Tres acordes

Juanjo no era negro, pero le decían Negro. Si vamos al caso, tampoco se llamaba Juanjo, sino, obviamente, Juan José. Pero le decían Juanjo. También le decían papá, Jota, Flaco y, a veces, simplemente, che. Tenía una mujer y dos chicos, y un trabajo por conseguir antes de que todo se fuera a la mierda completamente.

Había laburado desde chico, en toda clase de laburos, que, si te cuento, mirá, te cansás de escuchar... El más jodido había sido en la fábrica de ladrillos, y el más divertido, conserje de un telo de Constitución. El primero, vendedor de golosinas en el tren, y el último, vendedor de electrodomésticos. Ahora estaba desempleado y bastante cansado de ser el eterno ganapán que tenía que hacer cálculos infinitos antes de poder comprarle un paquete de figuritas a Jonathan o una revistita a Nicole, y ha de haber sido eso, después de todo —después de tanto todo—, lo que lo empujó a albergar ideas locas.
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Que se entienda algo: Juanjo nunca antes se había permitido soñar con nada. Jamás había pensado tampoco en el futuro; o sí, pero nunca iba más allá del día siguiente o, a lo sumo, la próxima semana. Tenía que sobrevivir, había que pelear día a día, y a eso se dedicaba. A eso, a todo eso, y nada más.

Pero algo cambió esa tarde. El cartel, pegado en una parada de colectivo, anunciaba que una "importante productora" buscaba músicos con o sin experiencia para "proyecto serio de género tropical", y mencionaba además un contrato discográfico y giras ya acordadas. Y Juanjo, que nunca había tocado un instrumento pero escuchaba mucha música, se preguntó por qué no, por qué no él, por qué no esta vez, una vez, alguna vez. En realidad, eso se lo preguntó después, a bordo del colectivo, mientras miraba el papelito troquelado con el teléfono de la productora que había arrancado sin pensar.
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A más de uno podrá parecerle un cliché, podrá parecerle todo muy obvio, pero Juanjo no era, créanlo, nada de eso. Había tenido una vida de lo más normal, si me permiten; de pibe de barrio con amigos de todo tipo que iba los fines de semana a jugar a la pelota a la parroquia y que no andaba ni en más ni en menos que ninguno del grupo. Quiso el destino que mamá muriera joven —y siendo él joven— y que papá no tuviera la pasta para ser el padre todopoderoso que habría querido. Después solo importó trabajar, y hacer guita para pagar la pensión y salir a tomar unas birras de tanto en tanto. Juanjo no tenía, aunque pueda parecerlo, ese perfil que ustedes están pensando. No era un estereotipo, no era un nombre o una etiqueta. Era un pibe que, para decirlo como es, había tenido mala suerte. Cuando terminó el secundario (le costó, no hay por qué negarlo, pero lo terminó) pensó que ser técnico electrónico iba a servirle, iba a darle un laburo estable y, con suerte, iba a andar bien. Pero no pudo ser. Y antes de que pudiera darse cuenta estaba enganchadísimo con Patricia —Pato—, y antes de que pudiera pensarlo demasiado estaba llegando Jonathan. Ahí cambió todo, y los sueños que alguna vez había tenido (no los recordaba ya, pero los había tenido, como cualquier pibe) pasaron a la inmortalidad, porque el viejo le había enseñado que cuando tenés gente que depende de vos no podés andar haciéndote el boludo. Por esa época era más bien metalero (entre metalero, rockero y punk-rockero, para los puristas de las etiquetas) y hasta había pensado en comprarse una viola. Esos eran días de punk, de carpe diem, y abrazó la idea de que no había futuro, de que era el hoy.

Había detestado la cumbia —música tropical, como le dicen— desde siempre. Anteriormente, en la juventud, porque era careta, mersa. Después, sencillamente, porque le parecía una mierda en cuanto a lo musical y un atentado contra el oído. Pero después, cuando se mudó a Monte Grande, la cosa empezó a cambiar. Los vecinos, cumbieros viejos ellos, habían resultado ser tipos de buena cepa, negros buenos como él que le habían dado una mano cuando hizo falta, que se preocupaban por él y velaban por el bienestar de su familia (si no se cuidan entre ellos, no los cuida nadie). Lo empezaron a invitar a cumpleaños, casamientos, nacimientos, la vuelta a la soltería, las navidades, mil cosas, y siempre, de fondo, cumbia. A la larga, había aflojado, y se lo podía bancar. Nunca antes, sin embargo, se había planteado siquiera la posibilidad de hacer guita con la cumbiamba.
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Pero no fue fácil, ¿eh? Cuando bajó del colectivo, sin ir más lejos, ya había cambiado de idea. Está bien que era caradura y que había enfrentado hasta acá cualquier posibilidad de ganar guita con confianza infinita, pero no se veía como músico. Pedían gente con o sin experiencia, estaba claro, pero él jamás había tenido en sus manos una mísera pandereta, ¿con qué cara iba a postularse?

Con las manos en los bolsillos estrujando el papelito, caminaba pensativo. Quería decidirse antes de llegar a casa: sabía que no habría vuelta atrás una vez que transpusiera la puerta. Quiso el de arriba que sus vecinos estuvieran en la vereda mirando pasar la tarde. Sin saludarlos siquiera, Juanjo les escupió el asunto y Sonia, sonriendo, le dijo que era fachero como para ser un ídolo bailantero y que a la mañana, con el pelo largo y mojado, no estaba nada mal. A Juanjo le dio un poco de vergüenza, pero se lo guardó. Esperaba algún reproche por parte de Walter, del palo del punk, como él. Pero no. En cambio, le dijo: "Loco, la cumbia son tres acordes. Ni diez ni cinco: tres. ¡Y ni hablar si tocás el bajo! Escuchame: Dee Dee era resiome y tocaba, ¡cómo no vas a poder vos!". Juanjo lo miró sin saber qué pensar pero sintiendo que ellos tenían razón. Estaba decidido, entonces: sería músico. Músico tropical.
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En los cuarenta pasos que le restaban hasta la puerta pensó en mil cosas, y hasta incluso en cómo hacer su entrada triunfal, cómo comunicarle la novedad a la familia. Tenía cuatro o cinco frases en la cabeza, de las que planeaba elegir una al azar. Se las olvidó todas cuando, al abrir la puerta, se le vino encima el combo chicos más perro. Mientras saludaba y repartía cariñitos, levantó la vista para cruzarse con la mirada de Pato, que se acercaba tranquila.

"¿Cómo te fue, Negro?", dijo, con una voz neutral que intentaba disimular la mezcla extraña que la embargaba, entre "vamos a ponerle pilas, esto va a andar bien, como siempre terminó siendo a la larga" y "no me digas que otra vez nada, hoy llegó la luz y a Johnny se le rompieron las zapatillas".
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Juanjo dudó, pero se recompuso rápidamente. Había olvidado todas las frases triunfales —frases que, por otro lado, tampoco se justificaban demasiado teniendo todo el pescado por vender— y, con cara de póquer y una sonrisa matadora, dijo: "Bien, bien. Todo bien, mi amor". De inmediato, antes de que Pato abriera la boca, agregó: "Me olvidé algo. Voy un segundo a lo de Walter, ya vuelvo" y, apurado, dio media vuelta, manoteó el picaporte y ganó la vereda. Se sentía entre la espada y la pared. Palpando el papelito en el bolsillo de la campera, pensó: "Al carajo, yo llamo ahora". Medio escondido detrás de un fresno, sacó el celular del bolsillo del pantalón y marcó el número de la productora. Lo atendió un individuo de voz grave y cascada y, luego de algunas preguntas y respuestas rápidas (Juanjo sabía vender, o venderse, en este caso), concertaron una entrevista para la mañana siguiente. El hombre de voz profunda la llamó audición, pero Juanjo entendió lo que entendió.

Sintiéndose poseedor de un ancho de espadas, volvió a la casa y le dijo a Pato: "Gorda, tengo una punta para un laburo. La entrevista es mañana a las 10 en una oficina en Retiro, pero al tipo ya lo compré, vas a ver. Está como loco conmigo". Ambos sonrieron. La alegría, de todos modos, fue moderada, y la cena, más moderada aún. La noche, en cambio, fue interminable. Sin poder dormir, Juanjo clavaba los ojos abiertos en la oscuridad e imaginaba miles de cosas.
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Llegó temprano. El reloj decía que menos cuarto, el celular, que menos diez. Se habría puesto a pensar en lo efímero, absurdo, intempestivo y relativo del tiempo, pero no tenía tiempo. Relojeó la puerta. Sobre la calle Paraguay, un edificio de oficinas enorme con una puerta minúscula que pasaba desapercibido si uno no lo iba buscando. Cuando el celu dijo que faltaban tres minutos, se encomendó. No era bueno llegar temprano, le habían explicado una vez, pero si el celu decía que ya era hora, ya era hora; no estaba llegando temprano, estaba, según el celu, llegando a horario. Si algo fallaba por haber llegado temprano, pues la culpa sería del celular, no suya. En una recepción ambientada cuatro décadas atrás, un señor de seguridad que había sido adolescente cuando el edificio se inauguró. Preguntó por la oficina seis trece, por cortesía más bien, porque nadie le había pedido explicaciones. Sí, fue toda la respuesta, acompañada de un módico movimiento de cabeza, aunque sin levantar más que la vista del diario gratuito que descansaba en el mostrador abierto de piernas. El ascensor y las luces, ya te dije, dignos de Olmedo y Porcel.

Llegó al sexto y buscó la puerta. La encontró fácil, y aunque no lo supo todavía, ya se le habían pasado los nervios, o se le habían congelado, al menos: estaba de lo más bien. Se acercó a la puerta, vio el seis trece ahí pegado, en números de bronce sin lustrar sobre la madera oscura, se frenó, tomó ese último trago de aire de rigor y tocó el timbre, cortito, con vergüenza. Ahí se volvió a sentir nervioso, un vaho de ansiedad le caló el alma, pero fue tan rápido que apenas lo sintió. Casi antes de que pudiera mirar hacia arriba o abajo, se abrió la puerta, con brusquedad. Una chica de cualquier edad lo miró sin emoción. Le preguntó: "¿Vos sos..?", y él le dijo primero el apellido y, después de la coma, Juan José. "Sí, pasá", le dijo la chica, y cerró la puerta, y caminó hacia otra puerta, y golpeó, y abrió sin esperar, y dijo el apellido de Juanjo y le dijeron que sí, y abrió la puerta más y le dijo a Juanjo que pasara, y Juanjo se acercó, y no había terminado de dar un paso en la oficina que se quedó duro al verlo al gordo Maffei de saco y corbata sentado atrás de un escritorio berreta en el medio de esa oficina del contrafrente que apenas recibía la claridad del día por el hueco del edificio y tenía un empapelado marrón horrible.
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"¿Cómo estás, negrito? —preguntó Maffei, con confianza en el vozarrón, mientras apagaba en un cenicero de plástico blanco un cigarrillo negro fumado hasta el filtro y agitaba sus manazas para dispersar el humo—. Qué pintuza, ¿eh? Juan José, Juanjo, vos eras guitarrista, ¿no?" Sin animarse a mentir de manera convincente, pero tampoco decidido a decir la verdad, respondió: "No, bajista". "Ah, así que el bajo. ¿Y cómo tocás? ¿Sos bueno?" El gordo escupía bastante al hablar. Juanjo sentía las gotitas en la piel, pero no quería importunarlo y se limitó a responder: "Sí, más o menos. Tres acordes". La risa estruendosa de Maffei le hizo pensar que tal vez no debería haber dicho eso, que probablemente las palabras de Walter no fueran para tomar al pie de la letra, así que sonrió apresuradamente como para no perderse el chiste.

Cuando se hubo apagado el último eco de la carcajada se quedaron en silencio, como estudiándose. "¿Sabés que me caés bien vos, negrito? —soltó Maffei—. Y yo no me equivoco con la gente, ¿eh? Yo la sé lunga. Es más, sentime una confidencia —susurró mientras le ponía la mano sobre el brazo izquierdo—: vos tendrías que ser cantante. El bajista está dibujado; es el cantante el que la mueve." Juanjo estuvo por decir que no sabía cantar, que nunca, ni en la ducha, lo había hecho, pero decidió que lo mejor era quedarse callado. Maffei lo leyó: "Ya sé, negrito, no cantás. ¿Sabés que te digo? ¡A quién le importa! ¡Vamos a hacer música para pelotudas, papá!". Otra explosión risueña, otra andanada de salivazos. Maffei era desagradable, pero a Juanjo comenzaba a caerle inexplicablemente simpático.
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Lo más inexplicable, sin embargo, era que la vida, o Dios, o el mismo que había puesto la mar en el coche, los hubiera puesto a estos dos acá, en la misma habitación, a punto de hacer negocios, lo más campantes, inocentemente. Porque los dos eran inocentes. No tenían manera de saber quién era el otro. Juanjo no tenía manera de saber que Maffei había sido, hacía unos diez años, el que había estado a cargo del emprendimiento aquel del fideicomiso (o algo por el estilo, Juanjo nunca había entendido bien) en el que había invertido su hermana al poquito tiempo de casarse, y que después resultó ser falopa, y terminaron todos los ingenuos en pampa y la vía, sin la guita ni el terreno ni nada de nada. Cuando se descubrió el chanchullo hubo acciones legales y demás, pero los tipos habían desaparecido, la guita también, y Moni y Gerardo quedaron en la ruina económica y emocional. Y un bebé de mes y medio que vivía en el médico por culpa de un sistema inmunológico de cuarta. En ese momento Juanjo dijo que había que ir a buscarlo a ese hijo de mil putas —sin saber quién era o dónde estaba, realmente— y había que cagarlo bien a trompadas, y hacerle pagar, y varias otras cosas que a la postre no importan, porque fueron bravuconadas del momento, burbujas de una ebullición comprensible que desaparecieron con el tiempo. En ese momento, Juanjo apretó el cinturón y ayudó como pudo, y Gerardo justo, gracias a Dios, consiguió un poco más de trabajo, y a la larga salieron adelante, y todo pasó, y ahora no quedaba más que una mancha, una mácula perenne que le recordaba, cada vez que era necesario, cómo era la gente a veces.

Maffei tampoco tenía manera alguna de saber quién era ese Juanjo que tenía adelante y que parecía caerle tan bien repentina e inexplicablemente. ¿Cómo saber que ese flaco era el que lo había marcado de por vida? Maffei se acordaba de Juanjo, sin saberlo, todas las mañanas, al mirarse al espejo. Todo por una tontería, una coincidencia, una cucharada sopera de mala leche, nada más. Maffei nunca había sido de ir a la cancha ni de prestarle mucha atención al fútbol, pero tenía muchos amigos en la barra de Dock Sud, de la época en que laburaba con el intendente de Avellaneda. Fue en esa época, en el 99, cuando fue a la cancha por última vez. Lo convencieron porque era un clasicazo, con Telmo, y porque, en cierto modo, era laburo. Fue y gritó con el Docke, pero cuando Trigueros encontró el gol, como se dice ahora, la cosa se puso caldeada. Para cuando salían, estaba todo mal. Temeroso, pero sin escapatoria, salió con la barra, a "saludarse" con los Candomberos. La cosa estaba peluda y se armó una batahola de la gran puta; la gente corrió para aquí, para allá, llovían piedras, botellas y algún que otro proyectil. Maffei tenía miedo. Juanjo también. Había quedado en el medio del desmadre pero del lado de San Telmo, equipo de su amor al que siempre había seguido, hasta ese día. Fueron el miedo, la desesperación, la necesidad de defenderse, la adrenalina y quién sabe qué más los que lo llevaron a agarrar ese pico sin botella, y sin saber bien cómo ni por qué, en su afán por zafar, salir de la goma cuanto antes, ileso en lo posible, sesgó la mejilla izquierda de un desconocido Maffei, ese Capone del Conurbano que no tuvo ni tiempo de darse cuenta qué le había pasado antes de sentir la sangre caliente chorreándole en la boca.
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Lejos de todo aquello, Juanjo y Maffei se encontraban unos días después en la trastienda del local de una modista de Pompeya; el primero se probaba un traje blanco y dorado (pantalón y saco, nada más; abajo, en cueros) mientras el segundo corregía, daba indicaciones, gesticulaba y puteaba al aire ante la pasiva mirada de ratón de una costurera añosa y minúscula. Esperaban en la vereda, fumando y tomando cerveza, los compañeros de Juanjo, que ya habían pasado por eso y cuya vestimenta, además, no era tan importante como la del líder.

Porque ya estaba todo finiquitado. Ágil, Maffei había formado el grupo en un parpadeo y los Platea2, aun sin haber ensayado, tenían ocho presentaciones ese fin de semana. Por eso el apuro con los trajes. Y, aunque la costurera se había atrevido a sugerir que los detalles en color plateado serían más adecuados teniendo en cuenta el nombre del conjunto, no había manera de mover a Maffei del dorado. Juanjo, el cantante y voz principal, no sabía todavía en qué se había metido.
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"Vos sos la estrella, yo soy tu espectador, pero en tu corazón tengo Platea2", cantaba Juanjo mientras bailaba y palmeaba y sudaba la gota gorda. O, para ser más exactos, más bien bailaba y palmeaba y gesticulaba sobre la pista grabada por alguien más que él ni conocía. El público coreaba, aplaudía, gritaba; las chicas gritaban piropos obscenos e ininteligibles, revoleaban trapos y esperaban a la salida. Pese a que al principio había tratado de mantenerse fiel a su ser y alejado de todo eso, a la larga había empezado a aceptar que si alguien salía a regalar monedas no había por qué no tomarlas. De todos modos, no había tiempo ni de pensar en nada la mayor parte de las veces: bajar del escenario, subir a la combi y al pueblo vecino. Al amanecer, volver y a descansar un rato, si se podía.

Fue uno de esos días que, al bajar de la combi, se sorprendió al verlo a Walter sentado en la puerta de la casa, serio, fumando, esperando.
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"¿Cómo es la cosa, Negro?", disparó sin saludar ni inmutarse. Juanjo abrió la boca para preguntarle de qué hablaba, pero Walter no le dio tiempo: "Explicame; de verdad, no entiendo. Te juro que trato, pero no hay caso. ¿Cómo es? ¿Te cabe ser rastrero? ¿Te cabe la transa?".

Juanjo intentó responderle, pero no entendía nada y no supo qué decir. Al verlo titubear, Walter se eyectó del pilarcito y, decidido, se le fue al humo. Juanjo pensó que todo era ridículo y, fundamentalmente, sintió que el otro iba a cagarlo a trompadas y que él, envuelto en su atuendo ajustado, era solo un paquete blanco y dorado. En eso, la Providencia envió a Pato. Al verla, Juanjo sintió que todo estaba en orden, que el equilibrio primordial se restablecía; ella corrió hacia él y, sin decir nada, lo abrazó fuerte y empezó a llorar.
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Ante la aparición de Pato, Walter se detuvo, aunque sin calmarse. Walter iracundo, Pato llorando, adentro los chicos, durmiendo, y un boludo vestido de Elvis del submundo sin entender un carajo de lo que estaba pasando. En un segundo pensó en mil cosas, en mil posibles causas de bronca y llanto, pero la verdad es que ni a mil llegó. Ni a diez, capaz. Pensó en algún que otro filito que había tenido alguna vez, pero eso era viejo y nadie se había enterado; pensó en alguna cosa que le hubiera pedido prestada a Walter y no hubiera devuelto; pensó si habría dicho alguna barbaridad de alguien en un momento de bronca. De repente se le ocurrió que capaz había tomado un poco de más, o le habían dado alguna boludez, y estaba soñando, o alucinando. Le pareció todo muy real, sin embargo, y el llanto de Pato, eso seguro era real.

Que qué pasa, que paremos la mano, que a ver si me pueden explicar, que gorda calmate, que no entiendo nada, que no seas boludo, que de qué estás hablando, que me conocés bien, que no entiendo nada, que dejá de llorar, que aflojen che, que van a salir todos los vecinos, que a ver si te tranquilizás y me explican qué carajos pasa acá. "¿Qué pasa? Esto pasa, Negro...", dijo Walter, a la vez que metía la mano en el bolsillo interno de la campera de jean.
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El papel que Walter sacó, ajado y doblado en cuatro, era una foto de mala calidad que mostraba a Juanjo junto a Maffei. El primero, medio lelo, como ausente, sonreía mientras el segundo gesticulaba y —podía adivinarse— hablaba a los gritos y escupía. Impresa en papel barato, había sido recortada —o arrancada, más bien— de alguna publicación. Juanjo la miró sin entender. Él no se dio cuenta, pero tenía en ese momento la misma expresión que en la foto. Pato lloraba, Walter quería cagarlo a palos y los vecinos, invisibles tras las persianas y las puertas, empezaban a prestar atención. Tal vez haya sido entonces cuando empezó a arrepentirse de no haber pegado un laburo normal.

"¿Entendés ahora?", dijo Walter, menos preguntando que afirmando. "¿Qué hacés segundeando a este hijo de remil puta?" Juanjo intentó defenderse: "¿Qué decís? Maffei es el de la productora, el de la cumbia; yo laburo con él, boludo; yo te conté todo...". "Sos un pancho, al final: este gordo es un transa de cuarta, loco; cómo le vas a hacer de gato negro después de lo de Gerardo y de mil más; ¿no sabés que lo están buscando y que a vos te tienen calado como mulo de él? Date cuenta, pingüino: tenés que borrarte". Walter fue terminante. Juanjo sintió miedo. Quiso preguntar de qué se trataba todo, cómo era la relación con Gerardo y quiénes lo estaban buscando, pero se quedó callado, sintiéndose un imbécil que juega a la estrella tropical.
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Pato dijo entre sollozos que sí, que era verdad, que Negro, este es el mierda que los cagó a los chicos, que Walter sabía porque en el barrio lo sabía más de uno y que en la movida cumbiera no era nuevo para nadie, que se había metido en quilombos, que tenía miedo, que Negro, ¿qué vamos a hacer? Y todo esto en la puerta de la casa de Juanjo, entre los reflejos del primer Febo, imaginate. Al ver que su sorpresa era veraz, los ánimos se aplacaron un poco, ya por lástima, ya porque no tenía sentido enojarse si no había habido intención, maldad. Gordita, calmate, andá a acostarte, después hablamos, mirá cómo estás, no dormiste nada, andá, dale, dijo, y mientras trataba de disipar el sopor y el cansancio y trataba de entender, le hacía señas a Walter de que entrara.

Entre mate y mate, Walter explicó con lujo de detalles todo lo que le habían contado, que podría resumirse, básicamente, en que Maffei había cagado a medio mundo, pero siempre con mucha cintura, hasta que un día se había equivocado y le había tocado el culo al tipo equivocado, y que ahora estaba hasta las manos. Juanjo, que había estado preocupado desde el principio y que se iba preocupando cada vez más, estaba, al final, realmente cagado. Pichis como él, al lado de tipos que andaban en las mil y una, poca vida tenían. Pensá en los chicos, y ahí directamente tuvo miedo. Para cuando se fue Walter, la casa ya estaba impregnada del olor a chimi quemado de los vecinos. Le dijo a Pato que iba a dormir un rato, pero mintió. Tirado en la cama, pensaba y pensaba. Para cuando salió se había decidido.
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Se mandó a la productora, a la oficina de Maffei. Tenía que ver al gordo. No sabía todavía lo que iba a hacer ni qué le diría, pero estaba convencido de que tenía que encararlo y desligarse de inmediato de todo el asunto. Tenía miedo, pero a medida que se acercaba al edificio de oficinas de la calle Paraguay fue ganándole la determinación: haría lo que hubiera que hacer.

Atravesó el recibidor a paso ligero, como un habitué, y saludó al pasar al segurata, que ni siquiera levantó la vista del diario. En ese momento, Juanjo no pensaba; sus movimientos eran maquinales: presionar el botón del ascensor, esperar que llegue, abrir las dos puertas, entrar, presionar el botón con el número, esperar que suba, abrir las dos puertas otra vez, etcétera. Sin embargo, al llegar al sexto piso sintió algo raro. La puerta de la oficina 613 estaba entreabierta y Natalia, la secretaria, no estaba. Extrañado, entró y miró para todos lados. "Se habrá ido un momento", pensó. Le pareció que lo mejor sería aprovechar la situación e irrumpir de una en el despacho de Maffei para que el gordo supiera que él no era ningún gil. Lo hizo, y grande fue su sorpresa cuando encontró a Maffei encañonado por dos monos. "¡Juanjo, corré a buscar a la policía!", le gritó el gordo, sudado y con los ojos fuera de sus órbitas. "Quedate piola, gato. Quietito ahí, que me pongo nervioso", sugirió, en cambio, uno de los tipos entre dientes. El otro lo miró y después se dirigió a su compañero: "No la agités, que no tiene nada que ver. ¿No ves que es el cantante de los Platea2?". "¡Juanjo...!", dijo Maffei, y un culatazo le rompió la boca e impidió que terminara la frase. Juanjo se sintió invulnerable: "No tengo nada que ver, muchachos. Hagan la suya. Yo no tengo problema; si me dejan, me voy para que terminen y se la den a este gordo rata". "Pará, ¿no me firmás un autógrafo para mi nena?", preguntó el segundo al tiempo que manoteaba un papel del escritorio de Maffei y se lo alcanzaba. Tranquilo, Juanjo lo hizo. Después saludó a la amable concurrencia, escupió la cara del gordo, dio media vuelta y salió de la oficina. Los tres disparos, como tres acordes, se escucharon mientras cerraba las puertas del ascensor.

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