daisy quedaba sola, necesitada de quién sabe qué, pero al menos sin el control. Por otro lado, yo entendía claramente que mis chances para con Daisy eran inexistentes. Y eso sin mencionar que Esteban, eventualmente digo, si acaso cualquier cosa, no iba a estar de acuerdo. O quizás sí, quién sabe... Ahora pienso que tal vez sí, pero en ese momento sentí que seguramente no. En cualquier caso no importaba, yo no encontraba la manera de acercarme a nadie, realmente.

De alguna forma fue Esteban quien, paradójicamente, se acercó a mi. Cual Dylan de pelo dorado, volvió del accidente con una visión completamente diferente. No creo que le haya resultado muy difícil comprender en qué estado, en qué sintonía estaba yo, y él se acercó esa vez. Fue una etapa en la que él —según yo lo recuerdo— se ocupaba de mí, que no encontraba motivos para nada, y me pasaba las tardes en la plaza mirando a los nenes y los colectivos, tirado al sol, moviéndome solo para evitar la sombra. De a poco fue entrando, sutilmente. Finalmente, era obvio, me preguntó eso que durante más tiempo del necesario había tenido en la cabeza.
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Yo no le dije nada, desde ya. ¡Qué iba a andar desahogándome con el mocoso! Mis berretines eran míos, eso se lo aclaré. Y que menos averigua Dios y perdona. Firme, aunque con una sonrisa, lo mandé a ocuparse de sus cosas.

Pero Esteban insistía, y lo peor es que no parecía preguntar para saber sino para confirmar. Me cargoseaba, me decía que Daisy esto, que Daisy aquello, esperando que le contestara no sé qué. No voy a negar ahora que me interesaba el asunto y que soltó un par de cosas que bueno, bueno... Así, a cuento de nada, me dijo por ejemplo que Tommy se había vuelto al Norte, a yanquilandia; que se había peleado con Daisy y que se las había tomado, el canalla (la calificación es mía), mientras el chico estaba internado y ella, destrozada. También comentó que Daisy estaba muy triste, muy sola; que extrañaba su tierra pero no quería irse por ahora, al menos hasta que Esteban fuera un poquito más grande. "¿Y por mí?", sugerí yo sin darme cuenta, más viejo y más tonto que nunca. El chico, más interesado de repente en unos pajaritos que en escorcharme, me dijo que no sabía y se fue a correr los gorriones.
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Pensé mucho y hablé poco durante algún tiempo. Evité el tema, y Esteban, tal vez finalmente esbozando un algo de madurez, un destello, o tal vez sencillamente cansado o desinteresado, hizo lo propio. Un buen —mal— día me decidí. Los esperé en el banco de la esquina de Echeverría, por donde siempre venían. Llegaron a horario, fieles a la rutina. Fiel a la rutina, Esteban, en cuanto Daisy hubo soltado la correa, salió corriendo a mi encuentro. Nos saludamos como siempre, y yo estaba a punto de decirle que tenía que decirle algo cuando él me dijo que tenía que decirme algo y, antes de que pudiera empezar, apareció Daisy. Entonces, después de tanto tiempo, por fin me habló: "Hola, Manso, ¿cómo va? Venimos a despedirnos, ¿sabés? No, ¡qué vas a saber vos!", dijo, con ternura, y estiró la mano y, en esta, una caricia. "Decile chau a Esteban, Mansito lindo, no lo vas a ver más... Nos vamos a Entre Ríos. Yo la tengo a mi vieja, y Esteban tiene campos enormes para correr y jugar...". El júbilo del "lindo" no llegó a existir siquiera, aniquilado por el nunca más. "Portate bien, ¡¿eh?! ¿Te vas a portar bien? Portate bien, no andes mirando a las chicas, ¿sabés? Nah, si vos sos bueno... Esteban, ¡saludalo a Manso, dale, che!"

Dijo algunas cosas más, mientras acariciaba con tierna violencia las mechas de un pobre viejo aturdido. Quise decir algo, pero un perro transpira por la lengua, habla con los ojos y llora con el corazón, es la pura verdad. Esteban ya no corría ni nada, me miraba fijo. Cuando Daisy, perceptiva, se alejó apenas, nos abrazamos en silencio. Cuidate, le dije, y vos también, dijo él. No, en serio, cuidate, nene, dije yo; sí, vos también, en serio, y gracias por todo. Me dio un cabezazo, dio media vuelta, y se fueron. Los vi alejarse, cruzar Cuba, y perderse por Echeverría.

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