Una trompeta con sordina, un piano, un contrabajo ronco y escobillas. Canta una vampiresa negra, de voz sedosa, enfundada en un vestido de lamé blanco. Canta sobre un paraíso perdido desde el infierno más neoyorquino posible.
Un club donde los condenados van a beber y escuchar música antes de desaparecer. Cada canción les borra un recuerdo. La vampiresa es el último.
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En el fondo del asunto, solo, con la cabeza perdida en un vaso ancho y corto, un fulano rememora. Le bailan los pensamientos sobre la melodía mortecina de la trompeta asordinada. Opacas, como su vida, las notas lentas, pesadas, moribundas. Cada tanto, un pequeño sorbo de veneno. Le duele que el líquido, al recorrerle la gola, ya no duela. Se ha acostumbrado, y le duele que no le duela.
Enciende el centésimo cigarrillo de la noche. El humo tampoco lastima como antes. Llena los pulmones con furia y lo único que siente es que es insuficiente. Lo deja escapar, rendido. Cierra los ojos un momento y, de repente, se siente mejor; un soplo de aire fresco le golpea el alma, siente que tal vez no sea todo tan malo, después de todo.
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En la penumbra del local no hay relojes. Nadie parece llegar ni irse nunca. Los parroquianos están ahí como si fueran parte del mobiliario, con la mirada perdida entre el humo y las luces bajas. El camarero no habla. Simplemente, cuando los vasos se vacían, aparece sin que nadie lo llame. Algunos aseguran que el lugar no tiene salida; que, si uno se queda demasiado tiempo, termina por olvidar por qué entró.
El fulano del vaso corto sigue ahí. Cierra los ojos y, por un instante, no sabe quién es. Abre la billetera para buscar algo —una foto, un nombre—, pero no hay nada. Ni documentos, ni billetes, ni siquiera señales de haber contenido algo alguna vez. La música sigue. Y mientras la vampiresa desgrana un blues, algo en él se afloja, como si el mundo empezara a desarmarse de a poco.
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De pronto, se apagan las luces, la música, todo. Silencio negro.
Desaparece todo, de repente. Es la nada y, en la nada, todo. El mundo todo implota y vuelve a empezar. O no.
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Cuando vuelve la luz, el fulano ya no está. El vaso sigue sobre la mesa; las colillas, en el cenicero; la silla, apenas corrida hacia atrás. Nadie parece notarlo. La vampiresa canta otra vez, como si nada hubiera ocurrido. O como si ocurriera siempre.
En la barra, un recién llegado pide lo mismo que todos: «Algo fuerte». Mira alrededor como si esperara encontrar a alguien. No lo sabe, pero ya empezó a olvidar. No hay puerta de salida.
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