Epístola

Querida Marlene:

Escribo estas líneas ni sé cómo y, si me lo pregunto dos veces, no sé tampoco para qué. Pero las escribo y ya está. Lamento molestarte, y lamento lamentarme, después de todo, y después de tanto, pero así es, así soy. ¿Te llegarán estas líneas? Me pregunto todo y no sé qué responderme. Pero perdoname que te dé tantas vueltas, es que me cuesta y doy vueltas, mirá todo el escándalo que hice para nada. Ricardo ya estaría con los pelos de punta...

Te escribo no sé si por valor o por cobardía; si porque he juntado el valor, finalmente, para enfrentar los designios o por el temor de que un día me toque partir y estas verdades se me claven en el alma por siempre y nunca pueda liberarme. Tal vez sean la cobardía del acto y el valor de enfrentar el futuro. No lo sé. Te diría que esta es la tercera o la quinta vez que intento escribir estas líneas, pero no, la verdad es que nunca pensé siquiera que lo haría hasta ayer. Y ayer, cuando decidí que lo haría, me prometí que no daría ni un solo paso atrás cuando hubiera comenzado. Y aquí estoy.

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Marlene, vos tenés que entenderme. Como mujer, te digo. No me voy a hacer la mosquita muerta, sé que hemos tenido nuestras diferencias... ¡Yo me enojé tanto con vos, Marlene! ¡No podés hacerte una idea de cuánto te odié cuando fue lo de Ricardo! ¡Lo que lloré! Mirá que yo siempre fui una persona calma, racional, de pensar mucho... Sin embargo, ahora mismo me acuerdo y me dan ganas de matarte.

Pero quedate tranquila: lo pasado, pisado. Como dicen, pasó mucha agua bajo el puente. Además, la familia es lo principal, y yo jamás haría nada que dañase esa hermosa familia que formaste. Yo no tuve tanta suerte, o mañas o como quieras verlo. Que cada quien piense lo que quiera. Y, además, como dicen las Sagradas Escrituras, «Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano». ¿Qué te voy a decir, entonces?

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Ayer por la tarde, a la hora de las masitas, volvía de la visita de cada domingo y al cruzar la plaza, cosa que nunca, una imagen me tomó por asalto, no pude refrenarla ni contenerla. Maldito el momento en que decidí cruzar la plaza, porque yo siempre prefiero tomar por Berardi, pero ayer, no sé, no me preguntes, cuando me di cuenta ya cruzaba la plaza. Y allí, bajo un tilo, un padre y un hijo reían sin más. Eran claramente pobres, y no tenían ni un juguete, ni un mantel con comida, no tenían nada, pero se reían de buena gana, ¡vieras, Marlene, cómo se reían!

Me quedé mirando sin querer, el corazón hecho un nudo, y no sé si de rabia o de pena, de ternura o de odio, pero no pude evitarlo y me puse a llorar. Me senté en un banco del costado y, mientras lloraba —la cara oculta burdamente con la capelina—, miraba y pensaba, y no paraba de llorar. Tuve suerte de que nadie me viera, o quisiera verme, porque nadie se acercó. Hacían comentarios que no escuchaba, y jugaban de manos, y se ensuciaban al rodar por el piso, pero no les importaba, eran pobres. Pero también eran libres; y yo, que lloraba en el banco, no. Después de un rato se fueron, y hacía rato se habían perdido de vista cuando logré levantarme y volver. Pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo.

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Vos sabés lo que yo sentí por Ricardo. Y digo que vos lo sabés aunque nunca lo hayamos hablado porque, mal que me pese, lo sabía todo Coronel Mendizábal. Y el sentimiento era mutuo, te lo garantizo. Las cosas que él me dijo, estoy segura, no se las dijo a nadie más. Los planes que hicimos. ¡Las locuras que soñamos! 

Una vez estuvimos a punto de escaparnos al Brasil. ¡Qué justo!, ¿no? Pero, a último momento, mi papá apareció en la terminal de ómnibus y tuvimos que hacernos los desentendidos. Me llevó de las pestañas hasta casa, igual, y no me dirigió la palabra por una semana. Fue más o menos para los días en que llegaste vos de Ouro Preto, estoy segura.

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Lo nuestro duró un tiempo más, pero él tuvo que viajar a prestar servicio en el Norte unos meses, y yo tuve que ocuparme del hogar y de la tía, que estaba cada vez peor, y ese tiempo pasó como un torbellino y, cuando él volvió, era otro, y también yo. Hoy pienso que no, que éramos los mismos y podríamos haber capeado cualquier obstáculo, pero no entonces. Éramos jóvenes, vos sabés, y se nos metió alguna basurita en el ojo y dejamos de ver claramente, qué sé yo. Nos distanciamos sin querer, no mucho, pero lo suficiente, y entonces apareciste vos. Era lógico.

Yo lo supe porque en el pueblo todo se sabe, pero también porque una sabe, las mujeres siempre sabemos. Y yo no dije nada, y él no dijo nada, y yo quería que él dijera algo, pero no decía nada, y así pasamos, ¿cuánto tiempo fue?, vos tenés que saberlo mejor que yo. Pero cuando se empezó a hablar de formalizar el asunto fue distinto. Eso sí me dolió, y quise escucharlo de él. Lo esperé a la vuelta del boliche de Salutto. Venía con los muchachos y, en cuanto me vio, le cambió la cara. Me hizo señas, y yo —que estaba que volaba, te digo la verdad— entendí y no dije nada. Él dejó pasar a los muchachos y volvió; me pidió que no hiciera escándalo, y a mí ganas no me faltaban (¡tan dolida estaba!), pero accedí. Quedamos en que después de la cena vendría para la casa, daría los tres toques en la ventana y me esperaría en el galponcito como otrora.

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En mi cuarto, después de la comida, estaba que no podía más. Trataba de leer, pero era imposible; procuraba avanzar con el bordado, aunque sin éxito; no escuchaba la radio porque me entraba por una oreja y me salía por la otra. Toda mi atención estaba puesta en los tres golpecitos en el postigo, pero se hacían rogar. Ya no sabía qué más hacer, ¡hasta pensé en ir a buscarlo! ¿Te imaginás lo que habría sido eso? ¡Hasta hoy se seguiría comentando!

Sin embargo, como Dios aprieta pero no ahorca, cuando estaba por perder toda esperanza resonaron los toques. Yo, más que correr, volé al galponcito. En el apuro, incluso, salí descalza, y pronto estuve completamente embarrada porque, sin darme cuenta, crucé a través de la huerta de mi abuelo. Al margen, no sabés lo difícil que fue disimular al día siguiente, cuando, con el puchero, el viejo —que Dios lo tenga en la gloria— detallaba los destrozos. Pero, en fin, el asunto es que llegué rapidísimo al galponcito, acaso más rápido de lo que él esperaba, porque lo encontré fuera de sí. Enseguida cambió la cara y se compuso, encantador como siempre. Pero yo noté que algo se le estaba escapando de las manos. Era un hombre roto.

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Quiso disimular, quiso hablar solo lo necesario, solo lo que quiso, pero yo (porque fui yo) no podía parar, quería todo, pero todo junto: quería que me dijera las cosas en la cara, pero quería que se quedara conmigo, que quisiera volver; pero no, si para qué, si tu corazón está con Marlene andate con ella, pero todo lo que planeamos, lo que imaginamos, las cosas que dijimos —¡las cosas que dijimos, Ricardo!—, pero hablame, pero para qué, no me digas nada, dejá. Yo era una tromba, y él, pobrecito, no sabía qué hacer, qué decir. Pero hablamos. Me dijo que sí, que vos, y me dijo muchas cosas que yo no quiero repetir, Marlene, pero solamente te digo que las dijo. Y me dijo que él, conmigo, y qué cómo nos había pasado esto, y que ya estaba, y que él —perdoname, Marlene— sabía que se había mandado una macana, pero que ahora la cosa estaba hecha, y que él sabía que vos eras de una pieza, y que haría lo que había que hacer, porque él había creído que yo ya no tenía sentimientos como aquellos por él, y entonces se casaría con vos porque ya estaba así decidido y, además, que vos no te merecías nada malo. Y se quebró, y lloró, y lloramos los dos, y yo comprendí, a mi pesar (a mi tremendo pesar), que él tenía razón en todo.

Y en ese galponcito, Marlene, mientras los dos llorábamos y nos abrazábamos, en esa mezcolanza, en esa noche quieta y silenciosa de Coronel Mendizábal, al darnos cuenta de que sería esa la última vez que nos veríamos, mientras nos abrazábamos y llorábamos, bajamos la guardia apenas un momento y el diablo metió la cola.

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Lo que yo hice no tiene perdón, Marlene. Lo que te hice a vos. Porque Ricardo —que Dios lo tenga en la gloria— era entonces un muchacho, un hombre, que tenía necesidades, urgencias, tentaciones y, con vos en esa situación, todo era muy delicado, pero yo era ya una mujer, qué tanto. Como dice el dicho, el hombre es fuego y la mujer, estopa...

Yo debí resistirme. No puedo decir otra cosa, sé que debí hacer lo que no hice y que tuve que evitar lo que terminó pasando. También sé que, después de estas letras, me vas a hacer la cruz, y lo peor es que vas a tener razón. Solo espero que, en lo profundo de tu corazón, el amor de Cristo te insufle algo de misericordia; si no hacia mí, al menos hacia Beatriz, el fruto de esa noche y la razón de mi huida intempestiva de Mendizábal.

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Perdoname que te lo largue así, sin más, pero creo que Ricardo habría querido que vos lo sepas, si él hubiera sabido... Cuando tuve los primeros síntomas, y temí lo peor, aproveché un viaje a El Chasqui y me hice ver por un médico de ahí. No puedo explicarte el estado en el que volví, lloraba y oraba y me preguntaba cómo, y todo era un torbellino feroz, pero nunca —te digo honestamente— nunca dudé si tenía que decirle a Ricardo. Sabía que no. Sabía que sería el fin de lo de ustedes, y pensé siempre que él no se merecía nada malo. Y sabía también, por supuesto, del escarnio brutal que tendría que afrontar en el pueblo. Era imperativo decidir rápidamente, porque en breve el asunto sería evidente y no habría vuelta atrás. Entonces, una noche, llorando en el galponcito, apretando fuerte los puños, me decidí (y, cuando yo me decido, soy inquebrantable: es la verdad).

Aproveché la salida de un grupo misionero para irme al Sur, donde la gente necesita de todo. Llevé mi dolor y mi desesperanza, y la convicción de que el Señor no me abandonaría, pero fui sin saber realmente qué hacer. Vos sabés todas las cosas que una piensa, claro, pero tenía una tormenta infernal en la cabeza, solo quería escapar, esconderme en un rincón, hacerme invisible. Un día de frío, antes del amanecer, me encontró una monja llorando en la cocina del convento. No me preguntes por qué, pero no pude aguantar más y le conté todo. Era una desconocida, sería incluso más liviano que una confesión con el padre. Me escuchó, y me recordó que todos somos pecadores y que la gracia del Señor estaría siempre conmigo si abría mi corazón, si recibía a Jesús; y yo a Jesús lo tenía conmigo, pero entonces estaba por recibir otra cosa, y no podía más. Me dijo que hablaríamos al día siguiente, que me ayudaría, y así fue. Al otro día, antes del amanecer, de nuevo en la cocina, me explicó que había una señora que podría ayudarme, que estaría interesada, me dio unos pocos detalles y yo —entonces sí— me decidí porque entendí que sería lo mejor: daría a mi hijito a alguien que pudiera quererlo y cuidarlo.

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La gravidez siguió su curso, y yo, cargando con esa cruz, también continué sirviendo en la misión. Después de haber abierto mi corazón a la hermanita me sentía capaz de todo, o más que eso: me sentía casi una mártir. Parece una exageración, ya sé, pero sentía que el Señor me había sometido a esa prueba para que yo probase mi valía, mi fortaleza, y, preñada y todo, ayudé todo lo que el cuerpo me lo permitió, sin flaquear, sin arrepentirme jamás. Puse todo de mí, lo di todo a los demás.

Poco tiempo después, también di a mi beba. Desinteresadamente, porque nada era mío en este mundo. Sé que la señora que la recibió la llamó Beatriz. Estaba casada con un señor de muy buena posición, que tenía campos por el lado de Arroyo Pehuén, y creo que para allá se fueron. Tengo la certeza de que ese matrimonio le habrá dado todo lo que yo no pude. Sin embargo, cada tanto —como la tarde aquella en la plaza que te conté— dudo. No de ellos, sino de mí. Tal vez hubiera podido. Tal vez, incluso, con Ricardo a mi lado (otra vez, perdoname, Marlene).

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Tuve oportunidad de saber más, es cierto, pero no quise porque lo hecho, hecho está, y el pasado, pisado, pensé, siempre pensé. Y pasó el tiempo, y no fue tan malo. Momentos malos tenemos todos, pero pasó. Y me consoló siempre saber que Beatriz estaría mejor, y que todos estaríamos mejor, así. Y siempre lo sentí así, hasta el día de la plaza. Entonces, no me preguntes por qué (¿por su ausencia, tal vez, por tanto tiempo, por el solo pensamiento de la mujer adulta que será hoy mi Beatriz?) todo se desmoronó. Vi en ese padre a Ricardo, y en ese niño a nuestra pobre niña, y pensé en esa mujer de la que hoy no sé nada, porque no quise saber, no quise escuchar de nadie, ni recibir cartas, ni intentar averiguar; vi en ese pobre tilo una calma falsa, impura, falaz, triste (muy triste), y los vi riendo en su pobreza, juntos, sin más, sin pícnic ni juguetes, el uno con el otro, nada más, y esa felicidad me aniquiló, y el recuerdo de Ricardo me atravesó en todas direcciones, y me di cuenta de que todo estaba terminado.

Y caminé, y caminé, aún llorando, y pensé mucho en el camino y, para cuando llegué, lo había decidido: te escribiría y te contaría todo. Y yo, cuando me decido, soy inquebrantable. Pero aun si quisiera, Marlene, nada habría ya para quebrar porque estoy toda rota, y ahora sé que no es desde ahora, sino desde ese día y que, mientras tanto, todo fue una fantasía, hacer de cuenta que sí, pero no. No había suerte ni maña ni nada, si yo había entregado con Ricardo y con Beatriz el alma completa. Fue un cuerpo lo que siguió, ahora sé, tanto tiempo. En esa plaza, a Dios gracias, ese día comprendí, Marlene. Y ahora, que el sueño terminó, siento que no podía irme sin despedirme. Quiera Dios que estas palabras te encuentren, y te encuentren bien.

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Ojalá también Beatriz y vos puedan encontrarse, en la vida y acaso en los corazones. Por favor, no le guardes rencor: ella es tu sangre.

En cuanto a mí, yo llegué al final. No queda más nada. Espero que al menos vos, Marlene, seas capaz de perdonarme por lo que hice, porque sé que Dios no perdonará lo que voy a hacer.

Con profundo dolor y mi afecto siempre,

tu prima

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