Uno nunca sabe

«Uno nunca sabe», decía siempre mi abuelo y, cuando le daban pie, contaba la historia de Takashi, el Italiano. De contar historias sabía el viejo, y ya empezaba bien porque te daba intriga, todos interrumpían con lo mismo: «¿Takashi se llamaba y era italiano...?». Y ahí mi abuelo ya los tenía, y, entonces, una vez que habían picado, se acomodaba el bigote y empezaba: «Sí, mirá, yo te explico...».

»Se llamaba Takashi porque el padre era fanático de Takashi Miyamoto, pero eso no importa. En Italia le decían el Japonés, y acá le decían el Italiano, así que mirá qué quilombo, pobre diablo. Si te digo el apellido te da un síncope, parece sushi con tuco. Pero eso no importa. La cuestión es que el ñato este un día, después de mucho laburar y mucho imaginar con los ojos cerrados, llega a juntar un par de pesos y se va a comprar un auto. ¡Un auto! ¿Te das cuenta? Te estoy hablando de cuando yo era joven, oíme, una cosa de locos. Un auto. Pero claro, era mucho dinero, era una operación importante, un tema para considerar. Entonces, cuando llegó a las puertas del asunto, dudó. Mientras juntaba la guita estaba convencido, no podía parar de imaginarse el día en que pudiera caer en el concesionario y hacerse de su propio automóvil. Pero cuando pudo, dudo. Se amilanó, así nomás, pero sí que quería. Lo quería pensar bien.»
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Mi abuelo, zorro viejo, hacía siempre una pausa en ese momento. Se peinaba el bigote, miraba el hornillo de la pipa como para controlar la cantidad de tabaco y ponía cara de pensar —la cara, por extensión, del mismísimo Takashi dubitativo—. Recién después de semblantear a cada uno de sus oyentes, retomaba:

«El Italiano trabajaba en la Iggam, ¿te acordás de la Iggam? Una cementera. El padre le había conseguido conchabo ahí mediante un italiano, otro italiano, del mismo pueblo que ellos, y mediante este tipo también lo controlaba. Takashi, de pibe, era un quilombero y le había sacado canas verdes a la madre, una santa mujer. Al viejo le costaba creer que su hijo estuviera tan bien acá, tan derechito; no terminaba de entender el berretín que el Italiano tenía con el auto. Takashi no había hecho otra cosa desde que llegó que laburar y juntar pesito a pesito. Nada más. Pero nada, ¿eh?
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»A todo esto, mientras el Italiano laburaba y juntaba el dinerito, Tony estaba sin un mango y a punto de quedarse sin laburo. El tipo era rápido, pero le gustaban el copete y los burros. Y las yeguas, pero eso no importa porque las minas no le sacaban la guita: ¡se la daban! No te digo que era un fiolo, pero era rápido. Las hacía entrar y las minas, enamoradísimas. La mayoría con guita, imaginate, no les costaba nada, y este, que tenía facha y parla... Pero, claro, no le duraban. Se aburría. Las que le gustaban en serio, claro, eran pobres y lo ninguneaban. Pero eso es para otra historia, y necesitaría dos pipas en lugar de una. Acá la cuestión es que Tony estaba en la lona. Sin un mango y a punto de quedarse sin laburo.» La descripción de Tony y su situación podía tener más o menos colores, dependiendo del día y del escucha, pero siempre aparcaba ahí y había una muy planificada e «inocente» pausa.

«¿Sabés de qué laburaba Tony?», decía el viejo, y miraba fijo un segundo y, después, se ocupaba de la pipa, que, para ser sinceros, le importaba un rábano porque el viejo lo que realmente quería no era fumar: era contar historias. O que lo escuchasen contar historias, tal vez. Uno de cada tantos le pegaba, otros ni siquiera lo intentaban. «Trabajaba en un concesionario», decía entonces, ya fuera con tono de obviedad —si el escucha acertaba—, ya con tono de excitada sorpresa —si el fulano no tenía ninguna idea—. Y después: «¿Te das cuenta?», decía siempre, y la verdad es que no, nadie se daba mucha cuenta porque solo él, que conocía la historia, entendía el significado. Para cualquiera era poco más que una coincidencia más o menos esperable; no había tanto de lo que darse tanta cuenta, tampoco. El viejo hacía un silencio corto como para que uno tuviera tiempo de sentirse un poco tonto por no darse cuenta, pero no tan largo como para que uno preguntara nada.
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«Cuestión que Tony se cruzó con el Italiano en la puerta de la Iggam. Takashi estaba esperando el colectivo para volver a la pieza que alquilaba en el Once; era de tardecita, a eso de las siete, y el otro salía quién sabe de qué piringundín... No había ido a trabajar, y en el concesionario ya lo tenían entre ceja y ceja; el dueño quería darle el olivo, y más de una vez estuvo ahí de hacerlo, pero a último momento siempre reculaba porque la verdad es que el Tony era un tigre vendiendo. Te podía vender cualquier cosa, a veces sin que te dieras cuenta siquiera. Era un fenómeno.

»Ahí estaba entonces el Italiano, y, claro, Tony se hizo amigote enseguida. Porque sí, porque estaba medio achispado y la parla le salía sola. El Italiano era un poco inocentón y enseguida se enganchó con el otro; primero hablaron de River Plate, la Máquina, todo eso, y después la conversación derivó a lugares insospechados... En eso, para un autazo y una mina saluda por la ventanilla a Tony, le tira besos, se hacen caritas... Un espectáculo. Era un filito del Tony, y entre los dos convencieron al Italiano de que se subiera al auto con ellos.
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»El Italiano se sube, embalado, pensando en el fierro y te diría que nada más. Tony adelante, Takashi atrás, la cachorra al volante. Era una cupé italiana, ¿podés creer vos? Habían hablado de dar una vuelta, de que tanto tiempo, y tal, y el Italiano, engolosinado con la cupé, había dicho que sí, pero para cuando se le empezó a pasar el enamoramiento con el auto se empezó a poner inquieto. La mina hablaba mucho, y manejaba como el culo, realmente, y Tony no le sacaba la vista de la pierna... ¡y no era que estuviese preocupado por el frenado!» Ahí el viejo se reía, picarón, y yo creo que realmente le parecía una ocurrencia muy atinada, aunque no lo fuera.

«El asunto es que el Italiano empieza a preguntar que adónde van; dice que, si no, cualquier cosa, él se baja, que tendría que volver a la casa, ¡cualquier cosa!, pero los otros dos no le dan ni bola: “Dejate de joder, che, no pasa nada, vamos aquí y allá”, debaten entre ellos, salen nombres, lugares, no sé; con el ruido del motor, el Italiano no escucha bien. Ahí atrás en la cupé le empieza a dar un poquito de claustrofobia. Se está poniendo nervioso, empieza a sudar, la camisa le parece de amianto, se le seca la boca y, entonces, ¡zas!, el auto frena. Se apaga el motor».
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Mi abuelo hacía una nueva pausa dramática, siempre, en ese momento del relato. Y, también en ese momento, mi abuela solía asomarse desde la cocina y decirle: «Acabala, Roberto, ¿no ves que te vas por las ramas? ¿Podés terminarla de una vez?». El viejo ni la miraba. Bufaba, nomás. Entrecerraba los ojos, como concentrándose, y arremetía.

«Tony quiso hacerse el héroe y se bajó, resuelto a arreglar la avería o a morir en el intento. Se remangó, levantó el capó y, fumando un cigarro atrás del otro, estuvo ahí metido, con la cabeza en el motor, por más de media hora. El Italiano no sabía qué cuernos hacer; miraba el piso y contestaba con monosílabos a la mina hasta que ella se aburrió de tratar de conversar. Cuando miró el reloj se sobresaltó: era tardísimo, tenía que irse. Takashi vivía solo, nadie lo esperaba, pero era muy metódico y llegaba a su pieza siempre a la misma hora. El tema es que no quería desairar a Tony ni a la mina, así que bajó y, como quien no quiere la cosa, se arrimó al otro para ver si podía ayudarlo y, en cuanto fuera posible, tomárselas. Apenas Tony lo vio acercarse, le dijo que esos autos eran una porquería, que se rompían a cada rato, que patatín y que patatán. Y entonces, a cuento de nada, soltó: “Yo sé de qué te hablo, la sé lunga: trabajo en un concesionario. Bah, trabajar es un decir: soy capo ahí. Si un día querés comprar un auto, decime. Te elijo el mejor, y a precio de amigo”. El Italiano puso los ojos como el dos de oro.
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»Lo había tirado ahí como una bravata, uno de esos comentarios que salían ya sin pensarlo, un Tony clásico, mientras seguía con el motor y pensando que, si no lograba que la cupé arrancara, la minusa se le piantaba, pero, si lo hacía cantar, tenía recompensa asegurada, y al verlo al Italiano emocionado se le saltó el piloto automático. “Mirá si...”. Y el Italiano, la verdad es que también había reaccionado sin pensarlo, le hablaron de comprar un auto, de precio de amigo, de capo y, sin darse cuenta y sin abrir la boca, ya había dicho todo. Se le pasó en seguida el volver a casa, la extrañeza de la mina y el motor y todo, entonces estaba en su mundo, volvía a la fantasía del auto y sus cosas...

»Y ahí fue todo bastante fácil. Tony hizo la que sabía, le dio y le dio, y meta manija, y el Italiano, primero, calladito; después, sonrisa; después, sí, sí, ya estaba que aceptaba casamiento. Tony le habló de modelos, de precios, de ventajas y desventajas, y de yo la sé lunga y de los pichis, pero vos no sos pichi y, mientras, seguía franeleando el motor de la cupé, que ya no iba a arrancar; y tan en esa estaba —porque sabía que ya lo tenía al Italiano— que hasta de la percanta se había olvidado, y la fulana se había bajado y fumaba, también, y lo relojeaba, pero era rápida también y, en cuanto pescó un poquito de la conversación, se dio cuenta de qué la iba y no lo quiso interrumpir a Tony. Y qué genio que es Tony, pensaba, también, te puede dar mil vueltas y te hace hacer cualquier cosa, pensaba, y pensaba en todas las víctimas que habrían caído como chorlitos, y se sonreía por dentro y no se dio cuenta nunca de que tal vez ella también... Pero eso no importa. La cuestión es que, al final, el auto no arrancaba y, para ver qué podía sacarle todavía a la petisa, Tony lo apuró a Takashi, y lo despachó y quedaron para el sábado a las nueve y media, en el bar de la esquina del concesionario.»
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Llegado este punto, mi abuela siempre suspiraba ostensiblemente desde la cocina. Ya no volvía a aparecer, casi nunca volvía a dirigirse a mi abuelo, pero los suspiros se hacían oír. Un día, incluso, creo que la primera vez que oí la historia, me asomé a la cocina y la vi sentada en la banqueta que tenía ahí, más bien derrumbada, con los ojos cerrados, con los hombros que se sacudían un poco, en una actitud de lo más rara. Yo era un pibe y medio que me asusté.

Preocupado, entré a la cocina, que era el reino de mi abuela, a donde nadie podía ir, y le pregunté si estaba bien, si llamaba a mi vieja o al abuelo. Ella me miró con los ojos enrojecidos y, con un gesto duro que nunca le volví a ver, me dijo que no, que no llamara a nadie, que volviera con los demás antes de que se dieran cuenta.
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Pensé si mi abuelo sabría que mi abuela lloraba; pensé por qué lloraba, y por qué no quería que nadie se diera cuenta. De alguna manera, a mi manera, entendí que eso era de ella y que debía dejarla, que era mejor así. «Los grandes a veces son así», pensé.

A todo esto, mi abuelo ya estaba jugoso porque entraba en el curvón: «El sábado a la mañana, el Italiano se levanta, se toma unos matienzos, se empilcha bien, porque ¡si te vas a comprar un auto tenés que ir bien empilchado!, y se pone su colonia barata, que ahuyenta a los mosquitos pero a él le encanta. Llegó al bar a las nueve y cuarto, más o menos, tempranito, porque no podía más de la ansiedad y, antes de llegar a la esquina, desde la ventana de la calle Armendía, ¡zas!». Y ahí, por supuesto, otra pausa (solo después de golpear las palmas, como requiere un buen ¡zas!). Las caras eran siempre de asombro y susto, pero no por el suspenso, sino por el ruido de las palmas y el cuerpo de mi abuelo que se adelantaba, súbito, intimidante, mientras abría grandes los ojos y ponía cara de circunstancia.
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«Desde esa ventana, el Italiano lo vio al otro coso llegar con cara de susto a la esquina de Armendía y Perenquines. Corriendo venía, y relojeaba para atrás a cada rato. Tony frenó ahí, un poco por los autos y otro poco, para recuperarse y resollar a gusto. En una de esas, levantó la cabeza y lo vio a Takashi, que lo miraba fijo y con cara de lelo. Tony se recompuso de inmediato, se enderezó, le sonrió y se apuró a cruzar la calle con su percha de galán.

»Cuando se sentó en su mesa, y después de los saludos de rigor, el Italiano dudó si preguntarle qué pasaba, por qué corría, o quedarse en el molde. Iba a optar por el silencio, aunque el otro tampoco le dio espacio para meter bocado: enseguida empezó a hablarle del auto, que era un cochazo, un maquinón, que no podía pensar en nadie que lo mereciera más, que a él le quedaría pintado, que levantaría a rolete, que ya vería, que después le contase... Takashi se dejó endulzar tres cuartos de hora, el otro le doraba la píldora y él lo dejaba hacer, hasta que quiso preguntar por el precio del auto. Básico. En cuanto entraron a tallar los números, Tony lo frenó con una mano, en silencio, mientras deslizaba con un ruido metálico la otra mano sobre la mesa. Cuando la levantó, el Italiano vio la llave reluciente de un auto. Tomá. Probalo, primero, y después hablamos”.
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»El Italiano se transformó, se le hacía agua la boca, le transpiraban las manos. Lo miró al tipo con cara de todas las preguntas, no estaba preparado para tamaña oferta. “Pero, claro, hombre, claro que sí: ¡probalo, vas a saber, oíme!”, le ofreció Tony con gesto despreocupado. Tenía de sobra y sabía que este asunto estaba terminado: el ñato se sube a la máquina, le da dos vueltas, vuelve y deja el vento, y asunto terminado, y todos contentos.

»Tony dejó uno de diez sobre la mesa y salieron. Le explicó que había dejado el asunto a la vuelta de la otra cuadra por alguna cosa que el Italiano no escuchó, porque en su cabeza solo cabía el sonido del soñado V8. Tony tenía preparado todo el speech para la visual, mirá esto y aquello, pero no le hizo falta nada; Takashi conocía el auto de pé a pá por fuera, y entonces quería ir adentro. Abrió, subió, se sentó; tocaba el cielo con las manos. Hizo girar la llave y escuchó. El rugido del motor le hacía vibrar hasta el alma, lo invadía una energía que te la voglio dire. Lo miró al otro con cara expectante, de ¡dale, subite! “No, no”, dijo Tony, sonriente, “andá vos, tranquilo, date una vuelta y volvé, que yo te espero acá. Cuidameló, ¡¿eh?!”, y reía de buena gana.
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»Takashi, con julepe al principio, hizo una cuadra a paso de hombre, pero después se soltó y entró a zigzaguear con el auto por todos lados; ojo, sin mandarse ninguna, siempre muy serio, muy correcto, el Italiano, pero estaba que no cabía dentro de sí. Ese coche iba a ser suyo, pensaba, y el orgullo le llenaba el alma.

»Dobló para retomar Perenquines. Tenía que llegar por ahí hasta Armendía, o una cuadra antes, en realidad, donde lo esperaría Tony, y decirle que ya estaba, que arreglaran; quería finiquitar todo el asunto de una vez y salir a andar por ahí en su auto. ¡Y cuando volviera, cuando lo vieran en el Once! ¡Qué iban a decir los otros ñatos! ¡Y doña Mabel, de la pensión! ¿Quién era un otario entonces? Y en eso andaba cuando el hilo de sus pensamientos se cortó y un vigilante le ordenó que parase antes de la bocacalle. El cana le habló de muy mal modo, el Italiano estaba en otra y no entendió nada, pero resulta que había algo malo con el auto. Era robado, o algo así le dijo.
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»Y ahí...», paraba siempre el viejo y hacía el silencio, rechupaba la pipa (fingía que se le había apagado si hacía falta) y esperaba, porque sabía que ya los tenía, que lo iban a esperar. Casi nadie nunca se atrevía a apurarlo al abuelo, les quemaba el «¡Pero, dale, contá!», pero lo ahogaban. «Y ahí... porque ¿viste cómo es, no...?». Silencio, nadie sabía cómo es.

«Ahí el Italiano tiene una epifanía, un pedo cósmico atravesado en el balero, no se sabe, pero se le cae todo encima: la Iggam, el padre, la madre, Tony, el auto robado, la niñez, el dinero, el V8, el botón que le sigue hablando mientras mira una libreta, el Once, Mabel, y —literalmente— la mar en coche. Y es demasiado y, sin darse cuenta, relaja apenas el pie derecho, y el V8 responde de inmediato con un ronroneo suave y prepotente, y el Italiano lo mira al rati, que se inclina para relojear la patente, y ahí, sin pensarlo, pone primera, pisa fuerte y saca el fierro corcoveando como un bellaco. En la esquina pega el frenazo, gira a la derecha y pasa como un trueno por atrás de un Tony que, completamente desprevenido, comenta con un diariero los goles de ayer.
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»Takashi no entiende nada. El auto lo lleva. Las calles pasan volando, una después de la otra, todas iguales, y el Italiano y el coche son una misma cosa, una masa de carne, músculo, metal, cuero, huesos, cables que va lijando las calles de la ciudad. Si le preguntabas a Takashi, el pobre diablo te decía después que no sabía lo que había pasado, que no tenía ningún registro, y —aunque no puedo garantir nada— creo que la cabeza no le funcionó durante esas horas, que fue todo instinto y motor. La cuestión es que el tipo da vueltas desde la mañana hasta la noche. En el medio, hasta carga nafta —por fuerza tiene que haberlo hecho—, aunque él no se acuerda de nada.

»Por la zona de Núñez,  tiene que haber sido ya bien de noche, levantó a una mina. El Italiano tampoco se acuerda de esto, pero a la mañana, cuando se “despertó”, por decirlo de algún modo, encontró en el coche pruebas irrefutables de que había tenido compañía femenina.» En este momento del relato, mi abuelo arqueaba las cejas de forma aspaventosa. Mi abuela, cuando andaba por ahí, daba media vuelta y se las tomaba. Siempre.
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«Se le parte la cabeza, pero empieza a entender. No recuerda mucho, pero empieza a entender: se la mandó entera. El auto, el rati, el Tony, la mina y la puta que los parió, mirá el quilombo que armó. Y todo por querer comprar un au... pero... la gui¡LA GUITA! Palpa el saco, no hay nada; se palpa de arriba abajo, siente la adrenalina en la garganta, siente pánico y se golpea por todos lados buscando el bulto donde fuera, pero bulto no hay. Busca en el auto, en la guantera y abajo del asiento, se palpa de nuevo, hace todo lo que se le ocurre, dos veces, pero sabe —mientras sigue— que la verdad es una: la guita no está.

»Derrotado, con la cabeza sobre el volante, doblado con el peso del mundo entero sobre la espalda, llora. Grita y golpea y llora. Cuando se cansa, sin dejar de llorar, pone la máquina a rugir, y muy —muy— despacito empieza a rumbear para el barrio.»
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En este punto, el viejo aceleraba y hacía un repaso rápido, de mozo de trapo rejilla a una mesa de fórmica: «Ahí nomás, el Italiano se da cuenta de que ese auto quema, de que es un problema, así que, sin un cobre partido al medio, lo revienta por cuatro guitas. Se lo quedó un gitano. Takashi siguió en la pensión de siempre, supe ir a verlo unas cuantas veces, pero una tarde, doña Carmen, la patrona, me dijo que se había mudado y que no tenía ningún dato de él. Viste cómo son las cosas, un día estás en la cima y, a la noche siguiente, estás en la lona. Y, para colmo, es domingo. Por eso, hay que aprovechar la que toca cuando toca. Porque uno nunca sabe.

»A Tony lo rajaron, mirá lo que son las cosas, al día siguiente, el lunes. La tira fue a buscarlo al concesionario, el otro no estaba y el trompa se pudrió, por fin, y le mandó el telegrama para que ni volviera. Lo recuerdo patente. ¿Por la mina que estuvo con Takashi, me preguntás? Nunca se supo nada. Tu abuela, que frecuentó al Italiano, como yo, creo que sabe algo, pero no suelta prenda. No le gusta hablar del pasado, dice que no se acuerda de nada, qué le vamos a hacer.»

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