—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Llewelyn, luchando por reclinar aún más la silla—, puesto que, una vez que el criminal se cree victorioso y empieza a suponerse más inteligente que la policía, empieza a pensar no solo que puede, sino que debe cometer otro delito, y siente que le ronda en la cabeza una danza florida de nombres de sujetos que detesta y desearía sacarse de encima. No haga caras, créalo: sé lo que le digo, he estudiado el asunto. Aunque las gentes no supieran de los avances de la psicología, bien entendían la cuestión cuando decían, sentenciosas, no hay dos sin tres.
Pendleton, que había dejado de hacer caras a regañadientes, liquidó lo que quedaba de ginebra con un violento movimiento de cuello y apoyó el vaso muy suavemente. Respetaba a Llewelyn, sabía de su reputación y su historia y lo sabía honesto y efectivo, pero en ese momento solo quería agarrar del pescuezo a aquel malnacido y golpearlo en la cara hasta que perdiera —él no, el malnacido— el conocimiento. Sintió el impulso de hablar y, para refrenarlo, se sirvió otra ginebra.
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Bebió el vaso de un solo trago y se levantó de su silla con un suspiro pesado, cargado de frustración y cansancio. Miró a Llewelyn con determinación, con el firme convencimiento de que podían desentrañar el enigma que tenían frente a ellos. Llewelyn asintió solemnemente al reconocer la seriedad en la mirada de Pendleton. Sabía que no podía defraudar la confianza de su compañero.
—Tenemos que estar un paso adelante de este tipo —dijo Pendleton en voz baja, pero firme, mientras se dirigía hacia la puerta—. Voy a necesitar su ayuda para armar el rompecabezas.
—Estoy con usted en esto, Pendleton.
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Una vez en la calle, Pendleton sugirió ir nuevamente al apartamento de Vera. A falta de una mejor idea, y aprovechando que la noche estaba hermosa para caminar y fumar en pipa, Llewelyn accedió de buena gana. Usarían la caminata para repasar el asunto: tal vez algo se les hubiera escapado. Tal vez alguna idea les permitiera encontrar algo nuevo en el apartamento. Si fuera algo obvio, la policía lo habría encontrado ya, de manera que era cuestión de estar en los detalles. Pendleton quiso empezar a refunfuñar, pero el otro se apuró a pedir que fueran metódicos y a recalcar que solo era cuestión de tomarse un segundo y reparar en los detalles.
El cuerpo de Vera había sido encontrado por la mañana, cuando la Sra. Mayers había ido a limpiar, como cada miércoles. Pendleton había recibido la noticia pasado el mediodía, cuando encontró el cálido ronronear del teniente Davies del otro lado del teléfono. Había esperado que Vera tuviera un resfriado o, simplemente, un mal día, y poder explicarle que un detective no es nada sin su secretaria. En cambio, encontró al Suave Davies, quien le explicó la situación y le pidió que fuera para allí inmediatamente. Vera había sido estrangulada, y su ropa de noche, los vasos en la mesa y el disco de jazz, rayado, que aún sonaba cuando llegó la policía parecían indicar un crimen pasional.
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Los dispares compañeros sortearon deportivamente el cordón policial. Pendleton se limitó a exhibir aquí y allá, breve, su tarjeta y los oficiales, en su mayoría viejos conocidos, se hicieron a un lado sin peros. No hicieron falta recomendaciones ni concesiones: los polis sabían que él no traicionaría su confianza.
—Menudo Moisés resultó, Pendleton. Cruzamos el mar Rojo como si nada —sonrió Llewelyn.
—No es momento para bromas. Sea serio. No quiero tener que hablar de usted con el teniente Davies.
—Puede decir lo que desee, Pendleton. El Suave sabe de qué madera estoy hecho.
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El apartamento estaba tal cual lo habían visto unas horas antes, pero el cuerpo había sido removido. Ya no había médicos, polis ni fotógrafos revoloteando por todos lados, y el olor a noche de hotel había desaparecido. Una cinta dibujaba en el piso todo lo que quedaba ya de Vera: una silueta vacía, mal puesta, inútil. Las copas y los ceniceros habían sido removidos también, seguramente por la gente de Dactiloscopía. Lleno de polvo blanco, yacía aún sobre la tornamesa el Mood Indigo de Duke Ellington. No había en toda la ciudad un solo poli capaz de saber que ese disco valía más que todos los cigarros y botellas que se habían ocupado de confiscar.
—Repasemos el asunto una vez más, pero en detalle —pidió Llewelyn, más serio, sin dejar de sobar la pipa con infantil insistencia.
—No hay tanto para repasar, realmente. Alguien estuvo aquí con Vera ayer, y ahora ninguno de los dos está a la vista. Puedo asegurarle que no hay tal crimen pasional, al demonio con eso: que el Suave y sus muchachos escriban historias, si quieren, pero no hay tal cosa. Vera no tenía a nadie en calidad de... —hizo un silencio porque no logró encontrar la palabra adecuada—. Puede que tuviera un tipo, seguro, pero nada de pasional ni de problemas de estrangulamiento. Si hubiera tenido problemas habría hablado conmigo, sin dudas.
—Puede que así fuera —dijo Llewelyn, sin hacer hincapié en la obviedad de que podía ser también que así no fuera—, pero tal vez sería mejor intentar ver si podemos conectar los detalles con el otro crimen, porque, si es como le digo, si mis interpretaciones son correctas, si, en efecto, se trata del mismo tipo... —dijo, y fue perdiendo fuerza en la voz a medida que se embarcaba en sus propios pensamientos y chupaba fuerte de la pipa.
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El primer crimen había tenido lugar una semana atrás. También pasional en apariencia, los allegados a la joven víctima aseguraban que no podía haber nada de eso. Contratado por la familia, Pendleton se había ocupado de recabar información que completase o, mejor, rectificara la versión policial. Husmeó como un sabueso, sin resultados satisfactorios.
Con ese caso empantanado, las alas negras del ángel de la muerte habían rozado la piel de Vera a continuación, y entonces todo el asunto había pasado a ser personal.
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—Supongamos que tenía un tipo, por ejemplo... porque la puerta no parece forzada, y las copas con la música sugieren que ella le abrió la puerta. Pasaron un rato juntos. Incluso, tal vez, un buen rato... —dijo Llewelyn, mirando sin ver.
—La escena puede estar perfectamente manipulada.
—Por supuesto, pero al no haber signos aparentes de violencia ni pelea... Vera se habría defendido, ¿verdad?
—No sólo se habría defendido, habría intentado dejar una pista, un mensaje... —dijo Pendleton, y frunció el ceño sin querer.
—Eso, ¡un mensaje! —exclamó el otro con renovado entusiasmo—. Hay que estar en los detalles, ya que si hubiera querido dejar un mensaje... Por cierto, ¿faltaba algo?
—Davies dice que no encontraron signos de robo. Está el dinero de la caja, y la bisutería no ha sido molestada. Vera no tenía cosa de valor.
—Comprendo, pero... ¿está usted seguro de que no falta nada?
—Si lo poco que había de valor está aquí, vamos, ¿qué pretende, que le diga si el fulano no se llevó una cuchara o un vaso de vidrio? —bramó el grandote, ya dispuesto a perder la paciencia.
—Cálmese, que arrugando la cara y elevando la voz no va a resolver este entuerto. Sírvase una copa, y otra para mí, a ver si le ayuda a pensar. Le pregunto si algo pudiera faltar, de alguna manera, porque si presta uno atención a los detalles, si busca uno un mensaje, bien pudiera ser que una singular ausencia... —dijo, y rechupó mientras recibía el vaso que le entregaba el de la cara de niebla.
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Durante largos minutos, ambos planearon como aves rapaces, sin tocar tierra jamás, por el apartamento de Vera, los ojos y los sesos en pleno inventario.
Al cabo de un rato, desalentado, Pendleton abandonó los cuidados innecesarios y se dejó caer en el sofá que presidía la sala. Con pensamientos errantes y la mirada perdida, recorrió la mesilla que tenía al lado. Un portarretratos ordinario mostraba a Vera junto a una versión avejentada de sí misma, acaso su madre. En otro se podía ver a tres niños sonrientes, uno de ellos sin uno o dos dientes de leche. Había también una pequeña maceta con una planta de interior moribunda y una escultura de cristal diminuta de lo que parecía ser un perro salchicha. Y una ausencia. Pendleton notó entonces una marca circular bastante nítida entre el polvillo de la gente de Dactiloscopía y el propio de una limpieza no demasiado esmerada. Un círculo perfecto.
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—Lo tengo, vea esto. Observe.
—Ah, muy bien, ¡muy bien! Se lo dije, debíamos estar en los detalles.
—No se alborote. No sabemos de qué se trata, ni sabemos por qué el fulano se lo llevó ni cómo demonios nos conecta con el crimen de la joven Adelaine.
—Y no sabemos si el fulano se lo llevó... —dijo Llewelyn, sugestivo, sin sonreír—. Cuando le dije que podría haber un mensaje, un detalle, pensaba si Vera pudiera habernos dejado algo. Tal vez, precavida, o sospechando algo, pudiera haber querido comunicarnos algo, no dejando una nota o algo claro, puesto que habría sido imposible, sino con una ausencia que para usted pudiera ser evidente, llamativa.
—Si lo que sea que falta en esa mesilla se lo llevó el tipo estamos faenados, pero si Vera lo quitó, y no lo hemos encontrado aquí, tiene que haber estado entre sus cosas. Vamos, debemos ver al Suave ahora mismo.
Salieron sin decir más y tomaron un taxi. La jefatura quedaba a unos diez minutos. Llewelyn se dio cuenta de que el Suave no iba a estar disponible a esas horas, pero no dijo nada para no exaltar a Pendleton. Pendleton pensó lo mismo a mitad de camino, pero decidió que su tarjeta debería abrir caminos una vez más, no había tiempo que perder, no podía irse a dormir y esperar hasta la mañana.
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En el taxi, ambos hombres fumaban en silencio. También el chofer, mudo. De repente, Pendleton dio un respingo y, con los ojos muy abiertos, exclamó:
—¡La fotografía!
—¿Le importaría explayarse?
—En su escritorio en la oficina, Vera tiene... —se corrigió—: tenía una fotografía tomada en su apartamento, creo que en ocasión de su último cumpleaños. Si no recuerdo mal, el sofá y la mesilla se ven claramente. Acaso podamos descubrir qué es lo que falta.
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—Creí que un trago lo ayudaría a pensar, pero me equivoqué: parece que prefiere el ambiente viciado de humo de un taxi nocturno... Está bien, no se aflija, estas cosas pasan, incluso a alguien inédito como usted puede llegarle la inspiración apenas un segundo más tarde. ¿Vamos entonces a su oficina? Tal vez podríamos, ya que estamos, ver qué tienen los suaves para nosotros.
—Podemos ir a la jefatura mañana temprano, nada va a cambiar. Pero si estoy en lo cierto, y si logramos un avance ahora, tal vez podamos sacar alguna ventaja.
—Podemos ir a la oficina ahora, y mañana a ver a Davies y sus muchachos, pero le adelanto que, cuanto antes, debemos volver sobre los detalles y atar cabos. Si es que acaso los tenemos, claro. Habrá que encontrar la pieza faltante con Adelaine. No es asunto mío, pero si acaso pudiera ella también haber dejado algo...
—Por supuesto que es asunto suyo. Si fui a buscarle, y si usted aceptó cooperar, es porque este asunto es mío y suyo por igual; por Vera, por Adelaine y por (si está usted en lo cierto, y quiera Dios que no) las que vendrán.
Llewelyn rechupó una vez más y, al callar, otorgó. Sabía que Pendleton tenía razón, y sabía que no podía —ni debía— provocarle ya más. En cualquier caso, el asunto era trabajar a destajo para encontrar la pieza que faltaba, y parecía no estar tan lejos, si uno sabía mirar. Al llegar a la oficina, se apuró a bajar, para asegurarse de que fuera Pendleton quien pagara el taxi.
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El sórdido edificio de oficinas no les dio la bienvenida; apenas si reparó en ellos. Llewelyn y Pendleton avanzaban entre las sombras como las ratas en los rincones y los murciélagos en el tejado. La oscuridad es amable con todas las criaturas de la noche, aunque ellos iban en busca de luz, de prístina claridad. Necesitaban ver para creer. Y vieron. Bajo la puerta de la oficina de Pendleton y a través de su vidrio esmerilado descubrieron débiles haces de luz. Movedizos. Luz de linternas.
Pendleton empujó a su compañero contra la pared del pasillo, y así, como cucarachas, avanzaron sigilosamente. El sabueso desenfundó su Smith & Wesson Modelo 29, lo montó y aguzó el oído. Voces ahogadas dentro de su oficina.
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Se miraron con intención, pero sus intenciones eran distintas. Pendleton insinuaba que, a su señal, entrarían. Llewelyn, que solamente portaba una pipa rechupada y no era amigo de las escaramuzas, indicaba que esperaran. Se oían los movimientos y las voces susurradas, pero no podían comprender qué decían. Pendleton hizo un movimiento, y Llewelyn, una seña severa con la mano (la cual acompañó con una cara de susto o autoridad) que, increíblemente, convenció a Pendleton. Un segundo después, una de las voces dijo lo que ambos interpretaron como una palabra de triunfo y los ruidos amainaron.
Pendleton se apresuró a empujar la puerta, dispuesto a todo, con la fe completa puesta en ese 29, pero la puerta, que no había sido participada de las intenciones y estaba cerrada con llave, se opuso. Pendleton buscó la llave e intentó abrir, y aprovechó el momento para ofrecer al bueno de Llewelyn, único y privilegiado espectador, una diatriba de insultos de todo tipo y calibre. Cuando finalmente logró entrar corrió hacia la ventana abierta. La persiana americana se mecía con la brisa nocturna y la escalera de incendios estaba desierta, completamente desierta ya.
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La oficina era un caos. Alguien había cortado la electricidad, por lo que Pendleton y Llewelyn avanzaron a tientas, tropezando y chocando en la penumbra. Buena parte de los archivos del detective yacían desparramados sobre la moqueta alrededor de su escritorio, con todos los cajones abiertos. Con total impudicia, del segundo de la derecha asomaba una botella de Jack Daniel's casi vacía.
—Qué cabrones.
—¿Le falta algo, Pendleton?
—¿Cómo rayos quiere que lo sepa? —Su mirada, imperceptible para Llewelyn en la oscuridad, abarcó todo el recinto.
—¿Ese es el escritorio de Vera? No veo la fotografía.
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—Vamos, no se haga el simpático, no verá nada hasta que logremos echar luz aquí... —dijo Pendleton, haciendo caso omiso del tenue claror que emanaba la noche y que Llewelyn había dado por válido para concluir que sobre el escritorio que presumía de Vera no había foto alguna—. ¿Dónde está esa maldita caja eléctrica...?
—Un momento, eso es: la luz. ¿Por qué cortaría alguien la luz para revolver una oficina? Tenían linternas, para no prender luces y llamar la atención, está claro, pero ¿por qué cortar la luz? ¿Se da cuenta?
—Pues no, no me doy cuenta. Hay lunáticos de todo tipo en la viña del Señor... —dijo, y ajustó el fusible. Prendió la lámpara de pie y, al igual que Llewelyn, bajó la vista bruscamente, azotado con violencia por la luz amarilla, involuntario verdugo de la reinante oscuridad a la que sus ojos se habían acostumbrado ya.
—Vea —dijo, y apenas reprimió una sonrisa —, me refiero a que, otra vez, es cuestión de detalles. Que alguien entre a la oficina de un detective privado no parece ser nada novedoso, y que revuelva en busca de algo, mucho menos. Pero que, para hacerlo, corte la energía, ¿qué significa eso? ¿Comprende?
—Comprendo —dijo el otro con honestidad y el ceño fruncido, no tanto por el asunto de la luz, sino por el asunto del Jack Daniel's. Bebió de un sorbo lo que quedaba en la botella y, luego, la tiró al cubo de basura con desprecio.
En apenas unos minutos habían terminado de juntar y ordenar las cosas. No había mucho en la oficina de Pendleton, a decir verdad. Había muchos papeles, es cierto, pero mayormente no servían para nada, y era casi imposible saber si algo faltaba. Tal vez algún papel o archivo de un caso pasado, pero era imposible saberlo. Tal vez si Vera hubiera estado allí lo habría sabido. Si se habían ido satisfechos es que algo habían encontrado, pero ¿qué? La foto de cumpleaños estaba bajo el escritorio, en perfecto estado salvo por un golpe en el marco. Pendleton se sentó en su sillón, hizo señas a Llewelyn para que ocupara la silla opuesta y, una vez que este se hubo sentado, se hizo el silencio: dos hombres trabajaban arduamente, en silencio.
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Llewelyn rechupaba su pipa incansable y escrutaba la fotografía. Pendleton, aun bajo el haz amarillo, parecía sumido en las tinieblas, su rostro una máscara opaca. No estaba tan preocupado por Vera como por la chica Adelaine, la relación entre ambos cadáveres tersos y la incógnita de lo que pudieran haberse llevado de su oficina los hombres invisibles. De repente, se sintió aprisionado por la inmovilidad, por las garras de la nada, e increpó a Llewelyn:
—¿Y bien, viejo truhan? ¿Qué detalle ha descubierto, maldita sea?
—Por ahora, ninguno. Acaso si volviéramos al piso de Vera...
—Parece estar aficionándose a ese apartamento. Acaba de quedar libre, digo, por si quiere rentarlo...
—No sea tonto, Pendleton. —Llewelyn fue tajante—. Me refiero a volver con la fotografía y cotejarla allí.
—Disculpe —fue todo lo que llegó a decir el detective antes de notar, como si le hubiese caído un rayo, la flagrante ausencia en su oficina.
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Al caer en la cuenta de que, producto de la ira y los nervios, empezaba a flaquear en su pensamiento racional, había pensado que tal vez fuera una buena idea cambiar el burbon por un poco de café espeso. Todo esto, en una fracción de segundo; y en la siguiente, sin quererlo, la vista se le hizo hacia la mesilla del costado, al lado del perchero, donde Vera guardaba, sobre una bandeja de latón, las cosas de refrigerio que se ofrecía a los clientes. Era evidente la falta del tarro negro de café.
Llewelyn corría con pasos cortos tras Pendleton, incapaz de chupar de la pipa, mientras intentaba entender, aun sabiendo que no había nada que entender todavía: unos sujetos que cortan la luz para robar bien pueden querer llevarse un tarro de café. Estiraba ya casi la mano Pendleton para llamar un taxi cuando lo detuvo la inesperada e intempestiva silueta del Suave, que, en la puerta del edificio, esperaba, sonriente, con el pelafustán de Mallory a la zaga.
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Pendleton y Llewelyn se quedaron plantados al ver al Suave y al infame Mallory en el umbral del edificio.
—¿Teniente Davies? ¿Mallory? ¿Qué los trae por aquí a estas horas? —inquirió Pendleton, con cierta mezcla de curiosidad y cautela.
—Pendleton, Llewelyn, siempre es un placer toparse con ustedes. Estábamos de paso por esta zona y decidimos pasar a saludar. Pero parece que los encontramos en plena faena. ¿Qué andan urdiendo? —expresó Davies, el tono jovial, pero con un destello de interés en los ojos.
—Echábamos un vistazo a algunos pormenores de un caso en el que estamos metidos. —Pendleton se guardó los ases en la manga—. ¿Necesitan algo, teniente?
—No, no se preocupen por nosotros. Solo pensamos en pasar a saludar y ver si nos requerían por aquí. Si necesitan alguna mano en algo, no duden en decírnoslo. Siempre estamos dispuestos a colaborar con hombres como ustedes. ¿Verdad, Mallory?
—Por supuesto, teniente. Si necesitan algo, estaremos encantados de echar una mano —añadió el roedor, asintiendo ligeramente.
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Tomaron un taxi y salieron rumbo al apartamento una vez más. Había silencio. Ambos pensaban, y ambos suponían que el otro prefería el silencio y pensar. Pendleton sabía que el Suave era problema, pero no sabía por qué. ¿Qué hacía en el edificio? ¿Por qué el tono de burlona cautela? Y, además, ¿por qué Mallory? Llewelyn sabía que el Suave era derecho, pero, de tan suave, se resbalaba a veces. ¿Qué hacía a estas horas en la oficina de Pendleton, con Mallory y ese tono de intriga? ¿Era este otro detalle? Se dio cuenta de que seguramente sí; y se dio cuenta también de que un auto, sin dudas el de Mallory, los seguía. No dijo nada: no tenía sentido intentar perderlos, sabrían de ellos por el consigna en el apartamento de Vera.
El auto, sin embargo, aminoró la marcha y, finalmente, se perdió cuando pasaron el bulevar Hawthorne, probablemente porque era ya obvio que el destino era el apartamento de Vera. Subieron y franquearon la guardia una vez más. Entonces Pendleton extrajo la fotografía del bolsillo interno del gabán y ambos cotejaron. En seguida el asunto resultó obvio.
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En la mesilla faltaba un cuenco con tapa, una suerte de urna funeraria, seguro recuerdo de algún viaje. Parecía ser de barro y era de color oscuro, con figuras de aves en bajorrelieve.
—Vaya monstruosidad —comentó Llewelyn—. ¿Habrá guardado Vera algo dentro de él?
—Es difícil saberlo ahora. Acaso sea más sencillo dilucidar esto averiguando si también faltó algo en casa de Adelaine.
—¿Buscamos algún tipo de recipiente?
—Buscamos lo que sea. Nosotros buscamos. Y más vale que sea rápido, porque tengo la terrible corazonada de que, como usted dijo, no habrá dos sin tres.
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—Creo que tiene razón al creer que tengo razón —dijo Llewelyn, rechupando de la pipa para ahogar una risita tonta. No fue lo suficientemente rápido, y Pendleton le echó una mirada fulminante y empezó a mover los músculos del habla, pero Llewelyn se le adelantó—: No se sulfure, no hace falta, le pido disculpas. Dejémonos de cosas, es tarde ya. Que haga una humorada no quiere decir que no esté trabajando tan seriamente como usted, lo sabe bien. Creo que estamos los dos cansados, y por hoy no hay mucho más que hacer. Nos vendrá bien dormir un poco, y mañana, más lúcidos, podremos ver mejor este asunto.
Pendleton aceptó de buena gana, no porque estuviera cansado o no quisiera seguir, sino porque sabía que no estaba de humor pada nada. Cuando se despidieron, ofreció su mano y, al recibir la de Llewelyn, la apretó un poco más fuerte y más largo de lo necesario, en un mensaje silencioso e inequívoco que decía, simplemente, gracias, compañero.
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La noche arropó a Pendleton y el detective durmió como un tronco. No fue igual para Llewelyn, quien era puesto en alerta una y otra vez por pesadillas pertinaces.
Finalmente, luego de interpretar en la duermevela que habría completado dos o tres horas de sueño, decidió levantarse, darse un buen baño caliente y ponerse a trabajar. No le quedaba otra alternativa, pensó, al tiempo que estiraba su mano hacia la mesilla de noche. No pudo encender el velador. Contrariado, se puso de pie para encender la luz de la habitación, pero esta tampoco respondía. «Un corte de energía», se dijo entre dientes, y un súbito pensamiento lo despertó del todo. Aguzó el oído entonces, sin atreverse a hacer un solo movimiento, y sintió voces ahogadas y ruidos en la sala de estar o la cocina. Luego de un par de minutos que se le antojaron eternos, los ruidos cesaron. Llewelyn pensó que tendría que ir a echar un vistazo y no pudo reprimir un escalofrío.
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Luego de evaluar la situación detenidamente, decidió que no tenía en la habitación nada que pudiera oficiar de arma improvisada, más que el cinturón de vaquero que le regalara una paciente años atrás, momento desde el cual había dormido el sueño de los justos en el quinto cajón del armario. Supo que era absurdo, pero más aún lo era salir con las manos vacías a interpelar a los sátiros de la oscuridad. Respiró hondo, junto valor y salió, sigiloso. Y en vano todo, pues lo único que encontró fue oscuridad por todos lados. Restableció la electricidad, y revisó rápidamente: no pudo detectar faltantes. Dejó el cinturón que aún blandía, enroscado en la mano izquierda, y tomó el teléfono. Discó el número de Pendleton, y esperó, impaciente.
Pendleton soñaba que el día era soleado y las chicas correteaban felices. Decidió que el amargo sonido del teléfono podía irse al demonio, y que no contestaría, y que eventualmente cesaría. Pero en el timbrazo número veintidós maldijo fuerte, se retorció en la cama, y tomó el tubo de muy —muy— mala gana. Lo recibió el suave trino de la suave voz de Davies.
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—¿Qué se le ofrece, Davies? —gruñó por toda respuesta al saludo del Suave.
—Hay novedades. Venga a la jefatura de inmediato. Traiga a Llewelyn.
El investigador privado colgó, y pensó en sí mismo llevando a su compañero con correa y bozal y en Davies palmeándole el lomo en la jefatura de policía. Con una energía digna de mejores causas, rio. Con lágrimas y todo. Hasta que los timbrazos insistentes lo obligaron a recomponerse. Atendió el teléfono. Era Llewelyn. Estaba desesperado.
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Pendleton quiso ser serio, y la aniñada desesperación de Llewelyn solo logró hacerlo reír nuevamente. Llewelyn bufó de buena gana, dijo que el asunto era serio, que habían estado en su casa, que habían cortado la luz, que tuvo mucho miedo. En fin, todo lo dijo. Pendleton sonrió, pero intentó sonar serio. No lo logró, y fue peor. Entonces, en lo mejor del asunto, le soltó un amigable sopapo:
—Cálmese, que no arreglará nada arrugando la cara y elevando la voz.
Hubo en seguida un silencio mortuorio. Le dijo que pasaría a buscarle con un coche en quince minutos e irían a ver al Suave. Colgó sin esperar respuesta.
Entraron a la jefatura sin palabras, uno detrás del otro. La cara de Pendleton decía «fuera de mi camino», y la del Llewelyn, «disculpe, estoy con él». Irrumpieron en la oficina de Davies como un ventarrón helado. El Suave escrudiñaba unos papeles. Ni siquiera levantó la vista. Ambos entendieron que debían sentarse y aguardar, y así lo hicieron mientras el teniente rumiaba en silencio.
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—Hay otro cuerpo. —Davies habló sin mirarlos, casi sin mover la boca, todo él un muñeco de cera. El sudor destacaba los rasgos suaves, casi femeninos, de su rostro inmóvil. Lo único que parecía vivo en él era la lumbre del cigarrillo que le colgaba del labio inferior.
El Suave había hecho carrera rápidamente dentro de la fuerza. Gracias a la buena suerte que acompañó a un par de golpes memorables que lo pusieron en las portadas de todos los periódicos y a su habilidad para rascar las espaldas adecuadas, era poco más que un muchacho cuando llegó al poder, y de eso hacía pocos años. Esa noche, sin embargo, parecía un hombre viejo. Su rostro juvenil era incongruente con su postura vencida, con sus palabras pesadas:
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—El tercero, maldita sea. Maldita sea.
—Se lo dije... —empezó a decir Llewelyn. Lo interrumpió el aliento seco de Pendleton.
—Desembuche, teniente, vamos, que no nos trajo hasta aquí a estas horas para escucharle maldecir como un niñato.
—Carmen Marie Fatulli, veintinueve años, maestra, muy respetable, sin relaciones conocidas. Su cuerpo fue encontrado por la vecina de junto que se permitió utilizar la copia de la llave que Carmen le había dado unos meses atrás para que le regara las plantas cuando viajaba de fin de semana a visitar a su tía en Wexford porque escuchaba la música de un disco sonar y sonar, pero Carmen no respondía. El cuerpo no tenía marcas de violencia, el forense dice que puede haber sido un golpe seco o una asfixia mecánica no traumática luego de una anestesia con éter. En el apartamento no había signos de violencia ni faltaba nada.
—¿Y cómo sabe usted que no faltaba nada? —dijo Llewelyn, estúpidamente animado—. Es decir, sin saber exactamente qué había en el apartamento antes, es imposible saber si algo falta; pero si acaso pudiéramos conectar las piezas... —dejó caer la frase, sumido en sus pensamientos.
—¿Qué buscaban en el apartamento de Vera? —dijo Davies, de repente, cansado ya del baile.
—¿Qué quería usted en mi oficina? —retrucó Pendleton, que ya sentía los músculos tensársele.
—Está bien. Ya está bien. Cierre esa puerta —dijo el Suave, y su gesto era de amarga resignación, no tanto por tener que ceder y mostrar sus cartas, sino porque todo este asunto ya lo había agotado y puesto de muy mal talante. Quería encontrar al malnacido que había hecho esto, retorcerle el pescuezo hasta que alguien le dijera que ya está bien, teniente, que no vale la pena, y dedicarse a otra cosa por un rato.
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—Haya paz, señores —terció Llewelyn al tiempo que cerraba la puerta, rápido para evitar que la sangre llegase al río—. Lo que buscábamos en el apartamento de Vera, teniente, era algún detalle que relacionase inequívocamente ese crimen con el de la chica Adelaine y que nos permitiera adelantarnos a los pasos del asesino. Llegamos tarde para impedir otra muerte, pero puede que hayamos dado con algo...
—Cante, Llewelyn, que no tenemos toda la noche.
—Un momento, Davies —intervino Pendleton, con pocas pulgas—. Él respondió a su pregunta; ahora le toca a usted hacer lo propio. Mi oficina. ¿Qué hacía allí con Mallory?
—Sea. Lo justo es justo. Teníamos la esperanza de no encontrarlo a usted. Buscábamos algo que lo relacionase con la muerte de su secretaria. La gente comenta, Pendleton. Pensamos en un crimen pasional, usted me entiende...
—Entiendo que estoy a punto de partirle la cara, Davies. No me toque las narices.
—Cálmese, Pendleton, a menos que desee pasar una temporada a la sombra. Déjeme seguir.
» Entramos a su oficina, finalmente, luego de nuestro encuentro en el umbral. No solo no encontramos nada que lo incriminara, sino que el desorden del lugar y el apuro de ustedes dos a esas horas nos sugirieron que acaso nos hallásemos ante otra cosa, que, de algún modo, también usted estaba en la mira del asesino. Y lo lamento por usted, Llewelyn, pero tengo motivos para creer que puede empezar a temer una visita indeseable...
—¡Sucedió, teniente! ¡Estuvieron en mi casa hace unas horas!
—¡Diablos! ¿Los vio, Llewelyn? ¿Se llevaron algo?
—Eh... No llegué a verlos —titubeó—, y no puedo decirle lo que falta, pero se llevaron algo. Estoy seguro.
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—¿Cómo puede estar seguro de que algo falta si no sabe si algo falta? —dijo, reseco, el Suave, con un tono que quitaba el apetito.
—Fue igual que en la oficina: estaban ahí, rebuscaban, cuchicheaban, cortaron la luz y, de pronto, ¡zas!, silencio y desaparecieron. Estoy seguro de que, al igual que en la oficina, encontraron lo que buscaban y se fueron.
—¿Qué pasó en la oficina? ¿Qué encontraron? ¿Qué se llevaron? ¿O va a decirme también que seguro se llevaron algo, pero no sabe qué?
—Cortaron la luz y se llevaron ¡el café...! —dijo, casi festivo, Llewelyn, y en seguida se dio cuenta de qué rápido había soltado el rollo.
—Un momento —dijo Pendleton, que había notado lo mismo, y en un segundo todo pareció detenerse—. Si usted y Mallory entraron en la oficina cuando nos fuimos, entonces ¿no eran ustedes quienes nos seguían hacia el apartamento de Vera...? —y dejó flotando la pregunta, que no sabía aún si no era, en el fondo, una afirmación.
—Por supuesto que no. Subimos a la oficina, como dije, y, cuando salimos, no había ni rastro de ustedes. Volvimos a la jefatura directamente. ¿Qué es eso del café?
—Se llevaron un tarro de café, es cierto. Y una horrible vasija del apartamento de Vera. Le pondremos al tanto en el camino, es imperativo que vayamos cuanto antes a la casa de la chica Carmen y veamos qué falta allí —dijo Pendleton, y ya casi estaba en la puerta.
—De acuerdo —dijo el Suave, que volvía a sudar profuso.
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Se dirigieron a un coche de policía. Con un silbido primero y, luego, con un gesto seco, Davies indicó a Mallory que debía conducirlos. Escupió a continuación un cruce de calles, el de la que había sido la casa de Carmen Fatulli, y se pusieron en marcha.
Entraron como una tromba, como en un blitzkrieg, en el pequeño apartamento. La presencia del Suave abreviaba todo trámite. También la ausencia, pensó Pendleton, del servil Mallory, quien se había quedado en el coche.
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Cuatro ojos ven más que dos, y seis ya son multitud. Llewelyn repitió, aunque no había ninguna falta, que era cuestión de estar en los detalles. En unos pocos minutos el asunto estaba resuelto: entre las plantas que la vecina solía regar había un hueco, y el contraste en el tono del piso indicaba que allí había habido una maceta, pero ya no.
—Esto es realmente desconcertante... —dijo Llewelyn, sin rechupar la pipa, que se había apagado—. Creo que no queda más que ir a mi apartamento a ver qué es lo que falta. —Y buscó en la mirada de los otros la aprobación que esperaba. La consiguió. Salieron en silencio los tres, con una mufa magna.
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Aunque el piso de Llewelyn era un verdadero caos, los tres hombres se desplazaban en él con la seguridad de cerdos en procura de trufas. No sabían lo que buscaban, pero confiaban en su olfato.
Lógicamente, el psicólogo, en su propia zahúrda, aventajó al investigador privado y al jefe de policía. Con un respingo anunció que faltaba cierta estatuilla que había adornado su mesa de trabajo. Aunque la sensación de que las piezas empezaban a encajar era excitante, no había tiempo para celebrar esa ausencia. Era menester descubrir el móvil de los crímenes y detener para siempre la mano del asesino.
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Al salir a la calle, convencidos de que no tenían idea de lo que hacer, pero empeñados en no decirlo nunca, fueron sorprendidos por un viento insolente y una lluvia amarga de gotas gordas. Entraron en la cafetería de Tony. Encontraron tres lugares hacia el fondo de la barra en «U», casi detrás de la máquina de café. Sorbieron su café en silencio mientras veían el lugar llenarse rápidamente, producto de la lluvia que arreciaba. Dos tipos con un aire denso cruzaron el salón y se ubicaron al fondo de la barra, frente a la máquina exprés. Fue el Suave quien primero notó su presencia, producto de los años de experiencia, pero fue Pendleton quien en seguida se aseguró de quedar cubierto por la máquina y las tazas y aguzó el oído. Llewelyn, meditabundo, se ocupaba más bien de la pobre calidad del café y no se enteraba de nada.
De entre el ruido apagado de las gentes que no habían ido a hablar sino a guarecerse de la lluvia y el resoplar de la máquina de café, emergieron las palabras de los fulanos. Pendleton se hizo de casi todo, pero algunos términos se le escaparon irremediablemente.
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Huérfanas, las palabras resonaban como un eco ominoso. Pendleton permaneció inmóvil mientras los dos individuos se levantaban y abandonaban la cafetería. Sabía que debía actuar con cautela, pero también sentía una urgencia salvaje. Las palabras de los dos hombres, aunque ambiguas para cualquiera que no estuviera familiarizado con la situación, resonaron en su mente como una acusación silenciosa. La mirada del sabueso se endureció y una certeza incómoda se apoderó de él: aquellos dos individuos, con su aire denso y sus palabras enigmáticas, eran más que simples espectadores de esta trama macabra. Eran los propios perpetradores entre las sombras, de habilidad y frialdad tales que los convertían en una amenaza mortal. Pendleton sabía que debía descubrir la verdad antes de que fueran demasiado lejos, antes de que hubiera más víctimas inocentes sacrificadas en el altar de su misterioso plan.
Sin mediar palabra, se puso de pie y corrió tras ellos. Salió a la calle bañada por el aguacero justo a tiempo para verlos subir a un coche. El vehículo se puso en marcha y, al pasar junto al coche de Mallory, aparcado, hizo sonar dos veces el claxon. El coche policial respondió de igual modo.
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Entró de nuevo en el bar con el doble de la fuerza con la que había salido. Los otros dos tenían todavía las caras de roedor hambriento que habían puesto al ver salir pitando al tozudo.
—Usted se va a su oficina ahora mismo, y se lo lleva a Mallory y no le pierde pisada; y usted, conmigo —dijo, seco, al tiempo que hizo un gesto para que alguien pagara la cuenta, y rápido.
—Un momento, no se pase. Ningún mocito va a venir a decirme lo que debo hacer... —dijo el Suave, hilvanando su expresión más dura, a la vez que se levantaba.
—Usted se va a hacer lo que hacen los polizontes, que es sentarse en una oficina y tomar el café y creerse geniales, si sabe lo que es bueno, que es algo que los polizontes nunca saben. Y lo va a mirar bien de cerca a Mallory y va a esperar a que yo le diga más. Porque mientras usted haga lo que hacen los polizontes, yo haré lo que los polizontes no pueden. Y será mejor que no le diga qué es. Váyase, le llamaré luego. Váyase y no diga nada —dijo, completamente desencajado, con un tono que no dejaba lugar a dudas. No era agresivo, era ejecutivo.
—Un momento... —empezó a decir tímida y amigablemente Llewelyn.
—Ningún momento. Usted se viene conmigo. Tenemos que hacer. Ya mismo.
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Un taxi los llevó a la madriguera de Pendleton: allí, en medio del caos, podrían estar seguros. El sabueso se derrumbó en su silla de cuero y encendió la lámpara del escritorio. Su compañero se quedó de pie, apoyado contra un archivador metálico. El silencio atronaba, y Llewelyn dijo por fin:
—¿Va a hablar o qué? Ya déjese de misterios, ¿quiere?
—Antes, en la cafetería, oí una conversación que no debía oír. La de dos tipos que mataron a Vera... y a las otras. —El rostro de Pendleton parecía tallado en piedra. Con esfuerzo, su boca de moái articuló—: Tenemos que entender por qué se llevaron lo que se llevaron para poder prever sus movimientos. Usted siempre dice que hay que estar en los detalles. Pues bien, ayúdeme. Es su momento de brillar.
—¡Vaya suerte! ¿Y qué sabe de los tipos? ¿Dónde están?
—Los perdí. Tal vez Mallory conozca su paradero.
—¡¿Mallory?!
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—Salí corriendo detrás de ellos, usted me vio. Fuera, la gente y la lluvia se mezclaban y, cuando pude identificarlos, subían ya a un auto y arrancaban. El automóvil pasó junto al coche aparcado de Mallory y tocó el claxon dos veces. El auto de Mallory respondió de inmediato. Ese cretino está en la salsa, pero estoy atado de manos: no puedo hacerle una visita de amigos, porque en su bolsillo guarda una placa y porque el Suave me dejaría completamente afuera del asunto si me metiera con sus muchachos. Por eso lo mandé a la oficina a vigilarlo. Pero no descarto que Davies pudiera estar, incluso sin saberlo completamente, enredado en el asunto. Por eso lo quería lejos y controlado. Y a usted aquí, donde es seguro. Sé que usted está limpio, y debemos apresurarnos: Mallory notará en seguida que el Suave lo observa.
—Caramba, claro... Caramba... bien, sí... —dijo el más viejo, claramente pensativo, ponderando lentamente cada paso, moviendo piezas en la cabeza—. Sí, pensemos, y seamos ordenados y metódicos. Esos detalles... Bien, primero, lo más importante: deme tabaco, que tengo la pipa seca —dijo, y en seguida Pendleton le arrojó la bolsa—. Dice que tiene la certeza de que estos fulanos son los asesinos de Vera y las otras. ¿Es un hecho o un pálpito?
—No lo sé. Es un hecho que hablaban del asunto; no sé si sean los asesinos o solo parte del asunto. Hablaron de la maestra y de la secretaria del detective, dijeron que faltaba poco y que ya debían estar cerca; y el otro mencionó el tarro de café, y se rieron del café mientras tomaban café —dijo, recordando con la mente más de lo que podía decir, y dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar la lámpara—. Dijeron cosas que saben los que están en crema, pero nada que pueda ayudar, salvo que están avanzados, que falta poco. Maldición, si tan solo hubiera podido agarrar a uno del pescuezo...
—No se agite, no es poco lo de Mallory. Es un buen dato. Tendremos que andar bien atentos. ¿Tiene lápiz y papel?
—¿A quién piensa escribirle?
—A nadie. No, sí, a nosotros, a mi musa, al destino. ¡A la providencia! —dijo, de pronto emocionado, como si realmente hubiera descubierto algo—. Vamos a detallar lo que tenemos, y vamos a mirarlo bien a los ojos, porque nuestro próximo paso debe ser certero, no podemos fallar. Veamos, desde un comienzo, ¿qué tenemos?
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Pendleton se incorporó y empezó a caminar maquinalmente; a su paso, pisaba papeles y pateaba objetos en el piso. De manera semejante comenzó a hablar, como un autómata, como para sí mismo:
—Hallaron a la chica Adelaine ahorcada de modo muy poco conveniente con sus propias pantimedias. No había nada en la escena, ni una mota de polvo. Dos días después, ¡maldita sea!, apareció el cuerpo de Vera. Su casa tampoco decía nada, y supe entonces que husmear por los rincones no bastaría. Había que pensar mejor que esos malnacidos, y para eso lo necesitaba a usted...
—Agradezco su confianza, Pendleton. —Llewelyn levantó la vista del papel.
—No se apure, que todavía no me ha servido de nada, Llewelyn. Aparte de rechupar esa pipa y decir que hay que estar en los detalles, claro...
—Repasemos los detalles. Continúe, por favor.
—Bien. En el apartamento de Vera faltaba una especie de cuenco lamentable. Luego, de aquí mismo se llevaron el tarro del café y, de su casa, una estatuilla. Después mataron a la chica Fatulli y le robaron una maceta. Tenemos que averiguar qué falta en la casa de Adelaine y conectar todos los objetos (y las muertes) tan rápido como podamos.
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—Tenemos tres muchachas muertas, pero cuatro (¿o cinco?) objetos faltantes. Tenemos los cortes de luz, y los muchachos de la cafetería y a Mallory. Tenemos la falta de violencia, que es inquietante: las matan, pero no las violentan, ¿por qué? Pocos crímenes presentan un escenario tan prístino, tanto orden y cuidado... Y han estado en mi casa y, pudiendo haberme eliminado, ¡Dios mío! —dijo, ahogando un lamento y dos suspiros—, no lo han hecho. Estuvieron ahí, y cortaron la luz, y se llevaron la estatuilla y nada más.
—Y ya no podemos pensar en un tipo, se trata de un grupo, una organización. No solo tantas operaciones requieren de más de una persona, sino que los dos de la cafetería confirman que hay algo más grande de fondo. El montón de estiércol de Mallory no estaría ensuciándose las patas por un fulano, algo grande debe de haber detrás.
—Sí, es realmente complicado... Es seguro que algún detalle se nos está escapando, pero, cuando logremos identificarlo y ponerle en su lugar, todo estará claro.
—Debemos averiguar qué se llevaron de casa de Adelaine.
—Sí, pero no ahora: tenemos la lista del resto de las ausencias, y de poco nos han servido. Tal vez deberíamos cambiar de plano, como sucede en las películas, que se mueve la cámara y todo cambia. Como sucede con la fotografía, que con mover una luz... Sí, eso es, con mover una luz, en esta obra siniestra de dramaturgos baratos que apagan la luz para robar macetas... Cambiemos de ángulo, de luz, de foco.
—No he bebido aún lo suficiente para comprender sus quimeras —dijo, y entendió súbitamente que necesitaba un trago, pensamiento que acompañó con un decidido e integral movimiento hacia el armario donde guardaba la ginebra.
—Intentaremos desembrollar el ovillo no desde el extremo, sino desde el elemento que más cerca tenemos (o tuvimos), que, en este caso, es Vera. Es, de las tres víctimas, la única que puede resultarnos accesible, y tal vez podamos, a través de ella, acceder al resto. Tome su brebaje, y sirva otro para mí y piense, tranquilamente, pero piense bien: ¿qué sabe de Vera?
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—Tiene... tenía 29 años. Soltera, no tenía novio formal..., aunque podría ser que contara con algún amigo o pretendiente. No sé nada de eso.
»Tenía una hermana, Clara, un poco mayor, y dos o tres sobrinos en edad escolar. Su madre, Dorothy, vive en Florida, y no conoció a su viejo, que se largó luego del nacimiento de su hermana.
»Cursó estudios de piano en un conservatorio y fue una especie de niña prodigio, mas luego se apagó su estrella, cambió las teclas del piano por las de la máquina de escribir y se convirtió en mi secretaria... De eso hará unos diez años. Empezamos juntos en esto. —Pendleton se quedó súbitamente callado.
—Ya veo. Repasemos ahora lo que sepa de la chica Adelaine —dijo, seco, Llewelyn. Su pipa se había apagado, pero él rechupaba lo mismo.
—Adelaine Windsor-Smith, 24 años. De familia bien posicionada, fue caprichosa y consentida toda su vida. Estudió pintura, música y escultura, viajó por Europa y América y no hizo nada de provecho. Tuvo una plétora de festejantes y los volvió locos a todos...
—¡Ahí está nuestra pista! ¿Algún exnovio resentido?
—Ya le dije que no se trata de un solo tipo, sino de alguna especie de organización. Además, Adelaine no dejó jamás a ningún hombre sediento de venganza. Ella los destruía. Tras su paso no quedaban hombres, sino apenas despojos.
—No puede ser tan así, pero dejémoslo estar por ahora. Veo otra conexión: ambas, Vera y Adelaine, estudiaron música. ¿Sabe dónde o con quién estudió Adelaine?
—No. Pero es fundamental que averigüemos por la formación de Carmen Fatulli. Acaso encontremos un patrón.
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—No se apure. Aun con esa información, tenemos poco. Si pudiéramos conectar a las tres a través de la música, sería algo, sin dudas, pero no alcanza. Pensemos. ¿Es que se conocían o es dónde estudiaron? ¿O con quién estudiaron? O no es nada, porque todavía tenemos que entender qué se llevaron, y por qué. O para qué.
—También se llevaron su estatuilla, no lo olvide.
—Sí, es cierto... —dijo, y volvió la pipa a la vida.
—¿Qué tiene usted de musical que pudiera servirnos, viejo zorro?
Llewelyn aspiró como quien va a empezar a hablar y, de pronto, se calló, agobiado por una lluvia de pensamientos que le inundaron el jardín. Se reclinó en el asiento, pensativo, con cara de un momento. Pendleton esperó cuanto pudo, y cuando ya no pudo se echó hacia adelante, los codos en el escritorio, la boca apenas abierta, la palabra casi lista, y el intempestivo chirriar del teléfono lo sobresaltó malamente y lo hizo dar un respingo. Llewelyn exhaló una bocanada de humo espeso para esconder una sonrisa.
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El teléfono sonaba molesto, insistente, como un recordatorio de que el mundo exterior derriba tarde o temprano las puertas. Pendleton, con un gesto de molestia, alcanzó el receptor y lo levantó esperando encontrar alguna excusa para deshacerse rápidamente de la llamada. Pero la voz del otro lado le hizo detenerse:
—Pendleton. Aquí Davies. Qué suerte que le encuentro.
—Soy muy afortunado, sí.
—Necesito hablar con usted. Ahora mismo. —Las palabras colgaron en el aire, cargadas de significado y misterio.
—No iremos a ningún lado, pero puede venir aquí. Siempre y cuando lo haga solo.
—Espéreme. Prepare café. —Pendleton creyó oír un esbozo de carcajada y estrelló el tubo del aparato contra la horquilla.
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—¿Por qué querría alguien café? —dijo el viejo, aún sumido en lo suyo.
—¡Basta de tonterías! —dijo el otro, enérgico, como si hablara todavía con el teniente.
—Le estoy hablando seriamente. Piense, vamos, ayúdeme, ¿por qué querría alguien un tarro de café? Es claro que no por el café, pero, entonces, ¿por qué? Pudiera ser algo que hubiera en el tarro, y por eso se llevaron la maceta; pero de la casa de Vera solamente se llevaron la vasija vacía. De mi casa, una estatuilla. Entonces, ¿es el objeto o es el contenido?
—O son ambos.
—O son ambos... Ambos... Tal vez...
Se hizo un silencio que uno no pudo evitar y el otro prefirió no interrumpir. La confusión era total, y admitirlo era hundir la daga nuevamente. Unos minutos después, sonaron en el pasillo unos tacos presurosos y, en seguida, el suave teniente irrumpió en la oficina sin anunciarse.
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—Ahoy, marineros.
—Pase, Davies. Siéntese. —Pendleton se levantó y ofreció sin más palabras su propia silla. El cuero resopló bajo el peso del teniente de policía.
—¿Qué me diría, Davies, si le sugiriese que esta historia no tiene final? —preguntó Llewelyn.
—Que acaso esté en lo cierto.
—¿Era necesario que viniese, Davies? —La cara de Pendleton era inescrutable.
—Creo que sí. Dicen que no hay dos sin tres.
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